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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (56 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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»Cierto día, el oficial James Ribeau aseguró que había hablado con los gnomos y los enanos, que eran gente muy simpática, aun cuando se encontraban muy dolidos por el uso de ciertas energías por nuestra parte, cosa que les había causado bastante mortandad y gran daño. Y le escuchamos todos con atención, doliéndonos profundamente de que esos pobres seres tuvieran que sufrir tan intensamente por nuestra culpa. La ayudante de carga eléctrica María Muller aseguró que ella también había hablado con unas pequeñas criaturas a las que llamó elfos, sumamente delicadas y también dolidas por el daño que habían sufrido. Bueno será decir que tanto Ribeau como Muller eran un par de críos, y que, en contra de las rígidas normas establecidas desde el punto de vista genético sobre apareamientos matrimoniales, vivían juntos desde nuestro aterrizaje, sin autorización ni licencia alguna. Eso, que en otras circunstancias hubiera representado severas sanciones, una denuncia inmediata por cualquier persona deseosa de ganar méritos, y una general repulsa social, no le importaba ahora absolutamente a nadie. De hecho, se habían producido en este aspecto las consecuencias más extrañas e inesperadas; un matrimonio se había separado, quedándose los hijos el padre; en otro, la mujer había dicho al marido que se encontraría mejor si un tercero viniese a vivir con ellos; en otro caso, por razones que aún desconozco, el sargento de cañón Noiechiev se había ido de su departamento de soltero a vivir en una nave almacén con tres chicas de los servicios de limpieza… Como todos estaban haciendo lo mismo, plantando cosas de contrabando, introduciendo alimentos en la nave, viviendo como querían, y tapándose entre sí los unos las faltas de los otros, las cosas continuaban sin trascender…

»Pero había de llegar un momento en que la desorganización fuera tan absoluta que llegase a conocimiento del Ritter Von Graffenfried… Fue aquel un día verdaderamente triste para mí, por muchas razones que ni siquiera pretendo recordar. De pronto, hubo una llamada general para los jefes, hombres y mujeres, de las veintitrés secciones. Cuando todos ellos se reunieron en la espartana morada del general, era de ver el desorden de los uniformes, los rostros sin afeitar, la dejadez con que se trataban los unos a los otros, sin ceremonia ni respeto ninguno… Solamente cuando el Ritter entró hubo una apariencia de orden, y unos saludos bastante logrados. Todavía el Ritter era capaz de inspirar respeto, y si algo como una conspiración tácita le había mantenido aparte de lo que estaba sucediendo, no se había perdido del todo la consideración, o el pensamiento de que él era representante de la Humanidad en este planeta, en la tierra.

»—Disculparé a ustedes, caballeros —dijo el Ritter, con voz dura— la falta de disciplina que veo en sus uniformes, y la carencia de aseo con que algunos de ustedes se han presentado ante mí. Digo que lo disculparé, porque será por última vez. Sé que es muy duro el trabajo, y que no todos ustedes tienen tiempo de afeitarse o de cambiar el traje de faena… pero por favor, la higiene no está reñida con las ocupaciones… Hay alguno de ustedes que deja de desear en ese aspecto… Lávense, si son tan amables…

»Todos conocíamos este tono hiriente y mordaz, preludio de las más rígidas imposiciones. No hubo respuesta alguna…

»—Oficial Ingalls…

»—Sí, Excelencia.

»—Está usted al mando de la sección número seis. Le he hecho traer aquí por una vedette de exploración para que me informe de algo. Su sección no contesta a las llamadas por radio hace seis horas… y un examen que he podido realizar desde mi avioneta particular me ha hecho ver que los trabajos están totalmente paralizados… ¿Puedo esperar alguna explicación?

»El sentido de las palabras del general, a pesar de su aparente amabilidad, era profundamente amenazador.

»—Pues sí —dijo el oficial Ingalls, con cierto descaro—. La gente de la sección seis ha decidido que no le apetece trabajar…

»—¡Ingalls! ¿Está usted loco? ¿Qué es lo que está usted diciendo?

