A tres metros sobre el cielo (14 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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Mariolino, su ayudante, es un chico con aire de ser poco despierto. Considera a Sergio un genio, un ídolo. Un dios del motor. Mariolino pone siempre el disco de Battisti cuando trabajan,
Io tu noi tutti
. Cuando en la canción
Si, viaggiare
llega la estrofa que dice «
quel gran genio del mio amico, lui saprebbe come fare, lui saprebbe come aggiustare, ti regolerebbe il minimo alzandolo un po'
»,
[4]
Mariolino sonríe siempre abiertamente.

—Coño Se', habla propio de ti, ¿eh?

Sergio sigue trabajando y luego se pasa una mano por el pelo dejándolo todavía más grasiento.

—Por supuesto, no creo que se refiera a ti. Tú con un destornillador en la mano haces sólo desastres, milagros no, desde luego.

Una vieja Free azul empujada por un pardillo con gafas se detiene delante del garaje. Han llegado los dos. La Free tiene bloqueada la rueda posterior. El alelado se quita las gafas y se enjuga el sudor de la cara. Sergio se ocupa de la moto. Decidido y seguro le quita el cubre chasis. Parecería un cirujano si no fuera porque no lleva guantes y porque tiene las manos sucias de aceite. Un cirujano, además, no elegiría nunca un ayudante como Mariolino. El pardillo se queda delante de él. Observa inquieto a aquel lento mecánico seccionar su Free. Como el familiar de un paciente, preocupado no tanto por cuánto pueda ser de grave la enfermedad como, mucho más materialista, por cuánto pueda costar la operación entera.

—Hay que cambiar el variador, no es una broma.

La moto de Step frena delante del garaje. Dando gas por última vez deja oír hasta qué punto aquella VF 750 no necesita mínimamente que la arreglen. Sergio se seca las manos con un trapo.

—Hola, Step, ¿qué pasa? ¿Algún problema?

Step sonríe. Da unas afectuosas palmadas sobre el depósito de su Honda.

—Esta moto desconoce esa palabra. Hemos venido a recoger el cacharro de Pollo.

Pollo se ha acercado mientras tanto a su moto. La vieja Kawa 550. El trágico «ataúd».

—Está arreglada. He tenido que cambiar los pistones, las bandas y todo el bloque del motor. Algunas piezas te las he puesto usadas. —Sergio enumera otros trabajos bastante caros—. Y, además, le hemos cambiado el aceite. —Pollo lo mira. No conecta con él. Sergio ni tan siquiera prueba—. Pero esto no te lo añado a la cuenta. Es un regalo.

Hace un año, Sergio tuvo una violenta discusión con ellos que le enseñó el modo en que había que tratarlos.

Era primavera. Step le había llevado su Honda recién comprada para hacerle la revisión.

—Habría que echar también un vistazo al cubre motor lateral que vibra…

Algunos días después, Step vuelve al garaje de Sergio para recoger su moto. Paga la cuenta sin discutir, incluido el cambio completo del aceite. Pero cuando prueba la moto, el cubre motor sigue vibrando. Step vuelve al garaje con Pollo y se lo dice. Sergio le asegura que la ha arreglado.

—De todos modos, si quieres te la arreglo de nuevo, sólo que tienes que pedir una nueva cita y, naturalmente, pagarme el trabajo. —Por si fuera poco, Sergio comete un enorme error. Acercándose a Step, le da unas palmaditas en el hombro y, sobre todo, tiene una salida realmente desgraciada—. A saber, además, cómo llevas la moto. Por eso has roto otra vez el cubre motor.

Step pierde los estribos. Su moto es, junto a Pollo, la única cosa que le importa realmente. Además, odia a aquellos que le tocan al hablar.

