Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
¿Qué se ha creído?
El camarlengo avanzó hacia el altar y se volvió para hablar a la estupefacta audiencia.
—Signori —dijo—, he esperado lo máximo posible. Hay algo que deben saber de inmediato.
Langdon no tenía ni idea de adónde iba. Los reflejos le alejaban del peligro. Le quemaban las rodillas y los codos de gatear bajo los bancos. Una voz le decía que se desviara a la izquierda.
Si consigues llegar
al pasillo principal, podrás correr hacia la salida.
Sabía que era imposible.
¡Un muro de llamas bloqueaba el pasillo principal!
Su mente buscaba alternativas. Langdon siguió avanzando. Oía los pasos más cercanos, a su derecha.
Cuando sucedió, Langdon no estaba preparado. Había calculado que le quedaban otros tres metros de bancos hasta llegar a la entrada de la iglesia. Sus cálculos eran erróneos. De pronto, los bancos ya no le ofrecían ninguna protección. Se quedó petrificado un instante. En una capilla que había a su izquierda, gigantesca desde su perspectiva, se hallaba lo que le había traído hasta aquí. Se había olvidado por completo:
El éxtasis de Santa Teresa.
La santa de espaldas, arqueada a causa del placer, la boca abierta en un gemido, y sobre ella, un ángel que apuntaba su lanza de fuego.
Una bala se estrelló en el banco, sobre la cabeza de Langdon. Se irguió como un velocista a punto de salir disparado. Espoleado tan sólo por la adrenalina, apenas consciente de sus actos, se puso a correr acuclillado, con la cabeza gacha, cruzando la iglesia hacia la parte derecha. Mientras las balas estallaban a su alrededor, Langdon resbaló en el suelo de mármol y fue a parar contra la verja de un nicho situado en la pared de la derecha.
Fue entonces cuando la vio. Un guiñapo cerca de la parte posterior de la iglesia. ¡Vittoria! Tenía las piernas desnudas torcidas bajo ella, pero Langdon intuyó que aún respiraba. No tenía tiempo de ayudarla.
En aquel momento, el asesino rodeó los bancos del fondo y cargó sobre él. Langdon comprendió que todo había terminado. El asesino alzó el arma, y él hizo lo único que pudo. Saltó por encima de la verja del nicho. Cuando cayó al suelo, una lluvia de balas se estrelló en las columnas de mármol de la balaustrada.
Langdon se sintió como un animal acorralado cuando se acurrucó en el nicho semicircular. Ante él se alzaba el único contenido del nicho, irónicamente adecuado: un sarcófago.
El mío, tal vez,
pensó Langdon. Hasta el ataúd parecía de lo más conveniente. Era una
scatola,
una caja de mármol pequeña y sin adornos. Barata. El ataúd descansaba sobre dos bloques de mármol, y Langdon echó un vistazo al hueco que dejaba, mientras se preguntaba si podría esconderse debajo.
Resonaron pasos detrás de él.
Sin más opciones a la vista, Langdon reptó hacia el ataúd, pegado al suelo, y se deslizó debajo de la tumba. Sonó un disparo.
Junto con el estruendo del disparo, Langdon experimentó una sensación inédita en su vida. Una bala le había rozado la piel. Hubo un siseo de viento, como un latigazo, cuando la bala falló por poco y se estrelló en el mármol, entre una nube de polvo. Langdon salió al otro lado por debajo del ataúd.
Callejón sin salida.
Se encontró cara a cara con la pared posterior del nicho. No albergaba la menor duda de que este diminuto espacio, situado detrás del ataúd, sería su tumba.
Y pronto,
comprendió, cuando vio aparecer el cañón de la pistola en la abertura que había debajo del sarcófago. El hassassin sostenía la pistola paralela al suelo, y apuntaba al estómago de Langdon.
Un disparo imposible de fallar.
Langdon sintió que restos del instinto de conservación se apoderaban de él. Retorció su cuerpo sobre el estómago, en paralelo al ataúd. Plantó las manos en el suelo, pero se le abrió un corte producido con los cristales del Archivo. Ignorando el dolor, empujó hacia arriba. Langdon arqueó la espalda justo cuando la pistola disparaba.
Notó la onda de choque de las balas que pasaban bajo él y pulverizaban la roca porosa. Langdon cerró los ojos y rezó para que la lluvia parara.
Y lo hizo.
El chasquido de un cargador vacío sustituyó al fragor de los disparos.
Langdon abrió los ojos poco a poco, casi temeroso de que los párpados emitieran algún ruido. Siguió arqueado como un gato, pese al dolor de la postura. Ni siquiera se atrevía a respirar. Ensordecido por los disparos, intentó captar alguna señal de que el asesino se hubiera marchado. Silencio. Pensó en Vittoria, y lamentó no poder ayudarla.
El sonido que siguió fue ensordecedor. El bramido gutural de alguien que estaba llevando a cabo un esfuerzo sobrehumano.
