13 cuentos de fantasmas (65 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Entonces Susan comprendió, con sorpresa y lástima, cuán poco habría debido temer resentimientos contra la perspicacia y la conmiseración, y con qué profundidad de sentimiento similar al suyo acababa de hablar tristemente su compañera:

—¿Estás tú apenada por mí?

Al pronto, Amy se limitó a mirarla con ojos fatigados, tendiéndole una mano que permaneció un rato en su brazo.

—¡Querida y vieja amiga! Debiste decírmelo antes —completó mientras iba asimilándolo todo— ; claro que, pensándolo bien, ¿no lo hemos estado sabiendo cada cual por nuestra cuenta?

—Caramba —dijo Susan—, hemos guardado silencio. No podíamos hacer otra cosa que guardar silencio.

—En ese caso, si hemos guardado silencio juntas —repuso su amiga—, eso nos ha servido.

—Sí… para conservarlo a él en su sitio. ¿Quién creería en él? —se preguntó Miss Susan cansinamente—. De no ser por ti y por mí…

—¿Sin dudar la una de la otra? —apostilló su amiga—; sí, no habría nadie. Tenemos suerte —dijo Miss Amyde no dudar.

—Oh, si lo hiciéramos no estaríamos apenadas.

—No… excepto, egocéntricamente, cada cual por sí misma. Yo estoy apenada, te lo aseguro, por mí; todo esto me ha hecho envejecer. Pero por fortuna, sea como fuere, creemos la una en la otra.

—Desde luego —dijo Miss Susan.

—Desde luego —hizo de eco Miss Amy, y se apoyaron en estas palabras—. Pero, además de lograr que hayamos terminado sintiéndonos más viejas, ¿qué ha hecho él por nosotras?

—¡Buena pregunta!

—Y, pese a que lo hayamos conservado en su sitio —prosiguió Miss Amy—, él nos ha mantenido a nosotras en el nuestro. Con eso hemos vivido —afirmó con melancólica justicia—. ¡Y al principio nos preguntábamos si podríamos! —agregó con ironía—. Pues bien, ¿lo que ahora sentimos no es, por ventura, que ya no podemos más?

—Exacto, esto debe acabarse. Tengo mi plan —dijo Susan Frush.

—¡Oh, te aseguro que yo también tengo el mío! —repuso su prima.

—Pues, si quieres ponerlo en práctica, por mí no te preocupes.

—¿Porque tú ciertamente no te vas a preocupar por mí? No, me figuro que no. ¡Bien!

—Amy exhaló un suspiro, como si únicamente con aquello hubiera llegado por fin el alivio. Su compañera se hizo eco de él; permanecieron allí una junto a otra; y nada habría podido contener mayor singularidad que lo que implicaba tanto lo que se habían dicho como lo que se habían callado. Para un investigador de su caso habrían tenido de meritorio por lo menos lo siguiente: que cada una, cargada y extenuada por su propia experiencia, había dado, en lo tocante a la otra, lo extraordinario —y de hecho lo inefable— enteramente por supuesto. No habían vuelto a nombrarlo, pues en realidad no era cosa fácil de nombrar; toda la cuestión había quedado velada en reservas y retraimientos personales; la comparación de notas se había hecho imposible. Lo nítido era que habían vivido dentro de su extraña historia, que habían pasado por ella como por un observado y estudiado eclipse de lo normal, por un periodo de reclusión, o por una bancarrota material o espiritual, y que su solo anhelo ahora era volver a vivir fuera de ella. El investigador que hemos imaginado habría podido llegar al extremo de suponer que cada una por su lado había estado esperando de su extraña historia que le diera algo que finalmente había comprendido que nunca le daría, algo que era exactamente, además, el alma de su propio secretismo y la explicación de sus propias reservas. Al menos, pese al punto a que había llegado todo, no se habían puesto a prueba la una a la otra, y a cuenta de esto, aunque de hecho estuvieran desilusionadas y frustradas, acababan de acercarse mutuamente, y de un modo sólido, tras su largo distanciamiento. Les quedó francamente de manifiesto que se sentían muy envejecidas. Cuando se levantaron de su soleada losa, empero, recordándose mutuamente que ya era la hora de almorzar, ello fue con un visible incremento de su tranquilidad y con la mano de Miss Susan pasada, durante el trecho hasta la mansión, por debajo del brazo de Miss Amy. De esta guisa, el «plan» de cada cual continuó inexpresado e inobjetado. No parecía sino que ambas desearan que primeramente probase la otra el suyo; de lo cual podía inferirse que los de ambas ofrecían dificultades y aun entrañaban gastos. Las grandes interrogantes continuaban en el aire. ¿Qué era lo que él quería dar a entender? ¿Qué era lo que deseaba? Absolución, paz, descanso, su perdón definitivo…; el decir eso nada más, no las llevaba más lejos de lo que hasta ahora habían llegado. ¿Qué era lo que en definitiva debían hacer por él? ¿Qué podían ofrecerle que él necesitase tomar? Los planes que respectivamente acariciaban parecieron seguir sin dar fruto, y, pasado un mes más, Miss Susan se sentía francamente inquieta por Miss Amy.