—Te equivocas. Es mucho más fácil romper las piezas laterales de una moto. Mira, eh…

Step va al fondo de la fila de motos que hay delante del garaje. Da una patada violenta a la primera. Una Honda 1000, roja y pesada, cae sobre la que está a su lado, una 500 Custom perfectamente conservada. También esta se cae, sobre una Suzuki 750 y, más allá, sobre un SH 50 blanco y ligero. Motos caras y que están de moda, motos nuevas y modelos antiguos caen unas sobre otras con un ruido de chatarra increíble, acabando en el suelo arrastradas por aquella ola de destrucción, como un pequeño gran dominó, jugado a un alto precio. Sergio intenta detenerlas. En vano. También la última Peugeot cae al suelo de lado destrozándose el costado. Sergio se queda horrorizado. Step le sonríe.

—¿Has visto lo fácil que es? —Antes de que Sergio pueda decir algo, Step prosigue—: Si no me arreglas enseguida la moto te incendio el garaje.

Apenas una hora después, el cubremotor está arreglado. Desde entonces, no ha vuelto a vibrar. Step, por descontado, no pagó nada.

El pardillo espera silencioso en un rincón, mirando preocupado su Free con el motor abierto. Step entra a coger las llaves de la Kawa de Pollo.

—Está bien, muchacho. Déjamela. Veremos lo que puedo hacer.

Esta última frase aumenta un poco más la preocupación de aquel memo. Piensa justamente que su Free se encuentra ya en una fase terminal.

—¿Cuándo puedo pasar?

—Mañana mismo.

El joven gafotas se siente un poco aliviado al oír esas noticias. Sonríe y se aleja estúpidamente feliz. Sergio le entrega las llaves a Pollo. La Kawasaki vuelve a rugir de nuevo. El humo sale potente de los silenciadores. Las revoluciones suben veloces. Pollo da gas una o dos veces, luego sonríe feliz. Step lo mira. Es como un niño. Pollo sonríe algo menos cuando Sergio le hace la cuenta. Pero se la esperaba. Ha gripado y cambiar los pistones y todo el resto no es en absoluto una broma. Pollo consigue pagar la cuenta por un pelo. Sergio se mete el dinero en el bolsillo. Naturalmente, no emite ninguna factura.

—Con cuidado, Pollo, ahora es como si estuviera en rodaje. Ve despacio.

Pollo suelta el puño del gas.

—Coño, es verdad, no lo había pensado. Esta noche hay carrera y yo sigo de todos modos sin la moto. Todo este lío no ha servido para nada. —Pollo mira a Step—. Pero tú podrías…

Step, pillando al vuelo adónde quiere llegar, hace callar a su amigo.

—Alto. Frena. Mi moto no se toca. Te presto lo que quieras, pero la moto no. Por una vez te puedes limitar a mirar, ¿eh?

—Sí, venga, ¿y yo qué hago?

—Me animas a mí, yo esta noche corro.

Sergio los mira con una cierta envidia.

—¿De verdad vais al invernadero?

—Ven, ¿no? Podemos quedar e ir juntos.

—No puedo. Por cierto, ¿Siga va todavía por allí?

—Claro, siempre está allí.

—Bueno, dadle recuerdos. Le he hecho ganar, ¿eh?

—Bueno, como quieras. Si cambias de idea ya sabes dónde estamos.

Pollo y Step se despiden de él y, a continuación, meten la primera. Pollo da gas varias veces para calentar bien el motor. Acto seguido, al oír aquel bonito ruido profundo y seguro se dobla y acelera haciendo el caballito. Step lo sigue, levanta la rueda delantera y acelerando se aleja con su amigo por la calle principal.

Sergio vuelve a entrar en el garaje. Mira las viejas fotos que hay colgadas en la pared. Su moto, las carreras. Era invencible. Ahora son otros tiempos, han pasado muchos años, es tarde. Recuerda lo que le dijo una vez un amigo: «Crecer significa no volver a correr a doscientos.» Puede que sea verdad. Él ha crecido. Ahora tiene responsabilidades. Una familia y también un hijo. Sergio se acerca a la vieja radio sobre la mesa sucia de aceite. Mete de nuevo la cinta. Es la única que tiene. Hace años que escucha siempre las mismas canciones.

