En el vestuario fue tanta la alegría que hasta me olvidé del dolor en el tobillo. Me olvidé de todos los dolores. Y se demostró, también, que el equipo argentino no era yo solo: habíamos tenido una gran defensa, un medio campo que metió con todo y un Caniggia extraordinario para definir en el gol... Conmigo solo no le podíamos ganar a un equipazo como Brasil.
Después de eso, lo único que le pedía a Dios era que recuperara a todos los lesionados. Y ya queríamos todo: nos quedábamos conformes únicamente si ganábamos el título. Y tampoco queríamos ser favoritos, de golpe: ¿para qué, si siempre habíamos ganado peleando desde abajo? Le dedicamos el triunfo a Nery Pumpido y disfrutamos, después de mucho tiempo, disfrutamos.
Yo gocé, yo gocé muchísimo la eliminación de Brasil en el '90. Por Brasil, no por Careca y por Alemáo, que eran dos tipos que convivían conmigo en el Napoli, que yo quería mucho y sabía que iban a sufrir... ¡No, por Brasil! Prefería que sufrieran ellos, mis amigos, y no mi país... Mi país, que goza ganarle a Brasil como no goza ningún otro triunfo futbolístico. ¡Y ojo que a ellos les pasa lo mismo, ¿eh?! Ellos disfrutan por ganarnos a nosotros más que a Holanda, a Alemania, a Italia, a cualquiera. Igual, igual que nosotros. Igual que yo. ¡Qué lindo es ganarle a Brasil!
No sé, ellos le vendieron al mundo que sólo Brasil puede hacer el jogo bonito, el juego bonito... ¡Las pelotas! El jogo bonito también lo podemos hacer nosotros, nada más que no lo sabemos vender. Para los brasileños todo está siempre tudo bem, rudo legal, y para nosotros cuando no es tudo bem, no es todo bien, y a la mierda. Frenamos a la gente y los vamos descartando, así somos, y no me parece mal. ¡Ojo! A mí me gusta la forma de ser del brasileño, me gusta... Pero al fútbol, ¡le quiero ganar, le quiero ganar a morir! Es Mi Rival, así, con mayúsculas.
En la cancha son jodidos, son jodidos, porque ellos no se traicionaron nunca. A pesar de que estuvieron veinte años sin ganar nada, no se traicionaron, nunca. Jamás. Eso sí: Brasil vuelve a salir campeón, en el '94, con el equipo más feo, ¡más feo!, ¡más feo para ver!, de toda su historia. El del '82, a ése, le hacía cinco goles, por lo menos... Pero el del '82 pecó de soberbio contra Italia, mientras Italia fue a los papeles, como siempre. Los tanos eran los maestros del contragolpe, gracias a ellos yo aprendí cuando jugué allá: dejarlos venir, dejarlos venir, dejarlos venir, hasta que la defensa se pusiera firme. Y ya sabíamos que cuando la defensa del Napoli se ponía firme, era la hora del contragolpe, estuviéramos en Alemania, en Holanda, en Rusia, donde carajo fuera: cuando salíamos, ¡era gol! Salíamos, dos toques, Careca, yo, ¡pum!, a cobrar... Y Brasil no se dio cuenta de eso en el '90, no se dio cuenta como no se había dado cuenta en el '82. En España lo cagó Italia, en Italia los cagamos nosotros, con esa jugada que armamos Caniggia y yo, que hoy está entre mis mejores recuerdos.
Nuestro viaje por Italia seguía, pero ahora con otro ánimo. De Turín fuimos a Roma y de Roma volamos a Florencia. El otro escalón era Yugoslavia, que jugaba bien: tenían a Prosinecki, a Stojkovic. La verdad, fue uno de nuestros mejores partidos en toda la copa del mundo, pero no la pudimos meter. Por suerte, ellos tampoco. Y fuimos a los penales, y empezó la historia de Goyco, de Sergio Goycochea. Arrancamos arriba nosotros, porque justamente Stojkovic erró su penal. Cuando me tocó a mí, teníamos la posibilidad de ponernos 3 a 1 en la serie; es decir, casi definirla, si lo metía, ya estábamos...
