Alera (16 page)

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Authors: Cayla Kluver

BOOK: Alera
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—Eso no significa que Steldor haya tenido un comportamiento perfecto. Muchos padres le habrían propinado más de una paliza, pero Cannan nunca le puso un dedo encima. Y eso, supongo, nos lleva a mi hermano.

—Sí, así es. ¿Por qué nunca pegó a su hijo? —Me acerqué a Baelic, como si quisiera leerle la respuesta en el rostro.

—Digamos que nuestro padre empleó ese método de forma demasiado generosa, así que Cannan se negó a usarlo con su hijo. Encontró otras maneras de manejar la desobediencia, otras formas más creativas e igual de efectivas, a mi parecer. Eso no significa que no hubiera ocasiones en que Cannan no deseara estrangular a Steldor. Decididamente, el chico es merecedor del apodo que Cannan le puso.

—¿Apodo? —pregunté, espoleada por la curiosidad.

—No creo que Steldor lo sepa —dijo Baelic con una carcajada—, así que quizá no debería decíroslo.

—Ésa es una razón más que suficiente para hacerlo —contesté con una sonrisa pícara para que me lo revelara.

—Muy bien, supongo que tenéis que saberlo. Cuando su hijo no le oye, Cannan a veces se refiere a él como «Averno».

Reí, encantada de haberme enterado de ello y pensando ya en cómo utilizaría ese conocimiento.

Baelic me mostró los demás caballos: una yegua alazana que pertenecía a Shaselle; un caballo zaino que era de su hijo Celdrid y, después de hacerme cruzar una puerta, que quedaba al final de los establos, su apreciado semental, que daba patadas en el suelo y levantaba la cabeza con el orgullo de un rey. Más grande incluso que Briar, el semental tenía unas irregulares manchas blancas y negras, unas patas poderosas y un cuerpo robusto y musculoso. Baelic no tuvo que recordarme que mantuviera la distancia, aunque él acariciaba al animal sin ningún temor.

Mientras nos dirigíamos hacia la puerta acordamos los detalles necesarios para mi próxima visita durante la cual Baelic me llevaría a montar. Quedamos para dos semanas más tarde.

—A Shaselle le encantaría venir, si no os importa. Hace mucho tiempo que no sale a cabalgar, desde que los cokyrianos empezaron a ser una amenaza en el río. Ahora ya podremos disfrutar del campo por primera vez en mucho tiempo.

—No me importa en absoluto —dije, entusiasmada por la idea de hacerme amiga de una joven con quien parecía compartir tantas cosas. Luego, desconcertada, pregunté—: Pero ¿cómo es que ahora podemos salir de la ciudad?

—Los cokyrianos se han retirado esta mañana —me explicó mirándome con extrañeza—. Pensé que os habíais enterado.

Negué con la cabeza y sonreí: comprendía el motivo del buen humor de Steldor y su despreocupación acerca de mis actividades. ¿Era posible que nuestros enemigos hubieran decidido dejarnos en paz? Sentí el paso más ligero, esperanzada, mientras regresábamos a la casa. Una vez allí, Lania salió a la puerta para darme la bienvenida… y para mostrarle su enojo a Baelic.

—Hueles como un caballo.

—La verdad es que huelo como varios caballos —rio él.

Ella suspiró y lo mandó a lavarse. Mientras él subía rápidamente las escaleras que separaban la entrada del salón principal que quedaba más allá, Lania lo miró con afecto. Luego me hizo una señal indicando hacia la izquierda del pasillo. Por los aromas que procedían de esa zona, supe que la cocina se encontraba en esa ala de la casa.

—Nos detuvimos ante la primera sala, y Lania me acompañó a través de una puerta doble de color rojo hasta el claro y aireado salón que ofrecía una vista del patio frontal de la casa. Miré los tapices que decoraba las paredes y me divirtió ver que representaban caballos pastando, entrenando o montados por soldados de caballería. Me senté en un sofá que se encontraba ante una de las ventanas, y Lania eligió un sillón. Al cabo de un momento, una sirvienta nos trajo té de rosas. Tomamos el té y charlamos mientras esperábamos a Baelic, y yo le pedí que me llamara por mi nombre de pila y que no utilizara la respetuosa forma de «alteza».

