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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (11 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—No tienes ningún invitado, nena.

—Tengo a Sabrina, a Aimee, a Troy y a Hannah —insistió Gus—. ¡Y a Oliver! Y si soy capaz de montar una fiesta con semejante panda variopinta, entonces cualquier querido espectador puede hacerlo.

El teléfono de Porter volvió a sonar.

—El conductor de Alan necesita que le indiques el camino —dijo a Gus.

—Por supuesto. Permíteme que te lo escriba —dijo en voz lo suficientemente alta para que la persona del otro lado de la línea la oyese. Y en un papel anotó: «¡Haz que se pierdan!».

Su productor ejecutivo hizo un gesto afirmativo, cogió el lápiz de la mano de ella y escribió como respuesta: «¡Adelante!».

En un abrir y cerrar de ojos, Gus corrió a su dormitorio a darse un toque de polvos y un poco de carmín y bajó a toda velocidad por las escaleras para ponerse a pedir, persuadir y suplicar a sus amigos y familiares que participasen en el programa.

Sabrina se mostró encantada; Aimee, reacia; Hannah, casi se echa a llorar, y Troy salió en dirección a la puerta de la calle.

—Tú —dijo Gus a Sabrina—, ponte un poco de carmín y cepíllate el pelo. Luego peina a tu hermana. Y tú —le dijo a Aimee—. Soy tu madre y gracias a mí tienes estudios. No hay más que hablar.

Se volvió hacia Hannah.

—Tú puedes hacer lo que quieras, pero es ahora cuando más te necesito. Y tú —le dijo a Troy— sabes perfectamente por qué tienes que dar media vuelta y salir en el programa. Pero incluso si no lo sabes, yo sí sé que todos los accionistas de FarmFresh valorarían la publicidad gratis. —Gus se volvió hacia Oliver—. ¿Podemos.añadir unos kebabs de fruta fresca al menú?

—La despensa está bien provista.

—Entonces, estamos.

—Cinco minutos —gritó un miembro del equipo.

Porter llegó corriendo.

—Disponemos de como mínimo media hora hasta que llegue ya sabes quien. La Web está recibiendo descargas de gente que nos manda imágenes de su fiesta y no tengo ni idea de cómo vamos a sacar todo esto adelante.

—Es fácil —dijo Gus—. Yo voy a hacer lo que siempre he hecho: enseñar a mis espectadores cómo agasajar a los invitados con facilidad. Y para que se hagan una idea, tendré a mi lado a unas personas que no tienen ni puñetera idea de cocina.

La cuenta atrás comenzó y Gus se pintó una enorme sonrisa en la cara.

—Saludos y bienvenidos a ¡Cocinar con gusto! —dijo—. Esta velada es una velada de estrenos. Estrenamos programa en directo, estrenamos interacción en tiempo real a través de nuestra página web, es la primera vez que voy a cocinar en un programa de televisión junto a mis hijas y la primera vez en toda mi carrera que mis invitados se retrasan por culpa del tiempo. Pero no se preocupen porque vamos a tratar de establecer comunicación con nuestras estrellas de la NBA por teléfono y yo voy a enseñarles a ustedes qué hacer para que la fiesta no se interrumpa cuando parece que todo va mal.

Porter dio paso a publicidad y a continuación le hizo a Gus el gesto de los pulgares hacia arriba.

—Me asombras, nena.

—Cuéntamelo dentro de cincuenta y cinco minutos —respondió ella, antes de indicar a Oliver cómo quería poner a Troy, a Hannah, a Sabrina y a Aimee alrededor de la isla de la cocina—. Uno de los mayores desafíos de ser presentadora —dijo Gus hablando a la cámara cuando prosiguió la emisión— es que los invitados casi siempre quieren sentir que están siendo útiles cuando, en realidad, admitámoslo, simplemente están estorbando. Por eso, el truco consiste en darles algo fácil de hacer…

Hubo algún que otro problema, por descontado: Hannah no paraba de mirar para otro lado cada vez que la cámara se le acercaba demasiado, y Aimee estuvo a punto de cortarse el pulgar; Troy lanzaba comentarios insidiosos sobre el novio de Sabrina, y ésta coqueteaba con Oliver, que parecía no prestar atención a absolutamente nada, salvo a la comida.

