Authors: Cayla Kluver
»Por otro lado, cualquier nota o invitación dirigida a cualquier miembro de la familia real, por desenfadada, inocente o previsible que sea, me será mostrada. No me importa si es una nota para la reina Alera de parte de su madre, que esté escrita con la caligrafía de su madre, en la que le pida que vaya a tomar el té. Me la traeréis antes de que se le dé una respuesta.
»En tercer lugar, hay que aumentar significativamente el número de guardias en todo el palacio. A partir de ahora, todo aquel que entre en palacio será registrado por un guardia, que, además, será responsable de asegurarse de que el visitante sale de palacio. Esto incluye a todos los invitados, a los proveedores que llegan a la puerta de servicio y a los miembros del cuerpo militar que no están destinados dentro de estos muros. Se llevará un registro de las entradas y salidas en las puertas del patio, y toda entrada, así como cualquier sospecha por remota que sea, me será comunicada directamente. Si cualquier información de esta naturalez se me comunica con retraso, el hombre responsable será juzgado por insubordinación. Galen, dejo en tus manos la tarea de ubicar a tus hombres y de comunicarles este nuevo procedimiento.
—Sí, señor —respondió Galen con un rápido asentimiento de cabeza.
Aunque todo el mundo se mostraba un poco abatido por la seriedad del capitán, nadie dijo ni una palabra. Por muy estrictas que fueran esas medidas, todo el mundo sabía que eran necesarias. Habían raptado a la princesa dentro de palacio, y lo había hecho el enemigo que, sin que nadie lo supiera, hacía meses que se había infiltrado entre nosotros para espiar a todo el mundo. ¿Quién sabía qué secretos se había llevado esa mujer cokyriana? ¿Quién sabía cuántos de sus hombres podían encontrarse todavía dentro de la ciudad?
—En las puertas de la ciudad se establecerán procedimientos similares — continuó Cannan dirigiéndose al maestro de armas—. Marcail, tú te encargarás de informar y asignar a tus hombres.
—Sí, señor.
—Bien. Y ahora, finalmente, voy a asignar un segundo oficial como guardaespaldas de cada uno de los miembros de la familia real, incluidos el anterior rey y reina. Destari, tú volverás a tomar el puesto de guardaespaldas de la reina Alera; Davan y Orsiett, vosotros protegeréis al rey Adrik y a lady Elissia; Casimir, tú protegerás al Rey.
Steldor, que evidentemente se había excluido a sí mismo del grupo protegido por los guardaespaldas, se incorporó de forma abrupta y protestó:
—¿Qué...?
—No —lo interrumpió el capitán levantando el dedo y sin mirar a su hijo.
Steldor se hundió en la silla, sorprendido, pero no discutió—. Con esto doy por terminada la reunión —declaró Cannan poniéndose en pie.
Dirigiéndose a Galen y a Marcail, añadió—: Espero tener noticias vuestras al final del día.
Steldor y yo salimos primero de la habitación, y Destari y Casimir, que ya habían asumido sus nuevos puestos, nos siguieron. Casimir tenía una actitud estoica y supe que intentaría no ponerse en medio, pero no estaba segura de cómo manejaría Steldor el hecho de tener a alguien tras sus talones todo el tiempo. Justamente, mientras cruzábamos la sala del Trono, mi esposo lanzó unas cuantas miradas hacia atrás con gesto irritado.
Casimir, aunque no era tan alto como su compañero —lo cual se podía decir de casi todos los guardias de élite—, tenía la misma altura que mi esposo y la complexión musculosa de un soldado. El pelo era castaño, no casi negro como el de Steldor, pero un poco más oscuro que el de Galen, y los ojos eran de un color gris humo. Era más joven que Destari, que London y que Halias, pero yo no lo conocía bien, pues él acostumbraba a cuidar de los asuntos de Cannan en otros reinos.
Subí los dos primeros peldaños de la escalera principal y entonces me di cuenta de que Steldor se había detenido al pie de la escalera.
—Tengo que hablar de unos asuntos con mi padre —explicó.
Me pregunté si iría a discutir de nuevo la cuestión de si necesitaba un guardaespaldas. Me sorprendió notar un cosquilleo de inquietud en el estómago ante la perspectiva de que me dejara. Respiré profundamente e intenté pensar con sensatez, pero no pude quitarme esa sensación de intranquilidad, ni siquiera mientras asentía con la cabeza. Steldor se acercó a mí y me puso un mechón de pelo detrás de la oreja mientras me observaba atentamente, como si quisiera leer mis emociones en mi rostro.
Cerré los ojos y sentí el contacto de sus dedos, deseando embeberme de su confianza en sí mismo y de su seguridad. Luego se fue, y Casimir, con él.
Miré a Destari un momento y me apresuré a subir las escaleras: la expresión de compasión que vi en sus oscuros ojos me era difícil de soportar. No deseaba que nadie se compadeciese de mí. Quería que todo el mundo fingiera que no había sucedido nada, que todo era una gran farsa.
