—¡Vamos! —dijo el Manchurri—. ¡No era de verdad!
—¡No es posible! —dijo Alberto de Belloc.
—Claro que sí. Otra estupenda idea de Bategay. La verdad es que me sentí lleno de asco, de horror, de disgusto… Luego me he dado cuenta de que esas cosas no matan; sólo molestan. Pero entonces no lo sabía… Basta decir, que al día siguiente, el infeliz Sergio Armstrong recibió la orden de atentar contra un precinto… y que en uno de mis paseos por la Ciudad, desaparecí… después de que hube sustituido al prisionero, ya atado y expuesto a la vergüenza pública en un poste de bello plástico azul. Después de que hube cerrado las esposas sobre
mis
muñecas, yo,
Sergio Armstrong
, permanecí inmóvil… encadenado y solo. Pero ahí comienza una historia muy diferente, que no os interesa en absoluto.
Sergio calló, y una total falta de respuesta siguió a sus palabras. La mesa emitió un débil siseo, y algo como un tallo de metal, terminado en una bola, surgió de uno de los tableros. Walther, silenciosamente, se acercó y cambió unas palabras inaudibles con el vástago de metal. «La guardia del Conde ha sido dominada. Alteza. Todo está bajo control». Sergio no contestó. Jugueteaba lentamente con el revólver que le había dado su primo, abriendo y cerrando el tambor, extrayendo los bronceados cartuchos, volviéndolos a meter en sus huecos, montando y desmontando el percutor. Por dos veces pareció como si el Edecán, cuyos ojos estaban fijos en aquel arma tan peligrosamente manejada, fuera a decir algo, pero no se atrevió.
Durante largos minutos, sin que nadie dijese una sola palabra, las manos de Sergio continuaron acariciando la estriada culata del arma, pasando, como en una caricia, por el azulado cañón… Después, su mirada, fría y decidida, recorrió los rostros de los demás; los soñolientos del Huesos, el Manchurri y el Doctor Grunthal, el inexpresivo del Conde Ratkoff, el lleno de odio de Bategay, el desconfiado de Alberto de Belloc, el preocupado de Walther. La muralla vegetal continuaba ondeando, bajo el impulso de una lejana brisa… la mesa roja, atendiendo seguramente a misteriosas órdenes, cambió de estructura un par de veces.
—Bueno… —dijo Sergio, por fin—. Quizá sí que os interese algo de la historia que sucedió abajo. Solamente una cosa; que estos dos bandidos llegaron incluso a perseguirme allí… Me extrañó, porque para Ratkoff la situación era difícil… muerto yo, el doble no serviría de mucho; era imposible mantenerlo eternamente… Entonces, dime, ¿por qué mandaste una mujer rubia, en una vedette minera, para asesinarme?
—Jamás hice eso, señor —dijo Ratkoff con voz inesperadamente alta—. Yo sólo luché por el bienestar de la ciudad… pero nunca pensé en vuestra muerte… Sólo que… ¿Bategay? ¿Tú?
—Era mejor así —silbó el enano—. Mejor…
—¡Idiota! —dijo el Conde Ratkoff.
—No sirvió de nada, Bategay —comentó Sergio, burlonamente—. Tu asesina murió; la maté yo mismo, y sus cenizas nos dan luz en este momento desde el mismo sol…
—Lástima —dijo Bategay, con voz llena de odio.
—Me pareces muy culpable —contestó Sergio, con frialdad.
El seco estampido del revólver sobresaltó a todos. En el pecho de Bategay se abrió un orificio negro… por unos instantes, el rostro odioso del enano tomó una expresión de intensa sorpresa, que se cambió en una mueca de espantoso dolor… El cuerpo sin vida se derrumbó en el suelo, con los pies moviéndose espasmódicamente; una bocanada de negra sangre surgió de los labios del muerto, manchando espesamente el pulido pavimento.
—¿Qué has hecho, primo?
