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Authors: Enrique Barrios

Tags: #Cuento, ciencia ficción

Ami, el niño de las estrellas (3 page)

BOOK: Ami, el niño de las estrellas
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—¿Viajas a la velocidad de la luz? —Mi pregunta le pareció cómica.

—Si viajara «tan lento» me habría hecho viejo antes de poder llegar hasta aquí.

—¿A qué velocidad viajas entonces?

—Nosotros en general no «viajamos»; más bien, nos «situamos», pero de un lado a otro de la galaxia demoraría… —tomó su calculadora del cinturón y sacó unas cuentas—. Según tus medidas de tiempo… mmmm… una hora y media, y de una galaxia a otra tardaría varias horas.

—¡Qué bárbaro! ¿Cómo lo consigues?

—¿Puedes explicar a un bebé por qué dos más dos son cuatro?

—No —respondí— ni yo mismo lo sé…

—Yo tampoco puedo explicarte cosas que tienen que ver con la contracción y curvatura del espacio-tiempo… ni hace falta… Fíjate cómo se deslizan esas pequeñas aves por la arena, parecen patinar… ¡qué maravilla!

Ami estaba contemplando unas aves que corrían en grupo por la playa, recogiendo algún alimento que las olas depositaban sobre la arena. Yo recordé que era tarde.

—Tengo que irme… mi abuelita…

—Todavía duerme.

—Estoy preocupado.

—¿Preocupado? Qué tontería.

—¿Por qué?

–«Pre» significa «antes de». Yo no me «pre-ocupo»; yo me «ocupo».

—No te entiendo, Ami.

—No vivas imaginando problemas que no han ocurrido ni van a ocurrir. Disfruta del presente. La vida es corta. Cuando aparezca un problema real, entonces ocúpate de él. ¿Te parecería bien que estuviésemos preocupados imaginando que podría venir una ola gigante y devorarnos? Sería tonto no disfrutar de este momento, de esta noche tan hermosa… observa esas aves que corren sin preocuparse… ¿Por qué perder este momento por algo que no existe?

—Pero mi abuelita sí existe…

—Sí, y no hay ningún problema al respecto… ¿Y este momento, no existe?

—Estoy preocupado…

—Ah, terrícola, terrícola… Está bien, veamos a tu abuelita.

Tomó su aparato televisor y comenzó a manipularlo. En la pantalla apareció el camino que lleva hacia mi casa. La «cámara» iba avanzando por entre los árboles y las rocas del sendero. Todo se veía en colores e iluminado como si fuese de día. Penetramos a través de una ventana de la casa, apareció mi abuelita durmiendo profundamente en su cama, hasta se escuchaba su respiración. ¡Aquel aparato era increíble!

—Duerme como un angelito —comentó Ami riendo.

—¿No es una película?

—No. Es «en vivo y en directo»… Vamos al comedor.

La «cámara» atravesó la pared del dormitorio y apareció el comedor. Allí estaba la mesa con su mantel de cuadros grandes, y en el lugar que yo ocupo había un plato cubierto por otro, invertido.

—¡Eso se parece a mi «ovni»! —bromeó Ami—. Veamos qué te tienen para cenar —operó algo en el aparato y el plato superior se hizo transparente como vidrio. Apareció un trozo de carne asada, con papas fritas y ensalada de tomates.

—¡Bof! —exclamó Ami con asco— ¡cómo pueden comer cadáver!…

—¿Cadáver?

—Cadáver de vaca… vaca muerta. Un trozo de vaca muerta.

Así como él lo pintaba, me dio asco a mí también.

—¿Cómo funciona este aparato; dónde está la cámara? —le pregunté muy intrigado.

—No necesita cámara. Este artefacto enfoca, capta, filtra, selecciona, amplifica y proyecta… sencillo, ¿no? —Al parecer, se estaba burlando de mí.

—¿Por qué se ve de día, siendo de noche?

—Hay otras «luces» que tu ojo no puede ver; este aparato si las capta.

—¡Qué complicado!

—Nada de eso. Yo mismo hice este cachivache…

—¡Tú mismo!

—Es sumamente anticuado, pero le tengo cariño. Es un recuerdo, un trabajo de la escuela primaria…

—¡Ustedes son unos genios!

—Por supuesto que no. ¿Sabes multiplicar?

—Claro —respondí.

—Entonces tú eres un genio… para uno que no sabe multiplicar. Todo es cuestión de grados. Una radio a transistores es un milagro para un aborigen de las selvas.

—Tienes razón. ¿Crees tú que algún día podremos tener aquí en la Tierra inventos como el tuyo?

Se puso serio por vez primera. Me dirigió una mirada que denotaba cierta tristeza.

—No lo sé.

—¡Cómo que no lo sabes; tú lo sabes todo!

—No todo. El futuro no lo conoce nadie… afortunadamente.

