Yo estaba allá, en el otro lado del mundo, pero me sentía muy cerca de Boca. Jugaba solo, pero en mi imaginación estaba con todos: entonces metía pelotazos cruzados y gritaba: "¡Pica, Cani!". Pensaba en el equipo, dónde poner a cada uno, a Mac Allister, a Carrizo, a Giunta... Por eso, también, no me quise perder el partido que los muchachos jugaban en Buenos Aires, contra Independiente. Y volví a uno de mis clásicos: escuchar el partido por radio, como fuera. En Fiorito, con mi viejo movíamos el aparato, porque se nos iba la onda y terminaba escuchándose nada más que un chillido; en Barcelona, me colgaba del teléfono y mis hermanas me ponían la radio cerca; en Seúl hice lo mismo. Me dieron un teléfono de esos con parlante, le pedimos a la gente de Radio Mitre que nos llamara y lo vivimos como si estuviéramos en Devoto. Fue otro domingo sin triunfo, y entonces todos empezaron a hablar de mí como el salvador. Yo no me sentía eso, la verdad: pero sí sabía que podía ser un ordenador, un tipo que transmitiera optimismo, por lo menos. Entraba fresquito, estaba como nuevo.
Y me pinté una franja amarilla en el pelo, una franja como la de la camiseta de Boca, pero con un mensaje: TODO EN REPUDIO... En repudio a los caretas, a los cabeza de termo, a los que le toman la leche al gato, a los que se les escapa la tortuga, a los que le decían a mi vieja que era la madre de la efedrina, a los poderosos que hacen lo que quieren olvidándose de la gente, a los que me habían dejado, una vez más, quince meses sin poder hacer lo que más quiero, lo que me representa: jugar al fútbol.
Volví a una cancha, en serio, el sábado 30 de septiembre de 1995, en el estadio olímpico de Seúl. Le ganamos a la Selección de Corea del Sur 2 a 1 y yo jugué mejor, mucho mejor, de lo que había soñado... Otra vez había elegido un tema para volver, y ahora me lo había soplado Cóppola: "Tratar de estar mejor", de Diego Torres.
No me faltaba nada y no faltaba nadie: estaba Menem, estaba Bilardo, estaba Menotti... Cada uno por lo suyo, está bien, pero lo cierto es que estaban ahí, ¡estaban conmigo! El presidente, que justo estaba allí por una visita oficial a Corea del Sur, me había hecho la pregunta clave, hacía unos meses ya, metiéndome definitivamente el bichito de mi vuelta a Boca. El Narigón y el Flaco, bueno, ahora eran periodistas, ¡periodistas!, y era difícil pensar que coincidieran. Pero, por lo menos, los dos estaban contentos con mi regreso.
Fue el mejor de todos mi regresos, seguro: porque anduve como no había andado en ningún otro y porque yo, cuando juego bien, me divierto. Aquella noche me divertí como loco.
Estaba feliz, y no sólo por mí... Estaba feliz por mis hijas; las llamé por teléfono apenas volvimos al hotel y lloramos como locos, los tres. También por mi vieja, por mi viejo, por los míos. Y porque estaba cerrando un año y medio muy, muy duro: en mi país, en la Argentina, la gente puede ser buena cuando quiere ser buena, pero también muy hija de puta. Y yo había respondido ahí, en la cancha, donde yo hablo, que había sido una injusticia que me tuvieran quince meses sin jugar, que cuando yo pongo huevo, puedo correr más que nadie... Sin falopa, sin falopa. Porque mi única falopa para jugar fue, siempre, la pelota. A ver si les queda clarito, lo voy a repetir hasta que los caretas lo aprendan: ¡la cocaína no sirve para jugar al fútbol, la cocaína te tira para atrás en una cancha, la cocaína te mata!
Recuerdo perfectamente todo, absolutamente todo, de esos días de mi regreso. La concentración en el Hindú Club, el viaje en el micro hasta La Bombonera...