»—Lo que oye Vuecencia; que no quieren seguir montando el arma…

»—Ingalls… Ingalls… —silbó la voz del general, como la de un áspid pronto a morder—. Tiene usted dos horas, exactamente dos horas, para que su sección esté trabajando a pleno rendimiento… ¿Me oye, Ingalls, me escucha? ¿Qué clase de oficial es usted? ¿Cómo no ha sabido imponerse? ¡Dos horas, Ingalls! Luego se presentará usted ante mí con una lista de los responsables de esta rebelión, que serán sometidos a Consejo de Guerra sumarísimo, y si, como es lógico, la sentencia es de culpabilidad, fusilados de inmediato. ¡INMEDIATAMENTE, INGALLS! ¡OBEDEZCA!

»Ingalls permaneció inmóvil, pasándose la mano por la sucia barba. Después, con singular tranquilidad, extrajo un fragmento de madera, afilado en un extremo, y procedió a introducirlo entre las hendiduras de sus dientes.

»—¡Obedezca, Ingalls!

»—No me apetece, mi general —contestó Ingalls, mirando al Ritter con sus ojos legañosos—. No me apetece nada, a mí tampoco. Lo que quiero es tener unos campos míos, construirme una casa, cultivar los campos, y quedarme a vivir allí tranquilamente. La azafata Brown está de acuerdo en venirse conmigo…

»Estaba claro que el Ritter Von Graffenfried pensaba que el oficial Ingalls estaba completamente loco. Sin embargo, para los que le conocíamos, era fácil detectar su furia, y la forma como la contenía:

»—¿La azafata Brown? No sabía que se hubieran ustedes casado… Debió usted informarme, Belloc… siempre me gusta felicitar personalmente…

»—Si no nos hemos casado, mi general —dijo Ingalls, con una expresión de soberana estupidez—. Nos hemos juntado, nada más. Y en cuanto a eso de los campos…

»—¡Cállese, Ingalls! ¡Está usted completamente loco…! ¡Campos suyos! ¿Está usted hablando de propiedades privadas?

»—Pues de eso mismo, señor. Estoy harto de la nave, de los papeles, del arma misteriosa y de la Humanidad triunfante. Estoy harto de no ser más que un número en las estadísticas, y de no tener más que un cepillo de dientes…

»El rostro del general Von Graffenfried estaba completamente rojo.

»—¡Es usted un maldito reaccionario, Ingalls! Y seguramente querrá usted tener una fábrica propia y explotar al proletariado…

»—No, mi general. No me apetece nada, pero que nada, explotar a nadie. Ni que me exploten a mí tampoco. De manera que he dejado que hagan todos lo que quieran en mi sección, y la azafata Brown y yo nos vamos… Hemos encontrado un valle perfecto. ¿Vendrá Vuecencia a visitamos alguna vez, mi general?

»No sabíamos si admirar más la desfachatez del oficial Ingalls, o la sobrehumana paciencia con que el Ritter estaba soportando aquel torrente de incongruencias. Hubo más tarde quien dijo que lo de Ingalls no había sido desfachatez, sino inconsciencia. Que al haber sido uno de los primeros hombres que bajó a la tierra, se vio afectado antes que nadie, y que el mal que había profundizado en él de forma extrema…

»—¡Insubordinación! —aulló el general, levantándose, con el rostro tan alterado que casi no parecía el mismo—. ¡Belloc…! ¡La guardia! ¡Arréstenlo… póngalo en la barra…!

