—En ella estaremos más comprimidos. Entonces el movimiento de la aguja nos afectará muy poco. Y... otra cosa. Conviene inyectar a Benes la menor cantidad posible de agua miniaturizada.
—¡Oh! —dijo Cora.
Tenía el cabello despeinado, y, al tratar de apartarlo de delante de sus ojos, se tambaleó, a punto de caerse. Grant trató de sostenerla, pero Duval la había asido ya vigorosamente por un brazo.
La oscilación cesó con la misma brusquedad con que había empezado.
—Ya estamos en la aguja —dijo Owens, con alivio, y encendió las luces exteriores de la nave.
Grant miró hacia delante. Había poco que ver. La solución salina parecía centellear como una nube de ínfimas luciérnagas. A una enorme altura y a una gran profundidad, percibíase la curva lejana de algo que brillaba más intensamente. ¿Las paredes de la aguja?
Le asaltó un súbito temor. Se volvió a Michaels.
—Doctor...
Michaels tenía los ojos cerrados. Los abrió de mala gana y volvió la cabeza en la dirección de la voz.
—Diga, Mr. Grant.
—¿Qué ve usted?
Michaels miró hacia delante y respondió:
—Destellos.
—¿Ve algo con claridad? ¿No le da la impresión de que todo baila a nuestro alrededor?
—Sí. Todo baila.
—¿Significa esto que nuestros ojos han sido afectados por la miniaturización?
—No, no, Mr. Grant. —Michaels suspiró, cansadamente—. Si teme quedarse ciego, olvídelo. Mire al interior del
Proteus
. Míreme a mí. ¿Observa algo anormal?
—No.
—Muy bien. Usted ve ondas de luz miniaturizadas, con su retina también reducida, y todo le parece normal. Pero cuando las ondas luminosas se extienden a un medio menos miniaturizado o sin miniaturizar en absoluto, entonces no se reflejan fácilmente. En realidad, son enormemente penetrantes, y sólo vemos reflejos intermitentes aquí y allá. Por consiguiente, todo lo de ahí fuera parece que baile ante nuestros ojos.
—Comprendo. Gracias, doctor —dijo Grant.
Michaels volvió a suspirar.
—Ojalá recobre mis piernas de marinero —dijo—. Esa luz oscilante y el movimiento de Brown me están dando dolor de cabeza.
—¡Allá vamos! —gritó Owens, de pronto.
Ahora se deslizaban hacia delante. La sensación era inconfundible. Las lejanas y curvas paredes de la aguja hipodérmica parecían más sólidas, al confundirse y mezclarse los reflejos de la luz miniaturizada. Era como deslizarse en un patín de ruedas por una pendiente infinita.
En lo alto, la solidez pareció terminar en un diminuto y titilante círculo. Después el círculo se ensanchó, despacio al principio, más velozmente después, hasta abrirse en un increíble abismo, y todo pareció fluctuar.
—Hemos llegado a la arteria carótida —dijo Owens. El reloj marcaba la cifra 56.
ARTERIA
Duval miró a su alrededor con arrobamiento.
—¡Imagínense! —dijo—. Estamos en el interior de un cuerpo humano; dentro de una arteria. ¡Owens! ¡Apague las luces interiores, por favor! ¡Contemplemos la obra de Dios!
Las luces interiores se apagaron; pero una especie de luz fantástica llegaba desde fuera, producto del reflejo de los focos miniaturizados de la proa y de la popa de la nave.
Owens mantenía el
Proteus
virtualmente inmóvil en relación con el torrente sanguíneo arterial, dejando que aquél se deslizase impulsado por la corriente que nacía del corazón.
—Creo que pueden quitarse los cinturones —dijo.
Duval se liberó del suyo en un instante, y Cora se plantó inmediatamente a su lado. Ambos se lanzaron a la ventanilla, en una especie de maravillado éxtasis. Michaels se levantó más despacio, miró a los otros dos y después se enfrascó en un atento estudio de su mapa.
—Magnífica precisión —dijo, con los labios apretados.
—¿Cree que podíamos haber sido inyectados fuera de la arteria? —preguntó Grant.
Michaels le observó un instante con mirada ausente. Después respondió:
—¡Oh..., no! Esto era muy improbable. Pero podíamos haber penetrado junto al punto de unión con una arteria afluente y ser incapaces de mantenernos en la corriente arterial, en cuyo caso habríamos perdido tiempo buscando una ruta alternativa y más lenta. Tal como ha ido la cosa, la nave se encuentra exactamente donde debía estar —dijo, temblándole la voz.
Grant comentó, animoso:
—Hasta ahora, todo parece marchar perfectamente.
—Sí. —Una pausa, y a continuación, apresuradamente—: Situados aquí, nos vemos favorecidos por la facilidad del medio, la rapidez de la corriente y la brevedad de nuestra ruta; podríamos llegar a destino en el mínimo de tiempo.
—Estupendo —dijo Grant, asintiendo con la cabeza y volviéndose hacia la ventanilla.
