Read A tres metros sobre el cielo Online
Authors: Federico Moccia
Tags: #Infantil y juvenil, Romántico
—Frena. No quiero matarme. Ya me imagino lo que leeré mañana en los periódicos. «Joven muerta en una persecución policial.» Frena, te lo suplico.
—Pero si mueres, ¿cómo harás para leer el periódico?
—¡Párate, Step! ¡Tengo miedo! Puede que esos nos disparen.
Step reduce de nuevo y gira repentinamente a la izquierda. Salen a una carretera en el campo casi desierta. Hay algunas casas con un muro alto y una valla. Tienen unos segundos. Step frena.
—Baja, deprisa. Espérame aquí y no te muevas. Paso a recogerte apenas los pierda de vista…
Babi se apresura a bajar de la moto. Step vuelve a partir a toda velocidad. Babi se aplasta contra el muro cercano a la verja de la casa. Justo a tiempo. El coche de la policía municipal aparece en ese preciso momento. Pasa derrapando por delante de la casa y se aleja detrás de la moto. Babi se tapa los oídos y cierra los ojos para dejar de oír el sonido lacerante de aquella sirena. El coche desaparece a lo lejos, detrás del pequeño faro rojo. Es la moto de Step que, con los faros apagados, sólo de nuevo, corre veloz en la oscuridad de la noche.
Pollo se para con la moto delante del edificio donde vive Babi. Pallina baja de ella y se dirige hacia el portero.
—¿Ha llegado ya Babi?
A Fiore, medio dormido, le cuesta un poco reconocerla.
—Ah, hola, Pallina. No. La he visto salir con la Vespa pero todavía no ha vuelto. Pallina regresa junto a Pollo.
—Nada que hacer.
—No te preocupes, si está con Step está en buenas manos. Verás cómo llega dentro de nada. ¿Quieres que te haga compañía?
—No, voy arriba. A lo mejor tiene algún problema y llama a casa. Es mejor que haya alguien para responder al teléfono.
Pollo enciende la moto.
—El que primero se entere de algo llama al otro.
Pallina lo besa y se aleja corriendo. Pasa bajo la barrera y sube por la cuesta que hay antes de llegar al edificio. A mitad de camino se vuelve. Pollo la saluda. Pallina le manda un beso con la mano, antes de desaparecer por la izquierda en las escaleras. Pollo mete la primera y se aleja. Pallina levanta la alfombrilla. Las llaves están ahí, como habían acordado. Le cuesta un poco encontrar la del portal. Desde el pasillo le llega una voz. Es Daniela. Está hablando por teléfono.
—Dani, ¿dónde están tus padres?
—Pallina, ¿qué haces aquí?
—Contesta, ¿dónde están?
—Han salido.
—¡Bien! Cuelga, deprisa. Tienes que dejar libre el teléfono.
—Pero estoy hablando con Andrea. ¿Dónde está Babi? Fue a buscarte.
—Precisamente por eso tienes que colgar. Puede que llame. La última vez que la vi estaba detrás, sobre la moto de Step, y los perseguía la policía municipal.
—¡No!
—¡Sí!
—Mi hermana es una tía grande.
