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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (12 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—Lo sé —dijo él después de que Gus hubiese perorado durante varios minutos, y vertió un poco más de pinot noir en la copa de ella—. Eso forma parte de lo que a los espectadores les resulta tan divertido: con la tensión que se respira entre vosotras dos, el programa queda de lo más entretenido.

Gus se quedó atónita.

—Alan, ¿me estás utilizando?

Él se inclinó hacia delante, por encima de su plato, y la miró con curiosidad.

—No más de lo que tú me estás utilizando a mí, Gus —dijo. Dejó dentro del plato su cuchillo y su tenedor e hizo una seña al camarero—. No pretendo ser alguien que no soy: un tipo que se ha dejado la piel para hacerse un sitio en la televisión. Yo no soy cocinero. Pero me gusta comer. Me gusta la comida sabrosa. Igual que a tanta otra gente. Vi un mercado y una manera de vender un producto. Y ahora veo el potencial de otro buen producto.

—¿El programa de Gus y Carmen?

—Algo así.

—Vamos, que al final todo se reduce a la pasta, ¿no?

Alan arrugó el entrecejo y dio un trago largo de su copa de vino tinto. Se limpió la boca con la servilleta y retiró la silla unos centímetros de la mesa, para recostarse en el asiento.

—Gus, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Y si te caes y te partes una pierna, yo soy la primera persona que irá a verte y a llevarte un guiso. Me caes bien, Gus. Te considero realmente amiga mía. —Carraspeó—. Pero parece ser que te has convencido a ti misma de que todos estos años has estado haciéndome un favor a mí. Supongo que, siendo el tipo que firma tus suculentísimos cheques, mi visión del asunto difiere bastante.

Se hizo un silencio incómodo.

—O sea… —dijo Gus.

—O sea —repitió Alan—, que Carmen y tú estaréis fenomenal juntas y que, en nombre de todos los que trabajamos en el Canal Cocina, quiero que sepas que no podríamos estar más ilusionados de lo que estamos con tu nuevo programa. ¿Nos vamos?

—Dejó en la mesa la servilleta que tenía en la mano y se levantó para salir.

Si hubiese sido otro día, una conversación diferente, habrían compartido taxi para volver al estudio, donde Gus tenía el plan informal de reunirse con Porter y Oliver. Pero ahora habría resultado demasiado incómodo ir sentados los dos en el mismo asiento trasero, charlando sobre el tiempo soleado del mes de abril.

—Oh, tengo que ocuparme de un recado —dijo ella, muy tiesa, tratando de pensar en alguna tarea que tuviese pendiente, para que no fuese mentira. Gus no mentía nunca. Lo único que tenemos es nuestra integridad, les había dicho siempre a sus hijas cuando eran jóvenes. Eso y los buenos modales.

Y, así, dio las gracias a Alan por haberla invitado a almorzar, aun cuando se le había atragantado hasta la última palabra.

Hannah Levine estaba sentada delante de su mesa de trabajo, echándose a la boca media bolsa de caramelos Sweethearts. Como aperitivo, no estaban mal. Aunque tal vez podría irles bien un refuerzo de chocolate. La cocina, impoluta y reluciente tras el paso de Merry, la mujer que ese martes había ido a limpiar (iba una diferente cada martes, pero Hannah las llamaba a todas Merry, como si ése fuese su verdadero nombre) era simplemente el lugar donde almacenaba las bolsas de M&M's, los paquetes de chicles Big League y las golosinas triangulares en botes llenos hasta los topes.

—Tomas demasiadas porquerías —decía Gus las noches que se dejaba caer por su casa con un bocadillo de queso gruyere y berros o con un poco de lenguado al vapor al limón y pimienta y judías verdes.

Antes de que apareciese Gus en su vida, con sus cafés matutinos con magdalenas y sus sorpresas vespertinas, sólo se había alimentado de dulces y pizza por encargo, siempre con el miedo a que el repartidor dijese las temidas palabras: «¿Me suena su cara de algo?». O bien: «Oiga, no es usted esa chica que…».

—Necesito algo dulce en mi vida —respondía Hannah. Últimamente compraba su cargamento de golosinas por Internet y sus pizzas llegaban congeladas y servidas a domicilio en una caja junto con cereales, leche, pan y tal vez algo de queso cheddar. Seguía siendo demasiado arduo ir a la tienda, pues cada recodo de cada pasillo representaba una nueva oportunidad de que la reconociesen. Eso sí que lo había aprendido: esconderse resultaba mucho más sencillo cuando una se quedaba en casa escondida. Y Hannah había decidido no salir jamás de su casa. Cada mañana recorría el gastadísimo sendero que llevaba hasta la casa de Gus, pero hacía siglos que no bajaba a su propio garaje, por no hablar del tiempo que hacía que no salía con su Miata rojo. Pero eso era lo que debía hacer, siguiendo el programa de protección de Hannah, del cual ella era la presidenta y única miembro.

—Nadie lo recuerda ya —la había reprendido cariñosamente Gus una vez, tratando de convencerla para que fuese con ella a la fiesta de presentación de un libro de recetas que iba a tener lugar en Manhattan.