«Parecía mentira que un hombre tan inteligente como era en otros aspectos el general no se hubiera dado cuenta de la singular atonía con que Sus órdenes fueron acogidas. Cierto es que Jorge de Belloc ordenó blandamente a la guardia que condujera a la barra al oficial Ingalls, que la guardia obedeció de una forma tal que demostraba que lo mismo le era hacer eso que cualquier otra cosa, y que el oficial Ingalls, al ser conducido por los soldados, mostró la misma preocupación que un niño comiéndose un helado. La apariencia de disciplina se conservaba, pero no era más que una débil cascara que, a estas alturas, encubría una destrucción de organismos e ideas cada vez más profunda. Sin embargo, el general hubiera debido darse cuenta… Puede que por su intensa formación, su vida sacrificada, y su carencia de cualquier otra afición distinta al servicio espacial, se viera menos afectado que los otros. Pero hubiera debido darse cuenta de que el silencio absoluto de los demás oficiales no era aprobación hacia él, sino hacia Ingalls. Lo lamentable es que trasponemos nuestra mente a los otros, y si se callan nunca estimamos eso como una negativa, sino como un pensamiento afín al nuestro…

»El general dio unas tajantes órdenes a todos los oficiales, que fueron acogidas calladamente, nombró un sustitudo para Ingalls, y anunció que al día siguiente comenzaría unas visitas de inspección de singular dureza, amenazando con los más graves castigos para aquellos que hubieran alterado los planes en algo más que el grueso de una uña. No sabía que a estas horas, tanto el oficial Ingalls como el alférez Brandel se habían marchado tranquilamente, y estaban preparándose para abandonar las secciones de la nave. Y que no eran los únicos…

»Aquella tarde, el general citó al neurólogo jefe, al doctor Friedrich Grunthal, un hombre de alguna edad, aficionado a los minerales y a leer libros sobre aves. Tuvo con él una muy privada conversación que se desenvolvió en sus habitaciones particulares. El doctor Grunthal era verdaderamente un buen hombre; su elección para esta expedición había estado durante unos días indecisa debido a su falta de carácter. Sin embargo, se le nombró por fin, debido a sus extensos conocimientos. Estaba casado, con dos hijos, uno de veintitrés años, y el otro de quince. Su situación familiar había permanecido inalterable, y se había quedado completamente indiferente ante el hecho de que sus hijos anduviesen ahora en un lugar desconocido… Sólo se limitaba a conseguir todos los minerales posibles y a hacer fotografías de aves de la tierra en vuelo, con lo cual llenaba vitrinas y álbumes. Disponía de bastante sitio, al tener a su cargo las naves de investigación neurológica.

»Hubo una notoria diferencia con otras reuniones; el general no se limitó a servir al doctor Grunthal una minúscula porción de bebida alcohólica, sino que permitió que se dejase ante él el vaso y la botella entera, de la cual, todo hay que decirlo, el neurólogo hizo buen uso. En cuanto al Ritter, bebió agua re circulada, como de costumbre…

»—Bien, doctor —dijo el general—. Le he llamado porque quizá usted pueda suministrarme alguna explicación… y si no es así ahora mismo, pondrá
de inmediato
a trabajar a todo su personal en el problema.

»—Claro que sí —dijo con tibieza el doctor, observando amorosamente su vaso recién lleno—. Sí… mi general.

»—He observado un singular relajamiento de la disciplina, doctor. Un solo caso no me hubiera preocupado, o incluso un porcentaje mínimo. Pero la cosa es general; usted mismo doctor, y eso que siendo un civil no se le puede exigir demasiado, está desalmado y sin afeitar… Su bata de ordenanza está llena de manchas. Pero no voy a reprenderle a usted, por lo menos por ahora. Hay problemas más graves… He podido comprobar que algunos oficiales se han vuelto locos; los más, cumplen sus misiones mecánicamente, sin estímulo alguno… El personal está fallando de una forma inesperada. Necesito una respuesta, doctor.

»—Ah, era eso —dijo el doctor, muy sonriente—. Creí que era un asunto más grave. Bueno; eso lo sabemos ya en neurología y en psiquiatría…

»—¿Lo saben ya? —contestó el general entre dientes, mirando al risueño doctor con expresión asesina.

