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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (48 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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El camarlengo hizo una larga pausa, y después clavó los ojos en la cámara.

—¿Quién es este Dios de la ciencia? ¿Quién es el Dios que ofrece a su pueblo poder, pero no un marco moral para utilizar este poder? ¿Qué clase de Dios da fuego a un niño, pero no le advierte de los peligros que conlleva? El idioma de la ciencia carece de indicadores del bien o el mal. Hay tratados científicos que enseñan a crear una reacción nuclear, pero no contienen ningún capítulo en que se pregunte si es una idea buena o mala.

»Digo esto a la ciencia y a los científicos. La Iglesia está cansada. Estamos hartos de intentar ser sus guías. Nuestros recursos se están agotando, por culpa de la publicidad que dice que ustedes son la voz del equilibrio, mientras continúan su ciega carrera en pos de chips cada vez más pequeños y beneficios cada vez más grandes. No preguntamos por qué no ejercen el más mínimo autocontrol, porque se trata de una tarea imposible. Su mundo se mueve con tal celeridad que, si se detienen siquiera un instante para meditar en las implicaciones de sus actos, alguien más eficiente les borrará de un plumazo. En consecuencia, siguen adelante. Construyen armas de destrucción masiva sin conocimiento, pero es el Papa quien viaja por el mundo para aconsejar prudencia a sus líderes. Clonan seres vivos, pero es la Iglesia quien nos recuerda que pensemos en las implicaciones morales de nuestros actos. Animan a la gente a comunicarse mediante teléfonos, pantallas de vídeo y ordenadores, pero es la Iglesia quien abre sus puertas y nos recuerda que hemos de comunicarnos en persona, como debe ser. Hasta asesinan niños nonatos en nombre de la investigación que salvará vidas. Una vez más, es la Iglesia la que denuncia la falacia de este razonamiento.

»Y mientras tanto, proclaman la ignorancia de la Iglesia. Pero ¿quién es más ignorante, el hombre incapaz de definir el relámpago, o el hombre que no respeta su asombroso poder? La Iglesia intenta tenderles la mano. A todo el mundo. Pero cuanto más nos esforzamos, más nos rechazan. Muéstrennos la prueba de que Dios existe, dicen. ¡Usen sus telescopios para explorar el universo, y explíquenme cómo es posible que Dios no exista, digo yo! —Los ojos del camarlengo se habían inundado de lágrimas—. Preguntan cuál es el aspecto de Dios. ¿De dónde sale esta pregunta, digo yo? La respuesta es la misma. ¿Es que no ven a Dios en su ciencia? ¿Cómo es posible tanta ceguera? Proclaman que hasta el más ínfimo cambio en la fuerza de la gravedad, o el peso de un átomo, bastaría para haber convertido nuestro universo en una sopa carente de vida, en lugar de nuestro magnífico mar de cuerpos celestiales, ¿y aún no ven la mano de Dios en esto? ¿En verdad es mucho más fácil creer que elegimos la carta correcta en una baraja de miles de millones? ¿La bancarrota espiritual es tan absoluta que preferimos creer en una imposibilidad matemática antes que en un poder más grande que nosotros?

»Crean o no en Dios —dijo el camarlengo con voz decidida—, tienen que creer en esto. Cuando, como especie, abandonamos nuestra confianza en un poder mayor que nosotros, abandonamos nuestro sentido de la responsabilidad. La fe, todas las fes..., son advertencias de que existe algo que no podemos comprender, algo de lo que somos responsables... Con fe, somos responsables los unos de los otros, de nosotros mismos, y de una verdad más elevada. La religión tiene sus defectos, pero sólo porque el
hombre
tiene defectos. Si el mundo exterior pudiera ver esta Iglesia como nosotros, más allá de sus rituales, vería un milagro moderno, una hermandad de almas imperfectas y sencillas que sólo aspira a ser una voz compasiva en un mundo que gira fuera de control.

El camarlengo señaló el Colegio Cardenalicio, y la cámara de la BBC le siguió instintivamente.

—¿Estamos obsoletos? —preguntó el camarlengo—. ¿Son dinosaurios estos hombres? ¿Lo soy yo? ¿De veras necesita el mundo una voz para los pobres, los débiles, los oprimidos, los niños nonatos? ¿De veras necesitamos almas como las de quienes, aunque imperfectos, dedican sus vidas a implorarnos que respetemos los principios morales, para no descarriarnos?

Mortati comprendió por fin que el camarlengo, de manera consciente o no, estaba efectuando un brillante movimiento. Al exhibir a los cardenales, estaba personalizando la Iglesia. El Vaticano ya no era un edificio, sino gente, gente como el camarlengo, que dedicaba la vida al servicio del bien.

—Esta noche, nos encontramos al borde de un precipicio —dijo el camarlengo—. No podemos permitirnos ser apáticos. Da igual que consideren esta maldad en términos de Satanás, corrupción o inmoralidad.. . La fuerza oscura está viva, y crece cada día. No hagan caso omiso. —El camarlengo bajó la voz hasta convertirla en un susurro, y la cámara se acercó—. La fuerza, aunque poderosa, no es invencible. El bien puede triunfar. Escuchen a sus corazones. Escuchen a Dios. Juntos podemos alejarnos del abismo.