Dio la impresión de que el sarcófago suspendido sobre la cabeza de Langdon se alzaba por un lado. Langdon se derrumbó sobre el suelo cuando centenares de kilos se inclinaron hacia él. La gravedad venció a la fricción, y la tapa fue la primera en resbalar y estrellarse a su lado. A continuación, le llegó el turno al ataúd, que resbaló sobre sus soportes y estaba a punto de volcar sobre Langdon.
En ese momento, comprendió que quedaría sepultado bajo él o aplastado por uno de sus bordes. Encogió la cabeza y las piernas y pegó las manos a sus costados. Después cerró los ojos y esperó el impacto.
Cuando se produjo, todo el suelo se estremeció bajó él. El borde superior aterrizó a escasos milímetros de su cabeza. Su brazo derecho quedó intacto por milagro, a pesar de que esperaba lo peor. Abrió los ojos y vio un rayo de luz. El borde derecho del ataúd aún no había caído al suelo, y seguía apoyado en parte sobre sus soportes. No obstante, Langdon se encontró mirando el rostro de la muerte.
El ocupante de la tumba estaba suspendido sobre él, pues se había pegado, como solía ocurrir con los cadáveres putrefactos, al fondo del ataúd. El esqueleto quedó suspendido un momento, como un amante vacilante, para luego sucumbir a la gravedad. El cadáver se precipitó en un abrazo definitivo, y una lluvia de huesos podridos y polvo inundó los ojos y la boca de Langdon.
Antes de que pudiera reaccionar, un brazo se deslizó a través de la abertura que había bajo el ataúd, como una pitón hambrienta. Tanteó hasta encontrar el cuello de Langdon y cerró su presa. Langdon intentó desprenderse del puño de hierro que aplastaba su laringe, pero su manga izquierda se había enganchado bajo el borde del ataúd. Sólo tenía un brazo libre, y estaba perdiendo la batalla.
Las piernas de Langdon se doblaron en el único espacio que quedaba, mientras sus pies buscaban el suelo del ataúd. Lo encontraron. Apoyó los pies contra él. Después, cuando la mano que rodeaba su cuello aumentó su presión, Langdon cerró los ojos y extendió las piernas como un ariete. El ataúd se removió apenas, pero bastó para sus propósitos.
El sarcófago resbaló de sus soportes con un crujido y aterrizó en el suelo. El borde del ataúd aplastó el brazo del asesino, y se oyó un chillido de dolor ahogado. La mano liberó el cuello de Langdon. Cuando el asesino consiguió extraer su brazo, el ataúd se estrelló en el suelo de mármol con un ruido sordo definitivo.
Oscuridad total. De nuevo.
Y silencio.
No se oyeron golpes frustrados en la superficie del sarcófago volcado. Nadie intentó levantarlo. Nada. Langdon, tendido en la oscuridad entre una pila de huesos, combatió la negrura que le rodeaba y pensó en ella.
Vittoria. ¿Estás viva?
Si Langdon hubiera sabido la verdad, el horror al que Vittoria no tardaría en despertar, habría deseado que estuviera muerta, por su bien.
El cardenal Mortati, sentado entre sus sorprendidos colegas en la Capilla Sixtina, intentaba comprender las palabras que estaba escuchando. Ante él, iluminado tan sólo por la luz de las velas, el camarlengo había terminado de contar una historia de tal odio y traición que Mortati estaba temblando. El camarlengo habló de cardenales secuestrados, cardenales marcados, cardenales
asesinados.
Habló de la antigua hermandad de los Illuminati (un nombre que despertaba temores olvidados), y de su resurgimiento y juramento de vengarse de la Iglesia. Con dolor en su voz, el camarlengo habló del difunto Papa, envenenado por los Illuminati. Por fin, casi en un susurro, habló de una nueva tecnología mortífera, la antimateria, que
amenazaba
con destruir todo el Vaticano antes de dos horas.
Cuando terminó, fue como si el mismísimo Satanás hubiera absorbido todo el aire de la sala. Nadie se movió. Las palabras del camarlengo pendían en la oscuridad.
El único sonido que oía Mortati era el zumbido anómalo de una cámara de televisión situada al fondo, una presencia electrónica que ningún cónclave de la historia había albergado jamás, pero una presencia exigida por el camarlengo. Ante el estupor de los cardenales, el camarlengo había entrado en la Capilla Sixtina con dos reporteros de la BBC (un hombre y una mujer), y anunciado que transmitirían su solemne declaración
en directo
al mundo.
El camarlengo avanzó y habló a la cámara.
—Para los Illuminati —dijo con voz profunda—, y para los científicos, déjenme decir esto. —Hizo una pausa—. Han ganado la guerra.
El silencio invadió hasta los rincones más alejados de la capilla. Mortati escuchó los latidos desesperados de su corazón.
—Los engranajes han estado en movimiento durante mucho tiempo —dijo el camarlengo—. Su victoria ha sido inevitable. Nunca había sido tan evidente como en este momento. La ciencia es el nuevo Dios.
¿Qué está diciendo?,
pensó Mortati.