Sábado 7 de octubre de 1995. Yo iba sentado en el primer asiento, solo. Desde ahí, miraba a la gente, que nos saludaba. De golpe, vi a unos pibes que se marcaban la banda de River en el pecho. Yo pensé: "¡Estos me van a tirar algo!". Y no, nada que ver, todo lo contrario. Los pibes me decían así, con los labios, como si fueran mudos y le estuvieran hablando a un sordo:
"¡I-gu-al-te-que-re-mos!".
Ya estaba, ya estaba: ése era mi mayor triunfo.
En realidad, me olvidé cuando entré a la cancha. Era una fiesta impresionante... Pero me mataron cuando hicieron aparecer a Dalma y a Gianinna ahí, adentro de una caja. ¡Me mataron! Me temblaron las piernas, otra vez, una vez más. Fue un golpe durísimo: yo les agradecí a todos la buena voluntad, pero eso de que las nenas aparecieran con un cartel que decía: PAPÁ, GRACIAS POR VOLVER, cuando yo tenía la cabeza puesta en jugar y nada más que en jugar... me mató. Se les escapó la tortuga con esa historia.
Encima, levanté la vista, como para buscar tranquilidad en el cielo, y me encontré con una bandera, colgando desde una de las tribunas: ¿CON LA 10? ¡Dios!
Lo cierto es que me llevó 45 minutos volver a acomodarme: jugué el primer tiempo como si fuera un principiante, un debutante, y cometí todos los errores que hasta ahí yo le había marcado al equipo. ¡Estaba aceleradísimo!
Después pasó de todo: me pelié con el Huevo Toresani, Julio César Toresani, que se quiso hacer famoso conmigo, y terminamos ganando 1 a 0, cagando, con un gol sobre la hora de Darío Scotto. Grité como nunca antes en un partido, porque me sentía técnico, también. La idea aquélla nunca se me había ido de la cabeza, y como no la podía concretar, se me había ocurrido eso de ser el técnico adentro de la cancha. Ni pensé que Marzolini se fuera a enojar; al contrario, si a él le convenía.
Me sentí bien metiendo pelotazos, tocando con precisión. Pero también me di cuenta de que había cosas que todavía no podía hacer. Por ejemplo, no me animé a pegarle al arco de afuera... y de adentro tampoco. Por supuesto, más allá del rendimiento, me tocó el control antidoping, ¡qué casualidad, ¿no?! Antes de que yo llegara, a Caniggia le había tocado tres veces seguidas: si eso no era una persecución, ¿qué era?
Al final, después del partido, en la conferencia de prensa, a alguno se le ocurrió preguntarme si había vuelto a vivir. Y yo le contesté: "¿Si volví a vivir? Yo nunca estuve muerto, maestro...". De ahí, del estadio, nos fuimos todos a una fiesta sorpresa que me había preparado Cóppola, en el Soul Café, del Zorrito Von Quintiero, un gran músico, un gran amigo. Era la inauguración del boliche y ahí en el barrio Las Cañitas todavía no había esa cantidad de restaurantes que hay ahora. ¡Lo hicimos famoso nosotros! Yo lo disfruté con el alma: había una pantalla gigante, repitieron el partido y me lo vi todo... Además, parecía un casamiento de esos de antes, porque estaba mi familia completa, mi mujer, mis hijas, mis viejos, mis suegros, mis hermanas, mis amigos, y también un montón de invitados famosos que podría resumir en un solo: Charly García. Cuando terminaron de pasar el partido, él armó su propia fiesta y terminó tocando el piano con mis hijas alrededor, cantando. Ya estaba, no podía pedir nada más.
Eso pensaba, pero me había olvidado que otra vez estaba jugando un campeonato, que en siete días tenía otra cita, otra fiesta. ¡Y no era una más, viejo! El domingo 15 de octubre volví a jugar contra Argentinos Juniors, que ya no era mi equipo; era el de mi sobrino, el Dany, el hijo de la Ana y de mi cuñado, Carlos López. Toda la familia se instaló en la platea de la cancha de Vélez. Mi vieja, fumando sus Marlboro y a las puteadas contra un diario que ese día había publicado que ella prefería un empate, porque se enfrentaban por primera vez su hijo y su nieto, ¡justo en el Día de la Madre!