—Llevo ya años —estaba diciendo Gus a la cámara— enseñando en televisión cómo organizar la fiesta perfecta. Pero en realidad mi vida la llena este grupito de personas. —Y extendió los brazos para señalar a sus invitados—. Y dado que, como de costumbre, no me están escuchando, les puedo decir que están lejos de ser perfectos, pero sin duda hacen que las cosas sigan adelante. —No paró de hablar, incluso cuando roció la carne con la marinada o cuando a Troy se le cayó un puñado de salmón crudo al suelo y gritó: «¡Lo que no mata, engorda!».

Era absurdo, una idea ridícula para un programa: dos chefs profesionales y cuatro neófitos tratando de montar una fiesta. Pero lo cierto fue que Gus se lo estaba pasando mejor que en toda su vida. No podía dejar de sonreír.

La nieve que Carmen podía ver al otro lado de la ventanilla del coche era espectacular, cubría con un manto blanco el mundo entero.

—Más vale que te abroches el cinturón, no quiero que mi nueva estrella se lesione. —Alan alargó el brazo y le dio unas palmaditas en la rodilla. Ella se retiró el chal lo justo para mostrarle que llevaba abrochado el cinturón. Todavía iba con la ropa que se había puesto para la cena: un traje de seda Shantung color turquesa y un chal de cachemira lavanda. «No da tiempo a cambiarse —había dicho Alan—, ¡tenemos que llegar a casa de Gus Simpson para salvar el programa!» Habían salido pitando, y a ella se le estaban congelando los pies con sus ridículos zapatos metálicos de talón abierto.

Había sido una invitación sorpresa: un fin de semana en la casa de campo de Alan Holt. Pero su publicista le había asegurado que era importante. Al presidente de Canal Cocina le gustaba conocer a su equipo en el plano personal. Y Alan se había comportado como un atento anfitrión, complaciendo sus múltiples y variadas preocupaciones. Aun así era una situación incómoda.

Carmen estaba temblando de nervios. Sabía que algún día iba a llegar su momento en televisión, pero no había imaginado que fuese a ocurrir antes siquiera de haberse tomado los canapés con Alan.

Éste miró la hora en su reloj de pulsera y a continuación le dijo al conductor:

—Tienes las indicaciones, ¿verdad?

Aunque la casa de Gus no disponía, ni mucho menos, de la cobertura telefónica que tenía el estudio, Porter se las había ingeniado para recibir las llamadas de los astros de la NBA, atrapados en diversos aeropuertos del Medio Oeste. Y gracias al sitio web, Gus pudo plantearles directamente las preguntas de los espectadores, lo cual proporcionó un toque de liviandad a la situación y, además, supuso que el programa cumplía lo que había anunciado la rimbombante propaganda. (Más o menos.) Pero lo que más sorprendía a Porter era que lo que parecía que iba a resultar un desastre de programa estaba convirtiéndose en algo que no estaba nada mal. Además, nunca, en los doce años que llevaba trabajando con Gus, la había visto tan relajada durante una grabación. No sólo se la veía disfrutar, sino que aquello era realmente como estar en una fiesta privada con Gus y los pasmarotes de sus familiares. Por primera vez en todo ese tiempo de verdad estaba cocinando con auténtico placer.

Hasta ahora nunca se había parado a pensar en cuánto habría podido mejorar el programa.

Entonces llegó Alan, frustrado, helado y con una Carmen Vega a la zaga con cara de pánico. Porter casi sintió pena de ella.

Casi.

Alan Holt empezó a hablar en cuanto hicieron el corte publicitario; quedaban veinte minutos para que terminase el programa y estaba indescriptiblemente enfadado.