Cuando Baelic ya se había reunido con nosotras, apareció un sirviente y anunció que la cena ya estaba lista. Lania le ordenó que avisara a sus hijos, que se encontraban en otra parte de la casa. Shaselle, Tulara, Léesete, Ganya y Celdrid, que tenía diez años y era el más joven, no tardaron en aparecer en el comedor. La hija mayor, Dahnath, no se encontraba con nosotros, pues había tenido que atender un compromiso anterior.

—Está cenando con lord Drael —explicó Lania al ver que yo miraba la silla vacía.

—Sí —dijo Celdrid, saltando sobre su silla mientras sus hermanas tomaban asiento de forma más apropiada—. Lo encuentra terriblemente guapo.

Celdrid intercambió una furtiva mirada con Lesette y Ganya, sus hermanas más próximas en edad, y las chicas empezaron a reír. Yo también sonreí, pues el chico era idéntico a Baelic, tanto por su aspecto como por su comportamiento.

—Vosotras dos, callaos —las amonestó Tulara, que era más educada que Shaselle—. Lord Drael es un hombre rico y respetable, y vosotras tendréis suerte si os casáis con alguien como él algún día.

—Y tú tendrás suerte si llegas a casarte —replicó Shaselle en voz baja mirando a su hermano y sonriendo.

Por un momento pareció que Tulara iba a responder con indignación, pero al ver la severa mirada de Lania, se hundió en su silla y adoptó una actitud más propia de una dama.

Mientras cenábamos, no sólo me deleité con unos platos deliciosos, sino que disfruté con la calidez de esa familia tan feliz. Reflexioné acerca del profundo vínculo que había entre Baelic y Lania. ¿Tendríamos Steldor y yo alguna vez una relación parecida? Me parecía muy poco probable, e incluso menos probable que algún día tuviera un hijo con él, a pesar de la necesidad de tener un heredero.

Cuando mi carruaje regresó para llevarme a casa, les di las gracias a Lania y a Baelic y, de nuevo, mi tío me dejó pasmada al ofrecerme un paquete.

—Creo que lo encontraréis útil —me dijo guiñándome el ojo y encogiéndose de hombros bajo la asombrada mirada de su esposa.

Acepté el paquete y regresé a palacio en el carruaje, completamente satisfecha de mi excursión. Caminé despreocupada por el camino de piedra que dividía el patio en dos, atravesé las puertas de palacio y estuve a punto de chocar con London, que se marchaba. Iba vestido con su ropa habitual: el chaleco de piel marrón y los dos cuchillos colgados del cinturón. Pero esta vez también llevaba un arco y un carcaj con flechas.

—¿Otra vez te vas? —le dije, bromeando, al ver el arco y el carcaj colgados de su hombro—. ¿Cómo es posible que no podamos conservar un buen hombre quieto en su sitio?

—No me puedo resistir a las montañas —respondió él, pasándose la mano por el alborotado pelo plateado. Pero, a pesar de la ligereza de esa respuesta, supe que algo no iba bien.

—¿A Cokyria? —Ya no bromeaba, las ganas de tomarle el pelo se me habían pasado—. ¿Qué ha sucedido?

—Los cokyrianos se han marchado del río esta mañana.

—Pero ¿eso no es una buena…?

De repente comprendí la terrible verdad y me quedé casi sin respiración. London me observó con una expresión preocupada en sus ojos de color índigo, pues sabía que yo acababa de deducir la gravedad de la situación.

—¿Eso significa… que tienen a Narian?