«Probablemente, mis padres no me deseaban a mí, sino a otro hijo», piensa Sergio.

Luego mira a Mariolino. Ahí está, inclinado sobre la motocicleta que se ha quedado abierta en medio del garaje. «No es sólo cuestión de células», piensa Sergio. Mariolino se vuelve hacia él.

—Ah, Se', pero ¿qué tiene esta Free?

—Ay Marioli', ¿no ves que ese chico es bobo? Lo ha puesto sobre la bicicleta y se le ha atascado la rueda. La Free no tiene nada, mueve la palanca del variador y hazle un buen cambio de aceite, verás como luego arranca sin problemas.

Mariolino se inclina sobre la Free. Emplea algunos minutos antes de encontrar la palanca. Sergio sacude la cabeza. Es cierto, cuando se tiene un hijo, uno deja de ir a doscientos por hora. Cuando el hijo en cuestión es Mariolino uno ya no va a ninguna parte. Sergio coge la cazadora y se la pone sobre el mono. Decide arriesgarse y salir de todos modos.

—Vuelvo enseguida.

Mariolino lo mira preocupado.

—¿Adónde vas, papá?

—A comprar los grandes éxitos de Battisti. Han salido hoy. Ya es hora de que cambiemos de cinta.

Diecisiete

En la plaza Euclide, delante de la salida del Falconieri, hay algunos coches parados en doble fila. Tras ellos algunos conductores, llenos de obligaciones y sin hijos que van a aquel colegio, se pegan al claxon: el habitual y terrible concierto posmoderno.

Algunos muchachos con Peugeot y SH 50 se paran justo delante de la escalera. También Raffaella llega en ese momento. Encuentra un pequeño hueco al otro lado de la calle, enfrente de la gasolinera que hay antes de la iglesia, y se mete en él con su Peugeot 205 cuatro puertas. Palombi la reconoce. Recordando la noche anterior, decide que es mejor poner tierra por medio.

Se une al grupo de muchachos que hay a los pies de la escalera. Argumento del día: la fiesta de Roberta y los que se colaron en ella. Algún muchacho cuenta su propia versión de los hechos. Debe de ser cierta a juzgar por las marcas de los golpes que le asestaron. Al menos es verdad que ha ido y que ha recibido lo suyo, el resto puede que hasta se lo invente. Brandelli se acerca a ellos.

—Hola, Chicco, ¿cómo va?

—Bien —miente descaradamente.

Su amigo, sin embargo, le cree. Chicco se ha convertido ya en todo un experto en cuestión de mentiras. Las ha probado de todos los tipos esa misma mañana, cuando su padre ha visto el estado en el que había quedado el BMW. Lástima que su padre no sea tan crédulo como su amigo. No se tragó en lo más mínimo la historia del robo. Cuando Chicco decidió contarle entonces la verdad, su padre se enfadó realmente. En efecto, pensándolo bien, toda aquella historia es absurda. «Esos tipos son absurdos, —pensó Chicco—. Destruirme el coche de ese modo… Aunque mi padre no me crea, se lo demostraré. Encontraré a esos gamberros, descubriré sus nombres y los denunciaré. ¡Eso haré! ¡Bien! Antes o después los encuentro, seguro».

Chicco se queda paralizado. Sus deseos se han visto realizados en menos que canta un gallo. Pero él no parece muy feliz. Step y Pollo aparecen a toda velocidad en la curva con las motos inclinadas y muy próximas. Reducen la marcha y adelantan a un coche. Luego se detienen a unos metros de Brandelli. Chicco, antes de que Step lo reconozca, se da la vuelta. Sube a su Vespa, el único medio del que ahora dispone, y se aleja rápidamente. Step se enciende uno de los cigarrillos que le han birlado a Martinelli y se dirige a Pollo.

—¿Estás seguro de que es aquí?

