—¡Oh, no podría soportarlo!
—No están tristes —dijo Marmaduke sonriéndose—. Son demasiado amables para estar tristes. Son felices. Y las cosas…
Parecía, en la excitación de la charla, que las tenía ante sí.
—¿Son realmente tan maravillosas?
—¡Oh, seleccionadas con una paciencia que las hace casi inapreciables! Aquello es como un museo. No hay nada que les pareciera demasiado bueno para ella.
Había perdido el museo, pero pensé que no podría guardar ningún objeto más raro que mi visitante.
—Bueno, tú les has ayudado. Podías hacer eso.
Asintió seriamente.
—Podía hacerlo, gracias a Dios… ¡Podía hacerlo! Lo sentí desde el primer momento y es lo que he hecho.
Luego, como si la relación fuera directa, agregó:
—Todas mis cosas están allí.
Pensé un momento.
—¿Todos tus regalos?
—Los que le hice a ella. Le gustaban todos y recuerdo lo que decía de cada uno de ellos. Y debo decirte —continuó— que ninguno de los otros se aproxima siquiera a los míos. Los miro cada día y te aseguro que no tengo que avergonzarme.
Evidentemente, dicho sea en pocas palabras, había sido espléndido y habló largo y tendido. Realmente, fanfarroneó de lo lindo.
En relación con fechas e intervalos, sólo recuerdo que si esta visita que me hizo fue a principios de la primavera, fue en un día del último otoño —un día que no pudo ser en el mismo año, con la diferencia del crepúsculo brumoso y las hojas secas y amarillas— cuando, tomando un atajo a través de Kensington Gardens, encontré, en un camino poco transitado, una pareja sentada en unas sillas, a la sombra de un árbol. No la reconocí en seguida, tal vez porque Marmaduke vestía un traje de luto riguroso. En mi deseo de no parecer confundida y al mismo tiempo de que no se sintieran ellos confundidos, les invité a que volvieran a sentarse, y como viera cerca una silla desocupada, me senté para compartir unos momentos su descanso. Nos sentamos Lavinia y yo, mientras nuestro amigo permanecía de pie y consultaba su reloj. Nos dijo que lo sentía, pero que tenía que dejarnos. Lavinia no dijo nada, pero yo manifesté mi pesar; no podía, me pareció, sin caer en lo falso o lo vulgar, hablar como si hubiera interrumpido la conversaciún de dos enamorados; mas no podía ignorar su ropa de luto. Para dejarnos no había dado otro pretexto que el de que era tarde y tenía que regresar a casa. «A casa», en boca suya, no tenía más que un significado: yo sabía que estaba instalado en Westbourne Terrace. —Espero —le dije—, que no has perdido a alguien que yo conozca.
Marmaduke miró a Lavinia y ésta le miró a él.
—Ha muerto su esposa —dijo Lavinia.
Creo que esta vez estuve a punto de dejarme llevar por la brutalidad.
—¿Tu esposa? No sabía que tuvieras una esposa.
—Bueno —me contestó, positivamente contento en su traje negro, sus guantes negros y la cinta negra en el sombrero—, cuanto más vivimos en el pasado más cosas encontramos en él. Éste es un hecho literal. Comprenderías la verdad de esto si tu vida hubiera tomado este rumbo.
—Yo vivo en el pasado —dijo Lavinia, amablemente, como para ayudarnos a los dos.
—Pero con el resultado, querida —repliqué— de no hacer, espero, descubrimientos tan extraordinarios.
—Tal vez ninguno de sus descubrimientos sea tan fatal como el mío —dijo Marmaduke.
Marmaduke no se mostraba dramático y en aquella situación tuvo el buen gusto de la simplicidad.
—Han querido esto para ella —continuó diciéndome—, hemos visto lo que nos correspondía hacer… Me refiero a lo que ha dicho Lavinia.
Titubeó unos segundos y aclaró:
—Maud—Evelyn ha tenido toda su felicidad de joven.
Quedé mirando, asombrada, pero Lavinia estuvo brillante, a su manera peculiar.
—El matrimonio se consumó —me explicó, tranquila, estupendamente.
Estaba resuelta a no quedarme a medias.
—De manera que has quedado viudo —dije gravemente— y guardas luto.
—Sí, lo guardaré siempre.
—Pero, ¿no es esto empezar un poco tarde?
