Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
La precisión del cálculo dio la impresión de reflejarse en los rostros estupefactos de Olivetti y el camarlengo. Langdon no estaba seguro de qué era más asombroso, que la Iglesia católica poseyera tanto dinero o que los Illuminati lo supieran.
El camarlengo exhaló un profundo suspiro.
—La piedra angular de la Iglesia no es el dinero, sino la fe.
—Más mentiras —dijo el asesino—. El año pasado gastaron ciento ochenta y tres millones de dólares en un intento de sostener sus tambaleantes diócesis de todo el mundo. La asistencia a la iglesia está en su nivel más bajo: ha caído un cuarenta y seis por ciento en la última década. Las donaciones se han reducido a la mitad en siete años. Cada vez hay menos estudiantes en los seminarios. Aunque no quieran admitirlo, su Iglesia está agonizando. Considere esto la oportunidad de acabar a lo grande.
Olivetti avanzó. Ahora parecía menos combativo, como si intuyera la realidad a la que hacía frente. Parecía un hombre que buscara una salida. Cualquier salida.
—¿Y si algunos de esos lingotes de oro se destinaran a financiar su causa?
—No nos insulte a los dos.
—Tenemos dinero.
—Nosotros también. Más de lo que imagina.
Langdon pensó en la supuesta fortuna de los Illuminati, la antigua riqueza de los canteros bávaros, los Rothschild, los Bilderberger, el legendario Diamante de los Illuminati.
—
I preferiti
—dijo el camarlengo, cambiando de tema. Su voz era suplicante—. Perdónenlos. Son viejos. Son...
—Son vírgenes sacrificables —rió el desconocido—. Dígame, ¿de
verdad
cree que son vírgenes? ¿Chillarán los corderitos cuando mueran?
Sacrifici vergini nell' altare della scienza.
El camarlengo guardó silencio durante largo rato.
—Son hombres de fe —dijo por fin—. No temen a la muerte.
El asesino rió.
—Leonardo Vetra era un hombre de fe, pero anoche vi miedo en sus ojos. Un miedo que yo aplaqué.
Vittoria, que había guardado silencio, saltó de repente, con el cuerpo tenso de odio.
—
Assassino!
¡Era mi padre!
Una risita sonó en el altavoz.
—¿Su padre? Pero ¿qué pasa aquí? ¿Vetra tenía una hija? Debería saber que su padre lloriqueó como un niño al final. Penoso. Un hombre patético.
Vittoria se tambaleó, como abofeteada por las palabras. Langdon extendió la mano, pero la joven recuperó el equilibrio y clavó sus ojos oscuros en el teléfono.
—Juro por mi vida que, antes de que termine la noche, le encontraré. —Su voz era afilada como un láser—. Y cuando lo haga...
El desconocido soltó una risita ronca.
—Una mujer valiente. Estoy excitado. Quizás, antes de que termine la noche, yo la encontraré a
usted.
Y cuando lo haga...
Las palabras flotaron en el aire como una espada. Después el hombre colgó.
El cardenal Mortati, enfundado en su hábito negro, estaba sudando. No sólo la Capilla Sixtina estaba empezando a parecer una sauna, sino que el cónclave debía iniciarse dentro de veinte minutos y aún no se sabía nada de los cuatro cardenales desaparecidos. En su ausencia, los susurros de confusión iniciales que habían intercambiado los cardenales se habían transformado en abierta angustia.
Mortati no podía imaginar dónde estaban los cuatro hombres.
¿Con el camarlengo quizá?
Sabía que el camarlengo había ofrecido el tradicional té privado a los cuatro
preferiti
a primera hora de la tarde, pero ya habían pasado horas.
¿Estarían enfermos? ¿Algo que han comido?
Mortati lo dudaba. Incluso a las puertas de la muerte, los
preferiti
estarían aquí. Sólo ocurría una vez en la vida, y con frecuencia
nunca,
que un cardenal tuviera la oportunidad de ser elegido Sumo Pontífice, y por la ley vaticana, el cardenal debía estar dentro de la Capilla Sixtina cuando tuviera lugar la votación. De lo contrario, era inelegible.
Aunque había cuatro
preferiti,
pocos cardenales dudaban de quién sería el siguiente Papa. En los últimos quince días se había producido una cascada constante de faxes y llamadas telefónicas que comentaban las cualidades de los principales candidatos. Como de costumbre, se habían elegido cuatro nombres como
preferiti,
cada uno de los cuales cumplía los requisitos tácitos para convertirse en Papa:
Dominio del italiano, español e inglés.
Sin secretos vergonzosos.
Entre sesenta y cinco y ochenta años de edad.
Como de costumbre, uno de los
preferiti
se había impuesto sobre los demás. Esta noche, ese hombre era el cardenal Aldo Baggia, de Milán. La hoja de servicios de Baggia, impoluta, combinada con un dominio de los idiomas sin parangón y la capacidad de comunicar la esencia de la espiritualidad, le habían convertido a ojos de todos en el claro favorito.