—¿Por qué dices «afortunadamente»?

—Imagínate; la vida no tendría ningún sentido si se conociera el futuro. ¿Te gusta saber de antemano el final de la película que estás viendo?

—No. Eso me irrita respondí.

—¿Te gusta escuchar un chiste que ya conoces?

—Tampoco. Eso me aburre.

—¿Te gustaría saber qué regalo vas a recibir para tu cumpleaños?

—Eso menos todavía. —Me parecía ameno su modo de enseñar, con ejemplos.

—La vida perdería todo su sentido si se conociera el futuro. Uno puede solamente calcular posibilidades.

—¿Cómo es eso?

—Por ejemplo, calcular las posibilidades o probabilidades que tiene la Tierra de salvarse…

—¿Salvarse, salvarse de qué?

—¡Cómo de qué!… ¿No has escuchado hablar de la contaminación, las guerras, las bombas?

—¡Ah, sí! ¿Me quieres decir que aquí también estamos en peligro, como en los mundos de los malvados?

—Hay muchas posibilidades. La relación entre ciencia y amor está terriblemente inclinada hacia el lado de la ciencia; millones de civilizaciones como ésta se han autodestruido. Es un punto de cambio, peligroso…

Me asusté. Yo no había pensado seriamente en la posibilidad de una tercera guerra mundial o de una catástrofe. Me quedé largo rato meditando. De pronto se me ocurrió una idea maravillosa:

—¡Hagan algo ustedes!

—¿Algo como qué?

—No sé… bajar mil naves y decirles a los presidentes que no hagan la guerra… algo así. —Ami sonrío.

—Si hiciéramos algo así, en primer lugar, habría miles de infartos cardiacos, por culpa justamente de esas películas de invasores, y nosotros no somos inhumanos, no podemos provocar algo semejante. En segundo lugar, si les dijéramos, por ejemplo: transformen sus armas en instrumentos de trabajo, pensarían que es un plan extraterrestre para debilitarlos y luego dominar el planeta. Tercero, supongamos que lleguen a comprender que somos inofensivos, de todos modos no soltarían las armas.

—¿Por qué?

—Porque tendrían temor de los otros países. ¿Quién va a desarmarse primero? Ninguno.

—Pero tienen que tener confianza…

—Los niños pueden tener confianza, los adultos no… y menos los presidentes, y con razón, porque algunos tienen ganas de dominar todo lo que puedan…

Yo estaba realmente intranquilo. Comencé a buscar una solución para evitar la guerra y la posible destrucción de la humanidad. Pensé que los extraterrestres podrían por la fuerza tomar el poder en la Tierra, destruir las bombas y obligarnos a vivir en paz. Se lo dije. Cuando terminó de reír, aseguró que yo no podía dejar de ser terrícola para pensar.

—¿Por qué?

—Por la fuerza, destruir, obligar, todo eso es terrícola, incivilizado, violencia. La libertad humana es algo sagrado, tanto la nuestra como la ajena. Obligar no existe en nuestros mundos; cada persona es valiosa y respetada. Por la fuerza y destruir es violencia, lo cual viene de «violar»; violar la Ley del universo…

—¿Entonces ustedes no hacen la guerra? —todavía no terminaba de hacer esa pregunta cuando me sentí estúpido por haberla hecho. Me miró con cariño y poniendo su mano sobre mi hombro, dijo:

—Nosotros no hacemos la guerra, porque creemos en Dios.

Me sorprendió mucho su respuesta. Yo también creía en Dios, pero últimamente estaba pensando que sólo los curas de mi colegio creían en El, y también la gente sin mucha cultura, porque tengo un tío que es físico nuclear de la universidad y dice que «a Dios lo mató la inteligencia».

—Tu tío es un tonto —aseguró Ami después de percibir mis pensamientos.

—No me parece; está considerado como uno de los hombres más inteligentes del país.

—Es un tonto —insistió Ami—. ¿Puede una manzana matar al manzano? ¿Puede una ola matar al mar?

—Yo había pensado que…

—Te equivocaste. Dios existe.

Me puse a pensar en Dios, un poco arrepentido por haber puesto en duda su existencia.

—¡Oye, sácale la barba y la túnica! —Ami reía, porque había visto mis imágenes mentales de Dios.

—Entonces… ¿no tiene barba; Dios se afeita? —Mi amigo espacial se regocijaba con mi confusión.

—Ese es un dios demasiado terrícola —comentó.

—¿Por qué?

—Porque tiene la apariencia de un terrícola.

¿Qué me estaba queriendo decir; que los extraterrestres no tienen apariencia humana?

—Pero, ¿cómo?… Dijiste que los seres humanos de otros mundos no tienen forma extraña o monstruosa, además, tú mismo pareces terrícola…

Ami, sonriendo tomó una ramita y dibujó una figura humana sobre la arena.

