Aquella era la esencia de su visión que podía parecer una completa locura (si uno quería considerarlo así) cuando Spencer Brydon se encontraba fuera de la casa, dedicado a otras ocupaciones, pero que revestía toda la verosimilitud del mundo en cuanto volvía a apostarse allí. Sabía qué significaba su actitud, así como lo que quería; estaba tan claro como la cantidad que figura en un cheque que se quiere cobrar. Su alter ego «caminaba». Tal era el contenido de la imagen que se hacía Spencer de aquella entidad, mientras que con respecto a los motivos que le llevaban a dedicarse a tan extraño pasatiempo, consistían en el deseo de acecharlo y verlo frente a frente. Brydon deambulaba lenta, cautelosa o incesantemente (la señora Muldoon estaba totalmente en lo cierto cuando habló de «reptar»); a su vez, la presencia que aquél asediaba también deambulaba incesantemente. Pero era tan cauta y huidiza como su perseguidor, quien, noche tras noche, fue viendo ganar solidez a su convicción de que alguien escapaba a su persecución. Al principio era una probabilidad, después algo claramante perceptible, claramente audible, hasta que al final adquirió un rigor que no era comparable con nada de lo que había conocido hasta entonces. Spencer sabía que a lo largo de su existencia había habido personas de criterio superficial que sostuvieron, respecto de él la teoría de que desperdiciaba su vida entregándose a la sensualidad, pero él jamás había saboreado un placer tan exquisito como la tensión a que se veía sometido ahora, jamás había conocido una actividad que exigiese tanta paciencia y al mismo tiempo tanto nervio como lo exigía ir en pos de una criatura más sutil pero, si se la acorralaba, acaso más peligrosa que ninguna bestia salvaje. Una y otra vez le venían a la cabeza términos, comparaciones, incluso idénticas actitudes que en la caza; hubo hasta momentos en que revivió episodios de su esporádica actividad como cazador, viendo despertar recuerdos de su juventud, allá en páramos, montañas y desiertos. Entonces la fuerza tremenda de aquella analogía se agudizaba. Hubo veces en que se sorprendió a sí mismo (tras haber dejado la vela en alguna repisa o en un hueco de la pared) volviendo sobre su pasos para refugiarse entre las sombras, ocultándose tras una puerta o en un umbral, del mismo modo que antaño buscara la posición privilegiada que le brindaba un árbol o una roca; se sorprendía a sí mismo conteniendo la respiración y viviendo el júbilo de aquel instante, aquella tensión suprema que sólo se da en la caza mayor.
Brydon no tenía miedo (aunque se planteó la cuestión; sabía que también se la habían planteado, según su propia confesión, caballeros que participaron en cacerías de tigres en Bengala, o que habían estado muy cerca del gran oso de las Rocosas); y no lo tenía —¡al menos en esto podía ser sincero!— porque le daba la impresión, tan íntima y tan extraña a la vez, de que él mismo era causa de terror, de que él mismo era sin duda alguna causa de una tensión probablemente superior a la que acaso pudiera llegar a sentir él. Los signos de alarma que su presencia y vigilancia originaban se dividían en categorías; Brydon aprendió a percibirlos y llegó a estar bastante familiarizado con ellos, reparando siempre en el hecho portentoso de que probablemente había establecido una relación y adquirido un nivel de conciencia sin precedentes en la historia del hombre. La gente siempre ha tenido miedo, en todos los órdenes, a las apariciones, pero ¿quién había invertido jamás los términos, convirtiéndose, en el universo de las apariciones, en la personificación de un terror infinito? Spencer Brydon podría haber encontrado sublime aquel hecho, si se hubiera atrevido a pensarlo detenidamente; pero es cierto que tampoco profundizó mucho en aquel aspecto que tenía su situación privilegiada. A base del hábito y la repetición alcanzó una capacidad extraordinaria para penetrar en la penumbra de las distancias y en la oscuridad de los rincones; aprendió a devolverles su aspecto inocente a los engaños que originaban las luces inconcretas, a las formas de apariencia maligna que formaban en las tinieblas las meras sombras a los movimientos causados accidentalmente por las corrientes de aire, a los efectos cambiantes que dependían de las perspectivas. Dejaba su pobre luz en el suelo y, avanzando sin ella pasaba a otras habitaciones y, sabiendo dónde estaba sólo por si la necesitaba era capaz de ver a su alrededor y de proyectar a tal fin una claridad relativa. Aquella facultad que había adquirido le hacía sentirse como si fuera un gato