Casi inmediatamente, se sintió desconcertado y extasiado ante tanta maravilla.
La lejana pared parecía hallarse a casi un kilómetro de distancia y resplandecía como ámbar brillante y con luz intermitente, pues quedaba casi oculta por una enorme mezcolanza de objetos que flotaban cerca de la embarcación.
Se hallaban en un acuario inmenso y exótico, y todo su campo visual rebullía, no de peces, sino de objetos extraños. Una especie de grandes neumáticos, con el centro deprimido pero no perforado, eran los más numerosos. El diámetro de cada uno de ellos medía aproximadamente el doble que el del buque, y todos tenían un color paja anaranjado y lanzaban intermitentes destellos, como si llevaran diamantes incrustados.
—El color es un poco engañoso —dijo Duval—. Si fuese posible desminiaturizar las ondas luminosas al salir de la nave y miniaturizar su reflejo, saldríamos ganando mucho. Es importantísimo que el reflejo sea lo más exacto posible.
—Tiene usted toda la razón, doctor —dijo Owens—, y los trabajos de Johnson y Antoniani sostienen que esto puede llegar a ser posible. Desgraciadamente, su técnica no tiene por ahora aplicación en la práctica, y, aunque la tuviera, no habríamos podido adaptar el buque a tal objeto en una sola noche.
—Supongo que no —dijo Duval.
—Pero aunque el reflejo no sea exacto —dijo Cora, en tono devoto—, el espectáculo es de por sí maravilloso. Son como blandos y aplastados globos que hubieran atrapado millones de estrellas.
—En realidad, son glóbulos rojos de la sangre —dijo Michaels a Grant—. Rojos en su conjunto, pero pajizos individualmente. Los que está usted viendo provienen directamente del corazón y llevan su carga de oxígeno a la cabeza y, en especial, al cerebro.
Grant siguió mirando a su alrededor, maravillado. Además de aquellos corpúsculos, había otros objetos más pequeños; menudeaban, por ejemplo, unos que eran planos y tenían forma de plato. (Plaquetas, pensó Grant, como si las formas de los objetos despertaran en él olvidados recuerdos de cuando estudiaba fisiología en el colegio.)
Una de las plaquetas se acercó suavemente a la nave; tanto, que Grant sintió deseos de alargar una mano para cogerla. Se aplastó lentamente, en contacto con el buque, y se alejó, dejando partículas de su propia sustancia pegadas a la ventanilla; una mancha que se fue borrando poco a poco.
—No se rompió —dijo Grant.
—No —dijo Michaels—. Si se hubiese roto, se habría formado un pequeño coágulo a su alrededor. Supongo que no lo bastante grande para resultar peligroso. Sin embargo, si fuese mayor nuestro tamaño, podríamos hallarnos en dificultades. ¡Vea aquello!
Grant miró en la dirección señalada por el dedo del doctor. Vio unos objetos menudos y en forma de varilla, que empujaban fragmentos y desperdicios, y, sobre todo, glóbulos rojos y más glóbulos rojos. Después descubrió la cosa que le señalaba Michaels.
Era grande, lechosa y pulsátil. Tenía aspecto granuloso, y en su interior percibíase un negro centelleo, unos destellos negros tan intensos que eran como una antiluz cegadora.
Dentro de su masa había una zona más oscura que mantenía, dentro del ámbito lechoso, una forma regular e inmutable. La silueta del objeto era bastante confusa; de pronto, apareció una especie de ensenada lechosa en la pared de la arteria, y aquella masa pareció sumergirse en ella. Se perdió de vista, oscurecida por los objetos más próximos y perdiéndose en el remolino.
—¿Qué diablos era eso? —preguntó Grant.
—Una célula blanca, naturalmente. Son poco numerosas, al menos en relación con los glóbulos rojos. Hay unos seiscientos cincuenta de éstos por cada una de aquéllas. En cambio, los glóbulos blancos son mucho mayores y pueden moverse con independencia. Algunos de ellos pueden salir incluso del vaso sanguíneo Vistos a esta escala, infunden temor. No quisiera que otro se nos acercase más que éste.
—Son los basureros de la sangre, ¿no?
—Sí. Nosotros tenemos el tamaño de una bacteria pero nuestra piel es metálica y no mucopolisacaroidea como la de las células. Creo que los glóbulos blancos advertirán la diferencia y que, mientras no lesionemos los tejidos que nos rodean, nos dejarán en paz.
Grant intentó no prestar demasiada atención a los objetos particulares y concentrarla en el panorama total. Se echó atrás y entornó los párpados.
¡Era como un baile! Todos los objetos se movían en su respectiva posición. Cuanto más pequeños eran, más acusada era su agitación. Parecía un ballet colosal y frenético en que el coreógrafo se hubiese vuelto loco y los bailarines se hubieran lanzado a una danza eternamente insensata.
Grant cerró los ojos.
—¿Lo perciben ustedes? Me refiero al movimiento de Brown.
—Sí —respondió Owens—. Pero no es tan malo como temía. El torrente sanguíneo es viscoso, mucho más viscoso que la solución salina en que estuvimos antes, y el alto grado de viscosidad amortigua el movimiento.