El polvo ha ido desapareciendo lentamente. Nubes bajas y grises flotan en lo alto, en el cielo sin luna. Alrededor hay un gran silencio. Ni siquiera una luz. Sólo un pequeño farol a lo lejos colgado de la pared de una casa. Babi se aparta del muro. Le impresiona el fuerte olor del abono que han echado en los campos. Una leve brisa mueve las copas de los árboles. Se siente sola y perdida. Esta vez es verdad. Tiene miedo. A su derecha, lejos, se oye un relincho de caballos. Establos perdidos en medio de campos sumidos en la oscuridad. Se dirige hacia el pequeño farol. Camina lenta, a ras del muro, con la mano apoyada en la valla, atenta a donde mete el pie, entre matojos de hierba alta y silvestre. ¿Habrá víboras? Un viejo recuerdo del libro de ciencias la tranquiliza. Las víboras no salen de noche. Pero los ratones sí. Debe de haber muchos a su alrededor. Los ratones muerden. Leyendas urbanas. Se acuerda de alguien, amigo de otro, que fue mordido por un ratón. Murió al poco tiempo: Lepto no sé qué… Terrible. Condenada Pallina. Inesperadamente, un ruido a su izquierda. Babi se detiene. Silencio. Luego una rama se quiebra. De repente, algo se dirige veloz hacia ella, corriendo, jadeando entre los arbustos. Babi está como aterrorizada. De la mancha oscura que hay frente a ella aparece gruñendo un enorme perro de pelo oscuro. Babi ve cómo su perfil se precipita hacia ella, ladrando en la noche. Babi se da la vuelta y echa a correr. Casi resbala sobre los adoquines. Recupera el equilibrio, echa a correr de nuevo en la oscuridad, hacia delante, sin ver hacia dónde va. El perro la persigue. Avanza amenazador, va ganando terreno. Gruñe y ladra enfurecido. Babi alcanza la valla. Hay una grieta en lo alto. Mete una mano, luego la otra, al final encuentra un apoyo para los pies. Derecho, izquierdo, arriba, pasa por encima de ella. Salta en la oscuridad, evitando por un pelo aquellos dientes blancos y afilados. El perro acaba contra la valla. Rebota con un golpe sordo. Empieza a correr de arriba abajo, ladrando, buscando inútilmente el modo de alcanzar a su presa. Babi se levanta de nuevo. Se ha golpeado las manos y las rodillas al caer hacia delante en la oscuridad. Se ha metido de lleno en algo caliente y blando. Es barro. Chorrea lentamente por su cazadora y sus pantalones vaqueros. Por las manos doloridas. Prueba a moverse. Tiene las piernas hundidas hasta las rodillas. El perro corre a lo lejos, de un lado a otro de la valla. Babi espera que no haya ninguna abertura. Lo oye ladrar, aún más enfurecido porque no consigue alcanzarla. Bueno, mejor el barro que sus dentelladas. Luego, repentinamente, un olor ácido, con un toque ligeramente dulce, penetra con fuerza por su nariz. Acerca su mano sucia a la cara. La olfatea. El campo parece envolverla por un instante, haciéndola suya. ¡Oh, no! ¡Estiércol! El intercambio ha dejado de ser tan conveniente.
Pallina sale por la puerta del portal, la acompaña lentamente para que no se cierre. A continuación, coge las llaves del bolsillo, levanta la alfombrilla y las vuelve a colocar en el lugar establecido. Babi aún no ha llamado. Pero al menos así no tendrá que tocar el timbre para entrar. En ese preciso momento oye el ruido de un coche. Por la curva de la explanada asoma un Mercedes 200. Los padres de Babi. Pallina deja caer la alfombrilla y corre hacia el portal. Deja que la puerta se cierre de golpe a sus espaldas. Sube corriendo, entra en casa y cierra la puerta.
—Dani, deprisa, tus padres han vuelto.
Daniela está frente a la nevera, víctima del ataque de hambre que le suele entrar a las dos de la madrugada. Esta vez, sin embargo, tendrá que ayunar. Dieta obligatoria. Cierra la puerta de la nevera. Corre a su habitación y se encierra en ella. Pallina entra en la habitación de Babi y se mete vestida en la cama. El corazón le late con fuerza. Escucha. Oye el ruido que hace la puerta metálica del garaje al bajar. Es cuestión de minutos. Luego, en la penumbra de la habitación, ve el uniforme sobre la silla. Babi lo ha preparado antes de salir. Contaba con volver enseguida. Qué meticulosa es, pobre Babi. Esta vez sí que se ha metido en un buen lío. Si Pallina supiera dónde está Babi, no se atrevería a hacer un chiste fácil. Esta vez sí que se ha metido de lleno en la mierda, aunque sea de caballo.
Pallina se tapa con las sábanas hasta la barbilla y se vuelve hacia la pared, mientras una llave gira haciendo ruido en la cerradura de la puerta de casa.
