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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (20 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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—¿No dijo que la guía de balística no hablaba de ella?

—Encontré información en Internet.

Aleluya,
pensó Vittoria.

—Por lo visto, esa sustancia es muy explosiva —dijo el guardia—. Cuesta imaginar que esa información sea correcta, pero aquí dice que, gramo más gramo menos, la antimateria posee una carga explosiva cien veces superior a la de una cabeza nuclear.

Olivetti se vino abajo. Fue como ver desmoronarse una montaña. La expresión horrorizada del camarlengo borró la sensación de triunfo que experimentó Vittoria.

—¿Localizó la llamada? —tartamudeó Olivetti.

—No hubo suerte. Un móvil con una encriptación muy potente. Las líneas SAT se confunden unas con otras, de modo que la triangulación no sirve de nada. La señal IF sugiere que está en Roma, pero no hay manera de localizarlo.

—¿Exigió algo? —preguntó Olivetti en voz baja.

—No, señor. Sólo nos advirtió de que hay antimateria oculta en el complejo. Pareció sorprendido de que no lo supiera. Me preguntó si aún no la había
visto.
Usted me preguntó sobre la antimateria, de modo que decidí avisarle.

—Ha hecho bien —dijo Olivetti—. Bajo enseguida. Avíseme de inmediato si vuelve a llamar.

El
walkie-talkie
quedó en silencio un momento.

—La persona que llama sigue en la línea, señor.

Pareció que Olivetti hubiera sido alcanzado por un rayo.

—¿La línea está abierta?

—Sí, señor. Hemos intentado localizarle durante diez minutos, sin resultado. Debe de saber que no podemos dar con él, porque se niega a colgar hasta que hable con el camarlengo.

—Pásemelo —ordenó el camarlengo—. ¡Ahora mismo!

Olivetti giró en redondo.

—No, padre. Un negociador experto de la Guardia Suiza es el más capacitado para hacerse cargo de la situación.

—¡Ahora mismo!

Olivetti dio la orden.

Un momento después, el teléfono del camarlengo Ventresca empezó a sonar. El hombre oprimió el botón del altavoz.

—¿Quién se cree que es, en nombre de Dios?

41

La voz que surgió del altavoz del teléfono era metálica y fría, no exenta de arrogancia. Todos los presentes escucharon.

Langdon intentó identificar el acento.
¿Oriente Próximo, quizá?

—Soy el mensajero de una antigua hermandad —anunció la voz con cadencia extraña—. Una hermandad a la que ustedes han injuriado durante siglos. Soy un mensajero de los Illuminati.

Langdon sintió que sus músculos se tensaban, y los últimos vestigios de duda se desvanecieron. Por un instante, experimentó la conocida pugna entre emoción, privilegio y miedo mortal que le embargó cuando había visto por primera vez el ambigrama aquella misma mañana.

—¿Qué quiere? —preguntó el camarlengo.

—Represento a hombres de ciencia. Hombres que, como ustedes, están buscando respuestas. Respuestas relativas al destino del hombre, su propósito, su creador.

—Sea quien sea —dijo el camarlengo—, yo...


Silenzio.
Será mejor que escuche. Durante dos milenios, su Iglesia ha controlado la búsqueda de la verdad. Han aplastado a sus contrincantes con mentiras y profecías agoreras. Han manipulado la verdad en pro de sus necesidades, asesinado a aquellos cuyos descubrimientos perjudicaban a su política. ¿Le sorprende que sean el objetivo de los hombres esclarecidos de todo el globo?

—Los hombres esclarecidos no recurren al chantaje para defender su causa.

—¿Chantaje? —El desconocido rió—. Esto no es un chantaje. No queremos nada. La abolición del Vaticano no es negociable. Hemos esperado cuatrocientos años a que llegara este día. A medianoche, su ciudad será destruida. No pueden hacer nada.

Olivetti se precipitó hacia el altavoz.

—¡Es imposible superar las barreras que controlan el acceso a esta ciudad! ¡Es imposible que hayan instalado explosivos aquí!

—Habla con la ignorante devoción de un Guardia Suizo. ¿Tal vez un oficial? Sabrá sin duda que, durante siglos, los Illuminati se han infiltrado en las organizaciones de élite de todo el mundo. ¿De veras cree que el Vaticano es inexpugnable?

Jesús,
pensó Langdon,
cuentan con alguien dentro.
No era ningún secreto que la infiltración era el símbolo del poder de los Illuminati. Se habían infiltrado en la masonería, en las organizaciones bancadas más importantes, en gobiernos. De hecho, Churchill había dicho en una ocasión a los periodistas que, si los espías ingleses se hubieran infiltrado en las filas nazis hasta el grado en que los Illuminati se habían infiltrado en el Parlamento inglés, la guerra habría acabado en un mes.

—Un farol clarísimo —replicó Olivetti—. Su influencia no puede ser tan extensa.

