Grant contuvo la respiración. Se fue acallando el ruido de la diástole, y después... ¡nada!
Se había hecho un silencio absoluto.
—¡Déjeme ver! —gritó Duval.
Trepó escalera arriba y asomó la cabeza a la cabina de cristal, único lugar de la nave desde el cual podía verse claramente lo que quedaba a popa.
—El corazón se ha parado —gritó—. ¡Vengan y verán!
Cora ocupó su sitio, y, después, Grant.
La válvula tricúspide había quedado entreabierta e inmóvil. En su superficie interna, se veían las poderosas fibras conjuntivas que la sujetaban a la cara interna del ventrículo; unas fibras que empujaban las hojas de la válvula cuando el ventrículo se relajaba y que las mantenía firmemente en su sitio cuando se unían por la contracción del ventrículo, evitando que volvieran a abrirse en la otra dirección.
—Maravillosa arquitectura —dijo Duval—. Sería magnífico ver cerrarse la válvula desde este lado.
—Si lo viese, doctor —dijo Michaels—, sería lo último que vería en este mundo. Rumbo a la izquierda, Owens, en dirección a la válvula semilunar, y a toda marcha. Nos quedan treinta segundos para salir de esta ratonera mortal.
Si era una ratonera mortal —e indudablemente lo era—, había que confesar que era tan maravillosa como sombría. Las paredes estaban surcadas por poderosas fibras, que se dividían en ramas firmemente sujetas a los distantes muros. Era como si viesen desde lejos un gigantesco bosque de árboles nudosos y sin hojas, retorcidos y entrecruzados en una compleja estructura que fortalecía y daba firmeza al músculo más vital del cuerpo humano.
Este músculo, el corazón, era una bomba aspirante impelente que tenía que latir desde mucho antes del nacimiento hasta el instante anterior a la muerte, y que tenía que hacerlo con ritmo continuo, con fuerza constante, en todas las condiciones. Era el corazón más grande de todo el reino animal. Ningún otro mamífero poseía un corazón que latiese más de mil millones de veces antes de la muerte que más se demorase; en cambio, el ser humano, después del primer millar de millones de latidos, no era más que un hombre en el comienzo de su madurez y en la plenitud de su fuerza. Muchos varones y hembras llegaban a rebasar ampliamente los tres mil millones de latidos.
La voz de Owens rompió el silencio:
—Sólo nos quedan diecinueve segundos, doctor Michaels. Y no veo señales de la válvula.
—Adelante, ¡maldita sea! Seguimos el buen rumbo. ¡Ojalá la encontremos abierta! Grant exclamó, excitado:
—¡Allí está! ¿No es aquello? ¿Aquella abertura?
Michaels levantó la cabeza del mapa y echó una mirada furiosa.
—Sí; lo es. Y está parcialmente abierta; lo bastante para nosotros. La sístole estaba a punto de empezar cuando fue parado el corazón. Ahora apriétense bien los cinturones. Cruzaremos esa abertura, pero el latido vendrá inmediatamente después, y cuando llegue...
—Si llega —dijo Owens en voz baja.
—Cuando llegue —repitió Michaels —, la embestida de la sangre será terrible. Conviene que nos hayamos alejado lo más posible.
Con desesperada resolución, Owens lanzó la nave en dirección a la angosta abertura que se veía en el centro de la grieta en forma de media luna (de ahí su nombre de «semilunar») que formaba la válvula cerrada.
En la sala de operaciones reinaba un tenso silencio. El equipo quirúrgico, inclinado sobre Benes, permanecía tan inmóvil como éste. El cuerpo frío de Benes y su corazón parado hacían sentir a todos los presentes el hálito de la muerte. Sólo los inquietos aparatos registradores de la radiactividad seguían dando señales de vida.
En el cuarto de control, Reid dijo:
—Hasta este momento, están a salvo. Han cruzado la válvula tricúspide y siguen un rumbo en arco que apunta a la válvula semilunar. Su velocidad es continua y rápida.
—Sí —dijo Carter, consultando ansiosamente el reloj —. Les quedan veinticuatro segundos.
—Casi han llegado allí.
—Faltan quince segundos —dijo Carter, inexorable.
Los cirujanos del corazón y el aparato de electroshock ocuparon sus posiciones.
—Se encaminan directamente a la válvula semilunar.
—Quedan seis segundos. Cinco. Cuatro...
—Ahora la están cruzando.
Mientras hablaba, sonó un timbre, agorero como la muerte.
—¡Reanimen el corazón! —tronó uno de los altavoces, y un dedo oprimió un botón rojo.
Un acelerador entró en acción, y la rítmica fuente de energía se reflejó en la adecuada
pantalla, en forma de un rayo de luz pulsátil.
El osciloscopio que registraba los latidos permaneció inmóvil. Se aumentó la potencia del acelerador, mientras todos los ojos observaban con ansiedad.
—¡«Tiene» que reanimarse! —dijo Carter, con todo el cuerpo en tensión e inclinado hacia delante en un impulso de simpatía muscular.
