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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (18 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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—Esa foto es de mi padre —dijo Vittoria, con una voz como lava hirviente—.
Asesinado.
¿Cree que estoy para
bromear?

—No lo sé, señorita Vetra, pero lo que sí sé es que, hasta que consiga algunas respuestas
sensatas,
no decretaré ningún tipo de alarma. La vigilancia y la discreción son mi deber... con el fin de que los asuntos espirituales puedan tratarse con la mente clara. Hoy más que nunca.

—Al menos, aplace el acontecimiento —dijo Langdon.

—¿Aplazarlo? —Olivetti se quedó boquiabierto—. ¡Qué arrogancia! Un cónclave no es un partido de fútbol que pueda suspenderse debido a la lluvia. Es un acontecimiento sagrado, con un código y un procedimiento estrictos. Da igual que mil millones de católicos de todo el mundo estén esperando un líder. Da igual que los medios de comunicación del mundo entero estén fuera. El protocolo de este acontecimiento es sagrado, y no está sujeto a modificaciones. Desde 1179, los cónclaves han sobrevivido a terremotos, hambrunas, incluso a la peste. Créame, no será cancelado a causa de un científico asesinado y una gota de Dios sabe qué.

—Condúzcame ante la persona responsable —exigió Vittoria.

Olivetti despidió chispas por los ojos.

—La tiene delante.

—No —dijo Vittoria—. Alguien del clero.

Las venas de las sienes de Olivetti empezaron a abultar.

—El clero se ha ido. Con la excepción de la Guardia Suiza, los únicos presentes en la Ciudad del Vaticano en este momento son los cardenales. Y están en la Capilla Sixtina.


¿Y
el camarlengo? —preguntó Langdon.

—¿Quién?

—El camarlengo del difunto Papa. —Langdon repitió la palabra con determinación, y rezó para que su memoria no le engañara. Recordó haber leído en cierta ocasión acerca de la curiosa disposición jerárquica del Vaticano tras la muerte de un Papa. Si Langdon estaba en lo cierto, durante el período de elección del nuevo Papa, el poder autónomo total se desplazaba de manera temporal al ayudante personal del Papa fallecido, su camarlengo, un secretario que supervisaba el cónclave hasta que los cardenales elegían al nuevo Santo Padre—. Creo que el camarlengo es la persona al mando en este momento.


Il camerlengo?
—Olivetti frunció el ceño—. El camarlengo no es más que un simple sacerdote. Es el antiguo criado personal del difunto Papa.

—Pero está aquí. Y usted responde ante él.

Olivetti se cruzó de brazos.

—Señor Langdon, es cierto que las normas del Vaticano determinan que el camarlengo asume la autoridad durante el cónclave, pero se debe a que, al no poder ser elegido para el papado, esa circunstancia asegura una elección imparcial. Es como si su presidente muriera, y uno de sus ayudantes se hiciera cargo provisionalmente del Despacho Oval. El camarlengo es joven, y su idea de la seguridad, o de cualquier otra cosa, es muy limitada. A todos los efectos, yo estoy al mando.

—Llévenos a verle —dijo Vittoria.

—Imposible. El cónclave empieza dentro de cuarenta minutos. El camarlengo está en el despacho del Papa, preparándose. No tengo la menor intención de molestarle con problemas de seguridad.

Vittoria abrió la boca para contestar, pero una llamada a la puerta la interrumpió. Olivetti abrió.

Un guardia apareció en la puerta. Indicó su reloj.

—È
l'ora, comandante.

Olivetti consultó su reloj y asintió. Se volvió hacia Langdon y Vittoria, como un juez que decidiera su suerte.

—Síganme. —Los guió hasta un pequeño cubículo situado en la pared posterior—. Mi despacho. —Olivetti los invitó a entrar. La habitación no tenía nada de especial: un escritorio lleno de cosas, archivadores, sillas plegables, una fuente de agua—. Volveré dentro de diez minutos. Sugiero que aprovechen ese tiempo para decidir cómo les gustaría proceder.

Vittoria giró en redondo.

—¡No puede irse! Ese contenedor está...

—No tengo tiempo para esto —replicó Olivetti, enfurecido—. Tal vez debería detenerlos hasta después del cónclave, cuando
tenga
tiempo.

—Signore —le urgió el guardia, señalando de nuevo su reloj—
Spazziamo la cappella.

Olivetti asintió y dio media vuelta.


Spazzare di cappella?
—preguntó Vittoria.—. ¿Se va para registrar la capilla?

Olivetti se volvió y la traspasó con la mirada.

—La registramos en busca de micrófonos ocultos, señorita Vetra. Una cuestión de discreción. —Señaló sus piernas—. Pero no creo que sea capaz de comprenderlo.

Cerró la puerta con estrépito. Con un ágil movimiento extrajo una llave, la introdujo en la cerradura y la giró. Un pesado cerrojo encajó en su lugar.


Idiota!
—chilló Vittoria—. ¡No puede encerrarnos aquí!