Detestaba esas miradas de compasión porque me recordaban que todo el horror era real, que mi hermana estaba en Cokyria, donde vivían la Alta Sacerdotisa y el Gran Señor, y que Miranna se encontraba a su merced.
Destari se detuvo un momento ante la puerta de la sala, como si pensara en entrar conmigo para no dejarme sola, y yo lo hice pasar. Aunque no me encontraba con ánimos de hablar, no podía fingir que no tenía miedo. Se habían llevado a Miranna contra su voluntad, y lo habían hecho en nuestra bien protegida y supuestamente inviolable casa. ¿Quién podía asegurar que lo mismo no me pasaría a mí? ¿Había algún lugar donde el enemigo no pudiera llegar?
Me retiré a mi dormitorio y Destari se quedó en la sala. Cerré la puerta y corrí las cortinas de la ventana para impedir la entrada de la luz del sol.
Luego me tumbé en la cama y me enterré bajo las mantas sin quitarme el vestido. Me quedé allí horas, dormitando; lo único que quería era apartarme del mundo y no formar parte de esa profunda y absoluta desgracia.
Al cabo de mucho rato, unas voces ahogadas procedentes de la sala llamaron mi atención e intenté concentrarme para distinguir las palabras, pero no lo conseguí. Oí que la puerta de la sala se abría y se cerraba, y luego, unos pasos que se acercaban a mi habitación.
—Alera —me llamó Steldor en voz baja dando unos suaves golpecitos en la puerta.
Me destapé, ansiosa por verlo, y salté de la cama para ir a abrirle la puerta. Él me miró de arriba abajo y se dio cuenta del mal estado en que me encontraba, del desorden de la cama y de las cortinas corridas.
—¿Has estado durmiendo todo el día? —preguntó.
—He dormido a ratos —dije, cauta—. Casi todo el tiempo he estado descansando.
Su rostro se ensombreció de preocupación, pero no me hizo más preguntas.
—Te he traído una cosa —dijo invitándome a que lo siguiera.
Al salir de la habitación, vi que Destari había salido de la sala, seguramente para reunirse con Casimir en el pasillo. Como un animal al que han sacado a la fuerza de su guarida, fui hasta el sofá, me senté y cogí una cesta que Steldor había dejado en la mesita de delante. Él me observaba desde la chimenea; abrí la tapa despacio. Mientras lo hacía, un pequeño gatito atigrado negro y gris sacó la cabeza, maulló con una fuerza sorprendente y miró, con sus ojos grises, a su alrededor, curioso. El animalito intentó salir de la cesta: tenía las patitas y la barriga blancas.
Pronto consiguió sacar una de las patitas traseras por encima de la cesta y cayó, hecho una bolita de pelo, sobre mi regazo. Volvió a maullar y se puso en pie, inseguro y arqueando la espalda, lo cual hizo que la barriga pareciera más grande.
Cogí a ese precoz gatito, me lo puse entre los brazos y me lo acerqué al cuello. Inmediatamente trepó a mi hombro y se quedó allí, en precario equilibrio. Enterró la cabecita en mi pelo y empezó a jugar con él con sus diminutas patitas, como si creyera que se encontraba ante una extraña presa. Steldor se puso a mi lado y cogió al tierno cachorrito, que le cabía perfectamente en la palma de la mano.
—Esto va a ser un caos durante un tiempo —dijo mientras acariciaba al gatito detrás de las orejas y me lo volvía a dejar en el regazo—. No quiero que pases mucho tiempo sola, y pensé que, quizá, tener un compañero, aunque sea uno tan pequeño, pueda ser una buena distracción.
—Gracias —repuse, mirándolo con aprecio, pues me di cuenta de que a pesar de toda la actividad militar en que se encontraba inmerso, había pensado en mí: no quería que me sintiera abandonada e intentaba ofrecerme apoyo. Aunque nunca lo había dicho con palabras, sus actos expresaban que me quería.
Pasé los días siguientes en mis aposentos, con mi nueva mascota. No me apetecía salir, pues mi habitual curiosidad por los asuntos políticos había desaparecido, junto con mi hermana. Tomaba las comidas en mi sala, pues sabía que si iba al comedor familiar Miranna no estaría allí. No quería caminar por los pasillos, pues no había posibilidad de que pudiera cruzarme con ella. Me resultaba más fácil soportar la culpa y el dolor si no tenía que enfrentarme a nada que me recordara su extraña ausencia.
Steldor iba y venía, pero supe por Destari que el aislamiento que yo misma me había impuesto lo preocupaba. Sin embargo, se sentía un poco más tranquilo por el hecho de que mi guardaespaldas me hacía compañía en la sala en lugar de montar guardia en el pasillo.
Una tarde, cuando ya hacía una semana del rapto de Miranna, mi madre vino a verme. Por las oscuras ojeras que tenía supe que apenas había dormido desde que había empezado esa terrible situación. No pude evitar preguntarme si yo no tendría las mismas señales de fatiga, pues durante los últimos días no había prestado mucha atención a mi aspecto. El miedo y el dolor se habían convertido en mis únicas emociones. Mi madre se sentó en el sofá, a mi lado, y miró al gatito que jugaba a sus pies con una sonrisa de afecto. Luego me cogió ambas manos.
