—Te quedarás aquí conmigo —dijo.
—¡Oh! —gimió Miss Susan con un profundo asentimiento; y seguro es que de haber sido persona más coloquial habría exclamado: «¡Vaya que sí!» Conque pasaron la noche juntas, de acuerdo con los supuestos, establecidos desde el primer momento, de que habría sido vano enfrentarse a su visitante (pues ninguna fingió creer ante la otra que se trataba de un ladrón) y de que dejando la mansión a su merced no podría ocurrir nada peor que lo que acababa de ocurrir. Fue el hecho de que Miss Amy tornara a acercarse inmediatamente a la puerta, con el oído aguzado y tras una invitación al sigilo, lo que representó para ellas un entendimiento profundo y extraordinario; fue eso lo que seguidamente las puso cara a cara con el carácter verdadero de lo ocurrido—. ¡Ah! —exclamó Miss Susan ominosamente, todavía de forma casi inaudible—. ¡No es nadie…!
—No —fue ya capaz de apostillar con magnificencia su compañera—, no es nadie.
—…¡que pueda hacernos realmente algún daño! —completó Miss Susan su pensamiento. Y Miss Amy, por lo visto, estaba tan indescriptiblemente preparada para acogerlo, que este pensamiento, antes del amanecer, ya había conquistado en ambas, del modo más extraño y sutil, un espacio extraordinario. La persona a quien la de más edad de nuestra pareja había visto en su habitación no era… vaya, no era sencillamente alguien que venía de la calle. Era algo distinto por completo. Miss Amy lo había intuido nada más oír el grito de su amiga, al sentir la conmoción de ésta; o, en cualquier caso, nada más ver el semblante de Miss Susan. Eso era todo… y ahí estaba la cosa. A la pequeña mansión y a su importancia, se dieron cuenta, les había faltado algo hasta entonces; ahora ese algo ya estaba presente, y fueron tan decididamente conscientes de su presencia como si antes lo hubiesen echado de menos. El elemento en cuestión, pues, era una tercera persona en su convivencia, una presencia acechante en las horas oscuras, una figura que, con su cabeza muy —demasiado— torcida, predeciblemente las miraría desde lugares antinaturales; pero desde luego, en todo caso, cabía confiar en que se limitaría a mirarlas.
Por fin lo tenían: tenían lo que había que tener en una vieja mansión donde habían ocurrido muchas, demasiadas cosas; donde las paredes mismas que tocaban y los suelos mismos que pisaban habrían podido desvelar secretos y mencionar nombres; donde cada superficie era un borroso espejo de la vida y de la muerte, de lo pervivido, lo recordado, lo olvidado. Sí, el lugar estaba emb…; pero se detuvieron sin acabar de pronunciar la palabra. Y por la mañana, cosa sorprendente, ya se habían habituado a ello, vivían en ello.
Y no sólo eso, sino que tenían también una precoz teoría. Debía existir una relación entre el hallazgo del cofrecillo en el sótano y aquella aparición en el cuarto de Miss Susan. El denso aire del pasado se había agitado al sacar a la luz lo que durante tanto tiempo permaneciera escondido. El préstamo de los papeles a Mr. Patten había producido sus consecuencias. Por la mañana se sentaron a desayunar una frente a otra con la certeza de que su insólito inquilino así despertado era señal de la violación del secreto oculto en aquellas reliquias. No importaba: por el secreto soportarían sus atenciones; y —esto, en las damas, fue lo más singular debían, aunque fuera tamaña contribución a su grandeza, guardarse aquella aparición enteramente para sí. Podía ser que otras personas oyeran hablar de lo que contuvieran las cartas, pero nunca oirían hablar de él. No temían que ninguna de las criadas lo viera: él no era asunto para criadas. La verdadera cuestión era si —de persistir él mucho tiempo— serían ellas realmente capaces de convivir con él. Claro que quizá el hecho de que persistiese fuera justo lo que acabara por volverlas indiferentes. Estuvieron dándoles vueltas a todas estas consideraciones, pero durmieron juntas en la misma habitación las noches siguientes; y el tercer día, en el decurso de su paseo vespertino, divisaron a cierta distancia al vicario, quien, nada más verlas, agitó enérgicamente los brazos —fuese como advertencia o como broma— y se les reunió con gran celeridad. Ello fue en el centro —o en lo que era tomado por tal— de la enorme, solitaria, desnuda y melancólica plaza principal de Marr: un lugar público, por así llamarlo, de capacidad absurdamente grande para una muchedumbre, con el gran coro cubierto de hiedra y el interrumpido arco crucero de la aristocráticamente proyectada iglesia relatando de qué forma, muchos siglos atrás, ésta había, por su parte, dejado de crecer.