Langdon vio a través del cristal que Olivetti decía algo al guardia. El centinela asintió. Cuando Olivetti salió de la sala, el guardia giró y los miró desde el otro lado del cristal, con los brazos cruzados. Una imponente pistola colgaba de su cinto.

Perfecto,
pensó Langdon.
Fabuloso.

37

Vittoria miró con furia al Guardia Suizo que custodiaba la puerta cerrada con llave del despacho de Olivetti. El centinela le devolvió la mirada. Su colorido atavío desmentía su aire ominoso.

Che fiasco,
pensó Vittoria.
Retenida como rehén por un hombre
armado en pijama.

Langdon cavilaba, y Vittoria confió en que estuviera utilizando su cerebro de profesor de Harvard para pensar en una forma de escapar. No obstante, a juzgar por su expresión, intuyó que más que estar pensando estaba estupefacto. Lamentó haberle metido en aquel lío.

Vittoria sacó el teléfono móvil para llamar a Kohler, pero inmediatamente se dio cuenta de que era una estupidez. En primer lugar, el guardia entraría y le arrebataría el teléfono. En segundo, si el episodio de Kohler seguía su curso habitual, debía de estar incapacitado. Tampoco importaba... Daba la impresión de que, en aquel momento, Olivetti no estaba dispuesto a creer en la palabra de nadie.

¡Recuerda!,
se dijo.
¡Recuerda la solución de esta prueba!

Recordar
era un truco filosófico budista. En lugar de pedir a su mente que buscara una solución para un reto imposible, Vittoria pedía a su mente que la recordara. La suposición de que en algún momento anterior había
sabido
la respuesta creaba la condición mental de que la respuesta debía
existir,
eliminando de esta manera el concepto errado de la desesperación. Vittoria utilizaba el procedimiento con frecuencia para solucionar dilemas científicos... que la mayoría de gente consideraba insolubles.

En aquel momento, sin embargo, su esfuerzo por recordar no conducía a ninguna parte. Repasó sus opciones, sus necesidades. Tenía que avisar a alguien. Era preciso que alguien del Vaticano la tomara en serio. Pero ¿quién? ¿Cómo? Estaba en una caja de cristal con una sola salida.

Herramientas,
se dijo.
Siempre hay herramientas. Vuelve a examinar tu entorno.

Se relajó, entrecerró los ojos, respiró hondo tres veces. Notó que el ritmo de su corazón era más lento y que sus músculos ya no estaban tensos. El pánico caótico de su mente se desvaneció.
Muy bien,
pensó,
libera tu mente. ¿Cuál es el aspecto positivo de esta situación?
¿Cuáles son mis posibilidades?

La mente analítica de Vittoria Vetra, una vez calmada, era una fuerza poderosa. Al cabo de unos segundos comprendió que su encarcelamiento era la clave de la huida.

—Voy a hacer una llamada telefónica —dijo de pronto.

Langdon alzó la vista.

—Iba a sugerir que llamaras a Kohler, pero...

—Kohler no. Otra persona.

—¿Quién?

—El camarlengo.

Langdon no la entendió.

—¿Vas a llamar al camarlengo? ¿Cómo?

—Olivetti dijo que el camarlengo estaba en el despacho del Papa.

—Muy bien. ¿Sabes el número particular del Papa?

—No, pero no voy a llamar por mi teléfono. —Indicó con la cabeza una centralita telefónica de alta tecnología que descansaba sobre el escritorio de Olivetti. Estaba llena de botones—. El jefe de seguridad ha de tener línea directa con el despacho del Papa.

—También tiene un levantador de pesas con una pistola plantado a dos metros de distancia.

—Y nosotros estamos encerrados.

—Ya me había dado cuenta.

—Quiero decir que el guardia no puede entrar. Nosotros estamos en el despacho privado de Olivetti. Dudo que alguien más tenga la llave.

Langdon miró al guardia.

—El cristal es muy delgado, y la pistola muy grande.

—¿Qué va a hacer, dispararme por utilizar el teléfono?

—¡Quién sabe! Este lugar es muy extraño, y tal como van las cosas...

—O eso —dijo Vittoria—, o pasaremos las siguientes cinco horas y cuarenta y ocho minutos en la prisión del Vaticano. Al menos, tendremos un asiento de primera fila cuando la antimateria estalle.

Langdon palideció.

—Pero el guardia irá a buscar al comandante Olivetti en cuanto descuelgues ese teléfono. Además, hay como veinte botones, y no veo la menor identificación. ¿Vas a probarlos todos, con la esperanza de tener suerte?

—No —dijo la joven, al tiempo que se acercaba al teléfono—. Sólo uno. —Vittoria descolgó el teléfono y apretó el primer botón—. Número
uno.
Apuesto uno de esos dólares de los Illuminati que llevas en el bolsillo a que es el despacho del Papa. ¿Cuál, si no, sería el más importante para el comandante de la Guardia Suiza?

