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Authors: Diego Armando Maradona

Tags: #biografía, #Relato

Yo soy el Diego (24 page)

BOOK: Yo soy el Diego
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La exigencia, en todo caso, era para nosotros mismos. Sin excusas, teníamos que levantar la puntería. No podíamos perder, con dos derrotas sí que nos quedábamos afuera, no teníamos salvación. El de ese jueves 14 era un partido de vida o muerte. Pero parece que en ese Mundial, el destino nos mataba de contraataque: a los 12 minutos, nada, cuando
parecía
que estábamos mejor plantados en la cancha, más tranquilos, la tragedia: chocaron el Vasco Olarticoechea y Pumpido y la pierna de Nery se quebró como si fuera de madera. ¡Que ruido, que dolor! Yo no lo podía creer: primero, mi dedo —que al lado de lo de Nery era una boludez—, después lo de Camerún, ahora esa desgracia. Entró el Vasco Goycochea y tratamos de seguir, shockeados como estábamos. Por suerte, Pedrito Troglio metió un cabezazo espectacular y pasamos a ganar.

Fue después de eso que tuve que jugar de arquero... No, en serio, quiero decir que ahí pegué otro manotazo histórico. Los rusos nos estaban apretando, nosotros estábamos todos metidos en el área nuestra, como le gustaba al Narigón cuando los otros tenían la pelota... Yo vi un ruso grandote que esperaba el centro y pegué el grito: "¡Agarren al seis, agarren al seis!". ¡Bum!, el tipo metió un cabezazo impresionante. "¡No llego, es gol!", pensé yo, y el palo me quedaba ahí nomás, y el referí me miraba, y... ¡tac! le metí el manotazo. Enseguida salí a apretar a buscar el rebote, y la revolié afuera.

Los rusos se le fueron encima al arbitro, pero yo lo había hipnotizado, ¡lo había hipnotizado! "¡Siga, siga!", dijo el tipo. Había sido todo un gran quilombo, porque yo no tenía que estar en ese palo... Después, Burruchaga aseguró el triunfo, con otro gol, y terminamos como pudimos, todos con la imagen de Pumpido llorando. El Tata Brown, que se había quedado con el equipo, lo acompañó hasta el hospital y después nos llamó para tranquilizarnos y nos hacía chistes, el pelotudo... Está bien, él nos quería aflojar, si ya no podíamos hacer nada por Nery, pobre; por eso el Tata nos decía:
Lo logré, muchachos. Me costó, pero lo logré. Al final no lo sacrifican... Los tanos ya tenían el bufoso en la mano para matarlo, pero lo discutí a muerte y gané. Y claro, cuando los tipos se enteraron de que había un camello
(ése era el apodo de Pumpido)
con la pata quebrada, lo querían pasar a mejor vida, como a un caballo.
De algún lado teníamos que sacar una sonrisa, porque las desgracias no paraban.

En el último entrenamiento antes del partido contra Rumania, me golpié feo la rodilla izquierda. Cuando aparecí otra vez por Nápoles para ese partido, era otro tipo... Tengo una imagen grabada: sentado en un sillón del hotel Paradiso, que era nuestro lugar de concentración cuando viajábamos a Nápoles, abrazando a Claudia con una mano y a mi rodilla con la otra, apretando una bolsa de hielo... Me reía, sí, pero por no llorar: más que un Mundial, aquello parecía una carrera de obstáculos. Que jugáramos bien, con ese panorama, era pedirnos demasiado; la cuestión era ganar, como fuera. Mucho no pudimos hacer durante los primeros cuarenta y cinco minutos de aquel partido, que se jugó el lunes 18 de junio. Caminamos al vestuario como derrotados, no podíamos romper la defensa de Rumania. Ahí, en ese lugar que tanto conocía, en las entrañas del San Paolo, escuché de rebote que el tordo Madero le decía a Bilardo que sería mejor sacarme: además de lo de la rodilla, me habían pegado un patadón tremendo en el tobillo izquierdo, que se me empezaba a hinchar. Salté como si no me doliera nada, absolutamente nada: "¿¡Qué!? ¿¡Me quieren sacar!? Ni muerto, ni muerto salgo de la cancha... Yo sigo, ¡yo-si-go!". Menos mal, en el segundo tiempo metí un centro, por lo menos eso, y el Negro Monzón, Pedro Damián Monzón, lindo pibe, la mandó adentro... 1 a 0 y a aguantar, a aguantar, hasta que no aguantamos más: nos cabecearon dos veces en el área, cosa que no puede pasar nunca, y Balint nos empató. Estábamos clasificados, sí, pero entrábamos en los octavos de final por la ventana. Como mejores terceros, apenas.