Mi pregunta fue estúpida, me di cuenta de ello en seguida; pero no importaba, era apropiada a la situación.
—Oh, tuve que esperar a que me lo permitieran todos los hechos de mi matrimonio.
Consultó de nuevo su reloj.
—Perdóname… Tengo que irme. Adiós, adiós.
Nos estrechó la mano a una y a otra, y mientras, sentadas, veíamos cómo se alejaba me sentí impresionada por la propiedad con que encarnaba el personaje. Me pareció que las dos estábamos de acuerdo con esta idea y no dije nada hasta que se perdió de vista. Entonces, llevadas del mismo impulso, nos miramos una a otra.
—Pensaba que no se iba a casar nunca.
Me miró gravemente, con su fina cara desmejorada.
—No lo hará nunca. Será aún más fiel.
—Más fiel, esta vez, ¿a quién?
—A Maud—Evelyn.
No dije nada, contuve una exclamación, puse una mano sobre las de Lavinia y guardamos silencio durante un minuto.
—Claro, no es más que una idea —dijo Lavinia por fin—, pero me parece bella.
Luego agregó, en tono resignado:
—Ahora, ellos pueden morir.
—¿Los Dedrick? —levanté las orejas—. ¿Es que están enfermos?
—No exactamente, pero la señora está agotada, al parecer; cada día que pasa se siente más débil; menos, según tengo entendido, por algún achaque determinado que por sentir que su obra ha terminado y que la poca cantidad de pasión que sentía, por decirlo con palabras de Marmaduke, se ha agotado. ¡Imagínate, con sus convicciones, las razones que tiene para querer morir! Y si se muere, su marido no le sobrevivirá mucho tiempo. Será exactamente: «Juntos para siempre los dos».
—¿Haciéndole compañía al pie de la colina, tendido junto a ella?
—Sí, habiendo resuelto todas las cosas.
Reflexioné sobre estas cosas mientras nos íbamos y sobre la manera como las habían resuelto, con dignidad para Maud—Evelyn y para provecho de Marmaduke; y antes de que nos separáramos aquella tarde —habíamos tomado un coche en la Baywater Road y Lavinia había venido conmigo— le dije:
—Entonces, cuando mueran, él quedará libre, ¿no?
Lavinia me miró como si no comprendiera.
—¿Libre?
—De hacer lo que le guste.
Se sorprendió.
—Pero si ya hace lo que le gusta, ahora.
—Bueno, entonces, lo que te guste a ti.
—Oh, tú sabes muy bien qué es lo que me gustaría.
¡Le cerré la boca!
—¡Te gustan esas horribles mentiras! ¡Lo sé!
Lo que Lavinia había previsto, ocurrió con el tiempo. En el curso del año siguiente tuve noticia de la muerte de la señora Dedrick y unos meses más tarde sin haber visto a Marmaduke, absolutamente dedicado a su desolado protector, supe que también éste, afligidamente, había seguido su suerte. Yo estaba fuera de Inglaterra, entonces. Tuvimos que llevar una vida más económica y alquilamos nuestra casa. Pasé tres inviernos sucesivos en Italia y dediqué los períodos intermedios, en nuestro país, a visitar sobre todo a parientes, que no conocían a estos amigos míos. Lavinia, naturalmente, me escribió. Entre otras cosas, que Marmaduke estaba enfermo y que no parecía el mismo desde la pérdida de su «familia» y esto a pesar de que, como ella ya me había comunicado en su día, le habían dejado, mediante testamento, «casi toda su fortuna». Yo sabía, antes de que regresara para quedarme, que ahora Lavinia le veía a menudo, hasta el extremo de que, viéndole agotado física y moralmente, se había hecho cargo de su cuidado. En cuanto nos vimos, le pregunté por él. Y me respondió: —Está acabándose gradualmente.
Y agregó:
—Ha tenido su vida.
—¿Quieres decir, como él dijo de la señara Dedrick, que ha agotado la poca cantidad de pasión que sentía?
Al oír esto, Lavinia volvió la cara.
—Nunca has comprendido.
Yo había comprendido, según mi idea, y cuando, después, fui a verle, estuve segura de ello. Pero en aquella ocasión sólo dije a Lavinia que iría a ver a Marmaduke, en seguida, lo cual me llevó al clímax de mi historia. —Ya no vive —me advirtió— en Westbourne Terrace. Ha alquilado una pequeña casa en Kensington.
—Entonces, ¿no ha guardado las cosas?