Step desciende por el Lungotevere, adelanta en zigzag a dos o tres coches, acto seguido, mete la tercera y acelera. La municipal sigue a sus espaldas. Si consigue llegar a la plaza Trilussa se los quitará de encima. Por el espejito ve al coche acercarse peligrosamente. Dos coches delante de él. Step reduce dando gas. Tercera. La moto acelera hacia delante. Pasa rozando las puertas. Uno de los dos coches se hace a un lado asustado. El otro continúa su carrera en medio de la calle. El conductor, alelado, no se ha dado cuenta de nada. La policía se echa completamente a la derecha. Las ruedas suben haciendo ruido sobre el borde de la acera. Step ve ante sus ojos la plaza Trilussa. Reduce de nuevo. Atraviesa la calle de derecha a izquierda. El conductor alelado frena bruscamente. Step emboca el callejón que hay frente a la fuente que une los dos Lungotevere. Pasa entre dos pilones bajos de mármol. La policía municipal frena. No puede pasar. Step acelera. Lo ha conseguido. Los dos policías bajan del coche. Sólo les da tiempo a ver a una pareja de enamorados y a un grupo de muchachos apresurándose a subir a la estrecha acera para dejar pasar a aquel loco que conduce una moto con los faros apagados. Step mantiene la velocidad durante un rato. Luego mira en el espejito. A sus espaldas todo parece tranquilo. Sólo algún que otro coche a lo lejos. El tráfico nocturno. Enciende las luces. Sólo faltaría que ahora lo detuvieran por eso.
Claudio abre la nevera y se sirve un vaso de agua.
Raffaella se dirige a los dormitorios. Antes de acostarse les da siempre un beso de buenas noches a sus hijas, un poco por costumbre, pero también para asegurarse de que hayan vuelto. Esa noche ni siquiera tenían previsto salir. Pero nunca se sabe. Es mejor controlar. Entra en la habitación de Daniela. Camina sin hacer ruido, con cuidado para no tropezar con la alfombra. Apoya una mano sobre la mesita. La otra en la pared. Luego se inclina hacia delante, lentamente, y roza su mejilla con los labios. Duerme. Raffaella se aleja de puntillas. Cierra despacio la puerta. Daniela se vuelve lentamente. Se incorpora apoyándose en un costado. Ahora viene lo bueno. Raffaella baja silenciosamente el picaporte de la puerta de Babi y la abre. Pallina está en la cama. Ve el ángulo de luz del pasillo que poco a poco se dibuja sobre la pared, ensanchándose. El corazón empieza a latirle con fuerza. «Y ahora, si me descubren, ¿qué les cuento?» Pallina permanece de espaldas, inmóvil, tratando de no respirar. Siente un ruido de collares: debe de ser la madre de Babi. Raffaella se acerca a la cama, se inclina lentamente hacia delante. Pallina reconoce su perfume. Es ella. Contiene la respiración, a continuación siente cómo su beso le roza la mejilla. Es el beso suave y afectuoso de una madre. Es verdad, las madres son todas iguales: preocupadas y buenas. «¿Serán también todas las hijas idénticas para ellas?» Así lo espera. Raffaella pone en orden la colcha, la tapa delicadamente con el borde de la sábana. Luego, de repente, se detiene. Pallina sigue inmóvil, a la espera. «¿Habrá descubierto algo? ¿La habrá reconocido?» Siente un ligero crujido. Raffaella se ha inclinado. Puede sentir su cálido aliento cerca, demasiado cerca. Luego oye sobre la moqueta unas pisadas ligeras que se alejan. La débil luz del pasillo desaparece. Silencio. Pallina se da poco a poco la vuelta. La puerta está cerrada. Finalmente respira. Ya pasó. Se mueve hacia delante. «¿Por qué se habrá inclinado la madre de Babi? ¿Qué habrá hecho?» En la penumbra de la habitación, sus ojos acostumbrados a la oscuridad encuentran de inmediato la respuesta. A los pies de la cama, colocadas perfectamente la una junto a la otra, se encuentran las zapatillas de Babi. Raffaella las ha puesto en su sitio, ordenadamente. Listas para acoger a la mañana siguiente los pies de su hija todavía caldeados por el sueño. Pallina se pregunta si su madre habría hecho lo mismo. No, ni siquiera se le ocurriría. Alguna que otra noche se ha quedado despierta esperando su beso. En vano. Sus padres volvieron tarde. Los oyó hablar, pasar de largo por delante de su puerta. Luego aquel ruido. La puerta de su dormitorio, que se cerraba. Y, con ella, sus esperanzas se desvanecían. Bueno, son dos madres diferentes. Siente unos escalofríos extraños por todo el cuerpo. No, en cualquier caso, no le gustaría tener por madre a Raffaella. Entre otras cosas, no le gusta su perfume. Es demasiado dulzón.
