Poco tiempo después de eso, empezaron las negociaciones para que yo volviera a jugar en la Argentina: podía ser Boca, podía ser San Lorenzo, podía ser Belgrano de Córdoba, podía ser Argentinos, casi nadie pensaba en Newell's. Mientras tanto, yo era un hincha más del Seleccionado, eso era y nada más.
Exactamente el 5 de septiembre de 1993 yo fui a la cancha, al gallinero, al Monumental, como un hincha más. Con mi camiseta número diez, sí, pero a ver Argentina-Colombia desde la platea. Me fui caminando desde mi casa, en Correa y Libertador, con mi viejo, con mi cuñado el Morsa, con la Claudia, con Marcos Franchi. Era un paseo más: Argentina le llevaba un punto a Colombia, ganando uno a cero nomás, la cosa estaba, la cosa estaba, no se nos podía escapar la tortuga. Pero empezaron a llegar los goles de ellos, uno atrás del otro, hasta llegar a cinco, y yo no lo podía creer, ¡no lo podía creer! Me dolía mucho, me dolía en el alma... Y cuando la gente empezó a gritar
¡Colombia, Colombia!,
los mismos argentinos, me quise matar. ¡Me jodió, me dolió muchísimo! Y me volví a mi casa llorando, esas diez cuadras llorando... Yo lloraba y la gente me decía:
¡Volvé, Diego; volvé, Diego!
¡Y yo no había ido a la cancha para que me pidieran que volviera, viejo!
El estadio gritaba
¡Maradooó, Maradooó!,
pero para mí era como si me estuvieran insultando. Yo lloraba porque el fútbol argentino, ¡el fútbol argentino!, había perdido 5 a 0 y eso era un retroceso muy grande, y casi nos dejaba afuera del Mundial. Porque lo que valía ahí era el resultado, la estadística: no era una Colombia irresistible, no lo era hasta el punto que ese resultado fue su certificado de defunción: pensaron que con ese triunfo estaban en la historia y lo cierto es que nunca más repitieron nada parecido, al contrario.
Yo me fui muerto de la cancha, ¡muerto!, porque esa del Coco Alfio Basile era una Selección creíble, una Selección querible. Por algo la gente había llenado la cancha: había ido, como yo, a una fiesta, a un nuevo galardón, a festejar que estábamos en el Mundial... Y nos quedamos ahí, colgaditos de un hilo.
Ese hilo que yo digo era la chance que todavía quedaba para clasificarse, jugar contra Australia. Yo no sabía, de verdad, si quería aprovechar esa chance; lo que quería, seguro, era que la tuvieran los muchachos, que tuvieran la revancha. Pero, ¿qué pasó? Que me pidieron que volviera el mismo Basile y hasta los muchachos. De la gente ni hablar, ellos me ponían con los ojos cerrados... Por eso acepté: porque era un desafío para todo el fútbol argentino, pegar un salto hacia delante después de semejante paso atrás como había sido la goleada colombiana. Me puse entre ceja y ceja que tenía que volver... y volví. Encima, cuatro días después de aquella goleada, el 9 de septiembre, me convertí oficialmente en jugador de Newell's. Para mí, eso fue como volver a vivir.
Yo ya había empezado otra de mis clásicas recuperaciones. Esta vez, con un método chino, que me había permitido adelgazar 11 kilos en una semana. Había contratado a Daniel Cerrini como preparador físico personal y nos habíamos puesto como meta superar mi nivel físico de México '86. El también manejaba mi dieta, para darle continuidad a todo lo que nos había preparado el chino y le pedía, cada tanto, un poquito de calma. ¡Llegamos a entrenarnos en triple turno! Claro, él era pura polenta, una bestia: y tomaba confianza porque me veía muy enchufado... Yo la tenía clara, ¿eh?: eran mis últimos años de carrera y los quería hacer de la mejor manera.
