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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (68 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Todo le hacía volver sobre la cuestión de qué hubiera podido ser de él, qué clase de vida habría llevado, caso de no haber renunciado a aquel ambiente desde el principio. Y al tiempo que confesaba por vez primera que se entregaba con todas sus fuerzas a aquella especulación absurda (lo cual, sin duda alguna, era además una prueba de que tenía el hábito de pensar mucho en sí mismo), afirmó que no había nada en New York capaz de despertar su interés, nada que le resultara atractivo.

—¿Qué habría sido de mí? ¿Qué habría sido de mí? Me paso el tiempo repitiéndome esta pregunta como un idiota. ¡Como si hubiera alguna posibilidad de saberlo! Veo lo que ha sido de muchos otros, personas con las que me encuentro, y me resulta positivamente doloroso (tanto que llegó a desesperarme) saber que también tendría que haber sido algo de mí. Sólo que me resulta imposible imaginarme qué, y la preocupación y la rabia que me hace sentir el saber que jamás veré mi curiosidad satisfecha, hacen revivir en mí una sensación que he experimentado alguna vez en el pasado, cuando, por las razones que fuera, habiendo recibido una carta de importancia, decidía que lo mejor era echarla al fuego sin abrirla. Después lo lamentaba, no podía soportarlo: jamás he podido saber el contenido de aquellas cartas. ¡Claro que tal vez a usted esto le parezca una tontería!

—Yo no he dicho que me parezca una tontería —interrumpió la señorita Staverton con seriedad.

Estaban en casa de Alice, ella sentada junto al fuego y él de pie, delante de ella, inquieto, con la atención dividida entre la intensidad de su idea fija y los antiguos objetos que había en la repisa de la chimenea, hacia los que se volvía una y otra vez, inspeccionándolos con el monóculo, aunque en realidad no se estaba fijando en lo que veía. Cuando la señorita Staverton le interrumpió, clavó la mirada en ella, pero se rió:

—¡Aunque lo hubiera dicho no me habría importado! De todos modos lo que le he contado no es nada, comparado con lo que siento ahora. Si cuando era joven no me hubiera obstinado en marchar por aquel derrotero (y le diré que lo hice pese a que mi padre estuvo a punto de maldecirme por ello); si, una vez en Europa, no hubiera decidido seguir adelante en mi empeño sin haber tenido, desde el primer día hasta hoy, ni una sombra de duda, ni un atisbo de arrepentimiento; si —sobre todo— no me hubiera encontrado tan a gusto allí, si no me hubiera sentido fascinado, sí, fascinado y orgulloso hasta los tuétanos por la decisión que había tomado; si algo me hubiera apartado de todo aquello, entonces, necesariamente, mi vida y mi forma de ser habrían sido diferentes. Yo me habría quedado aquí… si hubiera sido posible; además yo era demasiado joven, veintitrés años, para juzgar, pour deux-sous si era siquiera posible. De haber esperado tal vez hubiera comprobado que sí lo era, y entonces, al haberme quedado aquí, ahora estaría más cerca de esos tipos que han sido hallados en medio de tanta dureza, esos tipos a los que las circunstancias han hecho tan recios. Tampoco es que los admire tanto: la cuestión de si tienen algún encanto o no, o si tienen, para ellos, algún encanto las circunstancias en las que se mueven (dejando aparte su rastrera pasión por el dinero), eso no tiene nada que ver con lo que digo. De lo que se trata es del desarrollo imaginario (perfectamente posible, por otra parte) que hubiera podido seguir mi naturaleza, y que no ha seguido. Se me ocurre pensar que entonces yo tenía oculto muy dentro de mí un extraño alter ego, del mismo modo que se contiene en el tenso y diminuto capullo una flor en todo su esplendor, y que cuando decidí por qué derrotero habría de marchar mi vida, lo que hice fue transferir mi otra personalidad a un clima en el que se agostó para siempre.

