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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (39 page)

BOOK: Wyrm
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De todos modos, los sucesos del día, por trágicos que fuesen, no eran mi mayor preocupación. Empecé a pensar de nuevo en el Dios, el
daemon
de individuos operativos sincronizados. Me preguntaba si estaba detrás de toda aquella locura. Si Al y yo teníamos razón, el DIOS podía ser especialmente sensible al simbolismo religioso y, en tal caso, estar preparándose para la crisis del milenio. Me sentía tan preocupado que llamé a Marión Oz para explicarle mi idea; sin embargo, no estaba, y Dan Morgan se encontraba de vacaciones. Le dejé un mensaje.

Al regresó a Nueva York el sábado por la mañana. Fui con el coche al aeropuerto de La Guardia a recogerla. Quería mostrarle la red semántica que había diseñado y que evolucionaba de la siguiente manera:

Sin embargo, cuando llegó la vi tan alterada que me olvidé de mi red por completo.

—Este asunto me destroza los nervios, Michael -dijo-. Encuentro a Wyrm en casi todos los sistemas que examino.

—Yo también.!

—Lo peor es no saber qué debo decir a mis clientes. Es obvio que tenemos que darles alguna explicación, y también es evidente que no podemos contárselo todo.

—Eso seguro. Sobre todo lo referente al caballo de Troya de Macrobyte. Una sola palabra sobre esa cuestión y seremos denunciados ante los tribunales por una compañía con dinero más que suficiente para contratar a los mejores abogados.

—Sin duda. Pero no es sólo eso. Ni siquiera podemos explicarles lo del juego. Al menos, yo no me atrevo. Pensarían que he perdido la chaveta.

—Sí. En realidad, lo que me parece más aterrador es la manera en que esa cosa interfiere en mi trabajo. Y supongo que también en el tuyo.

—Bueno, no ha habido mucho trabajo, pero no sé si es tan terrible como dices.

—¿Ah, no? ¿Sabes qué día era ayer?

—Trece de agosto. ¿Por qué?

—Viernes trece. Y fue el viernes trece más lento que he vivido desde que me dedico a esto.

—¿Sabes que tienes razón? Bueno, tampoco podemos quejarnos si presta un servicio tan valioso.

—Supongo que tienes razón. Pero, por alguna razón, todo esto me produce inquietud. Tal vez sólo sea una manifestación de mi espíritu mercenario.

—Conociéndote, no me parece probable -comentó, sonriendo-. De todos modos, tiene que haber alguna causa de tu preocupación.

—Hombre, no es precisamente tranquilizador el que no sepamos qué esta pasando ni por qué. Por no hablar de aquel pasaje del Apocalipsis que había subrayado Dworkin. ¿Y si está metido en alguna secta satánica?

—No sé si deberíamos preocuparnos tanto por eso, Michael. Sabes que hay muchos piratas a los que les gusta el
heavymetal,
sobre todo los más jóvenes, y utilizan toda esa imaginería satánica. Sin embargo, dudo que alguno de ellos se dedique a sacrificar vírgenes.

—Además, quedan pocas vírgenes en esta época; lo más probable es que tuvieran que sacrificarse a sí mismos. Tienes razón respecto a los piratas. Pero recuerda que este ser no tiene inteligencia humana. Los piratas que juegan a adorar al diablo saben que sólo hacen tonterías. Quizá Wyrm no sepa que sólo es una gigantesca broma.

—Entonces, ¿qué es lo que crees que haría?

No lo sabía, pero se me empezaban a ocurrir ideas. Y no me gustaban nada.

—Supongamos que no está destruyendo realmente los virus que encuentra. ¿Y si solo los altera para activarlos todos al mismo tiempo?

Al reflexionó sobre ello.

—Por lo que hemos visto hasta ahora, tengo que admitir que es capaz de hacer eso.

—Pero ¿por qué?

—Porque hay una fecha concreta en que debería armarse el gran follón. Una fecha muy especial, como…

—¿El cambio de milenio?

—En efecto.

—Hmmm… ¿Has leído un relato de Robert Heinlein llamado
El año del jackpot?

—Me suena.

—Narra cómo toda una serie de improbables desastres se van produciendo en un año concreto.

—¿Qué año?

—No me acuerdo, pero un
jackpotes
una jugada en la que salen tres números, limones o lo que sea, en una máquina tragaperras, ¿no?

—¿Cómo 2000?

—O bien 1999.

—O 666.

—Si mi madre nos oyera, seguramente nos haría encerrar en un manicomio -dijo Al con una risita.

—Sí. Y mi padre querría que nos tumbáramos en su diván.

—¡Un momento! ¿Su diván? ¿Quieres decir que tu padre es…?