El arquero de ellos era Ivkovic y yo lo conocía muy bien: jugando con el Napoli, contra el Sporting de Lisboa, por la Copa UEFA, él me había jugado 100 dólares a que me atajaba el penal en la definición. "Trato hecho", le había contestado yo como un pelotudo, ¡y me lo atajó! Pero la serie siguió y al fin ganamos nosotros. Ahora lo tenía otra vez ahí, frente a mí. Le pegué, me salió una masita, ¡y me lo atajó! Alguna vez dije que lo había errado a propósito, por cábala, para que la historia terminara como aquella noche con el Napoli, pero... ¡las pelotas! Cuando me di vuelta, para volver hasta la mitad de la cancha y juntarme con el resto de los muchachos, muerto, ya venía caminando hacia el arco Goyco; chocamos las palmas arriba y él me dijo:
Quédate tranquilo, Diego, que yo voy a atajar dos.
Me lo dijo en serio, el Vasco, pero Savicevic se lo metió y, enseguida, para colmo, Troglio lo erró... Estábamos iguales cuando Goyco le atajó el primero a Brnovic y el segundo a Hadzibegic, tal como me lo había prometido. ¡Me le colgué del cuello, corrimos hasta el costado de la cancha, donde estaban nuestras mujeres, no lo podíamos creer! ¡Estábamos en las semifinales!
Y no era una semifinal más; nos tocaba Italia, ¡y en Nápoles! Cuando llegué a la conferencia de prensa, feliz, dije aquello que nunca me perdonarían, pero que era verdad: "Me disgusta que ahora todos les pidan a los napolitanos que sean italianos y que alienten a la Selección... Nápoles fue marginada por el resto de Italia. La han condenado al racismo más injusto". Yo no quería sublevar a los napolitanos contra Italia, para nada, pero estaba diciendo una verdad. Me acuerdo que Palumbella, Gennaro Montuori, el capo de la Curva B, salió públicamente a definir la posición de los hinchas y dijo:
Haremos fuerza para que gane Italia, pero respetando y aplaudiendo a los argentinos.
Para mí estaba todo bien, ¡si yo no pedía nada! Después de todo lo que habíamos vivido, que no nos silbaran ya era sentirnos locales.
Los que aprovecharon bien la historia fueron los diarios italianos:
"Ahora, Italia contra Maradona",
decían. O:
"Querido Diego, nos vemos en tu casa".
Querido, las pelotas, y lo de mi casa, en parte, era muy cierto...
De hecho, cuando salí a la cancha, el día del partido, el 3 de julio, lo primero que recibí fue un aplauso y pude leer todas las banderas: DIEGO EN LOS CORAZONES, ITALIA EN LOS CANTOS O MARADONA, NAPOLES TE AMA PERO ITALIA ES NUESTRA PATRIA. El Himno Nacional Argentino, por primera vez en toda la Copa del Mundo, fue aplaudido desde el principio hasta el fin; para mí, eso ya era una victoria... Sonreí, me emocioné, los saludé: era mi gente, los que me decían Diecó, los que me decían El Diego. Mi gente.
La verdad, pocas veces habíamos salido tan tranquilos a jugar un partido en todo el torneo. Tal vez porque acá sí que nadie nos daba como candidatos o quizás porque Italia era muy clarita tácticamente: sabíamos por dónde entrarle. Por eso no me preocupé cuando Toto Schillaci nos metió el primer gol. No me preocupé nada, en serio. Me acerqué a Caniggia y le dije: "Tranquilo, Cani, seguimos igual".
Seguimos igual, pero empatamos cuando ellos mejor estaban jugando. Qué se le va a hacer, así éramos nosotros... Centro de Olarticoechea, peinada espectacular de Caniggia y a cobrar, a cobrar, viejo. Yo creo que, a esa altura, nada le daba más terror a un rival nuestro que llegar a los penales. Y como a nosotros no nos sobraba nada para seguir apretando —encima, lo habían rajado al Gringo Giusti—, trabajamos el resto del partido y el alargue para llegar a la definición, a esa definición en la que nosotros contábamos con el as de espadas, con el Vasco Goycochea.
