Ángeles y Demonios (43 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: Ángeles y Demonios
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Robert Langdon no era un hombre que hubiera buscado nunca confirmación en las alturas, pero cuando leyó el nombre de la iglesia donde se hallaba ahora la estatua, decidió que tal vez acabaría siendo creyente.

Santa Maria della Vittoria.

Vittoria,
pensó, y sonrió.
Perfecto.

Se puso en pie, y sintió un leve mareo. Echó un vistazo a la escalerilla, y se preguntó si debía devolver el libro a su sitio.
Y un cuerno,
pensó.
Que lo haga el padre ]aqui.
Cerró el libro y lo dejó al fondo del estante.

Cuando se encaminó hacia el botón brillante de la salida electrónica de la cámara, le costaba respirar. Sin embargo, se sentía rejuvenecido por su buena suerte.

Su buena suerte, no obstante, se esfumó antes de que llegara a la salida.

De pronto, la cámara exhaló un suspiro apenado. Las luces se apagaron, así como el botón de la salida. Después, como una gigantesca bestia al expirar, el complejo de los Archivos quedó sumido en una negrura total. Alguien acababa de cortar la luz.

85

La Sagrada Gruta Vaticana se halla en el subsuelo de la basílica de San Pedro. Es el lugar donde son enterrados los papas.

Vittoria llegó al final de la escalera de caracol y entró en la gruta. El sombrío recinto le recordó el Large Hadron Collider del CERN, negro y frío. Iluminado tan sólo por las linternas de los Guardias Suizos, transmitía una sensación siniestra. A ambos lados, los nichos se alineaban contra los muros. En el interior de los nichos, cuando las luces de las linternas alcanzaban a iluminarlos, se silueteaban las sombras voluminosas de sarcófagos.

Un escalofrío recorrió su piel.
Es el frío,
se dijo, a sabiendas de que sólo era verdad en parte. Tenía la sensación de que los estaban vigilando, pero no alguien de carne y hueso, sino espectros en la oscuridad. Sobre cada tumba yacían reproducciones de tamaño natural del Papa enterrado, con toda la vestimenta ceremonial, los brazos cruzados sobre el pecho. Daba la impresión de que los cuerpos yacentes surgieran de los sarcófagos, ejerciendo presión sobre las tapas de mármol como si intentaran escapar de sus ataduras mortales. La procesión continuó a la luz de las linternas, y en la cripta las siluetas papales se alzaban contra las paredes, se estiraban y desaparecían en una danza macabra.

El grupo caminaba en silencio, pero Vittoria ignoraba si era por respeto o por aprensión. Supuso que por ambas cosas. El camarlengo Ventresca andaba con los ojos cerrados, como si conociera cada paso de memoria. Vittoria sospechaba que había recorrido muchas veces la cripta desde la muerte del Papa, tal vez para rogar ante su tumba que le guiara.

Trabajé bajo la tutela del cardenal muchos años,
había dicho el camarlengo.
Era como un padre para mí.
Vittoria recordó que había pronunciado aquellas palabras en referencia al cardenal que le había «salvado» del ejército. Ahora, sin embargo, ella comprendía el resto de la historia. Aquel mismo cardenal que brindó su protección al futuro camarlengo, había sido elevado más tarde al papado, y entonces llamó a su joven protegido para que le sirviera como camarlengo.

Eso explica muchas cosas,
pensó Vittoria. Siempre había sido capaz de percibir las emociones íntimas de los demás, y algo acerca del camarlengo la había estado atormentando durante todo el día. Desde que le había conocido, había intuido una angustia más espiritual e íntima que la provocada por la espantosa crisis a la que se enfrentaba. Bajo su piadosa calma, veía a un hombre atormentado por demonios personales. Ahora sabía que había estado en lo cierto. No sólo se encontraba afrontando la amenaza más devastadora de la historia del Vaticano, sino que lo estaba haciendo sin su mentor y amigo... Volaba en solitario.

Los guardias aminoraron el paso, como si no supieran dónde yacía el cadáver del Papa más reciente. El camarlengo continuó con paso seguro y se detuvo ante un sarcófago de mármol que parecía más reluciente que los demás. Sobre él había una figura yacente de su benefactor. Cuando Vittoria reconoció la cara del difunto Papa por haberle visto en la televisión, sintió una punzada de miedo.
¿Qué vamos a hacer?

—Sé que no tenemos mucho tiempo —dijo el camarlengo—, pero les pido que recemos un momento.

Los Guardias Suizos inclinaron la cabeza. Vittoria los imitó, mientras su corazón atronaba en el silencio. El camarlengo se arrodilló ante el sarcófago y rezó en italiano. Cuando Vittoria escuchó las palabras, un dolor inesperado la asaltó, convertido en lágrimas, lágrimas por su propio mentor, su santo padre particular. Las palabras del camarlengo parecían tan apropiadas para el padre de Vittoria como para el Papa.