Langdon no tuvo tiempo de contestar. El guardia empezó a golpear el cristal con la culata de la pistola. Indicó por señas a Vittoria que colgara el teléfono.

Ella le guiñó un ojo. Dio la impresión de que la rabia del guardia iba en aumento.

Langdon se alejó de la puerta y miró a Vittoria.

—¡Será mejor que tengas razón, porque este tipo no parece de muy buen humor!

—¡Maldita sea! —dijo Vittoria mientras escuchaba—. Una grabación.

—¿Una grabación? —preguntó Langdon—. ¿El Papa tiene un contestador automático?

—No era el despacho del Papa —dijo Vittoria, y colgó—. Era el maldito menú semanal del comedor de la Guardia Suiza.

Langdon ofreció una débil sonrisa al guardia, que los estaba mirando airado a través del cristal mientras se comunicaba con Olivetti por su
walkie-talkie.

38

La centralita del Vaticano se encuentra en el Ufficio di Communicazione, detrás de la oficina de correos. Es una habitación relativamente pequeña, que alberga un tablero de control Corelco 141 de ocho líneas. La oficina recibe unas dos mil llamadas al día, y la mayoría se derivan de manera automática hacia el sistema de información grabada.

Esta noche, el único operador estaba sentado tranquilamente, bebiendo una taza de té. Se sentía orgulloso de ser uno de los escasos empleados autorizados a pernoctar en el Vaticano en una noche tan importante. El honor, no obstante, se veía un poco empañado por la presencia de Guardias Suizos que montaban guardia ante su puerta.
Una escolta para ir al lavabo,
pensó el operador.
Ay, las indignidades que soportamos en nombre del Santo Cónclave.

Por suerte, las llamadas no habían sido muy numerosas hasta aquel momento. O quizá no cabía hablar de suerte. El interés mundial por los acontecimientos del Vaticano había disminuido durante los últimos años. El número de llamadas de la prensa había descendido, y hasta los chiflados telefoneaban menos. La Oficina de Prensa confiaba en que el acontecimiento de esta noche tendría un aire más festivo. Por desgracia, pese a que la plaza de San Pedro estaba llena de camiones de las televisiones, la mayoría parecía pertenecer a las cadenas italianas y europeas. Sólo había acudido un puñado de cadenas de cobertura mundial, y sin duda habían enviado a sus
giornalisti
secondarii.

El operador asió su taza y se preguntó cuánto duraría lo de esta noche.
Hasta medianoche o así,
pensó. En la actualidad, muchos ciudadanos ya sabían quién tenía más números para ser Papa antes de que el cónclave empezara, de manera que el procedimiento era más un ritual de tres o cuatro horas que una elección auténtica. Por supuesto, las disensiones de última hora podían prolongar la ceremonia hasta el alba... o más. El cónclave de 1831 había durado cincuenta y cuatro días.
Esta noche no,
se dijo. Corrían rumores de que la fumata blanca de
este
cónclave no se haría esperar.

Los pensamientos del operador se interrumpieron con el zumbido de una línea interior en el tablero. Miró la parpadeante luz roja y se rascó la
cabeza. Qué raro,
pensó.
La línea cero. ¿Quién del interior
llamaría a Información esta noche? ¿Quién queda en el interior?


Città del Vaticano, prego
—dijo al tiempo que descolgaba el teléfono.

La voz habló con rapidez en italiano. El operador reconoció vagamente el acento como el habitual de los Guardias Suizos, italiano fluido con acento de la Suiza francesa. Pero quien llamaba no era miembro de la Guardia Suiza.

Al oír la voz de la mujer, el operador se puso en pie al instante, y a punto estuvo de derramar el té. Echó un vistazo a la línea. La llamada procedía del interior.
¡Tiene que haber algún error!,
pensó.
¡Una mujer en la Ciudad del Vaticano! ¿Esta noche?

La mujer estaba hablando a toda prisa, y furiosa. El operador había pasado suficientes años colgado de un teléfono para saber cuándo estaba tratando con un
pazzo.
Esta mujer no parecía loca. Hablaba en tono perentorio pero racional. Serena y eficaz. El hombre escuchó su petición, perplejo.


Il camerlengo?
—dijo el operador, mientras seguía intentando adivinar de dónde demonios procedía la llamada—. Me es imposible pasarle la llamada... Sí, sé que está en el despacho del Papa, pero ¿quién es usted? ¿Quiere avisarle de...? —Escuchó, cada vez más nervioso.
¿Todo el mundo está en peligro? ¿Cómo? ¿Desde dónde llama?
—. Quizá debería pasarla con la Guardia... —El operador se quedó de una pieza—. ¿Desde dónde ha dicho?

Escuchó asombrado, y después tomó una decisión.

—Espere un momento, por favor —dijo, y dejó a la mujer colgada antes de que pudiera reaccionar. Después, llamó a la línea directa del comandante Olivetti.
Esta mujer no puede estar en...

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