Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Vittoria consideraba irónico que sintiera más aprensión en esta iglesia a oscuras que nadando de noche entre barracudas. La naturaleza era su refugio. Comprendía la naturaleza, pero las cuestiones del hombre y el espíritu la desconcertaban. Las imágenes de peces asesinos que se juntaban en la oscuridad conjuraron imágenes de la prensa congregada en el exterior. Las tomas de cadáveres marcados le habían recordado el cadáver de su padre... y la risa áspera del asesino. El asesino estaba cerca. Vittoria sintió que la ira ahogaba su miedo.
Cuando dejaron atrás una columna, de mayor circunferencia que cualquier secuoya que pudiera imaginar, Vittoria vio una luz anaranjada delante. La luz parecía surgir de debajo del suelo, en el centro de la basílica. Cuando se acercaron más, comprendió lo que estaba viendo. Era el famoso santuario hundido bajo el altar principal, suntuosa cámara subterránea que albergaba las reliquias más sagradas del Vaticano. Al llegar a la altura de la verja que rodeaba el hueco, Vittoria vio el cofre dorado rodeado de lámparas de aceite encendidas.
—¿Los huesos de San Pedro? —preguntó, aunque sabía muy bien la respuesta.
—No —dijo el camarlengo—. Un error muy común. Esto no es un relicario. El cofre contiene
palliums,
fajines tejidos que el Papa regala a los cardenales recién elegidos.
—Pero yo pensaba...
—Como todo el mundo. Las guías turísticas afirman que esto es la tumba de San Pedro, pero su verdadera tumba se encuentra dos pisos bajo nuestros pies. El Vaticano la excavó en los años cuarenta. No se permite bajar a nadie.
Vittoria se quedó sorprendida. Cuando se adentraron de nuevo en la oscuridad, pensó en las historias que había oído acerca de peregrinos que viajaban miles de kilómetros para ver el cofre dorado pensando que estaban en presencia de San Pedro.
—¿No debería decirlo el Vaticano a la gente?
—Todos nos beneficiamos de una sensación de contacto con la divinidad... aunque sea sólo imaginaria.
Vittoria, como científica, no podía contradecir la lógica. Había leído incontables historias sobre el efecto placebo, como aspirinas que curaban el cáncer en personas convencidas de que estaban utilizando un fármaco milagroso. Al fin y al cabo, ¿qué era la fe?
—Los cambios son algo que no llevamos bien aquí, en el Vaticano —dijo el camarlengo—. Admitir nuestras culpas pasadas, la modernización, son cosas que esquivamos. Su Santidad estaba intentando cambiar eso. —Hizo una pausa—. Abrirse al mundo moderno. Buscar nuevos caminos que llevaran a Dios.
Vittoria asintió en la oscuridad.
—¿Como la ciencia?
—Para ser sincero, la ciencia parece irrelevante.
—¿Irrelevante?
Vittoria podía pensar en montones de palabras que describieran a la ciencia, pero en el mundo moderno «irrelevante» no le parecía la más adecuada.
—La ciencia puede curar o matar. Depende del alma del hombre que utilice la ciencia. Es el alma lo que me interesa.
—¿Cuándo sintió la vocación?
—Antes de nacer.
Vittoria le miró.
—Lo siento. Siempre me parece una pregunta difícil. Quería decir que siempre supe que serviría a Dios. Desde que tuve uso de razón. Sin embargo, fue durante el servicio militar cuando comprendí plenamente mi objetivo.
Vittoria se sorprendió.
—¿Estuvo en el ejército?
—Dos años. Me negué a disparar un arma, de modo que me obligaron a volar. Helicópteros de evacuación médica. De hecho, todavía vuelo de vez en cuando.
Vittoria intentó imaginarse al joven sacerdote pilotando un helicóptero. Aunque pareciera raro, lo vio sin problemas ante los controles. El camarlengo Ventresca poseía un tesón que parecía acentuar su convicción antes que ocultarla.
—¿Transportó alguna vez al Papa?
—Cielos, no. Dejábamos ese precioso cargamento a los profesionales. En algunas ocasiones, Su Santidad me permitía tomar el mando del helicóptero cuando íbamos a la residencia papal de Castel Gandolfo. —Hizo una pausa y la miró—. Señorita Vetra, gracias por ayudarnos. Siento muchísimo lo de su padre. De veras.
—Gracias.
—Yo nunca conocí a mi padre. Murió antes de que naciera. Perdí a mi madre cuando tenía diez años.
Vittoria alzó la vista.
—¿Se quedó huérfano?
Experimentó una súbita solidaridad.
—Sobreviví a un accidente en el que mi madre perdió la vida.
—¿Quién se ocupó de usted?
—Dios —dijo el camarlengo—. Me envió otro padre, literalmente. Un obispo de Palermo apareció junto a la cama del hospital y me tomó bajo su protección. En aquel tiempo, no me sorprendió. Había sentido que la mano vigilante de Dios me guiaba desde que era pequeño. La aparición del obispo no hizo más que confirmar lo que ya sospechaba, que Dios me había elegido para servirle.