—¡Caramba, queridas amigas mías —exclamó Mr. Patten mientras se les aproximaba—, ¿saben lo que, entre todas las cosas del mundo, parece que comienzo a descifrar para ustedes en sus entretenidas cartas antiguas?! —Como ellas, ahora muy en guardia, no despegaran los labios, se explayó—: Nada más y nada menos, si me lo permiten, que el hecho de que uno de sus antepasados del siglo anterior (llamado, según parece, Cuthbert Frush) murió en la horca.
Nunca supieron posteriormente cuál de las dos fue la que encontró la compostura —la que encontró incluso la dignidad— necesaria para decir:
—Y ¿puede saberse por qué delito, Mr. Patten?
—Ah, precisamente eso es lo que aún no he conseguido averiguar. Pero si no les importa que siga escarbando —y el poblado entrecejo jovial del vicario se volvió de una a otra de las damas— creo que lograré desentrañarlo. Ya saben que en aquellos días — añadió, como si hubiera advertido algo en los rostros de ambas— lo ahorcaban a uno por cualquier nimiedad.
—¡Oh, espero que no fuese por una nimiedad! —dijo Miss Susan, riendo extrañamente entre dientes.
—Sí, desde luego opino que, como suele decirse, puestos a ser colgado —aquí lanzó Mr. Patten una carcajada—, más vale que sea por un carnero que por un corderito.
—¿Colgaban a la gente en aquel tiempo por un carnero? —preguntó asombradísima Miss Amy.
Aquello hizo que su amigo lanzara otra carcajada:
—¡La cuestión es si a él lo colgaron por eso! Pero ya lo descubriremos. A fe mía, ¿saben ustedes?, yo mismo he acabado interesado por descubrirlo. Estoy terriblemente ocupado, pero creo que puedo prometerles que tendrán noticias. ¿No les producen inquietud? —sugirió.
—Creo que podremos soportar lo que sea— dijo Miss Amy.
Miss Susan la miró, a cuenta de esto, como buscando pedirle una entrevista a solas y plantearle una objeción, pero dijo:
—Al fin y a la postre, ¿qué es él, en este momento, para nosotras?
Su parienta, enfrentando la mirada del monóculo, habló con gravedad:
—Oh, un antepasado es siempre un antepasado.
—¡Bien dicho y bien sentido, mi querida amiga! —manifestó el vicario—. Sea lo que fuere lo que él cometiera…
—No todo el mundo tiene —repuso Miss Amy— antepasados de quienes sentirse abochornado.
—¡Pero nosotras no estamos abochornadas aún! —le espetó la señorita Frush de más edad.
—Permítanme, pues, que les prometa que no lo estarán. Sólo que, como estoy atareadísimo —dijo Mr. Patten—, habrán de concederme tiempo.
—¡Ah, pero queremos la verdad! —exclamaron ellas con gran énfasis cuando él ya las dejaba. Ahora se sentían apasionadas.
Él respondió deteniéndose y girándose sobre sus talones, tan bruscamente como si hubieran puesto en entredicho su carácter profesional: ¿Acaso no me ocupo de la Verdad y sólo de la Verdad?