—Nadie se olvida de los escándalos —insistió Hannah. Alguien que no hubiese sido ridiculizada en público no podría entender la punzada de dolor que sentía ella. Ni que todavía pudiera sentirla después de tanto tiempo. Podía disfrutar de muchos días buenos si seguía sus propias normas: no moverse de casa, no llamar nunca la atención, no escribir nunca sobre deportes, firmar siempre sus artículos con sus iniciales —H. J. Levine— y no utilizar nunca su nombre completo. Porque hubo un tiempo en que ella había opinado lo mismo que Gus, había esperado que nadie se acordase ya. Y de pronto se vio convertida en objeto de un reportaje de una cadena de televisión por cable titulado ¿Qué fue de…? Y a cambio de esa privacidad había renunciado: a quedar con chicos (aunque tampoco es que en su vida anterior hubiese dispuesto de mucho tiempo para eso), a ir de tiendas (aunque siempre había recibido la ropa a domicilio, por lo que nunca había vivido realmente la experiencia de ir a centros comerciales siendo adolescente) y a hacer amigos (siendo Gus la constante excepción). A cambio, podía respirar.

Aun así, hacía acto de presencia en las fiestas que organizaba Gus para celebrar las festividades o los cumpleaños, tan segura del poder de su amiga para protegerla, tan segura de que nadie osaría mencionar que su cara le resultaba familiar. Por supuesto, habría sido de muy mal gusto comentar sus percances pasados. Y Gus conseguía que sus invitados se comportasen siempre con absoluta corrección.

La devoción de Hannah por su única amiga era tan fuerte que se lo había jugado todo (su paz, su tranquilidad, su segura reclusión) para ayudar a salvar su programa. ¿Cómo se le había ocurrido?

Llena de espanto, navegó por la Red desde su escritorio para ver qué se decía, con cada enlace se le formaba un nudo en la garganta, pero siguió leyendo la lista de entradas de Google. Muchas sobre Gus. Bien, bien. Nada en absoluto sobre Hannah Joy Levine. Mejor incluso. Apoyó la espalda en su silla de despacho, gris y mullida, con cuidado de no volcar hacia atrás, como ya le había ocurrido en más de una ocasión. Y el suelo estaba duro —seguía siendo el original de madera roja de roble—, aun estando desgastado aquí y allá y cubierto con toda una serie de alfombras desparejadas. La habitación había sido diseñada como zona de comedor, pero Hannah nunca había invertido en una mesa y unas sillas. Tan sólo había un escritorio alargado en forma de ele, comprado en IKEA hacía más de diez años, y dos televisores colgados de la pared. «La mejor forma de ver las noticias, querida», le dijo a Gus la primera vez que la dejó pasar a su casa. Hannah no quería renunciar al mundo. Simplemente deseaba verlo desde detrás de un cristal.

La casa de la cochera había sido la primera —y única— adquisición importante que había hecho en su vida, aparte del deportivo rojo que guardaba en el garaje, tapado con una sábana y con la batería desconectada. Un recuerdo de otros tiempos. Aquella sólida vivienda había sido una inversión; una monada de casita de campo que le llamaba la atención cuando pasaba en su coche camino del entrenamiento, con las raquetas puestas en el asiento del copiloto, a su lado. La había comprado hacía dieciocho años, cuando todavía era muy joven, sin imaginarse en ningún momento que poco tiempo después se plantaría delante de la puerta con una maleta y poco más. En todos esos años, Gus era la única vecina que la conocía. Le daba igual. Le gustaba que fuese así.

Pensar en el pasado siempre le producía angustia y, por ende, hambre. Hannah abrió el último cajón de su escritorio y metió la mano sin siquiera mirar. Tenía memorizado su alijo de golosinas. Sus ojos no se apartaron ni un solo instante de los paneles de mensajes del sitio web de Canal Cocina.

«¿Quién está más buena: Carmen Vega o Gus Simpson?», rezaba el título de uno de los asuntos. Hannah sonrió. En un solo movimiento fluido, levantó la tapa de su móvil y marcó el número de Gus, al tiempo que rasgaba una bolsa de M&M's rellenos de cacahuete. Su inclinación a consumir dulces no había tenido nunca impacto alguno en su silueta: siempre había tenido un buen metabolismo, gracias a Dios, incluso con treinta y seis años. Eso y que había puesto una cinta de ejercicios en la habitación de invitados en vez de una cama. Tampoco es que fuese a recibir la visita de nadie.

—Eh, señora, al parecer has provocado un incendio en el mundo de la gastronomía —dijo Hannah cuando Gus cogió el teléfono—. Parece ser que has entrado en la categoría de sex symbol. —Mientras hablaba, iba separando las chocolatinas azules de las demás con la precisión de un cirujano. Era un hábito que le había quedado de mucho tiempo atrás, de cuando inventaba costumbres estúpidas y se entregaba a ellas, simplemente porque le resultaban atractivas. Lo cierto era que ahora todos los colores le sabían igual.

—Gracias a Dios que eres tú. Estoy tan enfadada que podría sacarle los ojos a Alan —dijo Gus—. ¿Has comido?

—Sí.