—¿Qué demonios es todo esto? —vociferó al ver la cocina revuelta, la encimera sucia y aquel incoherente grupo de personas reunidas alrededor de la isla.

—Un ejemplo excelente de tele realidad —respondió Porter con sequedad.

—Yo no entiendo nada de este programa… —repuso Alan—. Pero, mira, siguiendo el espíritu reinante en todos los rincones, excepto en el fregadero de la cocina, muy bien podrías encajar aquí a Carmen.

—¿Por qué? —preguntó Hannah, unas de las pocas palabras que había pronunciado en toda la velada, pues había estado demasiado ocupada mirando en los armarios para evitar que la grabase la cámara.

—Porque lo digo yo —respondió Alan—. ¿Quién es ésta?

—Una amiga mía —dijo Gus.

—Vale, pues aquí tienes otra más —replicó él, y empujó a Carmen a la zona de la cocina cuando faltaba poco para que terminase la pausa de publicidad.

—Hola —dijo simplemente la ex Miss España.

—Su chaqueta cruje —respondió Gus en tono cortante, mientras tocaba la seda de Shantung. Llevar prendas ruidosas era un auténtico problema cuando se llevaba puesto un micro. Una profesional lo habría sabido perfectamente.

Carmen dudó, consciente de que sólo llevaba un top de encaje y tirante fino debajo.

—Y diez… nueve… ocho… —Porter decía la cuenta atrás.

Rápidamente Carmen se desabrochó la chaqueta.

—¿Qué tal si se ve un poco de carne? —dijo justo cuando el piloto rojo se encendió encima de la cámara.

—Bienvenidos de nuevo. Y miren quién se nos ha unido —dijo Gus—. Porque, al igual que les pasará a ustedes, yo a veces también recibo una visita sorpresa. Y esta noche se trata de Carmen Vega.

—¿Tú no fuiste Miss Europa? —preguntó Troy.

—Miss España —respondió Carmen sin dejar de apretar los dientes—. Fui Miss España.

—Qué bien. ¿Y te gusta el baloncesto? Porque nada más terminar nuestro programa vamos a ver todos juntos el partido.

Carmen no sabía nada de baloncesto, pero no en vano había sido en su día una reina de la belleza.

—Oh —respondió dulcemente—. Yo opino que los deportes tienen muchísimo que ver con los niños. Todo eso de jalear al equipo y gritar… Es una maravilla. ¿Cuál es el siguiente plato del menú, Gus?

Gus estaba a punto de terminar de preparar el chutney para los pasteles de salmón, cuando Carmen ladeó el cuerpo y se plantó junto a ella.

—Vamos a experimentar —susurró justo cuando Porter les dio la señal para proseguir—. Gus y yo estábamos charlando y hemos decidido mezclar un poquito todo esto —dijo Carmen a cámara mientras la anfitriona invertía toda su energía en evitar que se le arrugase el entrecejo. Con un meneo de muñeca, la joven promesa de la televisión había incrementado la aportación de aderezo (un toquecito más de cilantro, un poco de cayena y finalmente una pizca de menta) y a continuación había metido una cuchara limpia para probarlo. Pero en vez de llevarse la cuchara a la boca, la había sostenido en alto delante de Gus.

—Mmm —dijo ésta en un tono de voz ensayado, sin prestar atención realmente a lo que hacía. A fin de cuentas, probar la comida representaba el instante de oro en el mundo de la televisión especializada en programas de cocina. Pero, entonces, saboreó de verdad la mezcla de especias que tenía en la lengua: el ardor de la cayena, el pellizco fresco de la menta—. Esto está divino —exclamó de manera espontánea.

Y como una estampida de críos de siete años que hubiesen estado esperando el momento de las golosinas en una fiesta de cumpleaños, Troy, Aimee y Sabrina se acercaron corriendo al instante.

—¡Déjame probarlo!