—¿Creyó que Dios le había elegido?
—Sí. Y aún lo creo. —No había rastro de engreimiento en la voz del camarlengo, sólo gratitud—. Trabajé bajo la tutela del obispo durante muchos años. Luego le nombraron cardenal. Pero nunca me olvidó. Es el padre que recuerdo.
El destello de una linterna iluminó el rostro del camarlengo, y Vittoria vio soledad reflejada en sus ojos.
El grupo se detuvo bajo una alta columna, y los rayos de luz de las linternas convergieron sobre una abertura del suelo. Vittoria miró la escalera que se perdía en el vacío, y de repente tuvo ganas de dar media vuelta. Los guardias ya estaban ayudando al camarlengo a bajar. Después fue su turno.
—¿Qué fue de él? —preguntó mientras bajaba, con voz que pretendía ser firme—. Me refiero al cardenal que le protegió.
—Dejó el Colegio Cardenalicio para ocupar otro cargo.
Vittoria se sorprendió.
—Y luego, lamento decirlo, falleció.
—
Le mie condoglianze
—dijo Vittoria—. ¿Hace mucho?
El camarlengo se volvió, y las sombras acentuaron el dolor de su rostro.
—Hace quince días exactos. Ahora vamos a verle.
Luces tenues iluminaban el interior de la cámara de los Archivos. Era mucho más pequeña que la anterior en que Langdon había estado.
Menos aire. Menos tiempo.
Ojalá hubiera pedido a Olivetti que conectara el sistema de regeneración del aire.
Langdon localizó enseguida la sección de bienes que albergaba los libros mayores de
Belle Arti.
Era imposible pasar por alto la sección. Ocupaba casi ocho estanterías completas. La Iglesia católica era la propietaria de millones de obras en todo el mundo.
Langdon estudió los estantes en busca de Gianlorenzo Bernini. Empezó la búsqueda por el centro de la primera estantería, en el punto donde había pensado que empezaría la B. Al cabo de un momento de pánico, temeroso de que el libro mayor faltara, se dio cuenta con abatimiento de que los libros no estaban ordenados alfabéticamente.
¿Por qué no me sorprende?
No fue hasta que volvió al principio de la colección y subió por una escalerilla hasta el último estante, cuando comprendió la organización de la cámara. Guardando precario equilibrio encontró el libro más grueso de todos, el que pertenecía a los maestros del Renacimiento: Miguel Ángel, Rafael, Da Vinci, Botticelli. Langdon reparó en que, muy apropiadamente para una cámara llamada «Bienes del Vaticano», los libros estaban ordenados por el
valor
monetario global de la colección de cada artista. Emparedado entre Rafael y Miguel Ángel, encontró el libro de Bernini. Medía más de doce centímetros de grosor.
Casi sin aliento, estorbado por el grueso volumen, Langdon bajó la escalerilla. Después, como un niño con un cómic, se sentó en el suelo y abrió el volumen.
El libro estaba encuadernado en tela y pesaba mucho. Estaba escrito a mano en italiano. Cada página catalogaba una sola obra, incluyendo una breve descripción, fecha, localidad, costo de los materiales, y a veces un tosco esbozo de la pieza. Langdon pasó las páginas, más de ochocientas en total. Bernini había sido un hombre fecundo.
Cuando estudiaba arte, Langdon se había preguntado cómo era posible que determinados artistas hubieran creado tantas obras durante su vida. Más tarde averiguó, para su decepción, que los artistas famosos eran autores de muy pocas obras propias. Tenían estudios donde jóvenes discípulos ejecutaban sus diseños. Escultores como Bernini creaban miniaturas en arcilla y contrataban a otros para que esculpieran las obras en mármol. Langdon sabía que si hubieran exigido a Bernini completar todos sus encargos en persona hoy aún estaría trabajando.
—Índice —dijo en voz alta, mientras intentaba poner orden en sus pensamientos. Volvió al principio del libro, con la intención de buscar en la letra «F» los títulos que contuvieran la palabra
fuòco,
pero las efes no estaban juntas. Maldijo por lo bajo.
¿Qué tiene esta
gente en contra del orden alfabético?
Por lo visto, habían consignado las obras en orden cronológico, a medida que Bernini iba creando nuevas. Todo estaba anotado por la fecha. No le resultó de ninguna ayuda.
Mientras Langdon estudiaba la lista, se le ocurrió otro pensamiento descorazonador. Cabía la posibilidad de que el título de la escultura que buscaba ni siquiera contuviera la palabra
fuego.
Las dos obras anteriores
(Habakkuk y el Ángel
y
West Ponente)
no habían contenido referencias específicas a
Tierra
o
Aire.
Dedicó uno o dos minutos a mirar páginas al azar, con la esperanza de encontrar alguna ilustración reveladora, pero no hubo suerte. Vio docenas de obras misteriosas de las que no había oído hablar, pero también vio muchas que reconoció...