El irrespetuoso del Dany me hizo un foul y casi nos vacuna, pero aquella noche —por una cuestión de edad, o de respeto— la noche fue mía... Aunque jugaba contra pibes como el Tomatito Pena, que cuando yo debuté en primera tenía tres meses de vida. ¡Había jugado contra el padre! La cosa es que le hicieron un foul a Scotto en el borde del área: la acomodé, le pegué... y la clavé en el ángulo. Juro, juro, que me tomé unos segundos para pensar qué hacía: ¿lo gritaba o no lo gritaba? Primero pensé en no gritarlo, la verdad. Por mi cuñado Gabriel, que es fanático de Argentinos, por aquellos buenos viejos tiempos. ¡En esa misma cancha le había hecho cuatro goles a Gatti, con la camiseta del Bicho, cuando peleábamos el descenso! Y esos hijos de puta me estaban silbando, ahora, esos imbéciles pagos. Entonces pensé en la Tota, en su día, y le agradecí al Barba (Dios) que otra vez me daba la oportunidad de regalarle algo... De regalarle un gol.
Después, cuando volví al vestuario, cuando saludé con un beso en la boca a mi vieja, me enteré que mi cuñado, el Morsa, se había peleado, él sólito, contra toda la barra brava de Argentinos. No soportó que me silbaran, no lo soportó.
Ya estaba al borde de los 35, yo, y preparaba una fiesta de las que a mí me gustan, con todo. Pero antes de eso festejé con un poquito de fútbol. Teníamos que viajar a Córdoba, a jugar contra Belgrano, que lo había vacunado mal a Boca las cuatro últimas veces que había jugado, y yo quería la revancha a toda costa. Pero justo esa semana se armó un quilombo infernal, un quilombo de ésos que sólo era capaz de armar Mariana Nannis, la mujer de Caniggia. Declaraciones que van, contestaciones que vienen, me acusó a mí de joderle la vida al marido, cuando en realidad Caniggia era un tipo al que yo quería con el alma. Otra vez, yo, la manzana podrida. Creo que aquella historieta me jodio más a mí que al propio Cani. Me derrumbó, me agarró una depresión tremenda. Y sí, fue cierto, no me entrené en toda la semana. El único que logró sacarme, como tantas otras veces, fue Cóppola. Así llegué a Córdoba, de última, pero dispuesto a todo, como siempre.
Peor estaban los cordobeses, pobres. Mal, como tantas provincias argentinas. Por eso me alegré de haber viajado, porque me recibieron con una alegría que iba más allá del fútbol, más allá de todo. No sé si eran todos hinchas de Belgrano los que me aplaudieron cuando aterricé allá, pero me motivaron tanto, que cuando salí a la cancha estaba como si me hubiera entrenado un mes seguido. Encima, me habían contado que el Negro Nieto, Enrique Nieto, que era el técnico de Belgrano, les había dicho a sus jugadores:
Nada de fotos con Maradona, ¡no quiero cholulos en mi equipo, ¿eh?!
Pero apenas pisaron el césped, se me fueron acercando casi todos, despacito, como con timidez, con miedo, a pedirme una foto... Para mí, era una sensación rara: insisto, parecía que cada uno de los partidos era un homenaje. Como si me estuvieran despidiendo. Pero, más allá de eso, era como un orgullo que yo me llevaba de cada cancha. Un montón de jugadores me metieron duro, no me regalaron nada y después, al final del partido, me dijeron:
Diego, te deseo toda la suerte del mundo.
Eso, para mí, era invalorable. Venía Barros Schelotto y me decía:
Sos un fenómeno;
venía otro y me comentaba:
Diego, si te pego a vos, esta noche no entro en mi casa.
¡Ojo! Eso también se me volvía en contra, ¿eh?, porque estaban los que se agrandaban marcándolo a Maradona:
Ahora me van a conocer, yo soy el que borró a Maradona.
El tema era que Maradona no dejaba que lo borraran, que Maradona no se entregaba, diciendo: "Total, yo gané veinticinco campeonatos". Maradona agradecía, pero después quería bailarlos. Iba a luchar para que no me pararan jamás.