—¿Por qué? ¿Porque sus Guardias Suizos no bajan la guardia? ¿Porque vigilan cada rincón de su mundo recluido? ¿Qué me dice de los propios guardias? ¿Acaso no son hombres? ¿De veras creen que se juegan la vida por una fábula sobre un hombre que camina sobre las aguas? Pregúntese cómo habría podido entrar el contenedor en su ciudad, si no. O cómo cuatro de sus elementos más preciados habrían podido desaparecer esta tarde.

—¿Nuestros elementos? —Olivetti frunció el ceño—. ¿A qué se refiere?

—Uno, dos, tres, cuatro. ¿Aún no los han echado de menos?

—¿De qué diablos está habl...?

Olivetti calló de pronto, con la mirada vidriosa, como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago.

—La luz se hace —dijo el desconocido—. ¿Quiere que le lea los nombres?

—¿Qué está pasando? —preguntó el camarlengo, perplejo.

El desconocido rió.

—¿Su oficial aún no le ha informado? Menudo pillastre. No me sorprende. El orgullo. Imagino la desgracia de contarle la verdad... Que cuatro cardenales a los que había jurado proteger han desaparecido...

Olivetti estalló.

—¿De dónde ha sacado esa información?

—Camarlengo —se regocijó el desconocido—, pregunte a su comandante si todos los cardenales están presentes en la Capilla Sixtina.

El camarlengo se volvió hacia Olivetti. Sus ojos verdes exigían una explicación.

—Signore —susurró Olivetti en el oído del camarlengo—, es verdad que cuatro cardenales no se han presentado todavía en la Capilla Síxtina, pero no es preciso alarmarse. Todos notificaron su llegada esta mañana, por lo cual sabemos que se hallan sanos y salvos dentro del Vaticano. Usted mismo tomó el té con ellos hace unas horas. Se han retrasado en llegar al encuentro con sus compañeros previo al cónclave, eso es todo. Estamos buscando, pero estoy seguro de que han perdido la noción del tiempo y siguen paseando por los jardines.

—¿Paseando por los jardines? —La calma abandonó la voz del camarlengo—. ¡Tenían que estar en la capilla hace más de una hora!

Langdon dirigió a Vittoria una mirada de asombro.
¿Cardenales
desaparecidos? ¿Eso era lo que andaban buscando abajo?

—Encontrará muy convincente nuestra lista —dijo el desconocido—. Veamos: el cardenal Lamassé de París, el cardenal Guidera de Barcelona, el cardenal Ebner de Frankfurt...

Dio la impresión de que Olivetti se iba encogiendo a cada nombre que sonaba.

El desconocido hizo una pausa, como si el último nombre le proporcionara un placer especial.

—Y de Italia, el cardenal Baggia.

El camarlengo se derrumbó en su silla.


I preferiti
—susurró—. Los cuatro favoritos, incluido Baggia, el que tenía más posibilidades de suceder al Sumo Pontífice... ¿Cómo es posible?

Langdon había leído lo bastante sobre elecciones papales modernas para comprender la expresión desesperada del camarlengo. Si bien en teoría
cualquier
cardenal menor de ochenta años podía llegar a ser Papa, sólo muy pocos gozaban del respeto necesario para lograr la mayoría de dos tercios que exigía el feroz procedimiento. Se les conocía como los
preferiti.
Y todos habían desaparecido.

La frente del camarlengo se perló de sudor.

—¿Qué va hacer con esos hombres?

—¿Usted qué cree? Soy descendiente de los hassassins.

Langdon sintió un escalofrío. Conocía bien el nombre. La Iglesia se
había
granjeado enemistades mortales a lo largo de los siglos: los hassassins, los templarios, ejércitos que habían sido perseguidos o traicionados por el Vaticano.

—Deje en libertad a los cardenales —dijo el camarlengo—. ¿No le basta con la amenaza de destruir el Vaticano?

—Olvídese de sus cardenales. No puede hacer nada por ellos Tenga la seguridad, no obstante, de que sus muertes serán recordadas... por millones de personas. El sueño de todo mártir. Los convertiré en luminarias de los medios de comunicación. Uno a uno. A medianoche, los Illuminati monopolizarán la atención de todo el mundo. ¿Para qué cambiar el mundo si el mundo no presta atención? Los asesinatos públicos poseen un horror embriagador, ¿verdad? Ustedes lo demostraron hace mucho tiempo... La Inquisición, la tortura de los Caballeros Templarios, las Cruzadas. —Hizo una pausa—Y
la purga,
por supuesto.

El camarlengo guardó silencio.

—¿No recuerda
la purga?
—preguntó el desconocido—. Claro que no, usted es un niño. Los curas son historiadores mediocres, de todos modos. ¿Tal vez porque su historia les da vergüenza?


La purga
—se oyó decir Langdon—. Fue en 1678. La Iglesia marcó a cuatro científicos Illuminati con el símbolo de la cruz. Como castigo por sus pecados.

—¿Quién está hablando? —preguntó la voz, más intrigada que preocupada—. ¿Quién más hay ahí?

Langdon se puso a temblar.

—Mi nombre carece de importancia —dijo, intentando que su voz sonara firme. Hablar con un Illuminatus vivo le desorientaba... Era como hablar con George Washington—. Soy un erudito que ha estudiado la historia de su hermandad.