—Y a usted le intriga saber cómo habría sido la flor —dijo la señorita Staverton—. A mí también, si le interesa saberlo; llevo varias semanas preguntándomelo. Yo creo en la flor —prosiguió—; me da la sensación de que hubiera sido una flor espléndida, enorme y monstruosa.

—¡Sobre todo monstruosa! —respondió el visitante—; y me imagino que, por ello mismo, asquerosa y repugnante.

—Usted no cree eso que dice —contestó ella—; si lo creyera no estaría intrigado. Lo sabría y con eso tendría bastante. La impresión que tiene (que es también la sensación que tengo yo) es que hubiera sido usted un hombre poderoso.

—¿Le habría gustado yo de ser así?

Ella apenas dejó que la rozara el fuego.

—¿Cómo no iba a gustarme usted?

—Ya entiendo. Le habría gustado. ¡Usted habría preferido que yo fuera multimillonario!

—¿Cómo no iba a gustarme usted? —se limitó a repetir ella.

El seguía quieto, en pie, delante de ella; la pregunta de Alice lo tenía paralizado, pero la aceptó así como lo que implicaba. En efecto, el hecho de que no la entendiera de otro modo corroboraba el sentido que encerraba.

—Por lo menos sé lo que soy —prosiguió, simplemente—; la otra cara de la moneda es algo que se ve muy claramente. No he sido una persona de conducta edificante; creo que he dejado mucho que desear en innumerables aspectos. Me he adentrado por caminos extraños y he adorado extraños dioses; usted debe haberse dado cuenta repetidas veces (de hecho me ha confesado que así era) de que a lo largo de estos treinta años ha habido épocas en las que he llevado una vida egoísta, frívola, escandalosa. Y fíjese en lo que ha sido de mí.

Ella se limitó a esperar, sonriéndole.

—Fíjese usted en lo que ha sido de mí.

—Oh, usted es una persona a la que nada le hubiera hecho cambiar. Nació para ser lo que es, en cualquier parte, de un modo u otro: posee usted una perfección que no se hubiera agostado por ninguna circunstancia. ¿No se da cuenta de que yo, de no ser por el exilio, no hubiera seguido aguardando hasta ahora?

Una extraña punzada le hizo interrumpirse.

—En lo que hay que fijarse —se apresuró a decir Alice—, me parece a mí, es en que su exilio no ha echado nada a perder. No ha impedido que por fin esté usted aquí. No ha echado a perder esto. No ha echado a perder las palabras que ha dicho… —también a ella le temblaba la voz.

Spencer intentaba captar todos los matices que pudiera encerrar la emoción controlada de Alice.

—¿Así pues usted cree, para mi desgracia, que yo no hubiera podido ser mejor de lo que soy?

—¡Oh, no! ¡Nada de eso! —dicho lo cual se levantó de la silla, quedando más cerca de él—. Pero no me importa —añadió sonriendo.

—¿Quiere decir que soy suficientemente bueno?

Ella reflexionó un instante.

—¿Me creerá si le digo que sí? Quiero decir: si le digo que sí ¿eso zanjará la cuestión?

Y a continuación, como leyendo en su rostro que Spencer retrocedía ante aquello, que tenía alguna idea, la cual por absurda que fuera, aún no podría malbaratar, añadió:

—Oh, a usted tampoco le importa… pero de un modo muy distinto: a usted no le importa más que usted mismo.

Spencer Brydon lo reconoció; de hecho él mismo lo había afirmado sin dejar lugar a dudas. No obstante hizo una distinción importante.

—El no es yo. El es totalmente distinto, es otra persona. Pero deseo verle —añadió—. Y puedo hacerlo. Y voy a hacerlo.