—¡Oh, qué delicia!

—Yo he troceado la fruta que se ha usado para hacer esto, ¿sabes? He sido yo.

Aunque la presentación quedó un poco descuidada (bueno, ¡bastante!), al final del programa el grupo había preparado un bufé de pasteles de salmón, patatas fritas y minihamburguesas de ternera Kobe en panecillos tostados.

—¡Lo más importante es ser feliz! —exclamó Sabrina, un poco achispada.

—Eso es cierto —sentenció Gus mirando con intensidad a la cámara. ¿Podrían ser ésas las últimas palabras de despedida de sus espectadores después de doce largos años en programas de cocina? Respiró hondo y cogió un pastel de salmón con la mano izquierda y una copa de oscuro vino tinto con la derecha—. Amigos míos —dijo—, comer, beber y ser… —Dio un bocadito. Y no dejó de sonreír hasta que salieron de antena.

Adiós, público —pensó—. Adiós, carrera. Hola, año cincuenta. Feliz cumpleaños.

Gus se pasó toda la mañana siguiente metida en la cama, envuelta en sus sábanas de satén, haciendo que dormía. No hizo caso del teléfono, pues estaba segura de que serían periodistas, rivales, Alan Holt. Y se tapó la cabeza con el pesado edredón de plumón.

—Me voy a tomar el día libre por la nieve —chilló, y su voz sonó amortiguada por la esponjosa cobertura de cama. Asomó la cabeza cuando empezó a notar demasiado calor. A regañadientes, sacó una mano para coger el teléfono y revisó las llamadas perdidas. El que había estado interrumpiéndola toda la mañana había sido Porter. Gus marcó su número con resignación, preparándose para oír las novedades.

Porter fue directo al grano. ¡Cocinar con gusto! había muerto oficialmente. Kaput.

Notó que se le hacía un nudo en el estómago.

Y entonces Porter soltó la bomba.

Canal Cocina había encargado siete emisiones de un programa nuevo que se emitiría completamente en directo: Comer, beber y ser. Presentado por Gus Simpson.

Y Carmen Vega.

AGUA Y ACEITE
7

—Lo que Gus ansiaba era una semana de vacaciones y una coqueta casita a la orilla de un mar cálido: una oportunidad para relajarse y saborear la victoria de los índices de audiencia. Y también tiempo para aclarar todo ese lío de que la obligasen a tener a Carmen Vega de copresentadora. Nunca antes había tenido copresentador, ni siquiera cuando era una recién llegada a la televisión y metía la pata preparando la más sencilla quiche.

¡Pero no había tiempo para vacaciones! Tenía que planificar el nuevo programa, Comer, beber y ser, y les habían asignado ya el presupuesto para producir un número limitado de emisiones que estarían en antena entre finales de abril y el mes de septiembre. Alan estaba deseando experimentar con emitir los episodios piloto a lo largo del verano, y siguió encantado con su idea de probar otros programas entre las emisiones en directo de Comer, beber y ser, que presentaría como parte de un todo al que bautizó la «televisión de destino» del Canal Cocina, y los programas grabados tradicionales, como el del chef surfero, que aparecerían tras el valiente nuevo mundo que aparentemente iba a ser el Comer, beber y ser en vivo y en directo.

Para remate, estaban tan cerca de desaparecer del todo —el miedo no se había marchitado en absoluto— que Porter le dejó bien claro que de ningún modo se sentía compelido a tomar partido por ella ante Alan por sus rifirrafes con Carmen. Lo cual resultaba irritante, porque Gus tenía la sensación de no poder hacer ver a su jefe su punto de vista. Alan había anticipado que se lo tomaría mal y la había invitado a un delicioso almuerzo en Craft, en el que escuchó con paciencia —con paternalismo— todas las razones por las que no le agradaba Carmen y que de ninguna manera, sin el menor resquicio para la duda, por nada en el mundo, iba a trabajar con esa mujer.

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