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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (12 page)

BOOK: Viaje alucinante
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—Como el agua que nos envuelve.

—Exacto. Hasta ahora, la cosa tiene poca importancia. El agua que nos rodea ha sido miniaturizada en parte. Sin embargo, cuando entremos en el torrente sanguíneo, cada molécula de agua pesará, a nuestra escala actual, un miligramo aproximadamente. Todavía serán demasiado pequeñas para afectarnos individualmente, pero sufriremos el impacto simultáneo de millares de ellas, en todas direcciones, y los golpes no estarán repartidos de un modo uniforme. Es posible que, en un momento dado, las moléculas que nos golpeen por el lado derecho superen en varios centenares a las del lado izquierdo, y su fuerza combinada nos impulse hacia la izquierda. Un instante después, podemos vernos empujados hacia abajo, y así sucesivamente. La vibración que percibimos ahora es resultado de estos impactos irregulares de las moléculas. Más adelante será mucho peor.

—Magnífico... —gruñó Grant—. Bienvenido, señor mareo.

—Sólo durará una hora, como máximo —dijo Cora, irritada—. Quisiera que dejase de comportarse como un niño.

Michaels dijo, con visible preocupación:

—¿Resistirá la nave su embate, Owens?

—Supongo que sí —respondió el interpelado—. Hice algunos cálculos anticipados sobre ello, y, por lo que ahora siento, creo que fueron bastante acertados. Podremos resistirlo.

—Aunque la nave sea batida y aplastada, es preciso que aguante el bombardeo durante un rato —dijo Cora—. Si todo sale bien, podemos llegar hasta el coágulo y deshacerlo en quince minutos o menos. Después, la cosa tiene ya poca importancia.

Michaels descargó un puñetazo sobre el brazo de su butaca.

—Está usted diciendo tonterías, Miss Peterson. ¿Qué supone que ocurriría si lográbamos llegar hasta el coágulo, destruirlo y restaurar la salud de Benes, e inmediatamente después quedaba el
Proteus
aplastado y convertido en un montón de chatarra? Quiero decir, sin tomar en cuenta nuestra muerte, la cual estoy dispuesto a conceder, teóricamente, que no tiene importancia. Significaría la muerte de Benes.

—Sabemos esto —terció Duval, muy estirado.

—Por lo visto, su ayudante no lo sabe. Si la nave quedase hecha pedazos, Miss Peterson, entonces, al terminar los sesenta minutos, digo mal, los cincuenta y nueve minutos, cada fragmento individual, por pequeño que fuese, recobraría su tamaño normal. Incluso si el buque se desintegraba en átomos, cada átomo aumentaría de tamaño y nuestra materia y la del barco penetraría en los tejidos de Benes.

Michaels hizo una profunda inspiración que sonó como un ronquido, y prosiguió:

—Será fácil extraernos del cuerpo de Benes, mientras permanezcamos intactos. En cambio, si la nave se rompe en pedazos, será imposible extraer cada uno de sus fragmentos. Hagan lo que hagan, siempre quedarán los fragmentos suficientes para matarle en cuanto se produzca la desminiaturización. ¿Lo comprende ahora?

Cora pareció hundirse dentro de sí misma.

—No había pensado en esto.

—Pues piense en ello —dijo Michaels—. Y usted también, Owens. Y ahora pregunto de nuevo: (resistirá el
Proteus
el movimiento de Brown? No quiero decir hasta que lleguemos al coágulo, sino hasta que hayamos llegado a él, lo hayamos eliminado y estemos de «regreso». Reflexione antes de responder, Owens. Si no cree usted que la nave puede sobrevivir, no tenemos derecho a seguir adelante.

—Bueno —dijo Grant—, deje usted de perorar, doctor Michaels, y dele al capitán Owens oportunidad de explicarse.

Owens dijo, tenazmente:

—No tenía una opinión definida hasta que percibí el movimiento parcial que ahora experimentamos. Tengo la convicción de que podremos resistir durante sesenta minutos el bombardeo en toda su intensidad.

—La cuestión es: ¿debemos correr el riesgo, fundándonos únicamente en la impresión del capitán Owens?

—Nada de eso —dijo Grant—. La cuestión es: ¿acepto yo la tesis del capitán Owens sobre la situación? Tenga la bondad de recordar que el general Carter dijo que era yo quien debía tomar las decisiones. Y acepto la declaración de Owens simplemente porque no puedo consultar, entre los presentes, a otra persona más autorizada o que conozca el buque mejor que él.

—Entonces —dijo Michaels—, ¿cuál es su decisión?

—Acepto la opinión de Owens. Seguiremos adelante.

—Estoy de acuerdo con usted, Grant —dijo Duval.

Michaels enrojeció ligeramente y asintió con la cabeza.

—Está bien, Grant. No hice más que una observación que me pareció justa.

Se sentó. Grant dijo:

—Una observación muy acertada y que me complace que la hiciera.