Esta vez, yo no erré mi penal. Lo patié suave, como siempre, y fue gol. Gritos, ¿eh?, y no eran sólo de mi viejo, o de Claudia. Escuché gritos con cierto acento... napolitano, pero mejor dejarlo ahí. Mejor dejarlo todo en las manos del Vasco, que le sacó el primero a Donadoni, el segundo a Serena, y el... el milagro era una realidad. Corríamos como locos, nos abrazábamos. Camino al vestuario, metiéndome en el túnel que tanto conocía, levanté el brazo y saludé a la tribuna: me despidieron con un aplauso. Ya en la escalera, me apoyé en la pared y en el Profe Echevarría y me besé la camiseta: "¡Te quiero! ¡Te quiero!", le grité a mi camiseta, estrujándola con el puño.
Era tanta la felicidad en el vestuario, que no nos dábamos cuenta de nada. Ni siquiera de que por suspensiones nos quedábamos sin Olarticoechea, sin Batista, sin Giusti, ¡y sin Caniggia!, para la final. A Cani lo habían amonestado por una pelotudez, por una mano en la mitad de la cancha; es el día de hoy que pienso que no teníamos rival con él entre los once. El Gringo Giusti también estaba destrozado: sabía que nunca más se pondría la camiseta del Seleccionado.
Pero allí estábamos, felices como nadie, pese a todo. Nosotros, los zaparrastrosos, la banda, los lesionados, los perseguidos, habíamos llegado a la final, estábamos en el partido decisivo de un Mundial por segunda vez consecutiva... El equipo desastroso había conseguido lo que pocos, peleando desde abajo, como siempre. Como éramos nosotros. Y afuera quedaba, nada menos, Italia.
A partir de ese momento, Trigoria dejó de ser el paraíso y se convirtió en un infierno. El primer síntoma de que estábamos en guerra se dio el jueves 5, apenas dos días después del partido contra Italia: mi hermano Lalo salió a dar una vuelta con una de mis Ferrari por los alrededores de Trigoria, con Dalma y con Gianinna... Mi hermano tarado no es y no era capaz de andar a mil por hora con sus dos sobrinas en el auto, pero la policía los paró. Yo lo conozco a Lalo y puedo imaginarme en qué tono les dijo a los policías que no tenía los documentos encima, que el auto era mío, y que si volvían hasta la concentración, todo se aclararía
.
Volvieron a la concentración, sí, pero de mala manera... Y se armó el quilombo: Mario, el jefe de vigilancia, ya nos tenía ganas de hacía rato y se sumaron los custodios. Se les escapó la tortuga, la verdad, porque no imaginaron que iba a aparecer mi cuñado Gabriel, el Morsa Espósito: revolió un par de trompadas y desparramó a unos cuantos, pero sólo lo pudieron contener entre cuatro. Claro, ninguno de los tanos estaba al tanto de lo que yo decía siempre: "Por mí, el Morsa es capaz de matar o de... morir".
Al día siguiente de eso, viernes 6, me levanté de la cama, me asomé al balcón y... ¡me quería matar! ¡Lo que vi me puso loco, me sacó de las casillas! Bajé corriendo, fui hasta la puerta y les pedí a los custodios que abrieran el portón, que dejaran pasar a todos los periodistas que hacían guardia ahí: "Vengan, vengan a ver", les dije, y los tipos me seguían sin entender nada. Dimos la vuelta por detrás del edificio y entonces les señalé los tres mástiles... Todos levantaron la vista y pudieron observar lo que yo había descubierto cuando me asomé al balcón: en uno, flameaba la bandera de la Roma; en otro, la de Italia; y en el tercero... un retazo de la bandera argentina, todo deshilacliado. Entonces, la conferencia de prensa la armé yo, a mi manera:
—¿¡Dónde está!? ¡Y después dicen que acá nos tratan bien! Desde el primer día que estamos luchando contra esta campaña absurda. Ayer a la tarde, la historia de mi hermano, hoy la bandera arrancada. Esto es algo que va más allá del fútbol, creo que tienen que intervenir las embajadas...
Los periodistas italianos me preguntaron enseguida:
—¿Y vos quién crees que la arrancó?
