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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (14 page)

BOOK: Viaje alucinante
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—Duval se mostró muy ingenuo al querer detenerse a recoger muestras.

Movió la cabeza y volvió al mapa que se veía sobre un pupitre junto a la pared. Este mapa, y el punto luminoso y móvil que aparecía en él, eran idénticos a la versión más ampliada del cuarto de control y a la más reducida de la cabina de Owens.

—¿Qué velocidad llevamos? —preguntó.

—Quince nudos —respondió Owens—. A nuestra escala.

—A nuestra escala, naturalmente —dijo Michaels, ásperamente. Sacó una regla de cálculo e hizo una rápida operación—. Llegaremos al ramal dentro de dos minutos. Manténgase a la misma distancia de la pared al girar. De este modo se encontrará en el centro del ramal y podrá avanzar hasta la red capilar, sin nuevas desviaciones. ¿Está claro?

—¡Muy claro!

Grant espero, sin dejar de mirar por la ventanilla. Sus ojos tropezaron un instante con el perfil de Cora, pero ni siquiera la curva de su mentón fue capaz de distraer su atención del paisaje exterior.

¿Dos minutos? ¿Cuánto tiempo sería? ¿Dos minutos, tal como eran perceptibles por ellos en su estado de miniaturización? ¿O dos minutos según el reloj? Volvió la

cabeza en dirección a éste. Marcaba 56, y, mientras lo estaba observando, se borró esta cifra y apareció, muy despacio, el número 55.

La nave experimentó una brusca sacudida que casi lanzó a Grant de su asiento.

—¡Owens! —gritó—. ¿Qué ha pasado?

—¿Hemos chocado con algo? —preguntó Duval.

Grant se dirigió, tambaleándose, a la escalera y trepó por ella.

—¿Alguna avería? —preguntó.

—No lo sé. —Owens tenía el rostro contraído por el esfuerzo—. El barco no me obedece.

La tensa voz de Michaels llegó hasta ellos:

—Corrija el rumbo, capitán Owens. Nos estamos acercando a la pared.

—Ya... ya lo sé —jadeó Owens—. Nos hemos metido en una especie de corriente.

—Siga probando —dijo Grant—. Haga lo que pueda Bajó la escalera v, apoyando la espalda en ella para mantener el equilibrio, dijo:

—¿Cómo puede haber una corriente cruzada? ¿Acaso no seguimos la corriente arterial?

—Sí —dijo Michaels, rotundamente, pero pálido como la cera—. No puede haber nada que nos empuje de este modo hacia un lado. —Señaló la pared arterial, que estaba ahora mucho más próxima y seguía acercándose—. Algo debe de andar mal en los mandos. Si chocamos contra la pared y la lesionamos, puede formarse un coágulo a nuestro alrededor, donde quedaremos atascados, o bien pueden reaccionar las células blancas.

—Pero esto es imposible en un sistema cerrado —dijo Duval—. Las leyes de la hidrodinámica...

—¿Un sistema cerrado? —dijo Michaels, arqueando las cejas. Haciendo un esfuerzo, volvió junto a sus mapas y murmuró—: Es inútil. Necesitaría una ampliación mayor, y aquí es imposible obtenerla. Por el amor de Dios, Owens, ¡manténgase apartado de la pared!

—Lo estoy intentando, ¡maldita sea! —gritó Owens— Le digo que hay una corriente contra la que no puede luchar.

—No trate de hacerlo directamente —dijo Grant—. Enderece la posición del buque y procure únicamente que siga paralelo al muro.

Ahora estaban lo bastante cerca de la pared para percibir todos sus detalles. Las fibras de tejido conjuntivo que constituían su principal apoyo eran como armazones, casi como arcadas góticas, de color amarillento y brillantes a causa de una capa de lo que parecía una sustancia grasa.