—Psicoanalista, sí.

—¡No me habías dicho que tu padre era psicoanalista!

En su aseveración podía entenderse bastante más que un matiz acusatorio. Pensé que había cierta justicia poética en su decepción, teniendo en cuenta cómo había montado aquella encerrona para presentarme a sus padres. Claro que yo sabía muy bien que no debía decir nada de todo esto.

—Supongo que nunca salió el tema -dije. Mi hermana Remi iba a casarse pronto y Al sería mi acompañante en la ceremonia, una buena ocasión de presentarla a mis padres.

—¿Nunca salió el tema? ¿Y cuando me diste tus condolencias porque mi madre es psiquiatra?

—¿Seguro que nunca te lo dije? Creía que lo había mencionado hace un rato.

Se me quedó mirando durante un tiempo, hasta que se dio una palmada en la frente.

—¡Un analista! Dijiste que era analista. ¡Creía que te referías a un analista de sistemas!

—¿Cuál es el problema? De todo el mundo, tú deberías sentirte cómoda entre loqueros.

—¡Loqueros! ¿Sabe tu padre que utilizas esta palabra? En general, me siento cómoda entre psiquiatras, incluso entre psicoanalistas. Pero las cosas son muy distintas cuando se trata del padre de mi novio.

—Lo comprendo. Supongo que estaba un poco nervioso cuando conocí a tus padres.

—En cualquier caso, no es grave. Sólo un poco de ansiedad.

—¡Oh! Mala señal…

—¿Qué? ¿Qué es mala señal? -preguntó Al, abriendo desmesuradamente los ojos.

—Bueno, ya sabes que los analistas notan enseguida el miedo.

Esquivé el primer cojín, pero me dio un buen golpe con el segundo Se lo devolví con creces.

La ceremonia nupcial y la consiguiente recepción siguieron la exquisita tradición de Long Island de hacerlo todo con una lamentable exageración La novia tema siete doncellas, entre ellas sus dos hermanas, y habían formado un grupo equivalente de acompañantes masculinos, entre ellos su seguro servidor. Los votos que ella y el novio habían escrito de puño y letra, eran apenas más breves qué
Guerra y paz,
aunque no tuvimos esa impresión los que permanecimos de pie toda la ceremonia tratando de movernos lo menos posible.

Durante la recepción, Al y yo compartimos mesa con mis padres, que se esforzaron al máximo para que Al se sintiera cómoda. En concreto, era mi padre quien llevaba el peso de la conversación, a diferencia del tópico de que un psicoanalista es tan parlanchín como la Esfinge. Claro que un trabajo que te obliga a permanecer sentado y escuchar todo el día a otras personas quizá te produce la incontenible necesidad de oír el sonido de tu propia voz. En cualquier caso, papá nunca me pareció un hombre especialmente tímido, y tampoco lo fue en esta ocasión. Desconozco por completo por qué la charla derivó hacia el tema de los epítetos en
yiddish.

Mi padre decía:

—Schlemiel
es una variante de Shelumiel, un nombre que aparece en el Antiguo Testamento y quiere decir «amigo de Dios». En cambio,
schtimazeles
un compuesto de dos palabras en alemán y en hebreo, y quiere decir, aproximadamente, «jodida suerte».
Schmendnck,
por su parte, es un nombre cuyo origen se remonta a una opera del siglo xix.

»En concreto -continuó-,
schlemiel
y
schlimazel
tienen significados muy similares, aunque
schlenuel
aporta un matiz de tosquedad o torpeza. Un
schmendrick
es un poro distinto, porque hace referencia a una persona despreciable. Un ejemplo clásico de este es: un camarero, el
schlemiel,
lleva un tazón de sopa, pero un schmendrick le nace la zancadilla y tira toda la sopa sobre los pantalones del
schlimazel
más próximo.

—Vale, ya lo he entendido -dijo Al-. Entonces, ¿qué es un
schmuck?

—Un pene.

Durante un segundo, pensé que Al se iba a ruborizar. Me recordó a una chica muy pija y refinada que conocí en el Instituto y que siempre decía "ene pe i" cuando no sabía algo. Un día le pregunté si sabía lo que quería decir. Me contestó que no. "Ene pe i", dijo una vez más. Y añadió: "No quiere decir nada". Le dije que se equivocaba y que eran las iniciales de cierta locución. "¿Cuál?" me preguntó. Cuando se la dije, la expresión de su cara fue inolvidable. Ojalá la hubiese podido grabar en video.

Tengo que reconocer que Al ni siquiera pestañeó al saber que la palabra que repitiendo una y otra vez con toda tranquilidad era en realidad un sinónimo bastante «ante grosero del órgano genital masculino.