En aquello identificaron la afición de él a la broma, y se quedaron juntas en el placentero, aunque ligeramente excesivo, vacío de la plaza, que en determinados momentos tenía un aire como de deliberada y lastimera simbolización del decrecimiento de la población de Marr hasta quedar reducida a un solo gato. Luego echaron a andar, aunque aguardaron a que el vicario estuviera lejísimos para hablar otra vez; tanto más cuanto que el hacerlo tenía forzosamente que originarles una nueva detención en su paseo. Entonces se produjo entre ellas una larga mirada.
—¡Ahorcado! —dijo Miss Amy… casi entusiasmada.
Esto era, no obstante, porque no era ella la que lo había visto.
—Por eso su cabeza… —Pero Miss Susan titubeó.
Su compañera lo comprendió: —Oh, ¿tan espantosa era la torsión?
—¡Es horrible! —exclamó por fin Miss Susan, hablando como si hubiera asistido a una veintena de ejecuciones.
Toda ponderación sería poca, de cualquier modo, para pintar lo que aquello evocó en Miss Amy. Tras un momento, ella apostilló:
—Se les rompe el cuello.
Miss Susan, apartando el semblante, dijo:
—Ésa es la razón, supongo, por la cual se les tuerce la cabeza de una manera tan horrorosa. Produce un efecto de lo más singular.
Tan singular, por lo visto, que las hizo volver a permanecer silenciosas.
—¡En fin, espero que matase a alguien! —habló Miss Amy por último.
Su compañera lo sopesó:
—¿No debería eso depender de a quién?
—¡No! —replicó ella con su rotundidad característica, una rotundidad que las hizo volver a ponerse en movimiento.
Muy evidente fue que Mr. Patten estaba terrible mente ocupado, pues ni siquiera al concluir la semana tuvo nada nuevo que participarles. Por otro lado, el asunto resurgió el domingo por la tarde, tal como la de menos edad de las señoritas Frush había estado segura de que, en cuestión de pocos días, debía ocurrir. Tenían la inveterada costumbre de ir a los oficios vespertinos, demorando la cena hasta después de su terminación; y, en esta ocasión, Miss Susan, que estuvo arreglada antes, aguardó tranquilamente a su parienta al pie de la escalera. Por fin bajó Miss Amy, abrochándose un guante, haciendo crujir la cola de su vestido, y con un aspecto, como siempre pensaba su compañera, conspicuamente joven y desenvuelto. No había nadie en Marr, opinaba ésta última, que vistiese igual que ella; y también Miss Amy, hay que reconocerlo, se había afianzado en esa opinión de Miss Susan, aunque tomándosela con un distinto espíritu. El crepúsculo las envolvía, pero nuestra austera pareja siempre encendía las velas tarde, y la gris declinación del día, en medio de la cual la mayor de las damas estaba sentada en una silla de alto respaldo del vestíbulo con las manos pacientemente entrelazadas, no se veía atenuada más que por el resplandor discreto —siempre discreto— del pequeño fuego del salón, visible a través de una puerta que permanecía entreabierta. A esta estancia pasó Miss Amy, en busca del devocionario que dejara allí después de los oficios matutinos, y de ella volvió, al cabo de un instante, y sin ese libro de oraciones, al lugar donde estaba su compañera. Hubo algo elocuente en su modo de regresar, algo que de momento habló tan explícitamente que nada más se dijo entre ellas hasta que, con rápida unanimidad, salieron de la mansión por la vía más directa. Allí, delante de la puerta, en el apacible crepúsculo frío de finales de invierno, mientras repicaban las campanas de la iglesia y los vitrales del gran coro se teñían de un rojo débil sobre la vacía plaza, volvió a salir el asunto. Pero fue Miss Susan, esta vez, la que hubo de hacer las preguntas:
—¿Está ahí?
—Junto a la chimenea: dándole la espalda.
—¡Pues ahora ya lo has visto! —exclamó Miss Susan con exaltación y como si su amiga hubiese dudado de su palabra hasta entonces.