—Soberbio —contestó la voz—. Me complace que aún existan seres vivos que recuerden los crímenes cometidos contra nosotros.

—La mayoría pensábamos que habían muerto.

—Un error que la hermandad ha procurado alimentar. ¿Qué más sabe de
la purga?

Langdon vaciló.
¿Qué más sé? ¡Que toda esta situación es una locura, eso es lo que sé!

—Después de marcarlos, los científicos fueron asesinados, y sus cuerpos arrojados a lugares públicos de Roma como advertencia a otros científicos de que no se unieran a los Illuminati.

—Sí. Nosotros haremos lo mismo.
Quid pro quo.
Considérenlo una retribución simbólica por nuestros hermanos asesinados. Sus cuatro cardenales morirán, uno cada hora empezando a partir de las ocho. A medianoche, todo el mundo estará cautivado.

Langdon se acercó al teléfono.

—¿Tiene la intención de marcar a fuego y asesinar a esos cuatro hombres?

—La historia se repite, ¿no es cierto? Claro que nosotros seremos más elegantes y audaces que la Iglesia. Ellos mataban en privado, y abandonaban los cuerpos cuando nadie los veía. Me parece una cobardía.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Langdon—. ¿Que va a marcar y asesinar a esos hombres en
público?

—Muy bien. Aunque depende de lo que considere público. Soy consciente de que la gente ha dejado de ir a la iglesia.

Langdon disparó al azar.

—¿Van a asesinarlos en
iglesias?

—Un gesto bondadoso. Permitirá a Dios enviar sus almas al cielo sin dilación. Parece justo. Imagino que la prensa también se lo pasará en grande.

—Se está echando un farol —dijo Olivetti con voz fría—. No puede asesinar a un hombre en una iglesia y suponer que se saldrá con la suya.

—¿Un farol? Nos movemos entre sus Guardias Suizos como fantasmas, sacamos a cuatro cardenales de su ciudadela, colocamos un explosivo mortífero en el corazón de su templo más sagrado, ¿y cree que es un farol? A medida que se sucedan los asesinatos y las víctimas sean encontradas, los medios de comunicación acudirán como un enjambre. A medianoche, el mundo conocerá la causa de los Illuminati.

—¿Y si apostamos guardias en todas las iglesias? —preguntó Olivetti.

El desconocido calló.

—Temo que la naturaleza prolífica de su religión les dificultará la tarea. ¿No ha hecho las cuentas en los últimos tiempos? Hay más de cuatrocientas iglesias católicas en Roma. Catedrales, capillas, santuarios, abadías, monasterios, conventos, escuelas parroquiales...

Olivetti se mantuvo imperturbable.

—Todo empezará dentro de noventa minutos —dijo el desconocido, en un tono que no admitía dudas—. Uno por hora. Una progresión mortal matemática. Ahora he de abandonarles.

—¡Espere! —pidió Langdon—. Hábleme de las marcas que van a hacerles.

Su petición pareció divertir al asesino.

—Sospecho que usted ya sabe cuáles serán las marcas
.
¿O tal vez es un escéptico? Pronto las verá. La demostración de que las leyendas antiguas son ciertas.

Langdon se sentía aturdido. Sabía con exactitud a qué se refería el hombre. Imaginó la marca en el pecho de Leonardo Vetra. La tradición de los Illuminati hablaba de cinco marcas en total.
Quedan cuatro,
pensó Langdon,
y han desaparecido cuatro cardenales.

—He jurado que un nuevo Papa será electo esta noche —dijo el camarlengo—. Lo he jurado por Dios.

—Camarlengo —dijo el desconocido—, el mundo no necesita un nuevo Papa. Después de medianoche, no tendrá nada que gobernar, salvo un montón de escombros. La Iglesia católica está acabada. Su reinado en la tierra ha terminado.

Se hizo el silencio.

La expresión del camarlengo era de profunda tristeza.

—Se engaña. Una Iglesia es algo más que mortero y piedra. No puede borrar de un plumazo dos mil años de fe, de
cualquier
fe. No puede aplastar la fe destruyendo sus manifestaciones terrenales. La Iglesia católica continuará con o sin el Vaticano.

—Una noble mentira, pero mentira a fin de cuentas. Los dos sabemos la verdad. Dígame, ¿por qué es el Vaticano una fortaleza amurallada?

—Los hombres de Dios viven en un mundo peligroso —dijo el camarlengo.

—¿Qué edad tiene usted? El Vaticano es una fortaleza porque la Iglesia católica guarda la mitad de sus riquezas entre sus paredes: cuadros únicos, esculturas, joyas valiosísimas, libros de valor incalculable... Además de los lingotes de oro y las escrituras de bienes raíces en las cámaras acorazadas de la Banca Vaticana. Cálculos internos cifran el valor de la Ciudad del Vaticano en cuarenta y ocho mil quinientos millones de dólares. Están sentados sobre una buena hucha. Mañana será cenizas. Valores liquidados, si lo prefiere. Estarán en bancarrota. Ni siquiera los curas pueden trabajar por nada.

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