Mortati comprendió. Este era el motivo. El cónclave había sido violado, pero ésta era la única forma. Una petición de auxilio dramática y desesperada. El camarlengo estaba hablando al enemigo y a los amigos al mismo tiempo. Estaba desafiando a todo el mundo, amigo o enemigo, a que viera la luz y detuviera esta locura. Alguien que escuchara, caería en la cuenta de la demencia de esta conspiración y actuaría.

El camarlengo se arrodilló ante el altar.

—Rezad conmigo.

El Colegio Cardenalicio se arrodilló para rezar con él. En la plaza de San Pedro y en todo el orbe... millones de personas estupefactas se arrodillaron con ellos.

95

El hassassin depositó su presa inconsciente en la parte trasera de la furgoneta, y dedicó un momento a examinar su cuerpo. No era tan hermosa como las mujeres cuyos servicios compraba, pero poseía un vigor animal que le excitaba. Su cuerpo radiante estaba perlado de sudor. Olía a almizcle.

Mientras el hassassin saboreaba su presa, hizo caso omiso del brazo dolorido. La contusión producida por el sarcófago al caer, aunque dolorosa, era insignificante... Valía la pena por la compensación que le aguardaba. Le consolaba la certeza de que el norteamericano culpable de esto debía de estar muerto.

El hassassin contempló a su prisionera inconsciente e imaginó los placeres que le depararía. Pasó la mano por debajo de la camisa. Palpó unos pechos perfectos bajo el sujetador.
Sí,
sonrió.
Ya lo creo que vales la pena.
Reprimió el ansia de poseerla en el acto, cerró la puerta y se perdió en la noche.

No había necesidad de informar a la prensa de este asesinato... Las llamas lo harían por él.

En el CERN, Sylvie se quedó pasmada por la arenga del camarlengo. Nunca se había sentido tan orgullosa de ser católica, y tan avergonzada de trabajar para el CERN. Cuando salió del ala recreativa, el ánimo de todas las personas en los salones era sombrío. Cuando volvió al despacho de Kohler, las siete líneas telefónicas estaban sonando.

Las llamadas de la prensa nunca se pasaban al despacho de Kohler, de modo que estas llamadas sólo podían significar una cosa.

Dinero. El dinero llama.

La tecnología de la antimateria ya tenía algunos aspirantes.

En el Vaticano, Gunther Glick sintió que caminaba sobre las nubes cuando siguió al camarlengo fuera de la Capilla Sixtina. Glick y Macri acababan de realizar la transmisión en directo de la década. Y menuda transmisión. El camarlengo había estado arrebatador.

Ya en el pasillo, el camarlengo se volvió hacia Glick y Macri.

—He pedido a la Guardia Suiza que haga una selección de fotos para ustedes. Fotos de los cardenales marcados, así como de Su Santidad difunta. Debo advertirles de que no son fotos agradables. Quemaduras espantosas. Lenguas ennegrecidas. No obstante, me gustaría que las mostraran al mundo.

Glick decidió que, en el Vaticano, debía reinar una Navidad perpetua.
¿Quiere que retransmita en exclusiva una foto del Papa muerto?

—¿Está seguro? —preguntó Glick, intentando reprimir el entusiasmo de su voz.

El camarlengo asintió.

—La Guardia Suiza también les proporcionará un vídeo en directo del contenedor de antimateria, cuya cuenta atrás continúa.

Glick le miró pasmado.
¡Navidad, Navidad, Navidad!

—Los Illuminati están a punto de descubrir que se han pasado de listos —afirmó el camarlengo.

96

Como un tema recurrente de una sinfonía demoníaca, la oscuridad asfixiante había regresado.

Sin luz. Sin aire. Sin salida.

Langdon yacía atrapado bajo el sarcófago volcado, y notaba que su razón peligraba. Intentó alejar sus pensamientos del espacio angosto que le rodeaba, y obligó a su mente a seguir algún proceso lógico... Matemáticas, música, lo que fuera. Pero no había espacio para pensamientos relajantes.
¡No me puedo mover! ¡No puedo respirar!

La manga atrapada de su chaqueta se había liberado cuando el ataúd cayó, y Langdon podía mover ahora los dos brazos. Aun así, cuando ejerció presión sobre el techo de su diminuta celda, descubrió que no podía moverlo. Por extraño que pareciera, deseó tener atrapada todavía la manga.
Al menos, habría una rendija por la que entrara un poco de aire.

Cuando volvió a empujar, la manga de la chaqueta descendió y vio el tenue destello de un viejo amigo. Mickey. Tuvo la impresión de que la cara del personaje se burlaba de él.

Langdon buscó otra señal de luz en la oscuridad, pero el borde del ataúd estaba a ras del suelo. Malditos perfeccionistas italianos, maldijo, pues se hallaba en peligro por culpa de la misma excelencia artística que había enseñado a sus alumnos a reverenciar... Bordes impecables, líneas paralelas perfectas y, por supuesto, la utilización del mármol de Carrara más resistente.