—Sí, lo he visto… y también he visto lo que me contaste. —Miss Amy se mostró hondamente absorta.
—¿Lo tocante a su cabeza?
—Está torcida —tornó a hablar Miss Amy—. Eso lo vuelve… —empezó a decir. Pero vaciló como si él continuara aún en su presencia.
—¡Lo vuelve espantoso! —se lamentó Miss Susan—. ¡Y la forma —gimió a media voz— que tiene de mirarla a una!
Miss Amy, con un destello en los ojos, asintió:
—Sí, ¿verdad? —Luego su mirada se posó en los enrojecidos vitrales de la iglesia—.
Pero lo hace para dar a entender algo.
—¡Sabe Dios lo que querrá dar a entender! —suspiró con pesadumbre su compañera.
Y, pasado un instante, Miss Susan preguntó—: ¿Él se movió?
—No… ni tampoco yo.
—¡Pues yo sí que me moví! —afirmó Miss Susan, evocando su algo más pronta retirada.
—Quiero decir que tardé en hacerlo. Esperé un poco.
—¿Hasta verlo desvanecerse?
Miss Amy guardó silencio unos instantes; y por fin espetó:
—No se desvanece. Ése es el quid.
—¡Oh, conque sí que te moviste! —observó su parienta.
Ella tornó a guardar silencio unos instantes; y en seguida dijo: —Hay que hacerlo. Pero ignoro lo que pasó realmente. Desde luego me moví para volver contigo. Lo que quiero decir es que lo escudriñé con mucha atención. —Agregó—
: Es muy joven.
—¡Pero es muy malo! —dijo Miss Susan.
—¡Es muy guapo! —manifestó Miss Amy un momento después. Y aun se mostró dispuesta a añadir—: Espléndidamente.
—¿«Espléndidamente»? ¿Con ese cuello roto y esa terrible mirada?
—Es precisamente la mirada lo que lo hace serlo. Son sus maravillosos ojos. Quieren dar a entender algo —recapacitó Amy Frush.
Había hablado con una convicción cuyo efecto se reflejó inmediatamente en Susan:
—Y ¿qué es lo que quieren dar a entender?
De nuevo su amiga fijó la vista en los vitrales tenuemente enrojecidos de St. Thomas of Canterbury, y se limitó a decir:
—Ya es hora de que nos dirijamos ala iglesia.
Esa misma tarde ofició solo el clérigo asistente del vicario; mas a la mañana siguiente fue a visitarlas el vicario en persona y, tan pronto como estuvo en el salón, las informó sin andarse por las ramas:
—¡Fue ahorcado por contrabandista!
Quedaron heladas por la sorpresa, creando una atmósfera en la que, extrañamente, aquel delito menor sonó como el más cruento de todos.
—¿Contrabandista?— hizo de eco Miss Susan, desilusionada; en su primer estremecimiento de comprensión se les acababa de hacer presente que aquel hombre había sido simplemente vulgar.
—Oh, pero es que ahorcaban por eso con mucha liberalidad, ¿sabían ustedes?, y soy un estúpido por no haberlo dado, en este caso, por sentado. Si alguna vez, en estas inmediaciones, un hombre terminaba colgado, era por eso casi siempre. ¿Acaso ignoran que por eso nos enorgullecemos en este punto y hora: por el hecho de que nuestros abuelos, osados y bribones, carecían de miedo? Es algo que está sobre los suelos que pisamos y bajo los techos que nos cubren. Hacían tanto contrabando que no les quedaba tiempo para hacer otra cosa; y si derramaban sangre ajena era sólo durante el aventurado trasiego de desembarcar sus barricas de coñac. No es mi intención, queridas amigas — concluyó el excelente Mr. Patten—, deslustrar la memoria de sus antepasados cuando les digo que (tal como me figuraba que, al igual que todo el resto de nosotros, ya lo sabían ustedes) vivían muy holgadamente de eso.