¿Dónde demonios está?,
se preguntó Mortati.
Mortati estaba especialmente nervioso por la desaparición de los cardenales, porque la tarea de supervisar el cónclave había recaído sobre sus espaldas. Una semana antes, el Colegio Cardenalicio había elegido por unanimidad a Mortati para el cargo conocido como
Gran
Elector:
el maestro interno de ceremonias del cónclave. Si bien el camarlengo era el miembro de mayor relevancia de la Iglesia, sólo era un sacerdote y estaba poco familiarizado con el complejo proceso de elección, de forma que se elegía a un cardenal para supervisar la ceremonia desde el interior de la Capilla Sixtina.
Los cardenales solían comentar en broma que el cargo de Gran Elector constituía el honor más cruel de la cristiandad. El nombramiento inhabilitaba para ser elegido Papa, y también exigía dedicar muchos días previos al cónclave a repasarlas páginas del
Universi Dominici Gregis,
con el objetivo de recordar las sutilidades de los rituales arcanos del cónclave y asegurar de esta forma que el proceso se llevara a cabo de la manera correcta.
Sin embargo, Mortati no estaba resentido. Sabía que había sido el candidato lógico. No sólo era el cardenal de mayor edad, sino que también
había
sido confidente del difunto Papa, un hecho que elevaba su estima. Aunque Mortati aún estaba dentro de la edad legal para ser elegido, era un poco viejo para ser un candidato serio. A los setenta y nueve años, había cruzado el umbral tácito en que el colegio ya no confiaba en la salud del elegido, con la vista puesta en el riguroso calendario del pontificado. Un Papa solía trabajar unas catorce horas al día, siete días a la semana, y, según la media estadística, moría de agotamiento al cabo de seis años y tres meses. En el Vaticano se decía en broma que aceptar el papado era la «ruta más rápida para ir al cielo».
Muchos creían que Mortati habría podido ser Papa cuando era más joven, de no ser tan liberal. Para acceder al papado, había que guiarse por una particular Santísima Trinidad: conservador, conservador, conservador.
Mortati siempre había considerado irónico que el difunto Papa, Dios lo tuviera en su seno, se hubiera revelado sorprendentemente liberal en cuanto ocupó el trono. Tal vez al presentir que el mundo moderno se alejaba cada vez más de la Iglesia, el Papa había propiciado ciertas aperturas, suavizando la posición de la Iglesia sobre las ciencias, e incluso había donado dinero para causas científicas selectas. Por desgracia, había sido un suicidio político. Los católicos conservadores acusaron al Papa de «senil», al tiempo que los científicos puristas le acusaban de intentar extender la influencia de la Iglesia donde no correspondía.
—¿Dónde están?
Mortati se volvió.
Uno de los cardenales le estaba dando golpecitos en el hombro, nervioso.
—Tú sabes dónde están, ¿verdad?
Mortati procuró disimular su preocupación.
—Puede que sigan con el camarlengo.
—¿A esta hora? ¡Eso sería de lo más heterodoxo! —El cardenal frunció el ceño, desconfiado—. ¿Es posible que el camarlengo haya perdido el sentido del tiempo?
Mortati lo dudaba, pero no dijo nada. Era muy consciente de que la mayoría de cardenales apreciaban poco al camarlengo, pues creían que era demasiado joven para servir al Papa. Mortati sospechaba que esa antipatía se debía a los celos, y admiraba al joven y aplaudía en secreto la elección del fallecido Papa. Mortati sólo veía convicción cuando miraba a los ojos del camarlengo, y al contrario que muchos cardenales, el camarlengo anteponía la Iglesia y la fe a la política. Era en verdad un hombre de Dios.
Durante todo el ejercicio de sus funciones, la devoción del camarlengo se había hecho legendaria. Muchos lo atribuían al acontecimiento milagroso de su niñez, un acontecimiento que habría impreso una huella indeleble en el corazón de cualquier hombre.
El milagro y el prodigio,
pensó Mortati, quien a menudo deseaba que en su niñez se hubiera presentado un acontecimiento que le hubiera inyectado esa fe invencible.
Mortati sabía que, por desgracia para la Iglesia, el camarlengo nunca llegaría a Papa cuando fuera mayor. Acceder al papado exigía cierta ambición política, algo de lo que el joven camarlengo carecía en apariencia. Había rechazado en muchas ocasiones las ofertas de ascenso del Papa, pues decía que prefería servir a la Iglesia como un simple sacerdote.
—¿Qué vamos a hacer?
El cardenal dio unos golpecitos en la espalda de Mortati, a la espera.
Mortati alzó la vista.
—¿Perdón?
—¡Se retrasan! ¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué podemos hacer? —contestó Mortati—. Esperar. Y tener fe.
El cardenal, sin ocultar el disgusto que le producía la respuesta de Mortati, desapareció en la penumbra.