Miss Amy admitía con idéntica sinceridad que la gente había tenido que empezar a notar un comportamiento extraño en ellas y a buscar las razones. Ellas habían cambiado, así que tenían que cambiar de nuevo.

V

Sin embargo, no fue sino durante una mañana de mediados del verano, al reunirse para desayunar, cuando la mayor de las señoritas atacó abiertamente el último atrincheramiento de la más joven. «¡Pobre, pobre Susan!», se había dicho ésta última en su fuero interno al entrar su prima en la estancia; y un momento después formuló, por auténtica lástima, su requerimiento:

—¿Cuál es el tuyo?

—¿Mi plan? —Sin duda era por fin un cierto lenitivo para Miss Susan el hecho de que se lo preguntasen. No obstante, su respuesta fue desconsolada—: ¡Oh, no sirve de nada!

—Pero ¿cómo lo sabes?

—Pues porque lo puse en práctica; hace diez días, y al principio creí que surtía efecto, pero no es así.

—¿Ha vuelto él otra vez?

Pálida, cansada, Miss Susan lo confesó:

—Otra vez.

Miss Amy, después de una de las singulares miradas largas que ahora se habían convertido en su mutua forma de relación más frecuente, lo consideró:

—¿E igual que siempre?

—Peor.

—¡Cielos! —exclamó Miss Amy, entendiendo claramente lo que aquello quería decir—. ¿En qué consistía tu plan, pues?

Su amiga lo expresó con contundencia:

—En hacer mi sacrificio.

Miss Amy, aunque todavía más profundamente inquisitiva, dudó:

—Pero ¿sacrificio de qué?

—Caramba, de todo lo poco que tenía… o casi.

Aquel «casi» pareció confundir a Miss Amy, a quien, aparte, manifiestamente no se le alcanzaba cuál podía ser la propiedad o atributo descrito de semejante guisa:

—¿De «todo lo poco» que tenías?

—Veinte libras.

—¿Dinero? —Miss Amy quedó boquiabierta.

A su vez, su entonación produjo en su compañera un asombro tan grande como el suyo propio:

—¿Qué piensas tú que habría que darle, pues?

—¿Mi plan? ¡No consiste en dar! —exclamó Amy Frush.

Ante el refinado orgullo que eso puso de manifiesto, la palidez de la pobre Susan se acaloró:

—En tal caso, ¿qué es lo que hay que hacer?

Pero la perplejidad de Miss Amy se impuso sobre el reproche de su compañera:

—¿Pretendes decirme que él acepta dinero?

—El ministro de Hacienda sí acepta dinero donado «por motivos de conciencia».