Se miraron a los ojos unos momentos, durante los cuales él detectó en la mirada de Alice algo revelador de que ella había adivinado el extraño sentido que encerraban las palabras de Spencer. Pero ninguno de los dos expresó aquello de otro modo y el que ella al parecer le hubiera comprendido, sin dar por ello muestras de sorpresa o rechazo, y sin hacer uso del fácil recurso de la burla, conmovió a Spencer más que ninguna otra cosa le había conmovido hasta entonces, convirtiéndose aquel hecho, para él, que estaba ahogándose en la idea fija que le dominaba, en el aire que necesitaba para respirar. Sin embargo, Alice dijo algo totalmente inesperado:

—Pues yo ya lo he visto.

—¿Que usted…?

—Lo he visto en un sueño.

—Ah, un sueño… —se sentía defraudado.

—Pero dos veces seguidas —prosiguió ella—. Lo vi como lo estoy viendo a usted ahora.

—¿Ha tenido el mismo sueño…?

—Dos veces seguidas —repitió ella—. Exactamente igual.

A él le pareció que aquello tenía algún significado, y también le agradó.

—¿Sueña conmigo tan reiteradamente?

—¡Ah, con él! —dijo, sonriendo.

Spencer volvió a escrutarla con la mirada.

—¿Entonces lo sabe todo sobre él? —y como ella no dijera nada más, añadió—: ¿Cómo es ese condenado?

Alice dudó. Dio la impresión de que él la presionaba mucho y que ella, teniendo motivos para resistirse, se vio obligada a zafarse.

—¡En alguna ocasión se lo diré!

II

Después de esto, para él hubo mucho de virtud, mucho de encanto cultivado, mucho de estremecimiento secreto y absurdo en la forma particular que tenía de entregarse a su obsesión y de ocuparse de lo que, cada vez más, consideraba un privilegio personal. Durante aquellas semanas sólo vivía para aquello, puesto que verdaderamente consideraba que la vida empezaba después de que la señora Muldoon se hubiera retirado de la escena. Entonces Spencer recorría toda aquella casa tan amplia, desde el ático hasta el sótano y, tras comprobar que estaba solo, se sentía seguro y, como él tácitamente afirmaba, se abandonaba a la obsesión que le poseía.

En algunas ocasiones acudía allí hasta dos veces en el plazo de veinticuatro horas; su momento predilecto era cuando espesaba la oscuridad, el breve crepúsculo otoñal; entonces era cuando, y una vez tras otra, sus esperanzas alcanzaban las cotas más altas. Le parecía que aquella hora era la de mayor intimidad para deambular y aguardar, para dejar pasar el tiempo y escuchar, sentir cómo su sutil capacidad de percepción (jamás, en toda su vida, la había tenido tan sutil) registraba el pulso de aquel lugar enorme y ambiguo. Prefería aquellos momentos, cuando aún no estaban encendidos los faroles, y su mayor deseo hubiera sido poder prolongar cada día el profundo hechizo crepuscular. Más tarde (era raro que lo hiciera mucho antes de la medianoche, pero una vez transcurrida ésta observaba una dilatada vigilia) acechaba a la luz parpadeante de la vela; la movía despacio, la sostenía en alto, la extendía a lo lejos. Su regocijo era máximo ante las perspectivas abiertas en los tramos que comunicaban habitaciones y junto a los pasillos: espacios rectos, de gran profundidad, susceptibles de brindar la ocasión (el escenario, hubiera dicho él) que daría paso a la revelación que quería propiciar. A él le parecía que aquellas prácticas podían llevarse a cabo perfectamene sin despertar comentarios; nadie tenía la menor idea de aquello. Alice Staverton, que además era un pozo de discreción, no se lo imaginaba ni por asomo.

