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Authors: Enrique Barrios

Tags: #Cuento, ciencia ficción

Ami, el niño de las estrellas (2 page)

BOOK: Ami, el niño de las estrellas
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—Si este planeta es tan malo, ¿qué haces aquí?

—¿Te has fijado cómo se refleja la luna en el mar?

Continuaba ignorándome y cambiando el tema.

—¿Viniste a decirme que me fije en el reflejo de la luna?

—Tal vez… ¿Te diste cuenta de que estamos flotando en el universo?

Cuando me dijo eso, creí comprender la verdad: ese niño estaba loco. ¡Claro! Se creía extraterrestre, por eso hablaba cosas tan extrañas. Quise irme a casa, otra vez me sentí mal, ahora, por haber creído sus historias fantásticas. Había estado tomándome el pelo… Extraterrestre… ¡y yo se lo creí! Me dio vergüenza, rabia conmigo mismo y con él. Me dieron ganas de darle un buen golpe en la nariz…

—¿Por qué; es muy fea mi nariz?…

Quedé paralizado. Sentí temor. ¡Me había leído el pensamiento! Lo miré. Sonreía victorioso. No quise rendirme, preferí creer que eso fue una casualidad, una coincidencia entre lo que yo pensé y lo que él dijo. No le demostré sorpresa, tal vez fuera verdad, pero tenía que comprobarlo… tal vez estaba ante un ser de otro mundo, un extraterrestre que podía leer el pensamiento.

Decidí hacerle una prueba.

—¿Qué estoy pensando ahora? —dije, y me puse a imaginar una torta de cumpleaños.

—¿No te basta con las pruebas que ya tienes? —preguntó. Yo no estaba dispuesto a ceder un milímetro.

—¿Cuáles pruebas?

Estiró las piernas y apoyó los codos sobre la roca.

—Mira, Pedrito, hay otro tipo de realidades, otros mundos más sutiles, con puertas sutiles para inteligencias sutiles…

—¿Qué significa sutiles?

—¿Con cuántas velitas?… —dijo sonriendo.

Fue como un golpe al estómago. Me dieron ganas de llorar, me sentí tonto y torpe. Le pedí que me disculpara, pero no se molestó por aquello, no me hizo caso y se puso a reír. Decidí no volver a dudar de él.

—Ven a quedarte a mi casa —le ofrecí, porque ya era tarde.

—No incluyamos adultos en nuestra amistad dijo, arrugando la nariz entre sonrisas.

—Pero tengo que irme…

—Tu abuelita duerme profundamente, no te echará de menos si conversamos un rato.

Otra vez me causó sorpresa y admiración. ¿Cómo sabía acerca de mi abuelita? …Recordé que era un extraterrestre.

—¿Puedes verla?

—Desde mi nave la vi a punto de quedarse dormida —respondió con picardía, luego, exclamó con entusiasmo:

—¡Vamos a pasear por la playa! —Se incorporó de un salto, corrió hasta el borde de la altísima roca y se lanzó hacia la arena…. ¡Descendía lentamente, planeando como una gaviota! Recordé que no debía sorprenderme demasiado por nada que viniese de aquel alegre niño de las estrellas. Bajé de la roca como pude, con gran cuidado.

—¿Cómo lo haces? —pregunté, refriéndome a su increíble planeo.

—Sintiéndome como un ave —respondió, y se puso a correr alegremente por entre el mar y la arena, sin tener ningún motivo especial para hacerlo. Me hubiera gustado actuar como él, pero no podía.

—¡Sí puedes! —Otra vez me había captado el pensamiento. Vino a mi lado intentando animarme y dijo:

—¡Vamos a correr y a saltar como pájaros! —entonces me tomó de la mano y sentí una gran energía. Comenzamos a correr por la playa.

—¡Ahora… saltemos! —él lograba elevarse mucho más que yo y me impulsaba hacia arriba con su mano. Parecía suspenderse en el aire unos instantes. Continuábamos corriendo y cada cierto trecho saltábamos.