—Claro que sí. Lo he leído en su agenda. Ayer quedamos en ir a comer juntos.

—Menudo estás hecho. Pero si no tienes un euro. ¿Cómo te puedes permitir esas generosidades?

—Pero bueno, ¿qué quieres? Te he llevado hasta el desayuno. ¡Así que cierra la boca!

—Sí, por dos miserables sándwiches.

—Ah, ¿miserables? Dos sándwiches al día, suman un capital a final de mes. En cualquier caso, no te preocupes, se ha ofrecido ella, soy su invitado, no pago.

—Qué morro tienes, has encontrado incluso la rica que te ofrece. ¿Cómo es?

—Mona. Me parece que incluso simpática. Un poco extraña, tal vez.

—Algo extraño tiene que tener si decide ir a comer contigo e invitarte. ¡O es extraña o es un monstruo!

Step suelta una carcajada.

Suena el timbre de la última hora. En lo alto de las escaleras aparecen unas muchachas. Todas visten más o menos de uniforme. Rubias, morenas, castañas. Bajan a saltos, deprisa, lentas o en grupo. Charlando. Alguna contenta porque la interrogación ha ido bien. Otra cabreada por la mala nota del ejercicio que han hecho en clase. Algunas miran esperanzadas al chico que acaban de conquistar o a aquel que las ha dejado confiando en hacer las paces. Otras, menos agraciadas, controlan si está ese tan guapo, ese que les gusta a todas ellas, las menos afortunadas. Ese que seguramente acabará saliendo con una de otra clase. Algunas chicas que han ido al colegio en motocicleta se encienden un cigarrillo. Daniela baja deprisa los últimos escalones y se dirige corriendo hacia Palombi. Raffaella ve a su hija y toca el claxon. Le hace una señal para que suba de inmediato al coche. Daniela asiente pero antes se acerca a Palombi y lo saluda con un beso apresurado en la mejilla.

—Hola, ha venido mi madre, me tengo que ir. ¿Hablamos hoy por la tarde? Me tienes que llamar a casa porque el móvil allí no funciona…

—Vale. ¿Cómo va la mejilla?

—¡Mejor, mucho mejor! Me voy, no me gustaría tener una recaída.

Salen las otras clases. Al final les toca a las del último año.

Babi y Pallina aparecen en lo alto de las escaleras. Pollo le da una palmada a Step.

—Mira, es ésa.

Step mira hacia arriba. Ve a algunas chicas más mayores que bajan las escaleras. Entre ellas reconoce a Babi. Se vuelve hacia Pollo.

—¿Cuál es?

—Ésa con el pelo negro y suelto, ésa menuda.

Step vuelve a mirar hacia arriba. Debe de ser la chica que está junto a Babi.

No sabe por qué, pero se alegra de que no sea Babi la tipa extraña que lleva a comer a Pollo, invitándole, además.

—Mona, pero yo conozco a la que va a su lado.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo?

—Me duché con ella ayer por la noche.

—Pero ¿qué coño dices…?

—Te lo juro. Pregúntaselo.

—¿Crees de verdad que se lo puedo preguntar? Qué hago, voy hasta ella y le digo: «perdona, ¿ayer te duchaste con Step?» ¡Vamos!

—Entonces se lo digo yo.

Pallina está considerando con Babi los diversos modos de enseñarle la comunicación a Raffaella, cuando ve a Pollo.

—¡Oh, no!

Babi se vuelve hacia ella.

—¿Qué pasa?

—Ahí está el que ayer me robó la paga de la semana.

—¿Cuál es?

—El que está ahí abajo.

Pallina indica a Pollo. Babi mira en esa dirección. Pollo está de pie y, a su lado, sentado en la moto, está Step.

—¡Oh, no!

Pallina mira preocupada a su amiga.

—¿Qué pasa? ¿También a ti te ha robado dinero?

—No, su amigo, el que está a su lado, me metió bajo la ducha.

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