sigiloso y monstruoso. Se preguntaba si en aquellos momentos sus ojos despedirían una potente luminosidad amarilla y qué supondría para el pobre alter ego al que acosaba, enfrentarse con alguien así. No obstante, le gustaba que los postigos estuvieran abiertos; abría todos los que la señora Muldoon había cerrado, cerrándolos después con sumo cuidado para que ella no se diera cuenta. Le gustaba (¡esto sí que le gustaba, sobre todo en las habitaciones del piso superior!) contemplar la nítida plata de las estrellas otoñales a través de los cristales, y le proporcionaba un placer apenas menor el fulgor de lo faroles, abajo, en la calle, el blancor eléctrico que hacía preciso correr la cortinas, si se deseaba evitarlo. Aquello era la realidad de la sociedad humana; aquello pertenecía al mundo en el que había vivido. Spencer se sentía aliviado porque el mundo siempre le había mostrado, pese al despego que hacia el mismo sentía El, un rostro fríamente genérico e impersonal. Por supuesto donde tenía mayor apoyo era en las habitaciones que daban a la amplia fachada y al lateral, muy largo; le fallaba bastante en las sombras centrales y en las zonas de atrás. Pero si, a veces, cuando hacía sus rondas, se alegraba de su alcance óptico, no por ello dejaba de parecerle que la parte trasera de la casa era la jungla en la que se desenvolvía su presa. Allí el espacio tenía más subdivisiones; en especial había una gran «extensión» donde se multiplicaban las habitaciones de los criados y donde abundaban los escondrijos, recovecos, roperos, pasillos, y donde, sobre todo, había una ancha escalera con diversas ramificaciones. Por ella se asomaba muchas veces, mirando hacia abajo, sin perder la compostura, aun cuando se daba cuenta de que un espectador podría haberlo tomado por un tonto de solemnidad que estuviera jugando al escondite. De hecho, fuera de allí, él mismo podría haber hecho aquel rapprochement irónico: pero entre aquellas paredes, y pese a la claridad que entraba por las ventanas, la firmeza de su determinación estaba a prueba de la cínica luz de New York.
La idea de que su víctima era dueño de una conciencia exasperada había de acabar por convertirse en una auténtica prueba para Spencer, pues desde el principio tuvo la convicción absoluta de que podía cultivar su capacidad de percepción. Por encima de todo le parecía que aquella era una cualidad susceptible de ser cultivada, lo cual no era más que otra manera de nombrar su forma de pasar el tiempo. A base de ejercitarla fue puliendo su capacidad de percepción, llevándola hacia la perfección; como consecuencia de lo cual llegó a adquirir tal sutileza perceptiva que ahora es capaz de registrar impresiones que al principio le estaban vedadas, lo que venía a confirmar el postulado en que se basaba. Esto ocurría de un modo más específico con un fenómeno que últimamente acontecía con bastante frecuencia en las habitaciones superiores: el reconocimiento (absolutamente inconfundible y que podía fecharse a partir de un momento específico, cuando Spencer Brydon reanudó su campaña tras un alejamiento diplomático, una ausencia de tres días calculada de antemano) de que le seguían; no había duda de que alguien iba tras él a una distancia cuidadosamente medida y con el fin expreso de quebrantar la confianza, la arrogancia de su convicción, conforme a la cual su único papel era el de perseguidor. Brydon se inquietó y acabó desorientándose, pues aquello venía a demostrar la existencia, entre todas las impresiones concebibles, de la que menos encajaba con sus previsiones. Lo veían, mientras que él, a su vez seguía siendo —por lo que a su situación se refería— ciego, quedándole entonces el único recurso de darse la vuelta bruscamente para recuperar terreno rápidamente. Giraba sobre sus talones y volvía sobre sus pasos como si pudiera al menos detectar la agitación que dejaba en el aire el efecto de otro giro brusco. Era muy cierto que cuando pensaba en aquellas maniobras totalmente desorientadas se acordaba de las farsas navideñas, en las que el ubicuo Arlequín abofeteaba y le gastaba bromas a Pantalón por la espalda. Pero aún así seguía intacto el influjo de las condiciones propiamente dichas, cada vez que quedaba nuevamente expuesto a las mismas por lo que aquella situación, de haberse convertido en algo constante para Spencer no habría sino contribuido a intensificar su inquietud. Sus tres ausencias respondían como he dicho, al propósito de dar la impresión infundada de una suspensión de sus actividades, y el resultado de la tercera ausencia fue confirmar los efectos de la segunda.