—Lo ha guardado todo.
Me miró otra vez como si yo no hubiera comprendido nunca nada.
—¿Quieres decir que las ha trasladado?
Lavinia se mostró paciente conmigo.
—No ha trasladado nada. Todo está como estaba y conservado cuidadosamente.
Me sorprendí.
—Pero si dices que no vive ya allí…
—Es exactamente lo que hace.
—Entonces, ¿cómo puede estar en Kensington?
La joven titubeó, pero dijo:
—Está en Kensington, sin vivir.
—¿Quieres decir que en Westbourne Terrace…?
—Sí, pasa allí la mayor parte de su tiempo. Va en coche cada día y está allí durante horas. Conserva la casa para esto.
—Ya veo. Es todavía el museo.
—¡Es todavía el templo! —replicó Lavinia severamente.
—Entonces, ¿por que se mudó?
—Para que… —respondió Lavinia, titubeando, terminó con admirable sencillez—: yo pudiera estar a su lado. Me necesita.
Poco a poco comprendía.
—¿No fuiste allá ni siquiera después de la muerte de los padres?
—Nunca.
—Entonces, ¿no has visto nada?
—¿De ella? Nada.
Comprendí, oh, perfectamente; pero no puedo negar que quedé decepcionada. Había esperado conocer las maravillas de Marmaduke y me di cuenta en el acto de que no podía dar un paso que Lavinia había declinado. Cuando, algún tiempo después, los vi juntos en Kensington Square —Lavinia pasaba regularmente ciertas horas del día, allí, con Marmaduke— observé que todo en él era nuevo, bello y sencillo. Era en su extraña y final unión —si unión podía llamarse— muy natural y conmovedor; pero estaba muy abatido y el dolor se reflejaba en sus ojos. Se movía como una hermana de la caridad; en todo caso como una hermana. No se le veía ya robusto y sonrosado ni con la atención alerta y en mi fantasía me pregunté por dónde debería rondar y esperar. Pero el pobre Marmaduke fue un caballero hasta el fin, se consumió de buena manera y murió hace diez días. Se abrió su testamento y la semana pasada, habiendo oído algo de su contenido, vi a Lavinia. Le dejó todo lo que él había heredado. Pero me habló de todo ello de una manera que me hizo exclamar, sorprendida:
—Pero, ¿no has estado aún en la casa?
—Todavía no. Sólo he visto a los abogados, que me han dicho que no habrá complicaciones.
Algo en su tono me indujo a preguntar:
—¿No sientes curiosidad por ver lo que hay allí?
Me dirigió una mirada casi suplicante, que delataba su turbación y que comprendí. Y dijo:
—¿Quieres ir conmigo?
—Algún día, con mucho gusto —respondí—, pero no la primera vez. Debes ir sola. Las «reliquias» que encontrarás allí —agregué, porque había leído su mirada— no has de considerarlas como de ella…
—¿Sino como de él?
—¿No crees que a su muerte, dada la estrecha relación de Marmaduke con las reliquias, las ha hecho tuyas?
Su cara se iluminó. Comprendí que era un punto de vista que me agradecía haber expresado en palabras. —Comprendo, comprendo… Eran suyas. Iré.
Lavinia fue a Westbourne Terrace y hace tres días vino a verme. Realmente hay allí maravillas, parece, tesoros extraordinarios, y son suyos. La semana próxima la acompañaré y, al fin, los veré. ¿Si te lo contaré, me preguntas? Absolutamente todo, querido.