—¡Somos aves; somos aves! —me animaba, me embriagaba. Poco a poco fui dejando de pensar como de costumbre, fui cambiando, ya no era yo el de siempre. Animado por el niño extraterrestre fui decidiéndome a ser liviano como una pluma, estaba poco a poco aceptando ser un ave.

—¡Ahora… arriba! —realmente comenzábamos a mantenernos en el aire durante algunos instantes. Caíamos suavemente y continuábamos corriendo, para luego volver a elevarnos. Cada vez lo hacíamos mejor, eso me sorprendía…

—No te sorprendas… tú puedes… ¡ahora! —en cada intento era más fácil lograrlo. Íbamos corriendo y saltando como en cámara lenta por la orilla de la playa, bajo la noche llena de luna y de estrellas… Parecía otra forma de existir, otro mundo.

—¡Con amor por el vuelo! —me animaba. Un poco más adelante me soltó la mano.

—¡Tú puedes, sí puedes! —me miraba transmitiéndome confianza mientras corría a mi lado.

—¡Ahora! —nos elevábamos lentamente, nos manteníamos en el aire y comenzábamos a caer como si
planeáramos, con los brazos extendidos.

—¡Bravo, bravo! —me felicitaba.

No sé cuanto tiempo jugamos esa noche. Para mí fue como un sueño. Cuando me sentí cansado, me lancé sobre la arena, jadeando y riendo feliz. Había sido algo fabuloso, una experiencia inolvidable.

No se lo dije, pero interiormente le di las gracias a mi extraño amiguito por haberme permitido realizar cosas que yo creía imposibles. No sabía aún todas las sorpresas que me aguardaban aquella noche.

Las luces de un balneario brillaban al otro lado de la bahía. Mi amigo contemplaba con deleite los movedizos reflejos sobre las aguas nocturnas, extasiado, tendido sobre la arena bañada por la claridad lunar, luego se regocijaba mirando la luna llena.

—¡Qué maravilla… no se cae! —reía— ¡Este planeta tuyo es muy hermoso!

Yo nunca había pensado que lo fuera, pero ahora que él lo decía… sí, era hermoso tener estrellas, mar, playa y una luna tan bonita allí suspendida… y además, no se caía.

—¿Tu planeta no es bonito? —pregunté. Suspiró profundamente mirando hacia un punto del cielo, a nuestra derecha.

—Oh, sí, también lo es, pero todos nosotros lo sabemos… y lo cuidamos…

Recordé que me había insinuado que los terrícolas no somos demasiado buenos. Creí comprender una de las razones: nosotros no valoramos nuestro planeta, ni lo cuidamos; ellos sí lo hacen con el suyo.

—¿Cómo te llamas? —Le hizo gracia mi pregunta.

—No te lo puedo decir.

—¿Por qué… es un secreto?

—¡Qué va; nada es secreto! es sólo que no existen en tu idioma esos sonidos.

—¿Cuáles sonidos?

—Los de mi nombre. —Eso me sorprendió, porque yo había pensado que hablaba mi idioma, aunque con otro acento.

—¿Cómo aprendiste entonces a hablar en mi lengua?

—No la hablo ni la comprendo… a menos que tenga esto —respondió divertido mientras tomaba un aparato de su cinturón.

—Esto es un «traductor» …entre otras cosas. Esta cajita explora tu cerebro a la velocidad de la luz y me transmite lo que quieres decir, así puedo comprenderte, y cuando voy a decir algo, me hace mover los labios y la lengua como lo harías tú… bueno… casi como tú. Nada es perfecto…Guardó el «traductor» y se puso a contemplar el mar, mientras se tomaba las rodillas, sentado en la arena.

—¿Cómo puedo llamarte entonces? —le pregunté.

—Puedes llamarme «Amigo», porque eso es lo que soy: un amigo de todos.

—Te llamaré «Ami». Es más corto y parece nombre. —Le gustó su nuevo apodo.