Entraba y salía con la tranquilidad y confianza que le daba su condición de propietario; el azar le favorecía hasta entonces pues, si bien un policía gordo que hacía la ronda por la avenida le había visto alguna vez, por casualidad, entrar a las once y media, aún no le había visto nunca (que Spencer supiera) salir a las dos de la madrugada. Se dirigía a la casa a pie, y siempre llegaba a primeras horas de aquellas noches frías del mes de noviembre. Tan natural era hacer aquéllo después de cenar en un restaurante como podía serlo encaminarse a un club o a su hotel. Cuando salía de su club, si no había cenado fuera, sólo cabía pensar que se dirigía a su hotel. Y si salía del hotel, después de haber pasado allí parte de la noche, sólo cabía pensar que se dirigía a su club. En resumidas cuentas, todo resultaba de lo más natural; todo encajaba, ayudándole a seguir adelante con su engaño. Era verdado incluso cuando aquella experiencia lo ponía en tensión, siempre había algo que la encubría, algo que, como un bálsamo, simplificaba todo lo demás, de modo que nadie advertía nada. Spencer Brydon se relacionaba, charlaba, renovaba con desenvoltura y afabilidad antiguas amistades. En efecto, en la medida que le resultaba posible, incorporaba nuevos elementos a su forma de vida, y, en líneas generales, le daba la impresión de que agradaba a la gente, más bien que lo contrario (a pesar de que le había dicho a la señorita Staverton que la trayectoria de las distintas personas con las que trataba constituía un espectáculo muy poco edificante para quienes pudieran contemplarlo). Había alcanzado un éxito social relativo, de segunda clase… y ello con gente que no conocía su verdadera personalidad. Los murmullos con que le daban la bienvenida, los taponazos de las botellas que descorchaban en su honor, todo aquello era una mera sonoridad superficial, del mismo modo que los gestos con que él les correspondía eran las sombras exageradas (enfáticas, en la medida que apenas significaban nada) de una especie de juego de enormes chinoises. Mentalmente, se proyectaba a sí mismo a lo largo de todo el día, pasando directamente por encima de una hilera erizada de cabezas rígidas, inconscientes, penetrando en la otra vida, la que le aguardaba, la verdadera; la vida que empezaba para él en cuanto entraba en el rincón feliz, después de escuchar el chasquido que hacía el portón al cerrarse, algo tan fascinante como los lentos compases iniciales de una música sublime que suceden al golpe de batuta en el atril.

Siempre se quedaba escuchando el eco primero que levantaba la punta de acero de su bastón al chocar contra el vetusto suelo de mármol del recibidor, grandes baldosas blancas y negras que recordaba haber admirado en su niñez y que —ahora se daba cuenta de ello— habían contribuido a desarrollar tempranamente en él una concepción del estilo. Era el eco aquel como un tañido de apagado vibrar que llegara de una campana lejana, que pendía quién sabe dónde, acaso en las profundidades de la casa, o en las del pasado, o en las de aquel otro mundo misterioso que él podría haber visto florecer de no haberlo —para bien o para mal— abandonado. Cuando experimentaba aquella sensación siempre hacía lo mismo; dejaba el bastón silenciosamente apoyado en un rincón: le parecía una vez más que aquel lugar era un enorme recipiente de vidrio, una concavidad hecha toda de un cristal precioso, que sonaba delicadamente porque un dedo humedecido se deslizaba alrededor del borde.

La concavidad de cristal contenía, por decirlo así, aquel otro mundo de naturaleza misteriosa; y aquel rumor indescriptiblemente tenue que del borde surgía eran los suspiros, los lamentos patéticos —apenas audibles para su oído atentísimo— de lo que pudo haber sido y a lo que él había renunciado. Por tanto, lo que Spencer hacía mediante el conjunto de su presencia silenciosa era invocar aquellas posibilidades, procurando darles una vida fantasmal, en la medida que ello fuera aún posible. Se resistían a aparecer, se resistían de manera insuperable, pero no se podía decir que tuvieran un carácter siniestro; al menos no lo tenían tal y como él intuía aquellas posibilidades intangibles cuando aún no había adoptado la Forma que él deseaba fervientemente que adoptaran, la Forma bajo la que en algunos momentos se veía claramente a sí mismo, caminando de puntillas, las puntas de unos zapatos de etiqueta que iban de habitación en habitación, y de piso en piso.

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