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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (44 page)

BOOK: Wyrm
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A menos que… Siguiendo una corazonada, activé el sonido del módem. Enseguida oí el ruido característico de la transmisión electrónica de datos. Tarde otro segundo en darme cuenta de lo que había pasado: la red de Macrobyte me había mostrado una pantalla falsa de desconexión, ¡pero en realidad todavía estaba conectado! Sin duda, en aquellos momentos estaban intentando localizar el origen de la llamada.

Hice una desconexión de hardware (simplemente, colgué) y me desplomé en la silla. Me quedé asombrado al darme cuenta que mi corazón latía de forma acelerada y estaba cubierto de sudor.

Hasta ese momento no había estado muy impresionado por el sistema de seguridad de Macrobyte, pero éste era un nuevo y perverso truco: una falsa desconexión. Era, de hecho, una variante de lo que los piratas denominan
spoofing.
Un
cracker
podía realizar un
spoofing
enviando un falso mensaje de correo electrónico a los usuarios de un sistema para engañarlos y conseguir que le revelaran sus contraseñas. Otra manera era escribir un programa que duplicara la pantalla de conexión del sistema atacado; entonces, cuando el usuario escribía la contraseña, el programa emitía un falso mensaje de error y guardaba la clave para que el pirata pudiera utilizarla más tarde. Estaba dispuesto a apostar una buena cantidad de dinero a que en el equipo de seguridad de Macrobyte había por lo menos un
cracker
reformado. Iba a ser más difícil de lo que había imaginado.

Al tenía algunos encargos que hacer el sábado, por lo que decidimos vernos en la fiesta. Salí de casa bastante temprano y pasé primero por casa de mis padres. Mamá me recibió en la puerta con expresión preocupada.

—¿Te importaría hablar con tu hermano? -me pidió-. Está en su habitación.

—¿Hablar con él sobre qué?

—Lo único que hace es escuchar esos videodiscos de rock. Creo que le están quemando el cerebro.

—Ya me parecía que olía a chamusquina.

—Muy gracioso. Por favor, ¿quieres hablar con él? No nos escucha ni a mí ni a tu padre.

—Veré lo que puedo hacer.

—Gracias.

No sé por qué creía ella que tenía alguna influencia especial sobre Uri. La última vez que aceptó un consejo mío fue cuando él tenía siete años y yo diecisiete: le enseñé a mascullar la palabra
perdón
apelando a su interés por la eficacia. Subí al cuarto de Uri, que en realidad era el mío y que luego había sido de Gabe, de Raph y ahora de Uri. Una habitación con mucha historia.

Las paredes estaban cubiertas de grupos musicales de
ciberpunk,
y las superficies horizontales, de diversos tipos de basura. Esta podía clasificarse en líneas generales como de tres tipos: comestible, no comestible e indeterminada. En realidad, parecía un poco más limpia de como estaba acostumbrado a verla.

Uri daba vueltas en el centro. No me vio entrar porque llevaba puesto un casco de realidad virtual, que seguramente estaba transmitiendo un intenso ruido e imágenes violentas a su cerebro adolescente. La mano derecha, recubierta por un pesado guante se encontraba unido al casco por un cable, parecía rasgar las cuerdas de una guitarra imaginaria. Aparté un poco de basura, en su mayoría del tipo tres, de una esquina de la cama y me senté.

—Mamá me ha pedido que hable contigo -dije en voz muy alta.

Nada.

—Cree que eso te está quemando el cerebro.

Ni caso.

—Es la guitarra de aire más cutre que he visto en mi vida.

Se detuvo en seco, se levantó las gafas de proyección de vídeo y me lanzó una mirada desafiante.

—Es una guitarra virtual, no una guitarra de aire. ¿Crees que puedes hacerlo mejor?

Estaba en un escenario, bajo un cielo increíblemente estrellado, rodeado por un océano de adolescentes enloquecidas. Al menos, supongo que todas eran adolescentes; resultaba difícil adivinar la edad de seres que tenían tres ojos y tentáculos. El escenario estaba rodeado de grupos de altavoces del tamaño del World Trade Center. Miré a mi espalda y vi al batería, que tenía un sorprendente parecido con Jabba el Hut de
La guerra de las galaxias.
Como si reaccionase a mi mirada, empezó a marcar un ritmo. El bajo y el guitarra rítmica, que eran sendos monstruos necrófagos, se sumaron al ritmo con sus instrumentos, así como un trío de vampiresas vocalistas. Toqué un acorde en mi guitarra, una cosa angulosa y negra que parecía labrada en un fragmento de obsidiana. El sonido salió de los altavoces como gimiendo, y se fundió con el griterío de la multitud. No sé tocar la guitarra, pero eso no importa. Cada vez que movía la diestra sobre las cuerdas, sonaba un acorde. Empecé a tocar frases cada vez más complicadas, y el ordenador las sintetizó sin saltarse ni un compás. Mi actuación fue asombrosa. Bueno, la máquina era asombrosa, pero parecía como si fuese yo.