Padre
supremo, consejero, amigo. —La voz del camarlengo resonó en el pasillo—. Me dijiste cuando era joven que la voz de mi corazón era la de Dios. Me dijiste que debía seguirla, sin importarme a qué lugares dolorosos me guiara. Oigo esa voz ahora, y me pide tareas imposibles. Dame fuerzas. Concédeme la capacidad de perdonar. Lo que hago... lo hago en nombre de todo aquello en que tú crees. Amén.

—Amén —susurraron los guardias.

Amén, padre.
Vittoria se secó los ojos.

El camarlengo Ventresca se levantó poco a poco y se alejó del sarcófago.

—Aparten la tapa.

Los Guardias Suizos vacilaron.

—Signore —dijo uno—, la ley nos pone a sus órdenes. —Hizo una pausa—. Haremos lo que diga...

El camarlengo debió de leer en la mente del joven.

—Algún día, les pediré perdón por ponerles en esta situación. Hoy les pido su obediencia. Las leyes del Vaticano se establecieron para proteger esta Iglesia. Les pido que las quebranten ahora en nombre de ese mismo espíritu.

Se hizo un momento de silencio, y luego el guardia que estaba al mando dio la orden. Los tres hombres dejaron las linternas en el suelo, y sus sombras se proyectaron en las paredes. Iluminados desde abajo, los guardias avanzaron hacia la tumba. Sujetaron la losa de mármol que cubría el sarcófago, plantaron los pies con firmeza en el suelo y se prepararon para empujar. A una señal, todos se pusieron en acción. La pesada losa no se movió, y Vittoria casi deseó que los hombres no lograran apartarla. De pronto, tuvo miedo de lo que podían encontrar dentro.

Los hombres redoblaron sus esfuerzos, pero la losa no se movió.


Ancora
—dijo el camarlengo, al tiempo que se arremangaba para ayudar a los guardias—.
Ora!

Todo el mundo empujó.

Vittoria estaba a punto de ofrecer su ayuda, pero en aquel momento, la losa empezó a moverse. Los hombres volvieron a empujar, y con un chirrido casi primigenio de piedra sobre piedra, lograron girar la tapa, con la cabeza tallada del Papa hacia el interior del nicho y los pies proyectados hacia el pasillo.

Todo el mundo retrocedió.

Un guardia, vacilante, se agachó y recuperó la linterna. Después, la dirigió hacia el sarcófago. Dio la impresión de que el rayo de luz temblaba un momento, y después el guardia sujetó con firmeza la linterna. Los demás guardias se fueron acercando de uno en uno. Incluso en la oscuridad, Vittoria intuyó que retrocedían. Todos se persignaron.

El camarlengo se estremeció cuando miró el interior del sarcófago, y sus hombros se hundieron como bajo un peso tremendo. Permaneció inmóvil un largo momento, antes de dar media vuelta.

Vittoria temía que el rigor mortis se hubiera apoderado de la boca del cadáver, y que se viera obligada a sugerir que le rompieran la mandíbula para ver la lengua. Ahora, comprobó que no era necesario. Las mejillas se habían hundido, y el Papa tenía la boca entreabierta.

Su lengua era negra como la muerte.

86

Oscuridad absoluta. Silencio total.

Los Archivos Secretos habían quedado sumidos en una negrura insondable.

El miedo, comprendió Langdon, era un excelente acicate. Falto de aliento, avanzó en la oscuridad hacia la puerta giratoria. Localizó el botón de la pared y lo aplastó con la palma. No pasó nada. Probó de nuevo. La puerta no se movía.

Gritó, pero su voz salió estrangulada. Tomó conciencia del peligro de la situación. Sus pulmones pugnaban por absorber oxígeno, mientras la adrenalina aceleraba su corazón. Tenía la impresión de que le acababan de asestar un puñetazo en el estómago.

Cuando arrojó su peso contra la puerta, pensó por un instante que ésta empezaba a girar. Empujó de nuevo, y vio estrellas. Se dio cuenta de que toda la cámara estaba girando, pero la puerta no. Langdon se tambaleó, tropezó con la base de una escalerilla rodante y cayó al suelo. Se golpeó la rodilla con el canto de una estantería. Maldijo, se levantó y buscó a tientas la escalerilla.

La encontró. Había confiado en que sería de madera pesada o hierro, pero era de aluminio. Agarró la escalerilla y la sujetó como un ariete. Después corrió hacia la pared de cristal. Estaba más cerca de lo que pensaba. La escalerilla rebotó. A juzgar por el tenue sonido de la colisión, Langdon comprendió que iba a necesitar algo mucho más duro que el aluminio para romper el cristal.

Cuando buscó la semiautomática, sus esperanzas resurgieron, para desvanecerse al instante. Ya no estaba en posesión del arma. Olivetti la había recuperado en el despacho del Papa, aduciendo que no quería armas cargadas en presencia del camarlengo. En aquel momento, le había parecido lógico.

Langdon volvió a gritar, pero esta vez con menos fuerza.