Step sale al sendero. Al llegar delante de la verja donde la ha dejado, frena levantando una nube de polvo. Mira a su alrededor. Babi no está allí. Toca el claxon. No hay respuesta. Apaga la moto. Prueba a llamarla.
—Babi.
Nada. Ha desaparecido. Cuando está a punto de volver a encender la moto, oye de repente un crujido a su derecha. Llega desde detrás de la valla.
—Estoy aquí.
Step mira por entre los tablones de madera oscura.
—¿Dónde?
—¡Aquí!
Una mano se asoma por un espacio libre que hay entre dos tablones.
—¿Qué haces ahí detrás?
Step ve sus grandes ojos azules. Aparecen solitarios sobre su mano, entre otros dos tablones. Los ilumina la débil luz de la luna y parecen asustados.
—Babi, sal de ahí.
—¡No puedo, tengo miedo!
—¿Miedo? ¿De qué?
—Hay un perro enorme ahí detrás y va sin bozal.
—Pero ¿dónde? Aquí no hay ningún perro.
—Antes sí que estaba.
—Bueno, escucha, ahora no está.
—Aunque no esté el perro no puedo salir de todos modos.
—¿Por qué?
—Me da vergüenza.
—¿De qué tienes vergüenza?
—De nada, no quiero decírtelo.
—Oye, ¿te has vuelto idiota? Bueno, yo ya me he hartado. Ahora arranco y me voy.
Step enciende la moto. Babi golpea los tablones con las manos.
—No, espera.
Step apaga de nuevo la moto.
—¿Entonces?
—Salgo ahora, pero tienes que prometerme que no te reirás.
Step mira aquel extraño trozo de madera con ojos azules y se lleva la mano derecha al corazón.
—Prometido.
—Me lo has prometido, ¿eh?
—Sí, ya te lo he dicho.
—Seguro, ¿eh?
—Seguro.
Babi mete las manos entre las grietas esperando no hacerse daño con ninguna astilla. Un «ay» ahogado. Step sonríe. No ha tenido bastante cuidado. Babi está encima de la valla, pasa por encima de ella y empieza a bajarla. Al final da un salto. Step gira el manillar de la moto hacia ella, iluminándola con el faro.
—Pero ¿qué has hecho?
—Para escapar del perro he saltado la valla y me he caído.
—¿Te has manchado de barro?
—Qué va… es estiércol.
Step suelta una carcajada.
—Dios mío, estiércol… No, no es posible. Me va a dar algo.
No puede parar de reírse.
—Habías dicho que no te ibas a reír. Lo habías prometido.
—Sí, pero esto es demasiado. ¡Estiércol! No me lo puedo creer. Tú en el estiércol. Es demasiado bonito para ser verdad. ¡No se puede pedir más!
—Sabía que no me podía fiar de ti. Tus promesas no valen nada.
Babi se acerca a la moto. Step deja de reírse.
—¡Alto. Detente! ¿Qué haces?
—¿Cómo que qué hago? Subo.
—Pero bueno, ¿estás loca? ¿Pretendes subir en mi moto en ese estado?
—Claro que sí, si no, ¿qué hago? ¿Me desnudo?