A Miss Amy se le perfiló más claramente la hazaña de su amiga:

—¿«Dinero donado por motivos de conciencia»? ¿Se lo has enviado al Gobierno? —Seguidamente, en tanto que, a consecuencia de su propia sorpresa, su parienta parecía demasiado anonadada, Amy se derritió en amabilidad—: ¡Vamos, vamos, no seas una vieja guardadora de secretos!

Miss Susan logró sobreponerse un poco:

—Cuando el antepasado de una ha estafado al fisco y su espíritu se levanta debido a los remordimientos…

—…¿una paga las deudas del antepasado para librarse de él? Ya entiendo… y así se convierte la cosa en lo que el vicario denomina una expiación en nombre de una tercera persona. Pero ¿y si en su caso no se trata de remordimientos? —preguntó avispadamente Miss Amy.

—Pero sí que se trata de eso… o así me parece a mí.

—Pues a mí no —dijo Miss Amy.

De nuevo se escudriñaron la una a la otra.

—Obviamente, entonces, él es diferente contigo.

Miss Amy apartó el semblante:

—¡No me sorprendería!

—Así, pues, ¿cuál es tu plan?

Miss Amy recapacitó:

—Te lo contaré sólo si surte efecto.

—¡Entonces, por el amor de Dios, ponlo en práctica!

Miss Amy, todavía con la mirada desviada y ahora con una serena actitud de sapiencia, continuó recapacitando:

—Para ponerlo en práctica tendré que abandonarte pasajeramente. Por eso he aguardado tanto tiempo. —Acto seguido se volvió otra vez del todo hacia ella, con gran expresividad—: ¿Eres capaz de soportar estar sola tres días?

—¡Oh, «sola»! ¡Ojalá lo estuviese alguna vez!

Ante esto, su amiga, como por auténtica compasión, le dio un beso; pues parecía haber salido a relucir por fin —¡ya era hora!— que la pobre Susan era la menos resistente.

—¡Lo voy a hacer! Pero tengo que ir a la capital. No me preguntes nada. Todo lo que por ahora puedo decirte es…

—¿Y bien? —apremió Susan mientras Amy la miraba impresionantemente.

—Que si en su caso se trata de remordimientos, yo soy contrabandista.

—¿De qué se trata, pues?

—De un acto de desprecio.

Un «¡Oh!» más asustado y perplejo que ningún otro de cuantos en aquel asunto le habían salido de la boca, manifestó la conformidad de la pobre Susan en este acuerdo, pareciendo representar además una inferencia un tanto terrorífica. Amy, manifiestamente, tenía sus propias ideas. Fue, por lo tanto, con ayuda de las mismas como se preparó inmediatamente para la primera separación que iban a arrostrar; la consecuencia de todo lo cual fue que, dos días después, Miss Susan, alicaída y pesarosa, ascendió despacio en solitario, después de despedirla, la escarpada cuesta que arranca de la estación ferroviaria de Marr y traspuso tristemente la ruinosa puerta del pueblo, una de las viejas defensas de éste, coronada por un arco.

Pero no hubo un desenlace definitivo hasta un mes después, un cálido anochecer de agosto en que bajo las pálidas estrellas se hallaban sentadas juntas en su querido jardín de tapias rojizas. Pese a que a estas alturas, en líneas generales, ya habían vuelto a encontrar

—como sólo saben encontrarlo las mujeres— el secreto de la conversación fluida y copiosa, llevaban media hora sin decirse nada: Susan permanecía sentada esperando a que se despertase su compañera. Ultimamente, Miss Amy se había aficionado a un dormitar interminable… como si tuviera atrasos que recuperar; habría podido ser una convaleciente de fiebres reparando fuerzas y pasando el tiempo. Susan Frush la contempló en la cálida penumbra y, venturosamente, las relaciones entre ellas eran al fin tan gratificantes que tuvo libertad para pensar que estaba guapa mientras dormía y para temerse que ella, en el abandono del sueño, debía de tener un aspecto menos agraciado.