Yo sabía que el Coco me quería, pero no se animaba a dar el paso. Estaban los que le llenaban la cabeza
,
también; que yo le iba a desarmar el grupo, que esto, que lo otro... Entonces le mandé un mensaje, a través de los medios: "Con el Coco nunca nos distanciamos, somos calentones y ya aclaramos las cosas que no nos gustan de cada uno. Ahora debo mejorar futbolísticamente para volver al Seleccionado", declaré el 23 de septiembre. Dos días después, nos encontramos.
El Coco me pidió oficialmente que volviera al Seleccionado en una reunión en la oficina de su representante, Norberto Recassens, que duró dos horas. Estaba el Profe Echevarría también, que ya había hablado varias veces conmigo y sabía mejor que nadie que yo estaba dispuesto a cualquier sacrificio. Coco me lo oficializó, me lo pidió como técnico, y yo le dije que sí.
La idea me entusiasmaba, fundamentalmente, por el hecho de que mi país no se quedara afuera del Mundial. Pero me entusiasmaba que la Selección fuera a Estados Unidos nomás, no necesariamente conmigo. Después se fueron dando las cosas, sí, porque los muchachos me empezaron a entender, a darse cuenta de cómo era yo... ¡Eran todos nuevitos! Habían ganado dos Copas América, pero no era, ¡no era la gran, gran Selección!
El grupo que yo encontré, apenas entré, estaba roto, quebrado. Mi primer trabajo fue dejar las cosas en claro con el Cabezón Ruggeri. Yo había dicho aquello del equipo, alguna vez, y él había salido a decir que yo no tenía que hablar, que había roto códigos. Yo le contesté... livianito: "Oscar Ruggeri ni siquiera me da bronca, me da pena, porque dice algunas pavadas y me parece tonto que entre hombres grandes se digan esas cosas". Bueno, nos encerramos en una pieza, entonces, y nos dijimos de todo. Nos peleamos, sí, no a las piñas pero nos peleamos. Ya todos saben que yo tengo la mano prohibida,
je...
Pero le hice entender que por más capitán momentáneo que fuera, él no podía impedirme a mí, por mi historia, por todo lo que yo había hecho, opinar del Seleccionado. Lo entendió.
Después de eso, me reuní con Redondo. El, cuando había renunciado la primera vez al Seleccionado por... ¡razones de estudio!, había aparecido en una foto de
El Gráfico
con los libros debajo del brazo, delante de la facultad. Le dije, le grité: "¡Mira, para mí, los que se meten los libros abajo del brazo y me hacen quedar como un ignorante, son unos hijos de puta, ¿entendés?!". Y él me contestó:
Yo no lo hice con ese sentido, discúlpame, Diego, no lo tomes a mal...
Y yo seguía: "A mí, la única que puede decirme que soy un ignorante es mi hija, no vos... Vos sos caca para mí". Le dije de todo. Y el pibe reaccionó bien, porque tiene su personalidad, tiene sus cosas. El me relató, uno por uno, sus porqués. "A mí me podes dar todos los porqués del mundo, pero a mí nadie me deja como un ignorante. Porque después agarraste la plata y te fuiste a jugar a España, ¿no?, con esa historia de que a vos y a Rudman se olvidaron de mandarles los telegramas de renovación de contrato con Argentinos".
Yo estaba dispuesto a pelearlo y él también, igual que con Ruggeri... Pero a la hora de defender a la Selección, ninguno de los dos, ni Ruggeri ni Redondo, tenían los huevos suficientes como para hacerme frente.
La cosa era que la gran preocupación del equipo era si hablaban con Víctor Hugo Morales o no, si le daban notas a
El Gráfico
o no... Yo les dije: "¡Déjense de joder, vamos a hablar con todo el mundo y también vamos a jugar, que tenemos que clasificar al Seleccionado para el Mundial de Estados Unidos!". Y lo clasificamos, cagando pero lo clasificamos.
Fue en Australia, donde, por esas cosas de los poderosos del fútbol, no hubo control antidoping. ¿Por qué no hubo? Y qué sé yo, eso deberían responderlo Havelange, Blatter, Grondona, ellos. Por ahí se asustaron, se imaginaron que no era negocio que Argentina se quedara afuera del Mundial y habrán querido dejar el camino libre para que usáramos la efedrina, o lo que sea que nos hiciera volar... ¡Por favor, por favor! Estoy convencido, sí, de que no pusieron control antidoping porque tenían miedo, por eso.