—Eso es lo que quiero averiguar. En cualquier caso, la retirada de los cokyrianos nos dice que saben que él ya no se encuentra en Hytanica, a pesar de las medidas que hemos tomado para que no se enteraran de ese detalle. Si no lo tienen en su poder, seguro que iniciarán una batida en su búsqueda. —London no paraba quieto, se movía como un caballo que no puede esperar a empezar a correr—. Debo irme, Alera. Conocéis como los demás las consecuencias que tendría que Narian se encontrara en manos del Gran Señor. Si está en Cokyria, necesitaremos todo el tiempo que podamos conseguir para prepararnos.

Asentí, abatida, pero lo detuve un momento antes de que saliera al patio.

—Regresarás, ¿verdad?

—Hytanica depende de ello —respondió mirándome con determinación—. Así que lo haré.

VIII

SUERTE DE MI TIO

Cuando London se hubo marchado hacia Cokyria, subí la escalera principal para ir a los aposentos que compartía con Steldor. Me sentía agitada y deseaba estar sola. Al llegar me encontré con mi esposo, que estaba tumbado en el sofá y leía un libro; levantó la cabeza al verme entrar y me dirigió esa sonrisa de suficiencia que yo tanto detestaba.

—Alera, por fin vienes a reunirte conmigo —dijo con atrevimiento mientras se incorporaba y dejaba el libro encima de la mesilla—. Por una vez que consigo venir a cenar, tú no estás. ¿Debo entender, pues, que has disfrutado de tu día en la ciudad?

—Sí, así es.

Intenté responder con ligereza, a pesar de que su presencia me había puesto nerviosa. Después de tantas semanas sin venir a nuestros aposentos, ¿por qué estaba allí en ese momento?

—¿Quieres que pida que te traigan un poco de comida, o a has cenado?

—Ya he cenado, pero gracias por preguntar —repuse con delicadeza.

—Comprendo.

Me dirigí hacia mi dormitorio, intentando escapar de la situación, pero me detuve al oír la voz de Steldor.

—¿Y quién ha disfrutado del placer de tu compañía? No sabía cuál podía ser su reacción si le decía que había pasado la tarde con su tío, así que intenté cambiar de tema.

—No quiero aburrirte con los detalles de mi vida social. Pero, dime, ¿qué ha habido de especial hoy? ¿Por qué has podido venir a casa?

—Lo que me parece especial —replicó Steldor, divertido— no es que no me cuentes los detalles de tu vida social, sino que de verdad creas que puedes ocultármelos.

Incapaz de mirarle a los ojos, esperé a ver hacia dónde se dirigía la conversación.

—Y, dada la naturaleza de algunos de los secretos que se han descubierto últimamente, eso me preocupa. Así que, querida, ¿vas a decirme qué has hecho esta tarde?

Me sentí subestimada e indignada, así que lo miré directamente a los ojos y negué con la cabeza. El soltó una carcajada condescendiente.

—No importa. Tengo otras formas de averiguarlo..., ¿quizá por el cochero de tu carruaje?

Steldor me observó con atención y engreimiento. Detestaba esa habilidad suya de tener siempre la última palabra.

—Para responder a tu pregunta —dijo—, te diré que hoy los cokyrianos se han retirado, lo cual nos ha concedido un breve respiro. Pensé que podía aprovechar la oportunidad de pasar un rato con mi esposa. Ven a sentarte conmigo.

—Permíteme unos momentos para que pueda refrescarme, mi señor —repuse.

Entré rápidamente en la habitación para ocultar el paquete que Baelic me había dado. Al cabo de unos minutos regresé a la sala, no tan temerosa como era habitual ante la cercanía de mi esposo, pues las cosas que Baelic me había contado me habían hecho sentir un poco más de confianza en él. A pesar de todo, no me sentía muy cómoda ante la posibilidad de que él pudiera intentar intimar, así que me senté en el extremo más alejado del sofá. Mi actitud lo divirtió de forma evidente, pero no dijo nada. Se limitó a coger el libro de encima de la mesita y a dármelo.