La precisión puede ser asfixiante.

—Levanta el maldito trasto —dijo en voz alta al tiempo que empujaba con más fuerza entre la maraña de huesos. El ataúd se movió apenas. Langdon apretó la mandíbula y volvió a empujar. La caja pesaba como un peñasco, pero esta vez se alzó un centímetro. Un tenue destello de luz le rodeó, y entonces el ataúd cayó de nuevo. Permaneció tendido en la oscuridad, casi sin aliento. Intentó utilizar las piernas para levantarlo como antes, pero el ataúd no le había dejado ni espacio para enderezar las rodillas.

Mientras el pánico a la claustrofobia se cebaba en él, le asaltaron imágenes del sarcófago encogiéndose. Combatió la fantasía con los jirones de razón que aún le quedaban.

—Sarcófago —dijo en voz alta con la mayor frialdad académica posible, pero hasta la erudición parecía ser su enemiga.
Sarcófago viene del
sarx
griego, que significa «carne», y de
phagein,
que significa «comer». Estoy atrapado en una caja pensada literalmente para «comer
carne».

Imágenes de carne devorada hasta el hueso sólo sirvieron para recordar a Langdon que estaba cubierto de restos humanos. La idea le provocó náuseas y escalofríos. Pero también le inspiró una idea.

Rebuscó alrededor del ataúd, hasta encontrar una astilla de hueso. ¿Una costilla tal vez? Daba igual. Sólo quería una cuña. Si podía levantar la caja, aunque fuera unos centímetros, y deslizar el fragmento de hueso bajo el borde, tal vez entraría aire suficiente para...

Introdujo el hueso rematado en punta entre el suelo y el ataúd, y con la otra mano empujó hacia arriba. La caja no se movió. Ni un milímetro. Probó de nuevo. Por un momento tuvo la impresión de que temblaba un poco, pero eso fue todo.

Con el hedor fétido y la falta de oxígeno que le robaban la energía del cuerpo, Langdon comprendió que sólo tenía tiempo para un último esfuerzo. También sabía que necesitaría ambos brazos.

Apoyó el fragmento de hueso contra la grieta, movió el cuerpo y encajó el hueso contra su hombro para sujetarlo. Con cuidado de que no se soltara, levantó los dos manos. Cuando el angosto espacio empezó a asfixiarle, sintió una oleada de pánico. Era la segunda vez en el día que se quedaba atrapado sin aire. Gritó con todas sus fuerzas y empujó hacia arriba. El ataúd se elevó del suelo un instante, pero lo suficiente. El fragmento de hueso que tenía apoyado contra el hombro se deslizó en la rendija. Cuando el ataúd volvió a caer, el hueso se partió, pero esta vez Langdon vio que la caja estaba apuntalada. Una diminuta rendija de luz apareció bajo el borde.

Agotado, se derrumbó. Confiado en que la extraña sensación de asfixia se desvanecería, esperó, pero la situación sólo empeoró a medida que transcurrían los segundos. El aire que se filtraba por la rendija era poco menos que imperceptible. Langdon se preguntó si sería suficiente para mantenerle con vida. Y en tal caso, ¿durante cuánto tiempo? Si se desmayaba, ¿cómo podrían averiguar su paradero?

Langdon miró el reloj de nuevo, los brazos le pesaban como plomo: las diez y doce minutos. Tentó el reloj con dedos temblorosos y jugó su última carta. Giró uno de los diminutos cuadrantes y oprimió un botón.

A medida que perdía la conciencia y la sensación de encerramiento aumentaba, Langdon sintió que los viejos temores se apoderaban de él. Intentó imaginar, como tantas otras veces, que se encontraba en un campo. Sin embargo, la imagen que conjuró no le sirvió de ninguna ayuda. Revivió la pesadilla que le atormentaba desde niño con todo lujo de detalles...

Estas flores son como pinturas, pensó el niño, y rió mientras atravesaba corriendo el prado. Ojalá sus padres le hubieran acompañado. Pero sus padres estaban muy ocupados, montando el campamento.

«No te alejes demasiado», le había advertido su madre.

Había fingido no oírla, mientras se internaba en el bosque.

El niño llegó ante una pila de piedras. Imaginó que debían de ser
los cimientos de una antigua granja. No debía acercarse a ella. Además,
otra cosa había atraído su atención, la flor más hermosa y rara de todo
New Hampshire. Sólo la había visto en libros.

Contento, el niño avanzó hacia la flor. Se arrodilló. El suelo que pisaba era herboso y hueco. Reparó en que su flor había encontrado un lugar muy fértil. Estaba creciendo en un montón de madera podrida.

Emocionado por la idea de llevar a casa su presa, extendió la mano...

Nunca llegó a tocarla.

El suelo cedió bajo sus pies con un crujido aterrador.

Durante los tres segundos de horror que duró su caída, el niño supo
que iba a morir. Esperó el impacto que rompería sus huesos. Cuando se produjo, no sintió dolor. Sólo algo blando bajo su cuerpo.

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