—¿Cómo te encuentras, cariño? —preguntó con ternura y con un tono de voz más débil que de costumbre, que parecía haber perdido su cualidad cantarina a causa del dolor.
Me miró a los ojos y supe que la expresión de preocupación que dejaba entrever se debía a mí. Pensar que le estaba causando un dolor añadido era casi más de lo que podía soportar. Ella esperaba mi respuesta con paciencia.
—Lo intento, madre —murmuré—. Steldor hace todo lo que puede por ayudarme. —Hice un gesto hacia el gatito y añadí—: No quiere que esté sola.
Mi madre asintió con la cabeza y me apartó un mechón de la frente.
—Voy a pedirte una cosa, Alera, una cosa que te será difícil hacer, pero es importante que lo intentes.
—Sí, madre, lo que quieras.
—Hasta que no sepamos, Dios no lo quiera, que tu hermana ha muerto, debemos comportarnos como si estuviera viva. No debemos rendirnos a la desesperación, e incluso aunque lo hagamos, no debemos permitir que nuestros actos lo delaten. Nuestros guardias y líderes militares deben saber que tienen nuestra confianza, y la gente del reino debe creer que somos fuertes.
Vi que sus cansados ojos brillaban con determinación, y noté una inesperada fortaleza en ellos. Me volvió a coger de las manos y continuó:
—Alera, te pido que retomes tu rutina habitual, que cumplas con tus deberes. Te pido que intentes llevar en lo posible una vida normal.
—Yo no he perdido la esperanza —me apresuré a asegurar; luego, con ternura, añadí—: Pero no sé si puedo hacer lo que me pides.
Ella miró por la ventana un momento, como si intentara decidir de qué forma podía convencerme de que yo era capaz de hacer lo imposible.
Finalmente, volvió a mirarme con expresión melancólica.
—He atravesado momentos complicados en otras ocasiones. Eso no quiere decir que esta situación sea más fácil de soportar, pero sí me resulta más sencillo sobrevivir a ella. Hace tiempo que sabes que mi familia murió durante una incursión de los cokyrianos, cuando yo era adolescente, y que vine a vivir a palacio hasta que llegó el momento de casarme con el hijo del Rey. Lo que quizá no sepas es que estaba prometida con el príncipe de la Corona, Andrius, y no con tu padre. —Suspiró y su rostro adquirió una momentánea expresión de nostalgia—. Tú no has conocido a tu tío, pero se parecía mucho a Cannan, aunque tenía más sentido del humor. —Sonrió brevemente al pensar en ello, como si recordara tiempos más felices—.
Pero estábamos en guerra, y todos los jóvenes se fueron a luchar. Andrius convenció al Rey de que lo dejara unirse a la causa. Perdió la vida, y yo quise morirme con él. Sin embargo, poco a poco, me recuperé y me prometí a tu padre. Después de todo, me habían educado para que fuera reina.
Sentada a su lado, en silencio, me sentí profundamente intrigada por lo que me estaba contando. Sabía que mi padre había tenido un hermano mayor, el heredero, y que este había muerto en la guerra, pero esa parte de la historia era nueva para mí.
—Te cuento esto porque la tragedia le llega a todo el mundo en un momento u otro de la vida; lo que distingue a las personas es cómo la manejan. Tú me recuerdas a Andrius, por la fuerza que hay en tu interior.
Lo que te estoy pidiendo puede que resulte agotador, pero eres la reina de Hytanica. La gente busca en ti fe y coraje, lo mismo que buscan en el Rey. Y cada vez que las muestras, tanto si la sientes de verdad o no, consigues que la próxima vez sea un poco más fácil.
Observé a mi hermosa madre y, por primera vez, me di cuenta de que gran parte de su personalidad se había formado con la tragedia.
—Lo intentaré —prometí.
Mi madre me abrazó con fuerza, tal y como hacía cuando yo era pequeña, y parte de su fuerza pareció invadirme.
HERMANOS EN LA BATALLA
Me encontraba jugando con mi gatito en la sala de mis aposentos cuando un golpe me sobresaltó y miré a Destari. Habían pasado unos cuantos días desde que mi madre había venido a verme, y yo no esperaba ninguna visita. Asentí con la cabeza y él abrió la puerta. Un sargento de la Guardia de Elite entró en la sala.
—Majestad, he venido para sustituir a Destari como vuestro guardaespaldas —dijo, dirigiéndome una reverencia—. El capitán necesitaba hablar con él y no quiere que os quedéis sin protección.
Me incorporé rápidamente, invadida por la ansiedad ante la idea de que Destari fuera a marcharse. Observé rápidamente al hombre que Cannan había enviado como sustituto de Destari, mi guardaespaldas parecía un niño. Sólo era un poco más alto que yo, y enseguida supe que no podía sentirme segura con él. Necesitaba a Destari, en quien confiaba, en quien había aprendido a confiar, y cuyas habilidades eran incuestionables.