Grant notó que el barco se movía bajo sus pies, primero en un sentido y después en otro, pero de un modo amortiguado, no con la brusquedad de cuando estaban todavía en la jeringuilla. El contenido proteínico de la porción fluida de la sangre, las «proteínas del plasma» (este término vino a la memoria de Grant desde un remoto pasado) servían de amortiguador a la nave.
No estaba mal. Se sintió animado. Tal vez todo terminaría bien.
—Les aconsejo que vuelvan todos a sus asientos —insinuó Owens—. Nos estamos aproximando a una ramificación de la arteria y voy a acercarme a uno de los lados.
Los otros ocuparon sus asientos, sin dejar de mirar asombrados a su alrededor.
—Es una lástima que sólo dispongamos de unos minutos para contemplar esto —dijo Cora—. Doctor Duval, ¿qué son aquellas cosas?
Una masa de estructuras diminutas, pegadas unas a otras y formando como un tubo en espiral, pasó a poca distancia. Las siguieron otras, que se dilataban y contraían a medida que avanzaban.
—¡Oh! —dijo Duval—. Ignoro lo que es «eso».
—Tal vez un virus —sugirió Cora.
—Demasiado grandes para ser virus, creo yo; además, no se parecen a ninguno de los que conozco. ¿Podríamos tomar alguna muestra, Owens?
—Podemos salir de la nave en caso necesario —respondió Owens—, pero podemos no detenernos a recoger muestras.
—Vamos, jamás volveremos a tener una oportunidad como ésta —dijo Duval, tercamente, poniéndose en pie—. Pescaremos una de esas piezas. Usted, Miss Peterson...
—Este barco tiene una misión, doctor —dijo Owens.
—No me importa lo que... —empezó Duval, pero se interrumpió al sentir la firme mano de Grant sobre uno de sus hombros.
—Por favor, doctor —dijo Grant—, no discutamos por esto. Tenemos una misión que cumplir, y no vamos a detenernos, ni a desviarnos, ni a disminuir la marcha por otras cosas. Creo que lo comprenderá y no insistirá sobre ello.
A la incierta y titilante luz reflejada por la arteria, Duval frunció visiblemente el ceño.
—Está bien —dijo, de mala gana—. De todos modos, han pasado de largo.
—Una vez hayamos terminado este trabajo, doctor Duval —dijo Cora—, se perfeccionarán los métodos de miniaturización y se logrará una duración indefinida. Entonces podremos realizar una verdadera exploración.
—Sí, creo que tiene razón.
Owens anunció:
—Pared arterial a la derecha.
El
Proteus
había descrito una amplia curva, y la pared parecía encontrarse ahora a unos treinta metros de distancia. El endotelio ambarino y ligeramente acanalado que formaba el revestimiento interior de la arteria, podía verse ahora claramente y con todo detalle.
—¡Ah! —exclamó Duval—. ¡Cómo podría estudiarse aquí la arteriosclerosis! Se pueden contar las placas.
—Y también podrían arrancarse, ¿no? —preguntó Grant.
—Desde luego. Piense en el futuro. Podría enviarse una embarcación a través del sistema arterial obstruido, limpiar las regiones esclerotizadas y despegar, horadar y drenar los conductos. Aunque el tratamiento sería carísimo, naturalmente.
—Tal vez podría hacerse de un modo automático —dijo Grant—, enviando pequeños robots de limpieza a despejar el camino, O acaso podría inyectarse al hombre, durante su primera infancia, un equipo permanente de limpieza... ¡Dios mío! ¡Qué largo es este túnel!
Se habían acercado todavía más a la pared de la arteria, y en sus proximidades la navegación era más agitada. Sin embargo, mirando hacia delante, la pared continuaba a lo largo de lo que parecía interminables kilómetros, hasta perderse de vista.
—El sistema circulatorio —dijo Michaels— tendría, contando todos sus vasos y empalmándolos unos a continuación de otros, una longitud de ciento sesenta mil kilómetros; creo que ya se lo dije hace un rato.
—No está mal —dijo Grant.
—Ciento sesenta mil kilómetro a escala «no» miniaturizada. A nuestra escala actual —hizo una pausa para calcular— equivaldrían a más de cuatro trillones y medio de kilómetros, o sea, medio año luz. Recorrer todos los vasos de Benes, en nuestro estado actual, sería tanto como hacer un viaje hasta una estrella.
Miró aprensivamente a su alrededor. Ni su seguridad hasta aquel momento, ni la belleza de cuanto les rodeaba, parecían haberle consolado mucho.
Grant procuró mostrarse animoso.
—Al menos el movimiento de Brown no es muy intenso —dijo.
—No —convino Michaels. Y añadió—: No salí muy bien parado cuando, hace un momento, discutimos el movimiento browniano.
—Tampoco Duval en el asunto de las muestras. En realidad, creo que ninguno de nosotros nos sentimos «realmente» bien.
Michaels tragó saliva.