Sergio se volvió bruscamente hacia Alberto. Dejó la pistola sobre la mesa, que exhaló un alarido, y comenzó a abrirse en secciones, alargándolas hacia el cadáver…
—Para ese chisme. ¿Cómo, que qué he hecho? Dime tú: ¿que querías que hiciera? ¿No era culpable?
—Sí; pero así… Un proceso público… una lección para todos… las cosas, legalmente, siempre…
—Calla, calla. ¿Y después, qué? ¿Una condena a muerte?
—Claro.
—Pues ya está, y sin tanto trámite. Mira, primo… abajo vi una vez un proceso, y eso me enseñó una lección. Lo he hecho yo mismo, directamente, sin necesidad de tanto intermediario… Además, ¿para qué? ¿para arrojarlo a la tierra? ¡Ni hablar! Se acabó el mandar criminales abajo. Los encarceláis; los decapitáis, o que vayan a la cámara de gas… pero a la tierra, no. Y en cuanto a ti, Ratkoff…
—Sé lo que me espera, señor. Estoy dispuesto.
—Ni lo sabes, ni estás dispuesto. No pienso matarte… me conformo con ese que está ahí. Alberto, prepara tu mesa y tus áspides… quiero que Ratkoff pierda diez años de memoria; sus diez últimos años… con eso bastará… El rostro del prisionero palideció. Sin un comentario, mirando de reojo a su primo, Alberto de Belloc dio a los áspides unas órdenes en voz baja, y trasteó después unos cuantos mandos en la mesa de madera roja. Durante unos segundos no sucedió nada; después, un pequeño círculo comenzó a abrirse en la cortina vegetal… Algo como una onda flamígera, cargada del terrible calor de mil hornos, penetró en la estancia. A través del creciente círculo las llamas del mismo Infierno ondulaban y rugían, ansiosas de víctimas…
—Diez años menos, Ratkoff —gritó Sergio, tratando de dominar el gigantesco crepitar de las rojas llamaradas—. Me prometí a mí mismo no tener piedad; lo he cumplido… ¡Áspides!
Ratkoff apretó los labios hasta reducirlos a una pálida línea, mientras los dos hombres de oscuro, sin variar su melancólica expresión, se situaban a su lado, cogiéndolo cada uno de un brazo… Las llamas, amarillas y rojas, lanzando en la estancia un calor insoportable, ondulaban y lanzaban chispas… Lentamente, las dos figuras negras comenzaron a clavarse en el aire, arrastrando tras sí la figura colgante del Conde Ratkoff y, poco a poco, comenzaron a dirigirse a la enrojecida boca del horno… Sobre el fondo de intenso flamear candente el trío se recortó en el aire, disminuyendo de tamaño las figuras a medida que se alejaban… El prisionero, desmadejado, colgaba entre sus dos guardianes, cuyas figuras se hacían más y más negras sobre el fondo de llamas, pareciendo que les crecían alas membranosas, que tomaban figura de murciélago… Un alarido inhumano surgió de entre las nubes de humo, y las ondas de fuego del enorme fogón… y las tres figuras, ahora completamente deformadas, con excrecencias, cuernos ramificados, tegumentos negros extendidos, colas prensiles terminadas en flecha, desaparecieron… El círculo de fuego desapareció bruscamente, dejando en su lugar la masa vegetal, aún sacudida por misteriosos estremecimientos…
—Terminado —dijo Sergio, dejándose caer en una butaca.
—No; todavía no, primo… —murmuró Alberto—. Te espera, o nos espera mucho trabajo… ahora que has vuelto a ser Jorge III. Sergio cortó rápidamente las palabras de su primo, así como el grito de alegría que parecía ir a surgir de los labios de Walther.
—¡No habéis comprendido nada! ¡Nada! ¿Es que no os dais cuenta de que Jorge III ha muerto hoy, hoy mismo? Yace en su capilla ardiente abajo, cerca de los ciudadanos… Ha muerto y nunca volverá… Murió en tierras lejanas, si lo queréis así.
En el rostro del Vikingo había una intensa sonrisa. Pero incluso el Doctor Grunthal emitió un rumor de asombro ante las palabras de Sergio.