A continuación, recordó el
walkie-talkie
que el guardia había dejado en la mesa situada ante la cámara.
¿Por qué demonios no lo he traído?
Cuando empezó a ver estrellas de color púrpura, se obligó a pensar.
Ya has estado atrapado antes,
se dijo.
Te has salvado de cosas peores. Eras un crío y utilizaste la imaginación.
La oscuridad era aplastante.
¡Piensa!

Langdon se tendió de espaldas en el suelo y apoyó las manos en los costados. El primer paso era recuperar el control.

Relájate. Ahorra energías.

Como ya no luchaba contra la gravedad para bombear sangre, el corazón empezó a aminorar su ritmo. Era un truco que los nadadores utilizaban a menudo para reoxigenar su sangre entre eliminatorias muy seguidas.

Aquí hay mucho aire,
se dijo.
Muchísimo. Piensa.
Aguardó, casi con la esperanza de que las luces se encenderían en cualquier momento. No fue así. Tendido en el suelo, respirando mejor, se apoderó de él una siniestra resignación. Se sentía en paz. Luchó contra esa sensación.

¡Muévete, maldita sea! Pero hacia dónde...

En la carátula del reloj de Langdon, Mickey Mouse brillaba, como si la oscuridad le alegrara. Las nueve y treinta y tres minutos de la noche. Quedaba media hora para
Fuego.
Langdon pensó que parecía mucho más tarde. Su mente, en lugar de elaborar un plan de escape, exigía de repente una explicación.
¿Quién cortó la electricidad? ¿Estaba Rocher ampliando su registro? ¿No ha advertido Olivetti a Rocher de que yo estaba aquí?
Langdon sabía que, en este momento, todo eso daba igual.

Abrió la boca y echó hacia atrás la cabeza. Inhaló la bocanada de aire más profunda que pudo. Cada aspiración dolía menos que la anterior. Su cabeza se despejó. Obligó a su mente a ponerse las pilas.

Paredes de cristal,
se dijo.
Pero de un cristal muy grueso.

Se preguntó si guardaban algún libro en archivadores de acero a prueba de incendios. Langdon había observado esa precaución en alguna biblioteca, pero en ésta no. Además, localizar uno a oscuras podía consumir un tiempo excesivo. Tampoco podría levantarlo, teniendo en cuenta su estado actual.

¿Y la mesa de examen?
Langdon sabía que esta cámara, como la otra, tenía una mesa de examen en el centro de las estanterías.
¿Y
qué?
Sabía que no podría levantarla. Y aunque fuera capaz de arrastrarla, no llegaría muy lejos. Las estanterías estaban muy juntas, y los pasillos que las separaban eran demasiado estrechos.

Los pasillos eran demasiado estrechos...

De pronto, Langdon tuvo la solución.

Con renovada confianza, se puso en pie, aunque con excesiva rapidez. Buscó un apoyo en la oscuridad. Su mano encontró una estantería. Esperó un momento y se obligó a ahorrar energías. Necesitaría todas sus fuerzas para poner el plan en práctica.

Se apoyó contra la estantería, plantó los pies en el suelo y empujó.
Si pudiera inclinar el estante.
Pero apenas se movió. Empujó de nuevo. Sus pies resbalaron hacia atrás en el suelo. La estantería crujió, pero no se movió.

Necesitaba hacer palanca.

Encontró la pared de cristal y posó una mano sobre ella, para guiarse mientras corría hacia el otro extremo de la cámara. La pared de atrás se materializó de repente, se estrelló contra ella con el hombro por delante. Maldijo, dio la vuelta al estante y aferró la estantería a la altura de los ojos. Después, apoyando una pierna en el cristal que tenía detrás y otra en los estantes inferiores, empezó a trepar. Los libros cayeron a su alrededor, aleteando en la oscuridad. No le importó. Hacía tiempo que el instinto de supervivencia había arrinconado al decoro archivero. Notó que la oscuridad absoluta perjudicaba su sentido del equilibro, y cerró los ojos, para obligar al cerebro a pasar por alto los estímulos visuales. Se movió con más celeridad. El aire parecía más enrarecido a medida que trepaba. Después, como un escalador que conquistara una pared rocosa, Langdon aferró el último estante. Estiró las piernas hacia atrás y subió los pies por la pared de cristal, hasta quedar casi horizontal.

Ahora o nunca, Robert,
le urgió una voz.

Con un esfuerzo agotador, plantó los pies en la pared de atrás, ejerció fuerza con brazos y pecho sobre la estantería y empujó. No sucedió nada.

Volvió a intentarlo, estirando las piernas. La estantería se movió apenas. Empujó una vez más, y la estantería osciló hacia adelante unos centímetros, y luego hacia atrás. Langdon aprovechó el movimiento, inhaló lo que se le antojó aire carente de oxígeno y empujó otra vez. El estante se meció más.

Como un columpio,
se dijo.
Mantén el ritmo. Un poco más.

Langdon hizo oscilar el estante, y sus piernas se extendieron más a cada empujón. Los cuadríceps le ardían, pero soportó el dolor. El péndulo se movía.
Tres empujones más,
se animó.

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