Estaba impaciente, pues por último había llegado su necesidad de hablar; pero aguardaba, y mientras aguardaba reflexionó. Ya lo había hecho a menudo con anterioridad, pero esta noche el misterio se espesaba con lo que insinuaban, según lo veía ella, las frecuentes dormidas de su compañera. ¿En qué había consistido, tres semanas atrás, su esfuerzo lo bastante intenso como para dejarle tal secuela de fatiga? Las huellas de aquel esfuerzo, a buen seguro, ya habían sido perceptibles en la pobre mujer la misma mañana del cese de su convenida separación, que necesitara durar no tres sino nada menos que diez días, sin una palabra ni señales de vida. A unas horas antinaturales había regresado Amy de su ausencia, con pinta polvorienta, desgreñada, inescrutable, y no confesando de momento más que un largo viaje nocturno. Miss Susan se preciaba de haber jugado el juego respetando escrupulosamente sus condiciones, por muy atormentadoras que fueran. Tenía la convicción de que su amiga había estado fuera del país, y, recordando sus propios vagabundeos pretéritos y sus actuales miedos sedentarios, se maravillaba ante el ánimo con que una persona que, por muchas cosas que hubiera hecho anteriormente, nunca había viajado de verdad, había sido capaz de realizar semejante escapada. Ahora era ya el momento de que esa persona explicara en qué había consistido su plan. Lo que así lo determinaba era que Susan Frush, allí sentada, admitía que a estas alturas ya no podía ser puesta en entredicho la eficacia de dicho plan. Había surtido efecto, en tanto que el suyo no; y Amy, al parecer, hasta ese momento había estado únicamente aguardando a que lo reconociera. Pues bien, ella estaba cabalmente dispuesta a reconocerlo cuando Amy se despertó y, nada más despertarse, se cruzó inmediatamente con su mirada y tuvo, pasado un momento, mientras así hacía, un atisbo de los pensamientos de su prima.

—Así, pues, ¿cuál era? —dijo Susan por fin.

—¿Mi plan? ¿Es posible que no te lo hayas figurado?

—Oh, tú eres más espabilada, mucho más espabilada —suspiró Susan—, que yo.

Amy no negó aquel aserto; en realidad pareció, con bastante placidez, darlo por verdadero; pero seguidamente habló como si aquella diferencia, pensándolo bien, careciera ya de relevancia:

—Felizmente para nosotras, ¿verdad?, nuestra situación es tranquila ahora. En cualquier caso, eso puedo afirmar de la mía. Él me ha dejado para siempre.

—¡Loado sea Dios en tal caso! —murmuró devotamente Miss Susan—. Pues a mí me ha dejado para siempre.

—¿Estás segura?

—Oh, creo que sí.

—Pero ¿cómo?

—Vaya —dijo Miss Susan después de alguna vacilación—, ¿cómo puedes estarlo tú?

Amy, por unos momentos, imitó su pausa.

—Ah, eso no sabría decírtelo —declaró—. Sólo puedo responder de que se ha ido.

—Discúlpame, pues, si yo tampoco me siento capaz de explicarte nada. Durante la última media hora la sensación de sosiego se ha fortalecido extrañamente en mí. Tan honda tranquilidad es suficiente, ¿no?

—¡Oh, de sobra! —La fachada de su vieja mansión, la que daba al jardín, con una o dos ventanas débilmente iluminadas, se alzaba oscuramente en la noche estival, y ellas, en un impulso común, le lanzaron, desde el otro lado del pequeño césped, una prolongada mirada afectuosa. Sí, podían estar seguras—. ¡De sobra! —repitió Amy—. Se ha ido.

Los ojos de Susan, más viejos, quedaron confortados detrás del elegante monóculo al pensar en su fantasma desvanecido:

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