Las fibras conjuntivas se estiraban y arqueaban, separándose, como si toda la estructura se expandiese, y seguidamente se encogía, para dilatarse de nuevo. Grant no tuvo que preguntarlo para saber que lo que estaba viendo era la pulsación arterial producida por los latidos del corazón.

Los bandazos de la embarcación eran cada vez más violentos. La pared se había acercado todavía más y tenía ahora un aspecto rugoso. Las fibras conjuntivas se habían desprendido en algunos puntos, como si también hubieran sufrido los embates de la corriente, pero durante mucho más tiempo que el
Proteus
, y empezaron a ceder a la tensión. Oscilaban como los cables de un puente gigantesco, acercándose a la ventanilla, deslizándose hacia atrás y produciendo destellos amarillos al recibir la luz de los inquietos faros de la proa del buque.

Al ver acercarse una de ellas, Cora lanzó un grito de agudo terror.

—¡Cuidado, Owens! —gritó Michaels.

—La arteria está lesionada —murmuró Duval.

Pero la corriente giró alrededor del vivo contrafuerte, arrastrando la embarcación e inclinándola con tal fuerza que todos se sintieron irremediablemente lanzados contra la pared izquierda de la embarcación.

Grant, cuyo brazo izquierdo había sufrido un doloroso golpe, asió a Cora con el otro y logró que la joven se mantuviese en pie. Mirando fijamente frente a él, trataba de descubrir lo que ocultaba la luz centelleante.

—¡Un remolino! —gritó—. Ocupen todos sus asientos y abróchense los cinturones.

Todas las partículas, glóbulos rojos y demás, parecían virtualmente inmóviles al otro

lado de la ventanilla, al ser arrastradas por el mismo torbellino, mientras se hacía confusa la amarilla estructura de la pared.

Duval y Michaels llegaron con dificultad a sus asientos y empezaron a abrocharse los cinturones.

—Veo una especie de abertura ante nosotros —gritó Owens.

Grant dijo a Cora, en tono apremiante:

—Vamos, siéntese en su butaca.

—Es lo que estoy «tratando» de hacer —contestó jadeante ella.

Desesperadamente, luchando por mantenerse en pie en el inclinado suelo, Grant la empujó hasta la butaca y estiró el brazo para asir el cinturón.

Demasiado tarde. El
Proteus
había sido cogido en pleno torbellino y se alzó y empezó a girar como una peonza.

Grant, con un movimiento reflejo de la mano, logró agarrarse a una anilla, y estiró el otro brazo en dirección a Cora. Ésta había caído al suelo. Sus dedos permanecían agarrados a un brazo de su butaca, pugnando inútilmente por no soltarse.

«No podrá aguantar», pensó Grant, y se estiró desesperadamente para llegar hasta ella. Pero la joven estaba a unos dos palmos fuera de su alcance, y también la mano de Grant, aferrada a la anilla, empezaba a ceder al abalanzarse él.

Duval se debatía inútilmente en su propia butaca; la fuerza centrífuga lo mantenía clavado en ella.

—Aguante, Miss Peterson. Trataré de ayudarla.

Con un gran esfuerzo, había logrado asir su cinturón, mientras Michaels observaba la escena, mirándoles con helada impotencia. Owens, en su cabina, era un ser completamente aparte.

Las piernas de Cora, a efectos de la fuerza centrífuga, se levantaron del suelo.

—No puedo...

Grant, no teniendo otra alternativa, soltó la anilla. Se dejó resbalar por el suelo, enganchó una pierna a la pata de una de las butacas, recibiendo un golpe que la dejó insensible, logró asir la misma con el brazo izquierdo y agarró a Cora por la cintura con el derecho, en el momento en que ella soltaba su presa.

El
Proteus
giraba ahora más de prisa y parecía inclinarse hacia abajo. Grant no podía seguir manteniendo la tirante posición de su cuerpo, y su pierna se soltó de la pata de la silla. Su brazo, magullado y dolorido por el golpe dado contra la pared, acusó con un dolor tan agudo la nueva tensión a que se veía sometido que hizo pensar a Grant que lo tenía roto. Cora se agarró a su hombro, estrujando desesperadamente la tela del uniforme.