Había permanecido en pie, junto a la ventanilla. Cora se acercó a él al cabo de un momento y le dijo en voz baja:

—No me ha parecido usted asustado, Grant.

Éste sonrió sin la menor alegría.

—Porque soy un buen actor, Cora. Si la responsabilidad de la decisión hubiese incumbido a otro, habría pronunciado un terrible discurso instando a que nos largáramos de aquí. Ya lo ve: mis sentimientos son de cobardía, pero procuro no tomar decisiones cobardes.

Cora le observó durante unos instantes.

—Tengo la impresión, Mr. Grant, de que a veces hace un gran esfuerzo por parecer peor de lo que es en realidad.

—¡Oh! No lo sé. Tengo propensión a...

En aquel preciso instante, el
Proteus
se movió convulsivamente, primero a un lado, después al otro, en un terrible zarandeo.

«¡Dios mío! —pensó Grant—. ¡Estamos zozobrando!»

Asió a Cora de un brazo y la condujo a su butaca. Después, con grandes dificultades, pudo llegar a la suya, mientras Owens oscilaba y daba tumbos, intentando subir por la escalera.

—¡Maldita sea! —gritó—. ¡Podían habernos avisado!

Grant se agarró a su butaca y miró el reloj, que marcaba 59. Un minuto muy largo, pensó. Michaels había dicho que el sentido del tiempo se retrasaba con la miniaturización, y había acertado. Tendrían más tiempo para la reflexión y para la acción.

Más tiempo, también, para el recelo y el pánico.

El
Proteus
se movió todavía con mayor violencia. ¿Reventaría la nave incluso antes de haber empezado su misión?

Reid ocupó el lugar de Carter en la ventanilla. La ampolla, con sus escasos milímetros de agua parcialmente miniaturizada, en la que estaba sumergido el totalmente miniaturizado y completamente invisible
Proteus
, brillaba sobre el Módulo Cero como una rara gema sobre un cojín de terciopelo.

Reid pensó en esta metáfora, pero le produjo escaso consuelo. Los cálculos habían sido precisos, y la técnica de la miniaturización podía lograr tamaños capaces de rivalizar con la precisión del cálculo. Sin embargo, este cálculo había sido realizado precipitadamente en el curso de unas horas, por medio de un sistema de cómputo que no había sido comprobado.

Claro que, si el tamaño alcanzado resultaba ligeramente equivocado, podía corregirse; pero el tiempo necesario para ello habría de descontarse de los sesenta minutos... que serían cincuenta y nueve dentro de quince segundos.

—Fase cuatro —dijo.

El waldo se había situado ya sobre la ampolla, con la pinza dispuesta para una toma horizontal, en vez de vertical. De nuevo fue centrado el aparato, y de nuevo descendió el brazo y se juntaron las pinzas con extraordinaria suavidad.

La ampolla quedó sostenida con la misma firmeza y cariño con que una leona agarraría a su revoltoso cachorro.

Y por fin le llegó el turno a la enfermera. Ésta avanzó a paso vivo, se sacó una cajita del bolsillo y la abrió. Extrajo de ella un pequeño cilindro de cristal, sosteniéndolo delicadamente por su cabeza plana, colocada sobre un cuello ligeramente comprimido. Después lo colocó verticalmente sobre la ampolla y lo introdujo en ésta unos milímetros, hasta que la presión del aire lo sostuvo inmóvil. Lo hizo girar suavemente, y dijo:

—Émbolo ajustado.

Reid, en su elevado observatorio, sonrió aliviado, y Carter hizo un movimiento aprobatorio con la cabeza.

La enfermera esperó y el waldo levantó lentamente el brazo. Despacio, muy despacio, eleváronse la ampolla y el émbolo, descubriendo aquélla un fino cañoncito en la plana superficie inferior. El pequeño orificio del émbolo estaba obstruido por una delicada película de plástico que había de romperse a la menor presión, pero que evitaba la filtración del líquido mientras permaneciera intacta.

Con rápidos movimientos, la enfermera sacó de la cajita una bruñida aguja de acero y la ajustó al pequeño tubo.

—Colocada la aguja —dijo.

La primitiva ampolla había quedado convertida en una jeringuilla de inyecciones.

Un segundo juego de pinzas emergió del waldo, sujetó la cabeza del émbolo y la mantuvo fija. Después, todo el aparato empezó a moverse suavemente en dirección a la doble puerta, que se abrió de par en par al acercarse aquél.

Ningún ser humano hubiese podido advertir a simple vista el menor movimiento en el líquido transportado por la máquina. Sin embargo, tanto Carter como Reid sabían muy bien que las más microscópicas oscilaciones serían como terribles temporales para la tripulación del submarino
Proteus
.

Cuando el aparato entró en la sala de operaciones y se detuvo junto a la mesa, Carter, sabedor de aquella circunstancia, ordenó:

—¡Comuniquen con el
Proteus
!

La respuesta fue: TODO BIEN, AUNQUE CON ALGÚN MOVIMIENTO. Carter sonrió.