—Me gustaría que leyeras para mí —dijo.

Parecía cansado y, por primera vez, se me ocurrió pensar que, quizá, ser rey le hacía pagar un precio elevado. Normalmente en Hytanica se coronaba a los reyes a partir de los veinte años, así que Steldor era excepcionalmente joven para soportar un peso como ése; en verdad, era el rey más joven que había tenido Hytanica. Miré el libro con la esperanza de que no tratara de armamento o de estrategia bélica, y me sorprendí al ver que era una historia de la familia real, de mi familia. Lo abrí y él volvió a tumbarse en el sofá, esta vez con la cabeza encima de mi regazo y los ojos cerrados. Mientras leía, iba observando su hermoso rostro, el cabello oscuro que le caía desde las sienes despejadas y que destacaba sus marcados pómulos. Tenía una expresión de tanta paz que sentí deseos de tocarle el cabello y la cara, pero me contuve, pues sabía que un gesto como ése sería malinterpretado por su parte.

Estuve leyendo durante unos quince minutos y luego paré, convencida de que se había quedado dormido, pero él abrió los ojos inmediatamente y se sentó en el sofá. Me miró con expresión resuelta, y la ternura que acababa de sentir hacia él se convirtió en ansiedad, pues lo sentía demasiado cerca de mí.

Steldor me cogió por los hombros y me colocó de cara a él. Me miró a los ojos y me acarició la línea de la mandíbula con delicadeza. Luego deslizó los dedos hacia la nuca e, inclinándose un poco, me dio un beso suave, agradable y dulce, y yo se lo devolví sin darme cuenta. Entonces se apartó un poco y me observó con atención mientras jugaba con un mechón de mi pelo.

—Me estás volviendo loco, Alera —dijo con voz ronca— Tu voz, tu olor, la manera en que me miras, cómo te mueves. Lo que más deseo es ser verdaderamente tu esposo, y que tú seas mi esposa de verdad.

Se inclinó hacia mí de nuevo y me acarició los labios con los suyos, con ligereza, y luego empezó a besarme el cuello y la línea de la clavícula mientras me apartaba el cabello de los hombros.

—Steldor, no estoy preparada —tartamudeé. Por algún motivo, me costaba hablar.

—Iré con cuidado —prometió mientras sus labios continuaban explorando.

—Por favor, no —insistí, esforzándome por pronunciar las palabras con claridad. Él se apartó, un tanto reticente—. Todavía no. Lo siento.

Me conmovió ver en él una expresión primero de frustración, y luego de dolor al sentirse rechazado. Pero antes de que yo tuviera tiempo de decir nada, él suspiró y se puso en pie.

—Voy a salir un rato. No me esperes despierta.

Asentí con la cabeza, pues no sabía qué otra cosa hacer. Antes de salirse, se detuvo un momento en la puerta con la mano apoyada en el marco y me miró con expresión triste.

—Pero piensa en la posibilidad de que el contacto conmigo te pueda ser grato —dijo en un tono casi ligero, aunque no pudo ocultar del todo el dolor que sentía.

En cuanto se fue, me invadió una inexplicable tristeza mezclada de intranquilidad. ¿Adónde iba? Y, lo que era más importante, ¿con quién?

A pesar de que, con el paso de la primavera al verano, el tiempo cambió y se hizo más cálido y húmedo, la relación con mi esposo varió muy poco. Para mi consternación, él continuaba marchándose casi todas las noches hasta muy altas horas y, a cada día que pasaba, yo me sentía más preocupada por cuáles podían ser sus actividades. Necesitaba saber si de verdad tenía que preocuparme por ello, así que pensé en otra alternativa para conseguir una respuesta a mis preguntas. Ya que Steldor no me quería decir adónde iba, tendría que preguntárselo a otra persona, y no fue difícil saber qué persona podía darme esa información. Estaba segura de que Galen sabía todo lo que se podía saber acerca de Steldor.

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