Me duché a los pedos y salí del vestuario con la camiseta de siempre. No tenía ganas de hablar con nadie... Afuera nos esperaban siempre, era un rito, nuestros familiares, junto con algunos periodistas. Yo caminé por el playón de salida del San Paolo, por el mismo por donde tenía que salir el micro, y me senté en el cordón. No quería hablar con nadie, ni con Claudia. Estaba recaliente. El Profe Echevarría me vio, se acercó y me tocó la cabeza, cariñoso como era. Yo le dije: "Tengo una bronca bárbara. Mejor no hablo, porque va a ser peor". Y él entendió todo. El entendió, como los demás debían entender, que no podíamos ser tan pichis, que no podíamos regalar el prestigio como si nada... Si hablaba en ese momento, tenía que hacer mierda a medio equipo. Y no era mi estilo. Como tampoco lo era decir: "Estoy conforme", porque era una hipocresía. ¡No estaba conforme un carajo! Mejor era que mi bronca fuera por dentro y que empezara a pensar, después, cuando ya hubiera digerido toda la amargura, en Brasil. Sí, en Brasil... Por salir terceros nos tocaba Brasil en los octavos de final. Además, empezábamos un baile de vuelos que yo conocía muy bien, porque si algo he hecho por la Selección en mi historia, eso es volar: ya teníamos que dejar Nápoles, nuestra casa, mi casa... Ahora empezábamos un recorrido por Italia que de turístico no tenía nada: para jugar contra Brasil, teníamos que viajar a Turín.

Al día siguiente, martes 19, lo llamé por teléfono a Guillermo Cóppola, que por cábala se había quedado en Buenos Aires. Lo llamé y le dije: "¡Que cábala ni cábala! Venite que no doy más". No daba más realmente y el clima en Trigoria se cortaba con una tijera... Yo me encerré en mi habitación, me acosté en la cama y, mirando el techo, me puse a repasar todo los que nos había sucedido. La gripe, primero, que volvió a intoxicar mi cuerpo con antibióticos. La salida de Valdano, que era el único hombre capaz de levantarme el ánimo con una sola palabra. La maldita uña de mi dedo gordo, insólita lesión que me quitó horas de entrenamiento. La derrota contra Camerún, increíble. Los golpes de los contrarios, que dejaban al descubierto la mentira del Fair Play. El capricho de Bilardo de no ponerlo a Caniggia de entrada. Y, al final, lo peor de todo: no podía creer ni quería aceptar que hubiera gente que se alegraba con mis derrotas, que las gozaba, que las... deseaba.

Entonces no aguanté más y me fui de la concentración. Agarré la Ferrari y desaparecí por unas horas, me fui al centro de Roma, salí a comer, salí... Necesitaba aire. Necesitaba vivir a mi manera: si había hecho todo como me habían indicado y había perdido, ¿por qué no jugarme por la mía, por qué no? Ganar o perder, pero con mi estilo, sin traicionarme.

Por eso salí: me mandé a un restaurante del centro, acompañado por Guillermo, y me saqué el gusto de comerme tres
bruschettas
como entrada y un plato de
spaghetti.
Apenas me vio entrar, el dueño del restaurante mandó a cerrar la puerta, para que no pasara nadie más. Al ratito, empecé a ver un pibito, rubio, de ojos celestes, que se asomaba al vidrio. El guardia lo sacaba, y él volvía... Entonces lo mandé a Guillermo para preguntarle qué quería, porque me daba pena, aunque ya me lo imaginaba. Volvió Guillermo con un billete en la mano y el pedido:
Quiere que le firmes un autógrafo acá... Y que, como el domingo que viene es su cumpleaños, le regales un gol... Se llama Ariel, como el detergente, dijo, para que no te equivoques.
Le firmé el autógrafo, saqué un billete de 100.000 liras y se lo mandé, con un mensaje: "Además del gol, te voy a regalar el partido...". Un rato después, cuando terminamos de cenar, me despedí del dueño —
Sos un grande, pero lo serías más si jugaras en la Roma,
me dijo— y al salir me encontré con Ariel: "Auguri per il tuo compleanno y buena suerte", le dije.