»—Con bastante certeza, sí. Cuando nos dimos cuenta en los tests periódicos de las primeras reacciones… atonía, indiferencia, pérdida de agresividad, etc., comenzamos a hacer pruebas. ¿Verdad que era un problema interesante. Excelencia?

»—Claro que sí… —respondió el Ritter, sordamente—. Explíquemelo, doctor, si le es posible dejar de mirar esa botella…

»—La botella… ¡Ah, sí! ¡Donnerweteer! No me había dado cuenta de que estaba ahí… Bien. ¿Cómo lo explicaría yo, mi general?

»—Yo se lo diré, doctor. Rápidamente, en pocas palabras.

»El doctor lanzó una mirada de angustia al recipiente de cristal tallado, mientras Otto, con la bandeja en sus humildes manos, lo retiraba.

»—Yo se lo diré doctor. Rápidamente, en pocas palabras, con simplicidad, y sin utilizar ningún término que tenga más de dos sílabas. Le escucho.

»—Bueno… bueno. Le diré, mi general, que hay una cosa llamada agresividad. Se da en los animales, y también en el hombre. En los animales se muestra en un sentido casi exclusivamente territorial y sexual. Territorial en cuanto que marcan por diversos medios un espacio donde no dejan entrar a otro animal de su clase, y que reservan para cazar o pastar. Los toros, por ejemplo…

»—Deje usted en paz a los toros, sean lo que sean. Y siga.

»—A sus órdenes, mi general. Y en el terreno sexual se manifiesta por la exclusiva posesión de la hembra, o del macho, en su caso, y las consiguientes luchas por poseer una exclusiva sobre el otro sexo, y defenderlo ante ingerencias ajenas. En el hombre sucede algo similar en el terreno sexual; en el territorial, se complica con datos intelectuales. O sea, no es un terreno de caza, sino una actuación profesional, un sector del arte, una amistad con alguna persona, unos conocimientos superiores o distintos… Le pondré un ejemplo.

»—No me ponga ningún ejemplo, doctor —gruñó el Ritter, con las mandíbulas apretadas como prensas de acero—. Le he entendido perfectamente. Siga.

»—Hay ciertos medicamentos que inhiben la agresividad humana… Son los neurolépticos y los tranquilizantes. Staehelin decía a este respecto…

»—Deje en paz a ese señor y vaya al grano.

»—Bueno. Si no me deja usted hablar, mi general… En suma, podríamos decir que en la tierra…

»—¿En la tierra?:.

»—En este planeta; la tierra le llaman todos… En este planeta, hay un componente de la atmósfera, o del agua, o algo indeterminado, que actúa de forma similar a un neuroléptico. Las consecuencias en unas personas son indiferencia total; en otras, disminución de la potencia sexual, somnolencia, ligeros vértigos, molestias menstruales… No se manifiestan, mi general, de forma exagerada; en general son soportables y en raros casos toman carácter patológico… En todos los casos estudiados, sin embargo, la agresividad ha disminuido mucho; continúan los lógicos reflejos de conservación y defensa del ser… pero nadie quiere meterse en el terreno de otro… El síndrome acinético-abúlico, sin ser marcado, se manifiesta en buena parte de los casos…

»—¿Qué es eso?

»—Una reducción de la iniciativa. Cada uno se conformará con lo que tiene; sin pedir más. El caso del oficial Ingalls es muy claro. Plantará sus campos, cultivará, vivirá con la azafata Brown, y cambiará sus productos por lo que necesite… No hará nada más. En un planeta como éste en que casi no hay estaciones, y se pueden obtener tres cosechas anuales, plantando cualquier cosa en cualquier época, no tendrá problemas… El caso del conductor de primera clase Esteban Kovalsky es similar… Se dedicará a extraer mineral de hierro (lo hay abundante, a flor de tierra), lo refinará y fabricará enseres, porque eso es lo que en el fondo le gusta… y cuando necesite comer, cambiará un hacha por medio saco de trigo… ¿Sabe Vuecencia lo que es un hobby, mi general?

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