—El modelo humano es universal: cabeza, tronco y extremidades, pero hay pequeñas variaciones en cada mundo: altura, color de la piel, forma de las orejas; pequeñas diferencias. Yo parezco terrestre porque la gente de mi planeta es igual a los niños de la Tierra, pero Dios no tiene la forma de un hombre. Ven, vamos a pasear.

Comenzamos a caminar por el sendero hacia el pueblo. Puso su brazo sobre mi hombro, sentí en él al hermano que nunca tuve. Unas aves nocturnas pasaron graznando a lo lejos. Ami pareció deleitarse con esos sonidos, aspiró el aire marino y dijo:

—Dios no tiene apariencia humana —su rostro brillaba en la noche al hablar del Creador— no tiene forma alguna, no es una persona como tú o yo. Es un Ser infinito, pura energía creadora… puro amor…

—¡Ah! —lo decía de una forma tan bella, que lograba emocionarme.

—Por eso, el universo es hermoso y bueno… Es maravilloso —agregó. Yo pensé en los habitantes de los mundos primitivos que él había mencionado, y también en la gente mala de este mismo planeta.

—¿Y los malos?

—Ellos llegarán a ser buenos algún día…

—Mejor hubieran nacido buenos desde el principio, así, no habría nada malo por ninguna parte.

—Si no se conociera lo malo, ¿cómo se podría disfrutar de lo bueno; cómo se podría valorar? —preguntó Ami.

—No entiendo bien.

—¿No te parece maravilloso poder mirar, ver?

—No sé. Nunca lo había pensado… creo que sí.

—Si hubieras sido ciego de nacimiento y de pronto adquirieras la vista, entonces te parecería maravilloso poder ver…

—¡Ah, sí!

—Quienes han vivido existencias duras, violentas, cuando logran alcanzar una vida más humana la valoran como nadie… Si jamás fuese de noche, no podríamos disfrutar del amanecer…

Íbamos caminando por el sendero iluminado de luna y bordeado de árboles, pasamos por mi casa, entré silenciosamente a buscar un suéter y volví al lado de Ami. Continuamos caminando y conversando. El contemplaba todo mientras hablaba. Aún no aparecían las primeras calles del pueblo ni las luces del alumbrado público.

—¿Te das cuenta de lo que estás haciendo? —me preguntó de improviso.

—No… ¿qué?

—Estás caminando, puedes caminar…

—Ah, sí; claro… ¿y eso qué tiene de extraordinario?

—Hay quienes han sido inválidos, y luego de meses o años de ejercicios logran volver a caminar, para ellos sí que es extraordinario poder hacerlo, y lo agradecen, lo disfrutan; en cambio, tú caminas sin darte cuenta, sin encontrar nada especial al hacerlo…

—Tienes razón, Ami. Tú me dices muchas cosas nuevas…

Llegamos a la primera calle iluminada por el alumbrado público. Serían las once de la noche. Me parecía una aventura transitar sin mi abuelita tan tarde por el pueblo, pero me sentía protegido al lado de Ami. Mientras caminábamos, él se detenía a mirar la luna entre las hojas de los eucaliptus, a veces, me decía que escuchásemos el croar de las ranas, el canto de los grillos nocturnos, el rumor lejano del oleaje. Se detenía a aspirar el aroma de los pinos, de las cortezas de árbol, de la tierra, a observar una casa que le parecía bonita, una calle o un rinconcito en una esquina.

—Mira qué hermosos esos farolitos… como para pintarlos… Fíjate cómo cae la luz sobre esa enredadera… y esas antenitas recortadas contra las estrellas… La vida no tiene otro propósito que el de disfrutar sanamente de ella, Pedrito. Procura poner atención a todo lo que la vida te brinda… La maravilla se encuentra a cada instante… Intenta sentir, percibir, en lugar de pensar. El sentido profundo de la vida se encuentra más allá del pensamiento… ¿Sabes, Pedrito? la vida es un cuento de hadas hecho realidad… es un don hermoso que Dios te brinda… porque Dios te ama…

Sus palabras me hacían ver las cosas desde un nuevo punto de vista. Me parecía increíble que ese mundo fuese el habitual, el de todos los días, al cual yo jamás prestaba atención… Ahora me daba cuenta de que vivía en el Paraíso, sin haberlo notado antes…

Caminando llegamos a la plaza del balneario. Unos jóvenes estaban en la puerta de una discoteca, otros conversaban en el centro de la plaza. El lugar estaba tranquilo, especialmente ahora que la temporada llegaba a su fin.

Nadie se fijaba en nosotros, a pesar del traje de Ami; tal vez pensaban que se trataba de un disfraz inocente…

Imaginé qué pasaría si supieran la clase de niño que paseaba por aquella plaza; nos rodearían, vendrían los periodistas y la televisión…

—No, gracias —dijo Ami leyéndome la mente—. No quiero que me crucifiquen…

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