El
Proteus
penetró en la abertura, que parecía semejante a un par de labios abiertos y combados en una gigantesca sonrisa. Rozó un instante las ásperas membranas superior e inferior, y retrocedió momentáneamente, mientras se agudizaba el ronquido del motor en su intento de librar el barco de aquella presa pegajosa... Y pasó.
—Hemos salido del ventrículo —dijo Michaels, frotándose la frente y mirándose después la mano humedecida— y entrado en la arteria pulmonar. Siga a toda velocidad, Owens. Los latidos deben recomenzar dentro de tres segundos.
Owens miró hacia atrás. Era el único que podía hacerlo, pues los demás estaban sujetos a sus asientos y sólo podían mirar hacia delante.
La válvula semilunar iba quedando atrás, cerrada todavía, tensos los puntos de sujeción de sus fibras destinadas a abrirla. Menguaba más y más, a medida que aumentaba la distancia, y seguía sin abrirse.
—El latido no llega —dijo Owens —. No... Esperen, esperen... ¡Ahí viene!
Las dos hojas de la válvula empezaban a distenderse; los soportes fibrosos retrocedían y sus tensas raíces comenzaban a aflojarse.
Se abrió la abertura y el torrente de sangre fluyó, persiguiéndoles, con el estruendoso impulso de la sístole.
La oleada de sangre se echó sobre el
Proteus
, proyectándolo hacia delante a una velocidad fantástica.
CAPILARES
El primer latido del corazón rompió el ensalmo del cuarto de control. Carter levantó ambas manos y las agitó en muda acción de gracias a los dioses.
—Lo hemos logrado, ¡por mil diablos! ¡Los hemos hecho pasar!
Reid asintió con la cabeza.
—Esta vez ha ganado usted, general. Yo no habría tenido valor para mandarlos a través del corazón.
Carter tenía los ojos inyectados en sangre.
—Yo no tuve valor para «no» mandarlos. Si ahora pueden resistir la corriente arterial... —Su voz sonó en el transmisor —. Pónganse en contacto con el
Proteus
en el momento en que disminuya su velocidad.
—Han vuelto al sistema arterial —dijo Reid —, pero ya sabe usted que no se encaminan al cerebro. Practicamos la inyección en una de las principales arterias que van del ventrículo izquierdo al cerebro. En cambio, la arteria pulmonar lleva del ventrículo derecho... a los pulmones.
—Ya lo sé. Significa un retraso —dijo Carter —. Pero todavía tendremos tiempo.
Y señaló el reloj, que indicaba 48.
—Está bien, pero conviene que nos concentremos en el centro de la respiración.
Pulsó el correspondiente botón y apareció en el monitor el interior del centro de control de la respiración.
—¿Cuál es el ritmo de la respiración? —preguntó.
—Lo hemos rebajado a seis por minuto, coronel. Por un momento, pensé que fracasaríamos.
—También yo. Manténgalo así. Y ahora tendrá que preocuparse de la embarcación. Entrará en su sector dentro de un instante.
—Mensaje del
Proteus
—dijo otra voz —. TODO BIEN. Pero... dice algo más, señor. ¿Quiere que se lo lea?
—Naturalmente —gruñó Carter.
—Bien, señor. Dice: QUISIERA QUE USTED ESTUVIERA AQUÍ Y YO ESTUVIERA ALLÍ.
—Bueno —respondió Carter —, dígale a Grant que yo quisiera que él... No; no le diga nada. Olvídelo.
El final del latido había imprimido al torrente sanguíneo una velocidad tolerable, y el
Proteus
avanzaba de nuevo suavemente; con suavidad bastante para que volviera a percibirse el débil e irregular movimiento de Brown.
Grant dio la bienvenida a esta sensación, pues sólo podía experimentarse en los momentos de tranquilidad, que eran precisamente los que él anhelaba
Se habían quitado de nuevo los cinturones, y Grant pensó, al mirar por la ventanilla, que el paisaje era muy parecido al de la vena yugular. Los mismos corpúsculos de un azul verdoso y violeta dominaban la escena. Tal vez las lejanas paredes eran más rugosas y tenían las estrías inclinadas en la dirección de la corriente.
Pasaron por delante de una abertura.
—Ésta no —dijo Michaels, sentado a su mesa, donde se concentraba en el estudio de sus mapas —. ¿Puede seguir mis indicaciones desde ahí, Owens?
—Sí, doctor.
—Está bien. Cuente las desviaciones a medida que se las vaya indicando y tuerza después a la derecha. ¿Está claro?
Grant observó las subdivisiones que se iban sucediendo con creciente rapidez, a derecha e izquierda, hacia arriba y hacia abajo, mientras el canal por el que discurrían se iba estrechando, permitiendo ver las paredes con mayor claridad y cada vez más próximas.
—Me fastidiaría mucho perderme en esta red de carreteras —dijo Grant, pensativo.
—No podemos perdernos —dijo Duval —. En esta parte del cuerpo, todos los caminos conducen a los pulmones.