—Estoy segura de que sí. Vas a acabar con problemas de azúcar, con diabetes o vete a saber qué. No pienso permitir que sigas así. —Hannah permaneció en silencio. Era verdad que una vez (sólo una vez) Gus había intentado eliminar todas las golosinas que tenía en casa. Como resultado, surgió la única pelea que tuvieron en su vida y Hannah acabó histérica, llorando en el suelo de la cocina. Gus no podía contenerse: siempre tenía que arreglarlo y requetearreglarlo todo, hasta que pensaba que ya estaba todo bien.

Afortunadamente, se lanzó a contarle con pelos y señales todo lo relativo al almuerzo con Alan, desde cómo estaban dobladas las servilletas hasta la charla sobre el atuendo de Carmen en el programa.

—Y se supone que en dos horas tengo una reunión con Miss España —concluyó—. Tenía que huir de allí, así que me he inventado un recado. He comprado un poco de salami, algo de provolone ahumado y un frasco de aceitunas negras de la Apulia para dejárselas a las chicas en el piso.

—Mala idea. —Hannah se metió una caramelo en la boca, sólo para chuparlo y saborear la cobertura. Jamás masticaba al oído de Gus.

—No, es genial. ¿A quién no le haría ilusión llegar a casa y encontrarse la nevera llena? —Su respiración se hizo algo más audible, resultado de combinar el caminar deprisa con una bolsa repleta de deliciosos artículos comestibles y de llevar una gruesa chaqueta de invierno con el cálido tiempo primaveral.

—Gus, nunca ha salido nada bueno de que un padre o una madre se metan en casa de las hijas sin preguntar primero.

—No es como tú lo pintas —repuso su amiga—. Además, a Sabrina no le importaría.

—Pero a Aimee seguro que sí —insistió Hannah.

—Oh, ya estoy delante del edificio —dijo Gus en tono triunfal—. Incluso podría darme tiempo a prepararles unos brownies mientras estoy arriba. ¿A que sería un precioso detalle? —Hannah la conocía lo suficientemente bien como para darse cuenta de que eso no era realmente una pregunta.

La mañana había sido una maravilla: despejada y soleada. Bueno, al menos eso parecía desde la ventana. Sabrina no había salido de la cama, salvo para un discreto viaje al cuarto de baño. Su amor era todavía tan reciente que le gustaba fingir que no necesitaba usar cosas como artículos de aseo o desodorantes. Se cepilló los dientes para eliminar el mal aliento y se depiló, pero no se duchó, para que su novio se diese cuenta de que su sedosa y lisa entrepierna era natural. Se había metido otra vez en la cama sin despertarle y le había regalado un desayuno compuesto de una serie de bocaditos perfectos: besos en los dedos, en los labios, en los párpados y en los lóbulos. ¿A quién no le encantaría hacer novillos para esto? Después habían bebido un poco de zumo y habían vuelto a la cama para echarse una siesta que se había alargado hasta la tarde. Sabrina estaba tumbada de lado, sobre el costado derecho, mirando cómo subía y bajaba el pecho de su novio al compás de su respiración superficial. Acercó unos mechones de su melena de intenso color negro al cabello rubio claro de él, maravillándose del contraste. Era guapo. Los dos eran guapos.

Los inicios de una relación era lo que a ella más le gustaba, cuando cada momento parecía teñido de brillantes posibilidades, antes de que se colasen las expectativas y las obligaciones. Apoyó ligeramente una mano sobre la piel blanca de Billy y se quedó contemplando el diamante engarzado que lanzaba destellos en su dedo anular. Se le había declarado la noche anterior. Bien pronto se verían buscando casa y comprando sofás y discutiendo cómo debería coger un hombre el tenedor de trinchar. Sabrina había pasado por todo eso antes. Había tenido tres anillos de pedida anteriormente, y todos habían sido devueltos a sus correspondientes dueños, por supuesto. Dos de ellos habían sido bastante parecidos, de hecho: un diamante solitario redondo que centelleaba a la luz del sol. Eran más una especie de certificados para obsequios futuros, sortijas que después cambiarían cuando ella y su prometido de turno entrasen juntos en alguna joyería para elegir algo que a ella le gustase más. El otro había sido un lapislázuli engarzado en plata de ley. Ése había sido su primer anillo, regalo de Stephen Campell, su primer novio formal. Apenas tenían veintiún años y se conocían desde el instituto. Él había insistido en que se lo quedase. Gus se había puesto histérica y se había empeñado en que devolviese el anillo.

Ahora lamentó no tenerlo. No era que quisiese estar con Stephen. No era eso. Simplemente deseaba haber conservado algún vestigio de su corazón de hacía tantos años, algo que pudiera coger en la mano y decir: «Sí, esto me importaba». Una manera de recordar lo que había querido antaño.

Troy Park nunca le había regalado un anillo. Ella había contado con que le regalase uno. Lo había querido. Ese chico era diferente. Le había exigido cosas que los demás no le habían exigido. Sabrina levantó los ojos y miró a Billy, miró la sombra que perfilaba su mandíbula, miró sus labios rosados. ¿Amaba esa boca? ¿A ese hombre?

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