Me la dejaron picando:
—Aquí hay un montón de policías, es imposible que haya venido alguien de afuera. No, no... Tiene que haber sido alguno de acá adentro, de la Roma. Desde que llegamos que hay un clima hostil, en contra nuestra. Y yo se lo dije a Bilardo: "Nos equivocamos al elegir Trigoria como lugar de concentración". El presidente del club, Dino Viola nos tenía entre ceja y ceja; nos había prometido hacernos la vida imposible... y lo hizo: él había dado signos precisos de esa campaña contra nosotros, contra mí, con sus controles periódicos. Venía siempre a ver si estaban las sillas, si no habíamos roto los vasos, si el pasto estaba pisoteado o no. Nos ha tratado como a gitanos... Nosotros somos como todos los demás. Tenemos una casa y en nuestra casa hay platos y vasos. Si creen que somos indios, están equivocados... Están equivocados.
Lo peor es que todo aquello y lo que aún faltaba, nunca me lo perdonaron, nunca.
Eramos carne de cañón, éramos carne de cañón porque habíamos sacado a Italia. No nos iban a perdonar eso, les habíamos arruinado el negocio de la final contra Alemania. ¡Y para colmo antes habíamos volteado a Brasil! Sí, éramos carne de cañón...
Por el otro lado llegaba Alemania, que había hecho una campaña parejita, bien en su estilo. En la semifinal, ellos habían eliminado a Inglaterra, en Nápoles. Me acuerdo que el día que fuimos a reconocer el estadio, el Olímpico de Roma, el sábado 7 de julio, apareció Grondona y me comentó que tenía un mal presentimiento, que ya estábamos afuera. Yo me recalenté con Julio, no podía creer que me estuviera diciendo eso. Y después del partido la hizo peor, porque vino y me dijo:
Bueno, está bien, hicimos lo que pudimos.
Nos habían robado el partido, el partido estaba digitado, ya. Y no era sólo eso: yo también había hablado de mis sospechas por el sorteo, me había peleado con Havelange, había reclamado que repartieran el dinero de los premios para las federaciones entre los jugadores. Demasiadas, demasiadas cosas para los poderosos.
Aquel partido contra Alemania fue una farsa. Desde el principio, ya. Desde el insulto irrespetuoso al Himno y más fuerte todavía cuando apareció mi imagen en la pantalla gigante. Yo sabía que todos me estaban viendo, sabía... Por eso les dije, bien clarito, para que me entendieran en cualquier idioma: "Hijos de puta, hijos de puta". Pero no lo grité, lo dije así, despacito, como si se lo estuviera diciendo a cada uno en el oído, dispuesto a pelearme a trompadas con todos, con el que viniera... Hijos de puta... Eso eran.
Allí estábamos plantados contra Alemania, otra vez, como cuatro años antes. De los campeones del mundo, en la cancha estábamos sólo Burruchaga, con el poco resto que le quedaba, Ruggeri arrastrándose y yo, igual. Habíamos perdido un montón de soldados en la guerra.
Ellos fueron superiores, sí, pero lo nuestro fue muy digno. Muy digno. De arranque nomás, Buchwald me pegó un patadón, como para hacerme sentir lo que iba a ser el partido. Y el arbitro no lo cobró, como no cobró ningún foul a nuestro favor durante veinticinco minutos. Cuando terminó el primer tiempo, me acerqué al mexicano y le rogué: "Cobre algo, por favor". Sí, cobró, lo echó al Negro Monzón después de un foul contra Jürgen Klinsmann. Y así se nos fue el partido, se nos fue: de los campeones del mundo, en la cancha quedé sólo yo. Ya éramos retazos de lo que había sido un equipo.
Le había prometido a mi hija Dalma que volvería con la Copa del Mundo, pero ahora tenía que explicarle algo mucho más difícil, feo y doloroso; que en el fútbol, en nuestro fútbol, había mafia... Pero no una mafia que mata, sino una mafia que es capaz de cobrar un penal que no existe y no dar uno que sí fue. Eso pasó con Alemania y con la Argentina, para que quede claro: ese señor Edgardo Codesal, arbitro mexicano, mandado vaya uno a saber por quién, creyó ver cómo Sensini volteaba a Vóller pero jamás vio cómo Matthaus lo bajaba a Calderón, justo en la jugada anterior... Eso le tuve que explicar a mi hija, aunque era imposible que lo entendiera.