Grant logró farfullar:

—¿Tiene alguien... alguna idea de lo que pasa?

Duval, que seguía luchando inútilmente con su cinturón, respondió:

—Es una fístula... Una fístula arteriovenosa.

Haciendo un esfuerzo, Grant levantó la cabeza y miró por la ventanilla. La lesionada pared arterial terminaba delante de ellos. Cesó el amarillo resplandor y apareció una abertura negra y de bordes irregulares. Extendíase hacia arriba y hacia abajo cuanto podía alcanzar su limitada visión, y los glóbulos rojos, así como los demás objetos, desaparecían en su interior. Incluso las ocasionales y terroríficas células blancas eran absorbidas rápidamente a través del orificio.

—Sólo unos segundos más —jadeó Grant—. Sólo unos pocos segundos..., Cora.

Pero se lo decía a sí mismo, a su propio brazo magullado y dolorido.

Una última vibración, que agudizó el dolor de Grant hasta casi hacerle perder el sentido, y la nave pasó al otro lado, aquietándose, poco a poco, hasta quedar en calma.

Grant soltó la mano y quedó tumbado en el suelo, jadeando profundamente. Muy despacio, Cora logró encoger las piernas debajo del cuerpo y ponerse en pie.

Duval se había soltado el cinturón.

—¿Cómo se encuentra, Mr. Grant? —preguntó, arrodillándose a su lado.

Cora hizo lo mismo, asiendo delicadamente el brazo de Grant y tratando de doblarlo. Grant hizo una mueca de dolor.

—¡No lo toquen!

—¿Está roto? —preguntó Duval.

—No lo sé.

Despaciosamente y con mucho cuidado, probó de doblarlo; después se asió el bíceps izquierdo con la mano derecha y lo apretó con fuerza.

—Tal vez no —dijo—. Pero, aunque no esté roto, pasarán semanas antes de que pueda volver a utilizarlo de esta forma.

También Michaels se había levantado. Una expresión de inmenso alivio contraía su cara hasta hacerla casi irreconocible.

—Lo hemos logrado. Lo hemos logrado. Todavía estamos enteros. ¿Cómo está la nave, Owens?

—Bien, según creo —respondió Owens—. La luz roja no se ha encendido una sola vez en el tablero. El
Proteus
se ha visto sometido a algo mucho más grave que todo lo previsto, y lo ha aguantado.

Su voz traslucía lo orgulloso que se sentía de sí mismo y de su embarcación.

Cora seguía tratando de ayudar a Grant, pero sin saber qué hacer. De pronto, dijo, alarmada:

—¡Está sangrando!

—¿Sí? ¿Por dónde?

—Por el costado. Tiene sangre en el uniforme.

—¡Oh! ¿No es más que eso? Tuve algunas dificultades en el Otro Lado. Sólo será cuestión de cambiar un apósito. No es nada, de veras. Sólo un poco de sangre.

Cora parecía intranquila. Al cabo de un momento, le desabrochó la cremallera del uniforme.

—Siéntese —dijo—. Tenga la bondad de sentarse.

Le pasó un brazo por debajo de los hombros y le ayudó a incorporarse; después le bajó el uniforme sobre el torso con habilidad nacida de la práctica.

—Yo arreglaré esto —dijo—. Y gracias por lo que ha hecho. Parece estúpidamente fuera de lugar, pero, de todos modos, muchas gracias.

Grant respondió:

—Bueno, en otra ocasión lo hará usted por mí, ¿no? Ayúdeme a llegar a mi butaca, ¿quiere?

Con la ayuda de Cora por un lado, y de Michaels por el otro, logró ponerse en pie. Duval, después de dirigirles una mirada, se había acercado, cojeando, a la ventanilla.