Benes yacía sobre la mesa de operaciones y constituía el segundo foco de interés en el quirófano. La manta térmica lo cubría hasta el cuello. Finos tubos de caucho unían la manta al aparato térmico colocado debajo de la mesa de operaciones.

Un grupo de sensibles detectores, encaminados a revelar la presencia de emisiones radiactivas, hallábase dispuesto en tosco semicírculo alrededor de la afeitada y cuadriculada cabeza de Benes.

Un equipo de cirujanos enmascarados y de ayudantes rodeaba a Benes. Todos ellos tenían solemnemente fija la mirada en la máquina que se iba aproximando. La cifra del reloj que se destacaba en la pared pasó en aquel momento de 59 a 58.

El waldo se detuvo junto a la cama.

Dos de los aparatos registradores empezaron a desplazarse, como si de repente hubiesen cobrado vida. Obedeciendo la orden a distancia de uno de los técnicos, se colocaron a ambos lados de la jeringuilla, uno junto a la ampolla, y el otro junto a la aguja.

Una pequeña pantalla colocada sobre la mesa del técnico se iluminó con una luz verdosa mientras aparecía en ella una manchita, que después se extinguió, volvió a surgir, se extinguió de nuevo, y así sucesivamente.

—Se están recibiendo señales de radiactividad del
Proteus
—dijo el técnico.

Carter juntó las manos con un fuerte chasquido y reaccionó con una sonrisa de solemne satisfacción. Acababa de superarse otro escollo, un escollo sobre el que no había querido reflexionar. Y es que no era simple radiactividad lo que había que detectar, sino unas partículas radiactivas que habían sido también miniaturizadas y las cuales, debido a su increíble pequeñez, a su tamaño infraatómico, podían pasar a través de un registrador corriente sin afectarlo. Por consiguiente, había, ante todo, que desminiaturizar las partículas, y la necesaria conexión entre el desminiaturizador y el aparato registrador había tenido que improvisarse durante las agitadas horas de aquella madrugada.

El waldo, que sostenía la jeringuilla, empezó ahora a ejercer una suave y creciente presión sobre el émbolo. La frágil barrera de plástico entre la ampolla y la aguja se rompió, y, al cabo de un instante, apareció una pequeña gota en la punta de la aguja. La gota cayó dentro de un recipiente, seguida de otra y de una tercera.

El nivel del agua del interior de la ampolla, empujado

por el émbolo, descendió. Y entonces la manchita cambió de posición en la pantalla del técnico.

—El
Proteus
en la aguja —anunció aquél.

El émbolo se inmovilizó.

Carter miró a Reid.

—¿Ya?

Reid asintió con la cabeza y dijo:

—Podemos inyectar.

La aguja hipodérmica se inclinó fuertemente, dirigida por los dos juegos de pinzas, y el waldo se movió de nuevo, en dirección a una región del cuello de Benes que una enfermera frotó apresuradamente con alcohol. En el cuello había un círculo marcado, y, en medio del círculo, una pequeña cruz; la aguja hipodérmica apuntó al centro de esta cruz, mientras la seguían los aparatos registradores.

Hubo un momento de vacilación al tocar el cuello la punta de la aguja. Inmediatamente, ésta pinchó y se introdujo a la profundidad prescrita. El émbolo empujó suavemente, y el técnico encargado de los aparatos registradores anunció:

—El
Proteus
ha sido inyectado.

El waldo se retiró inmediatamente, y una red de antenas registradoras se extendió sobre la cabeza y el cuello de Benes.

—Iniciada la operación de seguimiento —anunció el técnico en radiactividad, pulsando un botón.

Media docena de pantallas se iluminaron, cada una de ellas con su aguja indicadora en posición diferente. La información de estas pantallas era transmitida a un computador que controlaba el enorme mapa del sistema circulatorio de Benes. En este mapa, apareció un punto brillante en la arteria carótida, la arteria en que había sido inyectado el
Proteus
.

A Carter le hubiera gustado rezar, pero no sabía hacerlo. Sobre el mapa, parecía muy pequeña la distancia entre el punto luminoso y el emplazamiento del coágulo de sangre en el cerebro.

Carter observó la cifra 57 en el reloj, y siguió después el inconfundible y bastante rápido movimiento del punto

luminoso a lo largo de la arteria y en dirección al coágulo.

Cerró un momento los ojos y pensó: «¡Por favor! Si hay algo por encima de nosotros, en alguna parte, le pido «por favor» que nos ayude.»

Grant, esforzándose por dominar el temblor de su voz anunció:

—Estamos cerca de Benes. Dicen que nos introducirán en la aguja y, después, en el cuello. Yo les he dicho que aquí tenemos un poco de movimiento. ¡Uf! ¡Un poco de movimiento...!

—Bien —dijo Owens.

Y empezó a luchar con los mandos, tratando de adivinar los movimientos oscilatorios para contrarrestar sus efectos. Lo cierto es que tuvo poco éxito.

—Oiga —dijo Grant—, ¿por qué..., por qué tienen que meternos en la... en la aguja?

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