Daniel y el león, Apolo y
Dafne,
así como media docena de fuentes. Cuando vio las fuentes, sus pensamientos dieron un salto hacia adelante. Agua. Se preguntó si el cuarto altar de la ciencia era una fuente. Parecía un tributo perfecto al agua. Langdon confió en poder capturar al asesino antes de que tuviera que pensar en
Agua.
Bernini había esculpido docenas de fuentes en Roma, la mayoría delante de iglesias.
Langdon reanudó la tarea.
Fuego.
Mientras miraba el libro, las palabras de Vittoria le alentaron.
Conocías las dos primeras esculturas... Es probable que también conozcas ésta.
Volvió al índice y buscó títulos que conociera. Algunos le sonaban, pero ninguno le inspiró. Langdon comprendió que no terminaría la búsqueda antes de perder el conocimiento, de modo que decidió sacar el libro de la cámara.
No
es más que un libro mayor,
se dijo.
No es como sacar el folio original de
Galileo.
Langdon recordó el folio guardado en su bolsillo, y que debía devolverlo a su sitio antes de marcharse.
Se dispuso a levantar el volumen, pero algo le obligó a detenerse. Si bien había numerosas anotaciones en todo el índice, la que había llamado su atención parecía extraña.
La nota indicaba que la famosa escultura de Bernini
El éxtasis de
santa Teresa
había sido trasladada de su primer emplazamiento en el Vaticano, poco después de ser descubierta. La nota en sí no fue lo que atrajo la curiosidad de Langdon. Estaba familiarizado con la historia de la escultura. Aunque algunos la consideraban una obra maestra, el papa Urbano VIII había rechazado
El éxtasis de santa Teresa
porque era demasiado explícita sexualmente para el Vaticano. La había exiliado a alguna oscura capilla del otro lado de la ciudad. Lo que había visto Langdon era que la obra, en teoría, había sido desplazada a una de las cinco iglesias de la lista. Más aún, la nota indicaba que había sido trasladada a dicho lugar
per suggerimento del artista.
¿Por sugerencia del artista?
Langdon estaba confuso. Era absurdo que Bernini hubiera sugerido que ocultaran su obra maestra en algún oscuro lugar. Todos los artistas deseaban que su obra fuera exhibida en lugares conocidos...
Langdon vaciló.
A menos que...
Le daba miedo hasta acariciar la idea. ¿Era posible? ¿Había creado a propósito Bernini una obra tan explícita, para que el Vaticano se viera obligado a esconderla de la vista pública? ¿En un lugar que el propio Bernini habría sugerido? ¿Tal vez una iglesia alejada, en línea recta con el aliento del
Poniente?
A medida que aumentaba el nerviosismo de Langdon, su vago conocimiento de la obra le recordó con insistencia que la escultura no tenía nada que ver con el fuego. La escultura, como cualquiera que la hubiera visto podía atestiguar, no tenía nada de científica. Tal vez pornográfica, pero científica no. Un crítico inglés había condenado en una ocasión
El éxtasis de santa Teresa
como «el ornamento menos indicado para adornar una iglesia católica». Langdon comprendía la controversia. Aunque se trataba de una obra maestra, la estatua plasmaba a Santa Teresa tumbada de espaldas, a punto de gozar de un orgasmo brutal. Muy poco adecuado para el Vaticano.
Langdon buscó a toda prisa la descripción de la obra. Cuando vio el esbozo, experimentó un instantáneo e inesperado hormigueo de esperanza. En el boceto, daba la impresión de que Santa Teresa se lo estaba pasando en grande, pero había otra figura en la estatua que Langdon había olvidado.
Un ángel.
De pronto, recordó la sórdida leyenda...
Santa Teresa fue una monja santificada después de afirmar que un ángel la había visitado en sueños. Más tarde, los críticos decidieron que su encuentro debía de haber sido más sexual que espiritual. Garabateado a pie de página, Langdon vio una cita conocida. Las propias palabras de Santa Teresa dejaban poco a la imaginación:
... su gran lanza dorada... henchida de fuego... me penetró varias veces... hasta mis entrañas... una dulzura tan extrema que nadie habría podido desear que se detuviera.
Langdon sonrió.
Si eso no es una metáfora de un buen coito, no sé
qué es.
También sonrió debido a la descripción de la obra que aparecía en el libro mayor. Aunque el párrafo estaba en italiano, la palabra
fuoco
aparecía media docena de veces:
... la lanza del ángel acabada en una punta
de fuego...
... la
cabeza
del ángel emanaba rayos
de fuego...
...
mujer inflamada por
el fuego
de la pasión...
Langdon no se convenció del todo hasta que volvió a mirar el boceto. La lanza de fuego del ángel estaba levantada como un faro, señalando el camino.
Que ángeles guíen tu búsqueda.
Hasta el tipo de ángel elegido por Bernini parecía significativo.
Es un serafín,
observó Langdon.
Serafín significa literalmente «el ardiente».