—Creía que quería decir «joya» en alemán -repuso-. Siempre pensé que llamar a alguien
schmuck
era un sarcasmo, como si le dijeras que está hecho un figurín o algo así.

—Sí, en alemán
schmuck
quiere decir «joya» -dijo papá-, pero en
yiddish
es «pene». Un viejo chiste dice que dos hombres iban hablando sobre un viaje que uno de ellos acababa de hacer a Israel.

»-¿Te lo has pasado bien? -pregunta uno.

»-De fábula -contesta el otro-. Hice una visita turística a Jerusalén, vi los sitios más interesantes e incluso monté en un camello macho.

»-¿Un camello macho? ¿Cómo sabes que era macho?

»-Bueno, en realidad no me fijé, pero allá donde íbamos, la gente nos señalaba y decía: «¡Mirad el
schmuck
que lleva el camello!».

Había oído aquel chiste una docena de veces (era un o de los favoritos de papá), por lo que me reí con Al por cortesía. Mamá, que debía de haberlo oído al menos el doble de veces que yo, sólo entornó los ojos.

—Michael -me dijo-, pregúntale a Alice si desea bailar.

Al no hizo ni un gesto al oír su segundo nombre entero, que, según me había contado, apenas era menos repugnante que el intolerable Margaret. Al contrario: sonrió y me miró asintiendo con la cabeza, de modo que no tuve más remedio que sacarla a bailar a la pista, pese a que casi no sentía las piernas. Lancé una mirada de reproche a mi madre, pero ella no se dio cuenta, probablemente porque estaba demasiado ocupada sermoneando a mi padre para que dejara de avergonzar a mi última novia.

—Creía que era tu madre la que era judía -dijo Al cuando entramos a la pista.

—Así es.

—Entonces, ¿por qué conoce tu padre todas esas palabras
en yiddish?

—Papá dice que, como es psicoanalista, es una especie de judío
ex oficio.

Bailamos varias piezas, unas lentas y otras rápidas. La última fue una frenética
tarantella.
Después volvimos a la mesa, justo cuando mis padres se sentaban también, un poco jadeantes.

—¿Estabais bailando? -les pregunté. ¿Por qué me sentía ligeramente fastidiado por ello?-. No os he visto.

En realidad, la pista se encontraba tan abarrotada que apenas se podía reconocer a nadie.

—Cuando ponen esa pieza, casi siempre saco a bailar a tu padre -dijo mamá.

—Eso es porque sé que tengo una excusa para volver a sentarnos cuando termina -explicó papá, sonriendo-. Es una de las ventajas de ser un viejo achacoso.

—Esta danza me encanta -dijo Al-. ¿Cómo se llama?

—Es una
tarantella
-respondí-. Es de rigor en todas las bodas italianas.

—¿Has dicho
tarantella'?

—Quiere decir «tarántula» -dijo papá-. Su origen se remonta a una epidemia de histeria colectiva que se produjo durante la Edad Media. Todos pensaban que los había mordido una tarántula, y se creía que la única forma de curarse era bailar hasta que uno se desplomara exhausto.

Al asintió con expresión reflexiva.

—Una histeria colectiva. Otro tipo de virus de información humana.

—¿Qué clase de virus has dicho?

Mi padre parecía interesado, por lo que le explicamos algunas de las ideas de Marión Oz sobre los virus informáticos y sus correlatos humanos.

—Es interesante -dijo-. Y creo que tiene cierto sentido. De hecho, hay un modelo de conciencia que es básicamente darwiniano: ideas diferentes que compiten entre sí.

—Salvo que, si es cierto, no tendría que ser darwiniano -repuse-. Podría ser también lamarekiano.

Le expliqué la idea de Al de que los programas informáticos podían evolucionar según los patrones de Lamarck además de la selección natural. Se me ocurrió que podía aplicarse el mismo argumento a las ideas.

Mi padre asintió, pensativo.

—Puede que hayáis descubierto algo -sentenció.

Volvimos bastante tarde al apartamento de Al en Manhattan. Encendí su ordenador y me conecté para leer mi correo electrónico. El único mensaje interesante era el siguiente:

¡Te pillé! -Beelzebub ›8-›0

Suelo recibir mensajes insultantes y amenazadores, pero éste era realmente extraordinario: un pirata me había enviado un mensaje jactándose de sus hazañas. Se había hablado bastante del desastre de Gerdel Hesher Bock en los medios de comunicación -no me cabía ninguna duda de que se refería a eso-, aunque me preguntaba por qué había tardado tanto tiempo en aprovechar la ocasión para burlarse de mí. La expresión de mi cara debía de reflejar a la perfección la sorpresa y el disgusto que sentía, porque Al preguntó:

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