En Sydney festejé mi cumpleaños número 33, un día antes... Sí, un día antes, porque por la diferencia horaria, cuando allá ya era 30 de octubre, acá todavía era 29. Me regalaron una torta con forma de Copa del Mundo y mi mayor felicidad fue compartirlo con la Claudia, con mi viejo, con mis amigos. La Claudia me despertó tempranito, me dio su regalo —un slip Versace espectacular— y el de mis hijas —dos ositos de peluche blancos y negros—. Enseguida, apretó play,
tic,
y del grabador empezó a salir la voz de Dalma y de Gianinna:
¡Vení, vení, canta conmigo / que un amigo, vas a encontrar / Y de la mano, de Maradona / todos la vuelta vamos a dar!
¡Impresionante! Se me caían los lagrimones. Me acuerdo que Juan Pablo Varsky, enviado por Canal 13, montó un camión de exteriores en la puerta del hotel, transmitió mi fiesta desde ahí y me puso al teléfono a Fito Páez, un grande. Yo sentía que aquello de "Dale alegría, alegría a mi corazón" se estaba cumpliendo conmigo. Estaba feliz. Vivía cosas nuevas, ésas que los caretas de siempre podían considerar privilegios y para mí no eran más que reconocimiento, reconocimiento a mis años de trayectoria: por ejemplo, mi mujer me ordenó mi habitación del hotel donde estábamos, el Holiday Inn Cogee Beach. Me acuerdo que lo declaré públicamente, como para que le quedara claro a todo el mundo: "Muchachos, si a los 33 años, después de jugar y ganar todo lo que jugué y gané, no puedo pedirle a mi esposa que viaje y venga al hotel donde yo estoy concentrado, bueno, qué quieren que les diga... ¡Ya estoy graaande!". Creo que me entendieron, y el que no me entendió, que se joda, se le escapó la tortuga.
Todos se sorprendían por mi nuevo aspecto, estaba realmente flaco, pesaba 72 kilos. ¡Qué pinta tenía el guacho. Richard Gere me miraba de reojo! Cerrini se volvió loco, pero me consiguió la harina de avena que tenía que desayunar cada mañana. Allá, además inauguré la moda de las remeras y las gorritas con homenajes. Homenajes a los argentinos que para mí los merecían y nos los recibían: OLMEDO, TE EXTRAÑO; FITO DALE ALEGRIA A MI CORAZÓN; VILAS, IDOLO; AGUANTE, CHARLY; MONZÓN, UN GRANDE. Yo les quería agradecer mientras estuvieran vivos, ¡no quería esperar a que se murieran para hacerlo, viejo!
Allá, en Sydney, el 31 de octubre, un día después de mi cumpleaños, empatamos 1 a 1, con gol de Balbo, después de un centro mío. Me hizo bien, muy bien, volver a sentirme capitán del Seleccionado: estrené una cinta nueva, azul y con la foto de las caras de mis dos hijas. Y después de todas aquellas aclaraciones y charlas, sentí que volvíamos a armar un grupo como la gente. Yo terminé rengueando, pero el Coco me pidió que siguiera hasta el final:
¡Quédate, quédate! Que suba Redondo unos metros más y vos bajá, pero quédate... ¡Quédate!
Me sentía importante, de nuevo... pero no estaba nada conforme con el rendimiento del equipo. Le echaba la culpa de mi mala cara al dolor ese que sentía, pero en realidad estaba desilusionado. La única declaración que hice fue bastante gráfica: "Debí haberles metido más pelotas de gol a Abel y a Bati, debí haber aguantado mejor, debimos haber ganado... No sé, pero a mí, este empate me sabe a poco. Me sabe a nada".
Acá también sufrimos como locos, después. Dos semanas más tarde, el 17 de noviembre, en el Monumental, empatamos 1 a 1 y pasamos, ¡pasamos cagando! Ese era el objetivo, había que ver cómo seguía todo.