La voz de Michaels tenía una creciente monotonía:
—Ahora, arriba y a la derecha, Owens. Siga en línea recta y tuerza por la cuarta a la izquierda.
—Espero que no haya más fístulas arteriovenosas, Michaels —dijo Grant.
Michaels movió la cabeza con impaciencia, demasiado absorto en su trabajo para responderle.
—No es probable —dijo Duval —. Tropezar accidentalmente con dos de ellas sería demasiada casualidad. Además, nos estamos acercando a los capilares.
La velocidad del torrente sanguíneo había disminuido notablemente y, con ella, la del
Proteus
.
—El vaso sanguíneo se está estrechando, doctor Michaels —dijo Owens.
—Es natural. Los capilares son los vasos más finos; su tamaño es microscópico. Siga adelante, Owens.
A la luz del faro de proa pudimos ver que las paredes, al estrecharse, habían perdido sus pliegues y grietas y eran cada vez más lisas. Su tono amarillo se convirtió en crema y acabó siendo totalmente incoloro.
Tomaron el aspecto inconfundible de un mosaico, formado por curvos polígonos, cada uno de ellos provisto de una zona ligeramente más gruesa en el centro.
—¡Qué hermosura! —dijo Cora —. Pueden verse las células individuales de la pared capilar. Mire, Grant. —Y, como si recordara algo de pronto —. ¿Cómo sigue su costado?
—Bien. Muy bien, en serio. Su vendaje fue muy eficaz, Cora. ¿Somos todavía lo bastante amigos para que la llame Cora?
—Supongo que sería bastante ingrato por mi parte el oponerme.
—Y también inútil,
—¿Cómo está su brazo?
Grant se lo tocó, con mucho cuidado.
—Me duele horriblemente.
—Lo siento.
—No lo sienta. Sólo..., cuando llegue el momento..., muéstreme toda su gratitud.
Cora frunció ligeramente los labios, y Grant se apresuró a añadir:
—No es más que una manera de animarme. Y «usted», ¿cómo se siente?
—Totalmente recuperada. Un poco de rigidez en el costado, pero no es gran cosa. Y no estoy enfadada. Pero escúcheme, Grant.
—Siempre escucho cuando usted habla, Cora.
—Los vendajes no son el último descubrimiento médico, ¿sabe? y están muy lejos de ser la panacea universal. ¿Ha hecho algo para evitar la infección?
—Me puse un poco de yodo.
—Bueno, ¿se hará visitar por un médico, cuando salgamos de aquí?
—¿Por Duval?
—Ya sabe a quién me refiero.
—Está bien, lo haré —dijo Grant.
Se volvió para mirar el mosaico de células. El
Proteus
avanzaba ahora más despacio a lo largo del capilar. A la luz del faro de proa, podían verse unas formas oscuras a través de las células.
—La pared parece translúcida —dijo Grant.
—Es natural —dijo Duval —. Esas paredes tienen un grosor de menos de una diezmilésima de pulgada. Y también son muy porosas. La vida depende del material que cruza esas paredes y las igualmente finas de los alvéolos.
—Los... ¿qué?
Miró un momento a Duval, pero fue en vano. El cirujano parecía más interesado en lo que veía que en la pregunta de Grant. Cora se apresuró a llenar su omisión.
—El aire —dijo— penetra en los pulmones por la tráquea; ya sabe usted lo que es: el gaznate. Éste se divide, lo mismo que los vasos sanguíneos, en conductos cada vez más pequeños, hasta que al fin alcanzan las cámaras microscópicas de los pulmones, donde el aire que entra se encuentra separado del interior del cuerpo únicamente por una fina membrana, tan fina como la de los capilares. Estas cámaras son los alvéolos. Hay unos seiscientos millones de ellas en los pulmones.
—Complicado mecanismo.
—Y maravilloso. El oxígeno se filtra a través de la membrana alveolar y también de la membrana capilar. Pasa al torrente sanguíneo, donde, antes de que pueda volver atrás, los glóbulos rojos se apoderan de él. Al mismo tiempo, los desperdicios de anhídrido carbónico se filtran en dirección contraria, pasando de la sangre a los pulmones. El doctor Duval está esperando que esto ocurra. Por esto no le contestó.
—Huelgan las excusas. Sé lo que es absorberse en una cosa que excluye todas las demás. —Sonrió ampliamente —. Y sé también que lo que absorbe la atención del doctor Duval es muy diferente de lo que absorbe la mía.
Cora pareció un poco molesta, pero un grito de Owens atajó su réplica.
—¡Frente a nosotros! —gritó —. ¡Miren lo que viene!
Todos los ojos miraron al frente. Un corpúsculo azul verdoso saltaba delante de ellos, rozando suavemente las paredes del capilar. Sus bordes adquirían un tono pajizo que se extendía a su interior, hasta que hubo desaparecido toda su tonalidad oscura.
Otros corpúsculos de color azul verdoso que corrían delante de ellos sufrieron la misma transformación. Los faros iluminaban ahora un paisaje de color pajizo que, a lo lejos, tomaba un tono rojo anaranjado.