—Tengo hambre —dijo este—. Y me siento muy cansado. No, Walther, nada de eso. Solamente un poco de pan. Y otro vaso de agua… No me miréis así; es inútil que perdamos más tiempo… no comprendéis que yo no soy ya Jorge III, sino otra persona… He encontrado en la tierra lo que mi corazón quería…
—¡Entre salvajes, primo!
—Si lo quieres así, sí. Entre salvajes. Al fin y al cabo, la agricultura funciona bastante bien… no hay dinero, y el poco que hay apenas circula; todo se basa en el intercambio… no hay gobierno, ni ejército, ni administración, ni papeles… y, francamente, yo pienso vivir haciendo lo que quiera, mientras los demás hacen lo que les parece…
—Eso es la anarquía —dijo Alberto.
—La anarquía es una teoría política; la tierra es una realidad. Te lo demostraré. Walther, una pluma y un par de pliegos con mi sello…
—Inmediatamente, Alteza…
—Gracias, Walther. Vikingo, dame ese jarro de agua.
—No quiero —contestó el Vikingo, y su sonrisa era más amplia aún…
—¡Insolente!
—Haya paz —cortó Sergio—. Esto ya lo sabía yo… La tierra, ¿veis?, es un lugar en que cualquiera puede decir «no quiero» a cualquier otra persona… ¿no es maravilloso?
—Es sedicioso y bárbaro. Alteza.
—Para vosotros; no para mí. Y ahora callad un momento, mientras escribo… No miréis tanto a ese cadáver; ha habido tantos en la historia de la Humanidad, que bien creo podéis soportar uno de verdad… Mientras escribo, Alberto, quisiera ver por última vez la Ciudad entera… sé que puedes hacerlo desde aquí… anda, ve y maneja los mandos que sean…
No parecía haber mucha tristeza en el rostro de Alberto de Belloc cuando se dirigió a sus cuadros de mandos. Mientras la pluma rasgueaba secamente sobre el papel, bajo los ojos húmedos (estos sí parecían tristes y sinceros) de Walther, la cortina de hojas agitadas por el viento comenzó a borrarse lentamente… Algo como una esfera de espacio, cada vez más amplia, se abrió alrededor del grupo, ahora aparentemente suspendido en el vacío… Bajo ellos, hileras de vehículos esmaltados, como caparazones de insectos, corrían lanzando humo… balconcillos y pasarelas se extendieron por todas partes, trazando una grasienta tela de araña… surgió, como traída por un huracán, una isla perfectamente circular, en el centro geométrico de un lago igualmente circular, cuyas rojas y encrespadas aguas, rompiéndose en espumas amaranto, ondulaban con exacta precisión… En la isla se alzaban templetes dorados y enrejados escarlatas… figuras y grupos se movían por los senderos rectilíneos, danzando al son de músicas sincopadas… La pluma escribía sin cesar, rozando el papel con sonido seco. Grandes maquinarias con émbolos y ruedas giratorias surgieron de la nada… masas indistintas se movían junto a ellas… él espacio relumbró por un instante con sus miles de estrellas, como puntas de diamante; en aquel delirio de formas, aparecieron los grandes estantes llenos de las plateadas cajas dossier, silbantes y llenas de secretos… y rostros de hombres, de niños, de mujeres, avanzaban hacia los espectadores, llenos de expresiones átonas, de hambre, de sed, de ambición… Pilas de oro amonedado, de billetes sedosos, las bóvedas blindadas abriéndose bajo las llaves de los cajeros, los coches esmaltados corriendo… las máquinas expeliendo paquetes envueltos en celofán y en cartones de colores…
ASISTE A LA SUBASTA EPISCOPAL DEL DOMINGO… UNA SOLA MONEDA DE VEINTE CREDS, Y TENDRÁS AL MEJOR PREDICADOR EN EL PÚLPITO, DICIÉNDOTE LO QUE NO QUIERES OÍR, PECADOR… ¡ARREPIÉNTETE Y GOZA A LA VEZ! OFICIOS LOS DOMINGOS Y FESTIVOS, 8'15 A.M. ¡SILLONES DE TERCIOPELO PÚRPURA!