Cuando volví, quería jugar todos los partidos posibles con Newell's, porque gracias a ellos había vuelto a la Selección. Claro, el hecho de volver a tener un equipo me había transformado de nuevo en jugador: eso era decisivo para demostrar lo que podía hacer, lo que podía dar. Enfrentamos a Belgrano, en Córdoba, y había tufillo a complot, se lo querían cargar al Coco, había algunos que no digerían el 5 a 0 y no les alcanzaba con la clasificación. Salí con los tapones de punta, una vez más: "Si se va Basile, me voy yo. El complot contra Coco sigue, hay gente que lo quiere echar como sea".
Pero no aguantó, la máquina no aguantó. Mi máquina, digo, mi cuerpo. En un partido contra Huracán, en Parque Patricios, el 2 de diciembre, de noche, sentí el ruido inconfundible del desgarro: como un cierre que se abre detrás de tu pierna. Por culpa de eso, me perdí un partido del Seleccionado que hubiera querido jugar, sí o sí, contra Alemania, en Miami. ¿Por Alemania? No, qué va... Porque algunos cubanos anticastristas habían dicho que si yo pisaba Miami, ellos me iban a matar, nada más que por ser amigo del Comandante Fidel Castro. Me hubiera gustado verlos de cerca, cara a cara, pero me lo perdí.
Cuando quise volver, ya en enero, para jugar unos amistosos contra Vasco da Gama, volví a caer, en el más exacto sentido de la palabra. Por delante, me quedaban cinco meses y medio para saber si iba a jugar el cuarto Mundial de mi carrera. Otra vez las dudas.
El lº de febrero terminó mi relación con Newell's y ese mismo día viví una de las experiencias más tristes de toda mi vida: un grupo de periodistas violó mi intimidad, metieron las cámaras dentro de mi quinta de Moreno, no se contentaron con mis explicaciones de por qué nadie me había visto públicamente en el último mes, y yo reaccioné... Reaccioné como puede reaccionar cualquiera. Fue aquel episodio de los balines, sí, que no hace a esta historia futbolística, creo, como no debería ser noticia para nadie mi vida privada.
Me tomé las vacaciones que merecía, me fui a Oriente, al balneario Marisol, cerca de Tres Arroyos y me dediqué a disfrutar de mi familia y a pescar tiburones. Necesitaba ese respiro: el placer de un pescado a la parrilla; una buena afeitada como corresponde, al sol, como en Villa Fiorito; la convivencia con gente humilde, de trabajo... Porque, ojo, ¿eh?, no me iba a Saint Tropez, mi casita tenía dos ambientes y un garaje con parrilla y no era un palacio. ¡Me fui a Oriente, donde sabía que me iban a tratar como a uno de ellos! Donde iba a ser El Diego y nada más.
Me quedé allá un par de semanas y, cuando volví, fui a la cancha, a ver Boca y Racing, el domingo 13 de marzo. Ahí me preguntaron y yo dije lo que sentía: "Quiero jugar el Mundial". Al día siguiente ya me estaba entrenando con el equipo, en Ezeiza.
Había un amistoso contra Brasil, previsto para el 23 de marzo, y yo ya sabía que a ése no llegaba, aunque las ganas me hicieron pedirle al Coco que me pusiera. Me convenció de que no lo hiciera, que prefería tenerme bien para el Mundial y no para estos amistosos. Igual viajé a Recife, entonces, para estar con los muchachos, para compartir horas con ellos. Y para sentarme en el banco del Seleccionado mayor por segunda vez en toda mi vida: la primera había sido en el debut; ésta, por una gentileza del Coco, para no dejarme en la tribuna.
Apenas regresamos, me puse un ultimátum a mí mismo: exactamente a fin de mes, el 31 de marzo, le dije a Basile: "Coco, el martes le digo si sigo o le digo muchas gracias, buenas tardes... En una de ésas, sigo en Newell's, pero no en la Selección; y si no, sigo con todo. No le quiero mentir". Otra vez las críticas de los cabeza de termo, otra vez el contradictorio: viejo, yo no quería engañar a nadie; a robar no iba a ir a Estados Unidos.