Cuando regresó aquella noche (la noche siguiente a su última desaparición) se detuvo en el recibidor y miró hacia la parte superior de la escalera, experimentando la convicción más íntima que había sentido jamás. «Está allí, arriba, y está esperando. No es como siempre, que retrocede para ocultarse. No abandona el terreno, y es la primera vez, lo cual es una prueba clara de que ha pasado algo». Estas razones se daba a sí mismo Brydon, con una mano en la barandilla y un pie en el primer peldaño, y estando en dicha postura sintió como jamás lo había sentido que su lógica helaba el aire. El también sintió frío por lo mismo, pues pareció comprender repentinamente lo que estaba en juego. ¿Más acosado? Sí, así lo cree; ahora tiene claro que he venido, como se suele decir, con la intención de quedarme. No le hace ninguna gracia y no puede soportarlo; me refiero a que su ira, sus intereses amenazados, se equilibran ahora con el terror que siente. Lo he estado persiguiendo hasta que por fin se ha dado la vuelta. Eso es lo que ha ocurrido ahí arriba; ahora es un animal dotado de colmillos o de cornamenta, que por fin ha sido acorralado». Spencer Brydon, como digo (aunque ignoro qué le indujo a ello), estaba íntimamente convencido de que esto era lo que ocurría. Sin embargo, un instante después, bajo la influencia de aquella certidumbre empezó a sudar. Tan improbable era que hubiera atribuido aquella reacción al miedo como que la misma le sirviera de resorte para entrar en acción. No obstante, también sentía grandes escalofríos, escalofríos que revelaban sin duda un súbito desaliento, pero que también presagiaban, y con idéntico estremecimiento, un acontecimiento sumamente extraño, que le hacía sentir un júbilo extraordinario y casi despertaba en él un orgullo sin límites, un acontecimiento que tal vez se produjera al cabo de unos instantes: la duplicación de su conciencia.
«Ha estado evitándome, huyendo, ocultándose; pero ahora que se ha desatado la ira en su interior ¡va a luchar!» Aquella fuerte impresión contenía en una sola bocanada, valga la expresión, terror y aplausos. Pero lo asombroso del caso era que (constatada aquella sensación como un hecho) sentía grandes deseos de aplaudir, porque, si a quien había estado persiguiendo era a su otro yo, esta entidad inefable demostraba no ser en última instancia indigna de él. Se revolvía (en algún lugar cercano, aunque él todavía no le había visto) en pleno acoso, haciendo bueno el proverbio de que la paciencia tiene un límite; y en aquel instante Brydon probablemente saboreó la sensación más compleja que había conocido jamás dentro de los límites de la cordura. Era como si se avergonzara de que una personalidad tan estrechamente asociada a la suya saliera triunfante de su intención de permanecer oculta, como si Brydon se avergonzara de que su otro yo no acabara de atreverse a dar la casa. En este sentido, al desaparecer este riesgo, hacía aparición una situación mucho más clara. Sin embargo, merced a otro proceso mental tan sutil como el anterior, Brydon estaba tratando de evaluar en qué medida podría ahora sentir también el miedo; y así, al tiempo que se alegraba porque de una forma era capaz de inspirar activamente aquel miedo, también se estremeció porque podría conocerlo pasivamente bajo otra forma.
El temor a conocerlo debió hacerse más intenso poco después, y entonces sobrevino el que quizás fue el momento más extraño de toda su aventura, el más memorable o el más genuinamente interesante de su crisis.
Ocurrió durante un lapso de unos instantes, durante los cuales entabló consciente y concentradamente un combat; sintió la necesidad de aferrarse a algo, como si estuviera resbalando sin cesar por un plano de gran inclinación; sintió, primordialmente, un vivo impulso de moverse, de actuar, de arremeter como fuera contra algo. En una palabra: sintió la necesidad de demostrarse a sí mismo que no tenía miedo. La necesidad de aferrarse a algo era la condición a que momentáneamente se veía reducido. Si hubiera habido, en medio de aquella inmensa vaciedad, algo a lo que agarrarse, hubiera tardado poco en notar la sensación de que asía algún objeto, exactamente igual que, de haberse llevado un susto estando en el lugar donde vivía, habría asido el respaldo de la silla más cercana. De todos modos notó con sorpresa —esta sensación sí llegó a tenerla— algo que no le había ocurrido jamás desde su primera incursión en la casa. Después de haber cerrado los ojos los mantuvo así, haciendo fuerza, durante un minuto largo, como guiado por un instinto desalentador que le anunciaba una visión terrorífica. Cuando volvió a abrirlos, la habitación en la que se encontraba y las habitaciones contiguas parecieron inundarse de una luz extraordinaria. Tanta era la claridad que al principio casi llegó a creer que era de día. Pese a tan extraño fenómeno, siguió firme en el mismo lugar donde se había detenido. Su resistencia le sirvió de ayuda, fue como si hubiera superado algún obstáculo. Al cabo de un rato supo de qué obstáculo se trataba: había corrido el peligro inminente de ceder al impulso de huir. Puso toda la fuerza de su voluntad para no hacerlo; de no haber sido así habría corrido escaleras abajo. Le parecía que, incluso con los ojos cerrados, habría descendido, habría sabido llegar hasta abajo rápida, directamente.
Pero había resistido y por tanto allí seguía, en el piso de arriba, donde estaban las habitaciones más intrincadas, quedándole aún el desafío de las otras habitaciones, de todo el resto de la casa para cuando le llegara el momento de irse. Se iría cuando llegara el momento: sólo entonces. ¿Acaso no se iba todas las noches a la misma hora? Sacó el reloj; había suficiente luz para ver la hora: apenas era la una y cuarto. Jamás se había retirado tan pronto. Normalmente llegaba al lugar donde se alojaba a las dos, tras un paseo de un cuarto de hora.