La pluma rasgueaba. Una máquina, similar a un buque de guerra varado en la playa, movía sus piezas a gran velocidad, estampando huecos caparazones de metal esmaltado… El papel impreso salía a chorros de negras bocas aceitosas; los brazos de los sillones escupían tarjetas publicitarias… el aroma de los pavos asados y los vapores de la cerveza llenaban las narices con su gloria… para transformarse después en botellas de plástico imitando cristal, o en paquetes que imitaban una hogaza, un corazón, o un sol… Miríadas de flores, con las boquitas abiertas, caían del cielo verde, pregonando por sus bocas las excelencias de los productos:
¡TU ROBOT PERFECTO!
10.500 CRÉDITOS CASH.
¡VALE LA PENA!
Las vedettes mineras, como chispas de bronce, cruzaban el sistema solar a toda máquina… las grandes bocas de los hornos engullían minerales… El viento trajo un bello e inolvidable rostro de mujer, imagen misma del deseo, y su cuerpo desnudo se expandió como una nube de gas, mientras un coro que al principio fue celestial, y después llegó a ser como el gemir de una máquina moribunda, entonaba con palabras incomprensibles las excelencias de algo que no se sabía lo que era…
La pluma cesó de escribir. Algunas gotas de sudor se deslizaban por la frente de Sergio.
—Basta.
La ciudad desapareció.
—Lee, Alberto.
Pero aún quedaban en el aire, como el resto de una tormenta que se deshace, lejanas imágenes de personas moviéndose a toda prisa, amortiguados alaridos de seres calumniados amnistiando a sus acreedores, bocas de plata lanzando panes dorados en forma de violín…
—¡Es tu abdicación!
—Fechada dos días antes de mi muerte., y entregándote a tí el mando de la Ciudad. No digas que no; sé leer en tu rostro… lo deseas.
—Sí.
—Entonces, ¿para qué discutir?
El lejano huracán que había traído las imágenes de la ciudad se deshacía poco a poco, como un tornado que desaparece en la distancia… Unos pétalos cantarines ondularon aún en el aire… unas letras de fuego quisieron ordenar algo… ¿Valía la pena? Sergio sintió aumentar su deseo de huir de allí. Ansiaba las grandes extensiones de la tierra, los ríos saltando en espumas sobre las rocas brillantes, el aire perfumado, Edy, el pequeño Hermán… beber whisky con el Capitán Grotton, recordar las aventuras de África, pasear sobre Aneberg a la luz del amanecer… Y esperar la muerte un día tras otro, pacíficamente, sin temor. Y, sobre todo, que aquel poder extraño, aquella armonía perdida que su mente no había logrado dominar, se produjera y realizara de una vez, para siempre…
—Nadie sabrá nada, ¿verdad?
—Nadie —respondió Alberto, aún con el papel en las manos—. Todo seguirá igual… No más condenados, eso sí.
—Si alguien quiere bajar… buscando otra vida, lo permitiréis…
—Lo permitiremos, sí.
—Nos despedimos ahora… tu mano, Walther. Había como un aliento frutal en la mente del Edecán, algo semejante a un hálito de flores frescas, recién cortadas… En la del doctor Grunthal no había nada; sólo viejos rincones polvorientos, recuerdos de un antepasado bebedor, y de unas colecciones cuidadosamente guardadas… Sergio trató de hacer llegar a la mente de Walther una oleada de sentimiento; algo que recogiera en un solo impulso lo que la tierra era verdaderamente… No supo si lo había logrado…
—Acompañad a mis amigos al bosque. Id… Iré en seguida.
A solas ya, Sergio miró a su primo, sintiendo su mente cerrada, satisfecha de haber conseguido la presidencia de la Ciudad, torvamente contenta por su inminente marcha… llena de aquel temor que había en el pensamiento de todos los ciudadanos.