Alguien me dio unos golpecitos en el casco y me levantó las gafas. Era Uri, que había estado escuchando a través de unos auriculares.

—No ha estado mal -dijo-. Pero mamá dice que es hora de irnos.

Señaló hacia la puerta con el pulgar. Mamá estaba allí, con los brazos en jarra. Levantó la mirada, pidiendo en silencio una intervención divina. Nada ocurrió y se alejó murmurando.

—¿Qué te parece? -me preguntó Uri.

—Divertido. ¿Ya ti?

—¡Eh!, es… bestial.

—¿Bestial?

—Sí, ya sabes, como, genial, o algo así. ¿Qué decíais los de tu generación. ¿Guay? ¿Molón? ¿Chachi piruli?

—Uri, aunque a veces detesto tener que admitirlo, tenemos los mismos padres. Eso nos convierte en miembros de la misma generación.

Me miró con una sonrisa insolente y dijo:

—Hablaba en sentido figurado, ya sabes.

Siguiendo las indicaciones de Cabe, llegué al centro comercial. Un extremo del aparcamiento, que tenía forma de media luna, estaba ocupado por el local que buscábamos: ¡Oh! Zone. Esperé fuera a que viniera Al. Llegó al cabo de unos diez minutos.

—¡Hola! ¿No entramos? -preguntó.

—Creo que es un poco pronto. Esperemos a que llegue más gente.

Mientras esperábamos, pasaron varios
skinheads.
Todos llevaban el obligatorio tatuaje 666 en un lado u otro de la calva.

—Si 666 es el marcador de Wyrm, éstos también lo tienen -bromeó Al.

—Sí. Si un cerebro humano puede ser devorado por un gusano, ha de ser el de esos tipos.

Entonces se acercó una mujer amable de mediana edad que les dio unos folletos. Resultaron ser avisos de que Barney el dinosaurio era, en realidad, el Anticristo.

—Lo que da más miedo es que esa mujer parece normal -dijo Al.

—Perdonen, ¿alguien podría sujetar la puerta?

No fue una petición educada. Nos volvimos y vimos a una mujer que llevaba varias bolsas. Su aspecto era claramente menos normal que el de la mujer que se había acercado antes. La habría comparado con Margaret Hamilton ataviada con su disfraz de Bruja Mala del Oeste, aunque esta mujer era más alta y su tez era un poco menos pálida. Sin embargo, Margaret tenía una cierta ventaja en lo referente a la personalidad. Le aguanté la puerta, y la mujer entró con paso vacilante.

—¿Qué rayos le pasaba? -exclamó Al.

—No lo sé, tal vez tiene un mal día.

—Te has quedado bastante corto.

Poco después llegaron los demás invitados, incluido el invitado de honor, mi sobrino de tres años. Entramos todos. Fue como entrar en un manicomio. El local estaba lleno de todo tipo de juegos, aunque había menos videojuegos de lo habitual en esta clase de locales y más juegos de bolas clásicos. También había varios elementos típicos de los parques de atracciones: un tiovivo en un rincón, una cabina de helicóptero y una excavadora.

Sin embargo, la atracción principal, que dominaba la zona del centro, era una especie de laberinto tridimensional, hecho de tubos de acero, grandes cilindros de plástico, espuma de poliuretano y mallas de nilón. Los niños recorrían el laberinto como un enjambre de avispas, gritando con toda la fuerza de sus pequeños pulmones. Algunos eran perseguidos por adultos sudorosos; un cartel colocado en la parte exterior explicaba que los niños menores de cinco años tenían que ir acompañados de un adulto. Por alguna razón, no había ninguna norma que exigiera que el adulto fuera acompañado de un cardiólogo. El griterío era ensordecedor.

El pequeño Mikey decía a sus padres que querían entrar ya en el laberinto, y ellos le preguntaron cuál de ellos quería que le acompañase. Noté que parecían un poco nerviosos al hacer la pregunta, y me pregunté si lo veían como una especie de concurso de popularidad entre los padres. Sin embargo, cuando el pequeño se giró, me señaló con el dedo y dijo «Quiero que venga el tío Michael», ambos enseñaron la mejor de sus sonrisas.

—Toma esto. Lo necesitarás -dijo Cabe, dándome unas rodilleras.

Me volví e hice un gesto a Al para excusarme, pero ella apuntó:

—¡Oh, no! Estaré muy bien. Vete con tu sobrino. Estoy deseando verlo.

Nos quitamos los zapatos y los dejamos en un zapatero junto a una de las entradas del laberinto. Y empezamos.