—¡Es perfecto, Pedrito! —nos dimos la mano. Yo sentí que sellaba una nueva y gran amistad. Así iba a ser…

—¿Cómo se llama tu planeta?

—¡PUF!… tampoco. No hay equivalencia de sonidos, pero está por allí —apuntó sonriendo hacia unas estrellas.

Mientras Ami observaba el cielo, yo me puse a pensar en las películas de invasores extraterrestres que había visto tantas veces en la televisión.

—¿Cuándo nos van a invadir? —Mi pregunta le hizo mucha gracia.

—¿Por qué piensas que vamos a invadir la Tierra?

—No sé… en las películas todos los extraterrestres invaden la Tierra… ¿o no todos? —Esta vez su risa fue tan alegre que me contagió. Después traté de justificarme— …Es que en la tele…

—¡Claro, la televisión!… ¡Veamos una de invasores! —dijo entusiasmado, mientras de la hebilla de su cinturón extraía otro aparato. Apretó un botón y apareció una pantalla encendida. Era un pequeño televisor en colores, sumamente nítido. Cambiaba de canales con rapidez. Lo sorprendente era que a esa zona llegaban sólo dos estaciones, pero en el aparato iban apareciendo una multitud: películas, programas en vivo, noticieros, comerciales, todo en diferentes idiomas y por personas de distintas nacionalidades.

—Las de invasores son cómicas —decía Ami divertido.

—¿Cuántos canales puedes sintonizar allí?

—Todos los que están transmitiendo en este momento en tu planeta… Esto recibe las señales que captan nuestros satélites y las amplifica ¡Aquí hay una, en Australia, mira!

Aparecían unos seres con cabezas de pulpo y muchos ojos saltones surcados de venitas rojas. Disparaban rayos verdes contra una multitud de aterrorizados seres humanos. Mi amigó parecía divertirse con ese film.

—¡Qué barbaridad! ¿No te parece cómico, Pedrito?

—No, ¿porqué?

—Porque esos monstruos no existen más que en las monstruosas imaginaciones de quienes inventan esas películas…

No me convenció. Yo había pasado varios años viendo todo tipo de seres espaciales perversos y espantosos como para que pudiera borrármelos de un plumazo.

—Pero si aquí mismo en la Tierra hay iguanas, cocodrilos, pulpos… ¿por qué no van a existir en otros mundos?

—Ah, eso. Sí los hay, pero no construyen pistolas de rayos, son como los de aquí: animales. No son inteligentes.

—Pero tal vez existan mundos con seres inteligentes y malvados…

—¡«Inteligentes y malvados»! —Ami reía a todo pulmón—. Eso es como decir buenos-malos.

Yo no podía comprender. ¿Y esos científicos locos y perversos que inventan armas para destruir el mundo, contra los que Batman y Superman luchan? Ami captó mi pensamiento y explicó riendo:

—Esos no son inteligentes; son locos.

—Bueno, entonces es posible que exista un mundo de científicos locos que podrían destruirnos…

—Aparte de los de la Tierra, imposible…

—¿Por qué?

—Porque si son locos, se destruyen ellos mismos primero. No alcanzan a obtener el nivel científico necesario como para lograr abandonar sus planetas y partir a invadir otros mundos. Es más fácil construir bombas que naves intergalácticas, y si una civilización no tiene bondad y consigue un alto nivel científico, más tarde o más temprano utilizará su poder destructivo contra sí misma, mucho antes de poder partir a otros mundos.

—Pero en algún planeta podrían sobrevivir, por casualidad…

—¿Casualidad? En mi idioma no existe esa palabra. ¿Qué significa casualidad?

Tuve que poner varios ejemplos para que comprendiera. Cuando lo conseguí, le hizo gracia. Dijo que todo está relacionado, pero que nosotros no comprendemos la ley que enlaza todas las cosas, o que no la queremos ver.