Mortati se masajeó las sienes y trató de aclarar sus ideas.
Pues sí, ¿qué vamos a hacer?
Desvió la vista hacia el fresco restaurado de Miguel Ángel que colgaba sobre el altar,
El Juicio Final.
La pintura no contribuyó a mitigar su angustia. Era una representación horripilante, de quince metros de altura, de Jesucristo separando a la humanidad en justos y pecadores, y arrojando a los pecadores al infierno. Había carne despellejada, cuerpos ardiendo, e incluso un rival de Miguel Ángel sentado en el infierno, con orejas de asno. Guy de Maupassant había escrito en una ocasión que el cuadro semejaba algo pintado por un carbonero ignorante para una barraca de lucha libre de una feria.
El cardenal Mortati no pudo por menos que darle la razón
.
Langdon permanecía inmóvil ante la ventana a prueba de balas del despacho papal, y contemplaba el despliegue de las cadenas de televisión en la plaza de San Pedro. La siniestra conversación telefónica le había dejado conmocionado. No era el de siempre.
Los Iluminati, como una serpiente surgida de las profundidades olvidadas de la historia, habían reanudado una antigua enemistad. Sin negociación. Sin exigencias. Simple desquite. Diabólicamente sencillo. Una venganza aplazada durante cuatrocientos años. Daba la impresión de que, tras siglos de persecución, la ciencia se había desquitado.
El camarlengo estaba de pie ante el escritorio y contemplaba el teléfono sin verlo. Olivetti fue el primero que rompió el silencio.
—Carlo —dijo, llamando por su nombre al camarlengo, más como un amigo preocupado que como un agente de la autoridad—. Durante veintiséis años he jurado por mi vida proteger este despacho. Parece que esta noche he caído en la deshonra.
El camarlengo meneó la cabeza.
—Usted y yo servimos a Dios de maneras diferentes, pero el servicio siempre nos procura honor.
—Estos acontecimientos... No puedo imaginar cómo... Esta situación...
Olivetti parecía desbordado.
—Será consciente de que sólo podemos proceder de una forma. Soy responsable de la seguridad del Colegio Cardenalicio.
—Temo que la responsabilidad es mía, signore.
—Entonces, sus hombres supervisarán la evacuación inmediata.
—Signore?
—Más tarde examinaremos otras posibilidades: peinar el Vaticano hasta localizar el artefacto, un registro exhaustivo en busca de los cardenales desaparecidos y sus secuestradores. Pero antes hay que poner a salvo a los cardenales. Lo más importante es ahorrar vidas humanas. Esos hombres son los cimientos de nuestra Iglesia.
—¿Sugiere que interrumpamos el cónclave ahora mismo?
—¿Me queda otra alternativa?
—¿Y la misión de elegir a un nuevo Papa?
El joven camarlengo suspiró y se volvió hacia la ventana. Sus ojos pasearon sobre la enorme extensión de Roma.
—Su Santidad me dijo una vez que un Papa es un hombre dividido entre dos mundos, el mundo real y el divino. Me advirtió de que cualquier Iglesia que hiciera caso omiso del real no sobreviviría para disfrutar del divino. El orgullo y los precedentes no pueden imponerse a la razón
.
Olivetti asintió, impresionado.
—Le he subestimado, signore.
Dio la impresión de que el camarlengo no le escuchaba. Su mirada vagó hacia la ventana.
—Hablaré con franqueza, signore. El mundo real es mi mundo. Me sumerjo en su fealdad cada día, al igual que otros se sienten libres para buscar algo más puro. Déjeme darle un consejo sobre la situación actual. Para eso me entrenaron. Su instinto, aunque respetable, podría ser desastroso.
El camarlengo se volvió.
Olivetti suspiró.
—La evacuación del Colegio Cardenalicio de la Capilla Sixtina es lo peor que se podría hacer en este momento.
El camarlengo no pareció indignado, sólo confuso.
—¿Qué sugiere?
—No diga nada a los cardenales. Aisle el cónclave. Nos concederá tiempo para sopesar otras opciones.
El camarlengo se mostró preocupado.
—¿Está sugiriendo que encierre a todo el Colegio Cardenalicio sobre una bomba de tiempo?
—Sí, signore. De momento. Más tarde, en caso necesario, procederemos a la evacuación.
El camarlengo meneó la cabeza.
—Aplazar la ceremonia antes de que dé inicio es suficiente para abrir una investigación, pero después de que se cierren las puertas, nada puede interferir. El procedimiento del cónclave obliga a...
—El mundo real, signore. Esta noche, le toca vivir en él. Escuche con atención. —Olivetti hablaba ahora con la eficiencia de un oficial de campo—. Evacuar a ciento sesenta y cinco cardenales a Roma, sin preparación y sin protección, sería una insensatez. Provocaría pánico y confusión en unos hombres muy viejos, y la verdad, con un ataque fatal este mes ya tenemos bastante.