The Third Person (1900)
Cuando, hace algunos años, dos buenas mujeres, anteriormente no íntimas y ni siquiera más que ligeramente conocidas, se hallaron domiciliadas en una misma mansión en el pequeño pero antiguo pueblo de Marr, ello fue fruto, lógicamente, de circunstancias peculiares. Se apellidaban igual y eran primas segundas; pero hasta entonces no se habían cruzado sus caminos; no había habido una coincidencia de edad que las uniera; y la señorita Frush más madura había pasado gran parte de su vida en el extranjero. Era ésta una persona dócil, tímida, aficionada a la pintura, a quien el destino había condenado a una monotonía —triunfando sobre la variedad— de pensions suizas e italianas; en cualquiera de las cuales, con su sombrero bien ajustado, sus guantes de manopla, sus recios botines, su silla de tijera, su cuaderno de bocetos y su novela de Tauchnitz, habría servido con singular adecuación como portada para una historia natural de la solterona inglesa. Sin duda que a ustedes la pobre Miss Frush les habría dado la impresión de ser una representación tan redonda de esa tipología que difícilmente habrían acertado a atribuirle la dignidad de lo individual. De eso, no obstante, era de lo que gozaba para quienes se le habían aproximado más: de una identidad muy contumaz, incluso vistosa en sus tiempos, pero que ahora, descolorida y enjuta, reservada e inmoderadamente grotesca, con un hablar que era todo vagas interjecciones y con un aspecto todo monóculo y dientes, podía ser reconocida sin inconveniencia y deplorada sin reparo. Miss Amy, su parienta, que, diez años menor que ella, tenía una figura distinta —de modo que, muy sorprendentemente, a pesar de haberse formado casi por entero en el ambiente inglés, parecía traslucir un influjo foráneo mucho mayor—, Miss Amy, en definitiva, era mo—rena, vivaz y rotunda: en sus tiempos verdaderamente jóvenes la habían calificado incluso de hechicera. Mostraba una inofensiva vanidad en lo tocante a su pie, un miembro que de alguna manera consideraba como una demostración de su ingenio o, cuando menos, de su buen gusto. Se jactaba de que incluso aunque no hubiera sido bonito lo habría llevado siempre bien calzado; nunca, no, nunca, a diferencia de la prima Susan, lo habría abandonado a su suerte. Sus brillantes ojos castaños miraban de forma comparativamente audaz, y había clasificado de una vez para siempre a Susan como una mojigata. Incluso la consideraba, y secretamente la compadecía como a tal, una bobalicona. Y eso que esencialmente no dejaba ella misma de ser un corderito.
Ellas, este inocuo par, se habían beneficiado del testamento de una tía anciana, una dama prodigiosamente vieja a la que, en las postrimerías de su existencia, sobre todo por intervenciones de otros, no les había sido dado ver casi nunca; conque la pequeña propiedad que vino a parar a manos de ambas se presentó con las felices características de lo que llega llovido del cielo. Cuando menos, cada una pretendió frente a la otra no haber ni soñado jamás con tener aquello… y, a buen seguro, poco había habido que estimulase a los sueños en el triste carácter de aquello a lo que ahora se referían como el «horrible entorno familiar» de la difunta dama. Atemorizada y engañada, según consideraban ellas mismas, por su propia familia, la señora Frush había sido demasiado atosigada como para que se hubiesen sentido movidas a esperar de ella semejante acto casi de justicia poética. La buena suerte de las sobrinas de su marido había sido que ella había acabado por sobrevivir suficientemente a quienes las querían mal, y de ese modo, en el último momento, había podido morir sin el reproche de haber apartado la buena propiedad de los Frush de la buena utilización de los Frush. Con sus bienes estrictamente personales había hecho lo que había querido; pero se había apiadado de la pobre y ex—patriada Susan y acordado de la pobre y solterona Amy, aunque agrupándolas en su última voluntad de forma quizá un tanto tosca. En su testamento había prescrito que, si' no se producía otro arreglo que fuera más conveniente para estas herederas, la vieja mansión de Marr fuese vendida para su común beneficio. Lo que aconteció, sin embargo, a la hora de la verdad, fue que las dos legatarias, debidamente informadas, aprovecharon la primera ocasión —sin acuerdo mutuo— para evaluar sus propiedades in situ. Llegaron a Marr cada una por su lado, y tan encantadas se sintieron que en Marr se quedaron. La forma como se encontraron fue la siguiente. Miss Amy, acompañada por el pasante del letrado local, se presentó ante la puerta de la mansión para solicitar a la guardesa que la dejase entrar. Pero cuando se abrió dicha puerta no apareció ante su vista la guardesa, sino una dama inesperada que a su vez no la esperaba, vestida con un impermeable muy viejo y que sostenía un monóculo de mango largo de muy análogo modo a como un niño sostiene un sonajero. De esta guisa, Miss Susan, que ya había estado familiarizándose, vagando, curioseando y meditando mientras la mujer a cargo de la mansión estaba ausente para un recado, se mostró como asentada en sus reales; y fue con esta idea como, a través del monóculo, las primas se observaron la una a la otra con cierta penetración, incluso antes de que pasase adentro Amy. Así que cuando por fin entró Amy, entró, no menos que Susan, para no volver a salir.