—Es que si son tantos los millones de mundos, como tú dices, podrían sobrevivir algunos malvados sin destruirse. —Yo seguía pensando en la posibilidad de invasores.

Ami intentó hacerme comprender:

—Imagina que muchas personas tienen que tomar una barra de hierro al rojo, una a una, con las manos desnudas. ¿Qué posibilidad hay de que alguna no se queme?

—Ninguna; todas se queman —respondí.

—Asimismo, todos los malvados se autodestruyen si no logran superar su maldad. Nadie puede escapar a la ley que rige ese asunto.

—¿Cuál ley?

—Cuando el nivel científico de un mundo supera demasiado el nivel de amor, ese mundo se autodestruye. Hay una relación matemática.

—¿Nivel de amor? —Yo podía entender claramente lo que es el nivel científico de un planeta, pero no comprendía qué era el «nivel de amor».

—Lo más sencillo es para algunos, lo más difícil de comprender… El amor es una fuerza, una vibración, una energía cuyos efectos pueden ser medidos por nuestros instrumentos. Si el nivel de amor de un mundo es bajo, hay infelicidad colectiva, odio, violencia, división, guerras y… con un nivel peligrosamente alto de capacidad destructiva… ¿Me comprendes, Pedrito?

—En general, no. ¿Qué quieres decirme?

—DEBO decirte muchas cosas, pero vamos poco a poco. Empecemos por tus dudas.

Yo todavía no podía creer que no existieran monstruos invasores. Le conté una película en la que unos «extraterrestres lagartos» dominaban muchos planetas porque estaban muy bien organizados. El dijo:

—Sin amor no puede existir una organización duradera. En ese caso, se debe obligar, forzar. Al final, hay rebeldía, división y destrucción. Existe una sola forma universal perfecta de organización, capaz de garantizar la sobrevivencia, y se alcanza naturalmente cuando una civilización se acerca al amor, cuando evoluciona. Los mundos que la consiguen son evolucionados, civilizados, no hacen daño a nadie. Ninguna otra alternativa existe en todo el universo. Una inteligencia mayor que la nuestra inventó todo esto…

Yo seguía sin comprender una palabra, aunque después logró explicármelo mejor, por el momento, yo seguía con la duda acerca de los monstruos inteligentes y malvados.

—¡Demasiada televisión! —exclamó Ami, y luego agregó:— Los monstruos que imaginamos están dentro de nosotros mismos. Mientras no los abandonemos, no mereceremos alcanzar todas las maravillas del universo… Los malvados no son bonitos ni inteligentes.

—Pero… ¿y esas mujeres hermosas y malvadas que salen en las películas?— O no son hermosas o no son malvadas… La inteligencia verdadera, la bondad y la belleza van de la mano; todo es consecuencia del mismo proceso evolutivo hacia el amor.

—¿Entonces quieres decirme que no hay gente mala en el universo, aparte de la de la Tierra?

—Claro que sí la hay. Existen mundos en los cuales tú no podrías sobrevivir ni media hora. Aquí mismo, en la Tierra, hace un millón de años… Hay mundos habitados por verdaderos monstruos humanos…

—¿Ves, ves? —exclamé triunfante— tú mismo lo reconoces, yo tenía razón; a esos monstruos me refería…

—Pero no te preocupes; ellos están «abajo», no «arriba», habitan mundos más atrasados que éste; sus mentes no les permiten siquiera conocer la rueda, así que no van a llegar hasta aquí…

Eso era tranquilizador.

—Entonces, después de todo, no somos los terrícolas los más malos del universo…

—No; ¡Pero tú eres uno de los más tontos de la galaxia! —Reímos como buenos amigos. .

—¿Qué signo es ese que llevas en el pecho? —pregunté.

—Es el emblema de mi trabajo —respondió, mientras señalaba hacia lo alto—. ¿Sabes?, aquí «cerquita», en un planeta de Sirio, hay unas playas color violeta… son espléndidas. Si vieras lo que es un atardecer con esos dos soles gigantes…

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