El jueves 21 regresé a Trigoria unas horas antes de que se abrieran las puertas a la prensa. Ya no estaba el Tata Brown con el grupo, porque había regresado a Buenos Aires para acompañar a Pumpido y entonces el Profe Echevarría y Ruggeri trataban de hacer chistes, para levantar el ánimo... Ahora creo que hasta el más boludo se daba cuenta de que la cosa era forzada: estábamos golpeados, ¡estaba golpeado! Mi tobillo izquierdo era una pelota, eso era, una pelota de fútbol.

Signorini se acercó y me dijo:
Salí descalzo, así ven todos que no mentís.
Salí así, vestido con un buzo Adidas azul, un pantalón corto blanco y chancletas Puma. Me paré en un costado de la cancha a ver la práctica del resto y sentía los ojos de todos clavados en mi tobillo como puñales: todos parecían examinármelo. Cuando terminó el entrenamiento eran casi las ocho de la noche y me fui, rengueando, hasta la mitad de la cancha. Me tiré en el piso y empecé a hacer jueguito con la pelota sin usar la zurda para nada. AI ratito, estaba rodeado de periodistas. Yo sabía que iban a venir, los esperaba, en realidad: quería mandar un par de mensajes. Lo primero que me preguntaron fue si así iba a jugar contra Brasil y yo les contesté: "Así o enyesado, pero juego". Y después largué el discurso...

"Yo creo en los milagros, y nuestra victoria sería exactamente eso. Esto no debe sorprender a nadie. Pero ojo: muchos favoritos están muriendo en la cancha. Los soviéticos deberían estar en la segunda ronda, Brasil debió haberle hecho diez goles a Costa Rica. Italia veinte a Estados Unidos. Nada de eso pasó.

"Los que más me gustaron hasta ahora fueron Italia, Alemania y Brasil en ese orden...

"Los brasileños están mucho mejor que nosotros, eso lo saben también, pero si piensan que les regalaremos el partido, están muy equivocados. Y no es cierto que hayan dejado de jugar como saben, sólo se cubren un poco más.

"Será una sensación extraña, distinta, tener enfrente de mí a Careca y Alemáo. Siempre estuvieron de mi lado. Voy a entrar a la cancha y le voy a dar un gran abrazo a Antonio, pero apenas suene el silbato trataré de ganarle con todo... No, no creo que el estilo de Lazzaroni lo perjudique algo; Careca es demasiado grande como para ser disminuido por un técnico.

"No encuentro respuesta a lo que nos pasa, aunque hace tiempo que me lo pregunto. Mi experiencia me dice que no podemos ser éstos, que nos tenemos que despertar de una vez por todas de este sueño profundo, de esta pesadilla en la que estamos todos. Todos, ¿eh?, no me excluyo ni quiero que me excluyan. Todavía no justificamos por qué estamos en Italia. Sí, sé que es fácil decirlo, pero hace falta cumplirlo. Ahora, lo único que veo como solución es correr, correr y correr. Y no olvidarse de jugar. Porque ahora, con esta moda del fútbol físico parece que nos olvidamos de que lo principal es la pelota. Si tengo que decir la verdad, Argentina no me ha gustado. Pero en ningún momento del Mundial, nunca. Si un partido con Brasil, que siempre debe ser una final, llega ya en octavos de final, es exclusivamente por culpa nuestra. Porque cometimos errores terribles contra Camerún, porque no fuimos capaces de presionar para ganarles a Rumania, porque no supimos mantener la ventaja que teníamos.

"Estoy preparado para los silbidos de Turín y para cualquier cosa. Ya hemos llegado al límite de la mala educación, se puso en duda mi lesión. Acá está, la pueden ver todos. Pero claro, prefieren hablar de que saqué una pelota con la mano contra la Unión Soviética y no del codazo de Murray, y de que mi lesión es inventada y no de que en el Mundial del Fair Play los camerunenses nos mataron a patadas todo el tiempo... A veces pienso que me buscan como culpable a toda costa".