Ganamos, sí, otra vez, el tercer partido consecutivo... Cagando, pero ganamos, 1 a 0. Terminé el partido llorando, pero llorando en serio, y declaré, casi a los gritos: "Fue una semana muy dura para mí, muy dura. Y triste, sobre todo".
Verlo tan mal a Cani, a mi amigo, me había hecho mierda. Parecía una boludez, pero así soy yo. Esa misma noche decidí dejar de meterme, que la Nannis hiciera lo que se le cantara. Lo que sí, no le iba a permitir nunca que me prohibiera contar mis sentimientos: si estaba triste, estaba triste, y eso no me lo podía impedir ni la Nannis ni nadie.
Pero ese triunfo, jugar de Maradona libre por toda la cancha como cuando tenía 17 años, todo eso, se lo debía a la bronca, a Cani, como tantas veces en mi vida: la bronca como combustible.
Después, sí, armé aquella fiesta de cumpleaños. Fue en el Buenos Aires News y junté a todo el mundo: mi familia, primero; mis compañeros de Boca, por supuesto; pero también Charly García, Juanse, Diego Torres, Ricki Maravilla, Andrés Calamaro. ¿Que yo soy contradictorio? Sí, ¿y quién no lo es? Lo cierto es que estuvieron allí todos los que yo quería que estuvieran. Y festejé con un mensaje: que iba a vivir muchos años más, aunque varios querían que no fuera así.
Esos varios, que no eran pocos, también pensaban que los futbolistas éramos todos unos ignorantes: y la mejor respuesta no se la di yo, sino la prestigiosa Universidad de Oxford.
Esa sí que fue una de las más grandes alegrías de mi vida: que me reconocieran en ese lugar. Por eso hice un esfuerzo enorme para estar. Jugué contra Vélez en la cancha de Boca, el domingo 5 de noviembre. Ganamos nuestro cuarto partido consecutivo, y desde La Bombonera volé hasta Ezeiza. Me acompañaban Claudia, mis hijas, Cóppola y Bolotnicoff. Me tomé un avión hasta Nueva York y ahí hice escala —más que eso no pude hacer, porque se sabía que los yanquis no me dejaban entrar en Estados Unidos— y enganché con el Concorde. En tres horas y media aterricé en Londres y en una camioneta me llevaron hasta Oxford. En menos de veinte minutos estaba parado frente a un montón de estudiantes de todo el mundo, que me aplaudían como si hubiera hecho el mejor gol de mi vida. La idea había sido de un pibe argentino a quien le voy a estar agradecido toda mi vida, Esteban Cichello Hübner. Durante treinta y cinco minutos leí un discurso que me habían ayudado a escribir Bolotnicoff y Cóppola. Para mí, era un desafío, un desafío en serio: volví a leer en público desde mis tiempos de la primaria. El sentido de lo que dije aquella vez era el que me había movido siempre: demostrar que los jugadores de fútbol no somos ignorantes, defender la dignidad del jugador.
Después, los pibes me empezaron a hacer preguntas, y eso me gustó todavía más. Tal vez porque estaba emocionado, o porque los que me preguntaban se lo merecían más que nadie, reconocí que el gol a los ingleses, aquel de la mano de Dios, había sido en realidad con la mano de... Diego. Pero les expliqué, les expliqué enseguida por qué lo había hecho: porque lo haría contra cualquier equipo del mundo, por mi forma de ser, porque siempre busco lo mejor... para los míos. Sentía que el tiempo había curado todo, la verdad, y por eso me animé a decirlo.
Después, me tiraron una pelotita de golf y me pidieron que hiciera jueguito. Me atajé, les dije que eso se hacía con zapatillas, por lo menos, y no con los zapatos brillosos que tenía, pero me animé igual: la levanté con la zurda y le pegué, una, dos, tres, diez veces... y la tribuna se vino abajo. Me gritaban:
¡Diegouuu, Die-gouuu!,
con acento inglés, y a mí se me cayeron las medias.