—Bueno, ¿qué ha ocurrido? —preguntó Grant.

Michaels le respondió:

—Una fístula arterioven... Bueno, se lo explicaré de otro modo. Había una conexión anormal entre una arteria y una pequeña vena. Es algo que ocurre algunas veces, casi siempre como resultado de un traumatismo físico. Supongo que Benes se lo produciría al sufrir el accidente de automóvil. Esto involucra una imperfección, una cierta ineficacia; pero, en el caso presente, no tiene ninguna gravedad. Es una lesión microscópica; un remolino diminuto.

—Un remolino diminuto... ¡Vaya!

—Naturalmente, a nuestra escala miniaturizada equivale a un gigantesco torbellino.

—¿Y no aparecía en su mapa del sistema circulatorio, Michaels? —preguntó Grant.

—Hubiera debido aparecer. Probablemente lo habría encontrado en el mapa del buque, si hubiese podido ampliarlo lo bastante. Lo malo fue que dispuse sólo de tres horas para el análisis inicial, y se me escapó. No tengo excusa.

Grant dijo:

—Está bien. Sólo significa una pérdida de tiempo. Trace una nueva ruta, y que Owens se ponga inmediatamente en marcha. ¿Cómo andamos de tiempo, Owens?

Mientras hacía la pregunta, miró automáticamente el reloj. Leyó: 52, y Owens confirmó:

—Cincuenta y dos.

—Nos sobra tiempo —dijo Grant.

Michaels, con el ceño fruncido, contemplaba fijamente a Grant.

Dijo:

—No sobra tiempo, Grant. No ha comprendido usted lo que ha pasado. Estamos derrotados. Hemos fracasado. Ya no podremos llegar al coágulo, ¿comprende ahora? Debemos pedir que nos saquen de aquí.

Cora dijo, horrorizada:

—Pasarán días antes de que la nave pueda ser desminiaturizada de nuevo. ¡Y Benes morirá!

—Nada podemos hacer. Ahora nos dirigimos a la vena yugular. No podemos volver atrás a través de la fístula, porque no podríamos vencer la corriente, ni siquiera aprovechando la diástole del corazón, es decir, el lapso entre dos latidos. El otro único camino, o sea, el de la corriente venosa, pasa por el corazón; lo cual sería, evidentemente, un suicidio.

—¿Está seguro? —farfulló Grant.

Owens, con voz quebrada y opaca, dijo:

—Michaels tiene razón, Grant. La misión ha fracasado.

Capítulo X

CORAZÓN

En el cuarto de control parecieron desencadenarse todas las fuerzas del infierno. El punto que indicaba la posición de la nave apenas había cambiado de posición sobre la pantalla, pero la pauta coordenada había sido alterada de un modo crítico.

Carter y Reid se volvieron al oír la señal de uno de los monitores.

—El
Proteus
ha perdido la ruta, señor —dijo un rostro agitado en la pantalla—. Han tomado una vía falsa en el Cuadrante 23, Nivel B.

Reid se precipitó a la ventanilla que dominaba la sala de los mapas. Naturalmente, nada podía ver a tal distancia, salvo las cabezas inclinadas sobre los mapas y evidentemente concentradas en su observación.

Carter enrojeció.

—¡Maldita sea! ¡No me venga con esas monsergas de cuadrantes! ¿Dónde están?

—En la vena yugular, señor, y se dirigen a la vena cava superior.

—¡En una «vena»! —Por un instante, las propias venas de Carter se hincharon desmesuradamente—. ¿Y qué diablos están haciendo en una vena? ¡Reid! —tronó.

Reid acudió, presuroso.

—Sí; ya lo he oído.

—¿Cómo han ido a parar a esa vena?

—He ordenado a los hombres del mapa que traten de localizar una fístula arteriovenosa. Son raras y difíciles de encontrar.

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