El pequeño diablo me arrastró a una divertida cacería. Los cilindros de plástico que formaban la mayoría de pasadizos eran lo bastante grandes como para que él pudiera pasar agachándose sólo un poco y corriendo bastante deprisa, mientras que yo tenía que recorrerlos a gatas. Como practicante de kárate, he pasado mucho tiempo arrodillado en suelos duros, pero esto era una tortura, incluso llevando rodilleras.

Superamos diversos tipos de obstáculos, incluidos un pozo lleno de pelotas de plástico y un pasillo con pequeños sacos de arena que colgaban del techo. Para subir al nivel superior, tenías que trepar por una red de sogas que estaba inclinada en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Para que esta sección fuese segura y no pudieran meter un brazo o una pierna por los agujeros de la red, se encontraba forrada con una malla de seguridad de nylon con orificios de unos dos centímetros. Pisar aquello con los pies descalzos y el peso de un adulto era tan cómodo corno bailar sobre hojas de afeitar.

Y teníamos que ir al nivel superior, porque allí había un tobogán que descendía en espiral hasta el suelo, y aquélla era la sección favorita de Mikey. La primera vez no me di cuenta de que se trataba de un tobogán hasta que me metí en otro tubo y de pronto noté que iba cada vez más deprisa. Tuvimos que bajar por el tobogán cuatro veces, lo que quiere decir que también hube de trepar cuatro veces. Las dos últimas ya no bajé con tanta velocidad, porque estaba tan sudoroso que me quedaba pegado al plástico. Y todo el tiempo, mientras corría en pos del pequeño tratando de no perderlo de vista, pensaba que si lo perdía en el laberinto, entre los padres, abuelos y otros cualificados familiares, no quedarían de mí los pedazos suficientes para organizar un entierro digno.

Por fin, salimos del laberinto. Me quité las rodilleras y se las devolví a Cabe. Luego me senté para ponerme los zapatos. Al se acercó y se sentó a mi lado.

—Parece que has hecho mucho ejercicio -comentó.

—Sí, eso parece. Podría ser una nueva moda para mantenerse en forma: todo lo que necesitas es un laberinto de éstos y un niño de tres años como entrenador.

Al se echó a reír.

—Puede que hayas tenido una buena idea. ¿le acuerdas de aquella mujer tan grosera a la que abriste la puerta?

—¿La Bruja Mala del Oeste? ¿Qué le pasa?

—La he visto por aquí, pero no sé qué es lo que hace. No va acompañada de ningún niño y no parece formar parte de grupo alguno. Es muy extraño.

—Tal vez haya otra fiesta después y ha llegado demasiado pronto.

—Quizá. Pero tiene algo que me alarma, como si no preparase nada bueno.

—La mantendremos vigilada. Si intenta forzar una de las máquinas de lanzamiento de bolas, caeremos sobre ella como azúcar en los donuts.

—Muy gracioso.

Poco después, sonó una voz a través de los altavoces:

—Todas las personas del grupo de Michael Arcangelo, tengan la bondad de pasar a la sala número tres.

—Somos nosotros -dije de forma totalmente innecesaria.

—Te veré dentro de unos minutos -dijo Al-. Tengo que ir al lavabo.

Pasamos a una sala que estaba al lado del área principal. Había una mesa baja con platos de plástico y servilletas de colores abigarrados, rodeada de sillas para niños. Otras sillas más grandes para los adultos estaban alineadas a lo largo de las paredes. También había una joven vestida con una gorra y una camiseta de ¡Oh! Zone, que era nuestra azafata. Sin embargo, la atracción principal llegó unos minutos después, cuando apareció por la puerta un tiranosaurio de color púrpura y verde.

—¡BARNEY! -chillaron los niños.

Barney entró y empezó a cantar su canción y baile característicos. Los niños estaban encantados. El disfraz era un poco más fofo que el del personaje que salía en televisión, pero a ellos no pareció importarles.

Al entró, miró a Barney y se acercó tapándose la boca con una mano. Se sentó, se inclinó hacia mí y susurró:

—No te imaginas quién es.

—Supongo que es Barney, ¿no?

—Quiero decir la persona que está dentro del disfraz.

—¿Es alguien que conozco?

—Lo suficiente para abrirle la puerta.

No podía creerla.

—¿Es la bruja? ¿Cómo lo sabes?

—La he visto en el lavabo de señoras sin la cabeza y fumando un cigarrillo. Como había un rótulo que prohibía fumar, la he obligado a apagarlo. Ha salido hecha una furia -explicó, con una sonrisa de satisfacción.

—No sabía que te molestara tanto el humo del tabaco.

—No me molesta. Sólo ha sido una pequeña venganza.

—¡Oh!

11

Wyrm con alas

BOOK: Wyrm
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