El ambiente estaba denso. Troglio, en una actitud que todavía hoy admiro, porque habla de su personalidad, salió a defender a los pibes:
Basta de decir que Maradona está solo, que es un náufrago, que está abandonado en medio del desierto. Acá hay más jugadores, algo hemos hecho. Vamos a demostrar contra Brasil que nosotros existimos.
Me pareció bárbaro, en serio. Todos teníamos que poner algo, porque si no nos hundíamos. Yo, por ejemplo, me puse a practicar con la derecha: le daba y le daba a la pelota contra la pared, como cuando era pibe.

El sábado volamos a Torino. Nos instalamos en el hotel Jet, que estaba muy cerca del aeropuerto, y de allí mismo partimos hacia el estadio Delle Alpi. Yo, firme con mi camiseta argentina y mi vincha rosa y negra. La verdad, tan mal no me trataron. Aproveché, hice jueguito, y le empecé a pegar a la pelota: con derecha, con derecha, con derecha... hasta que le pegué con zurda y me dolió el alma.

Me quedé sentado en el área, charlando con Signorini: estaba preocupado, muy dolorido, pero igual iba a jugar; infiltrado hasta los huesos, pero iba a jugar. El diagnóstico médico me dolía también, sobre todo porque no lo entendía del todo: "Traumatismo directo muy fuerte que interesó el hueso peroné y afectó un tendón". Qué sé yo, para mí era un patadón con el que intentaron dejarme afuera: no pudieron, no podrían.

Esa misma noche lo llamé por teléfono a Careca; él era mi amigo, no tenía nada que ocultarle: le conté que mi tobillo era un desastre y que iba a jugar gracias a las inyecciones. ¡El era un cagón para eso! Y después le anuncié: "Antonio, mañana te saludo a la entrada, pero después... a muerte, ¿eh?". Y él, un fenómeno, me contestó:
Tudo bem, Diego. Ahora descansa, descansa...
Tenía razón el brasileño: el tobillo me dolía hasta para caminar desde la cama hasta el baño. El Negro Galíndez intentó hacerme un masaje y apenas me tocó, pegué semejante grito que casi volteo las paredes. Lo único que se me escuchaba decir era: "Me duele, me duele". Por suerte, había llegado Cóppola: aquello de la cábala estaba roto ya, me importaba más tenerlo a él bien cerca. El ambiente se había distendido un poco, no sé si porque la mayoría estaba resignada o por qué. En la noche previa al partido, hubo un casamiento en el hotel y la novia me regaló el ramo... No sé por qué, insisto, pero las risas habían reaparecido. Ni siquiera fueron borradas por una noticia: yo me enteré de que había 26 pasajes reservados para el día siguiente al partido, pero me juraron que eso no era una cuestión de falta de confianza, me dijeron que eso era un trámite de rutina en esta etapa del campeonato, donde el que perdía quedaba eliminado. Les creí, pero no era una sensación agradable: parecía que estábamos condenados de antemano.

En realidad, más de la mitad de aquel partido que se jugó el sábado 23 de junio... no fue un partido. Durante terribles 55 minutos nos cagaron a pelotazos: tiros en los palos, goles increíbles que se perdió Muller, atajadas de Goyco... Todo ese tiempo nos llevó hacernos fuertes atrás: eso lo había aprendido de los italianos, aguantar, aguantar y no perdonar apenas uno tiene la posibilidad del contraataque. Y aquella jugada fue un modelito de contraataque. Arrastré las marcas de Ricardo Rocha y Alemáo, corriendo en diagonal hacia la derecha, mientras Caniggia se me mostraba por la izquierda. Le metí el pase con un derechazo, con Rocha colgado del cuello y antes de que me cerraran Mauro Galváo y Branco. Cani encaró a Taffarel y dio una lección de cómo se debe definir: lo gambeteó por afuera y tocó de zurda... ¡Un golazo! ¡Una alegría enorme! Y una sola tristeza: que los periodistas brasileños acusaran a Alemáo por no haberme bajado, porque era compañero mío en el Napoli... ¡Un disparate! Yo lo sorprendí con el pique corto a Alemáo, por eso no me agarró; si no, me hubiera bajado, sólo eso, bajado, sin tirarme a matar, porque es un buen tipo como para intentar algo así. Ese gol maravilloso destruyó anímicamente a Brasil, era imposible que nos dieran vuelta el partido.

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