¿Se ha vuelto loco? ¡Todo el
mundo le está escuchando!
—La medicina, las comunicaciones electrónicas, los viajes espaciales, la manipulación genética... Son los milagros de los que ahora hablamos a nuestros hijos. Son los milagros que anunciamos como prueba de que la ciencia nos proporcionará respuestas. Las viejas historias de inmaculadas concepciones, zarzas ardientes y mares que se separan carecen ya de toda importancia. Dios se ha convertido en algo obsoleto. La ciencia ha ganado la batalla. Nos rendimos.
Se oyeron murmullos de confusión y perplejidad entre los congregados.
—Pero la victoria de la ciencia —añadió el camarlengo, con voz más enérgica—ha tenido un precio para todos nosotros. Un precio muy alto.
Silencio.
—Es posible que la ciencia haya aliviado las desdichas de la enfermedad y el trabajo extenuante, y creado toda una serie de aparatos destinados a divertirnos y aumentar nuestra comodidad, pero nos ha dejado en un mundo sin prodigios. Nuestras puestas de sol se han reducido a longitudes de onda y frecuencias. Las complejidades del universo han sido destripadas en ecuaciones matemáticas. Hasta nuestra valoración como seres humanos ha sido destruida. La ciencia afirma que el planeta Tierra y sus habitantes son puntos sin importancia en el gran esquema de las cosas. Un accidente cósmico. —Hizo una pausa—. Hasta la tecnología que promete unirnos nos divide. Cada uno de nosotros puede estar conectado electrónicamente con el resto del globo, pero nos sentimos totalmente solos. Nos bombardean la violencia, la división, la fractura y la traición. El escepticismo se ha convertido en una virtud. El cinismo y la exigencia de pruebas han devenido pensamiento esclarecido. ¿Acaso sorprende que los humanos se sientan ahora más deprimidos y derrotados que en cualquier momento de la historia de la humanidad? ¿Defiende la ciencia
algo
sagrado? La ciencia busca respuestas en fetos nonatos. Hasta presume de manipular nuestro ADN. Desmonta el mundo de Dios en piezas cada vez más pequeñas, en busca de un significado... y sólo encuentra más preguntas.
Mortati le miraba, arrebatado. El camarlengo hacía gala de una energía en sus movimientos y en su voz que él no había visto jamás en ningún altar del Vaticano. La voz del hombre estaba teñida de tristeza y convicción.
—La vieja guerra entre ciencia y religión ha terminado —dijo el camarlengo—. Han ganado. Pero no han ganado justamente. No han ganado proporcionando respuestas. Han ganado convenciendo a nuestra sociedad de que verdades antes consideradas como inmutables ahora parecen inaplicables. La religión no puede mantenerse a la altura. El crecimiento de la ciencia es geométrico. Se alimenta de sí mismo como un virus. Cada nuevo descubrimiento abre las puertas de un nuevo descubrimiento. La humanidad necesitó miles de años para progresar desde la rueda al coche. No obstante, sólo transcurrieron décadas desde el coche hasta la nave espacial. Ahora, medimos el progreso científico en semanas. Estamos girando sin control. El abismo entre nosotros se ensancha cada día más, y la religión queda abandonada, la gente está sumida en un vacío espiritual. Pedimos a gritos respuestas. Lo digo en un sentido literal, créanme. Vemos ovnis, nos dedicamos a zapear, nos ponemos en contacto con espíritus, experiencias extrasensoriales, búsquedas mentales... Todas esas ideas excéntricas poseen un barniz científico, pero son desvergonzadamente irracionales. Constituyen el grito desesperado del alma moderna, solitaria y atormentada, tullida por su esclarecimiento y su incapacidad de aceptar significado en nada que no esté relacionado con la tecnología.
Mortati se descubrió inclinado hacia adelante en su asiento. Él y los demás cardenales, procedentes de todas partes del mundo, estaban pendientes de cada palabra del sacerdote. El camarlengo hablaba sin retórica ni vitriolo. Nada de referencias a Jesucristo o a las Sagradas Escrituras. Hablaba con términos modernos, puros y sin adornos. Hablaba el idioma moderno, como si fluyera de Dios... y comunicaba el mensaje de siempre. En aquel momento, Mortati comprendió uno de los motivos que habían llevado al Papa a querer tanto a ese joven. En un mundo de apatía, cinismo y deificación tecnológica, hombres como el camarlengo, seres realistas capaces de hablar con sinceridad, eran la única esperanza de la Iglesia.
El camarlengo redobló su vehemencia.
—La ciencia nos salvará, dicen ustedes. Yo digo que la ciencia nos ha destruido. Desde los tiempos de Galileo, la Iglesia ha intentado aminorar la velocidad de la marcha inexorable de la ciencia, a veces con medios descarriados, pero siempre con buenas intenciones. Aun así, las tentaciones son demasiado grandes para que los hombres opongan resistencia. Miren a su alrededor. No se han cumplido las promesas de la ciencia. Las promesas de eficacia y sencillez no han traído más que contaminación y caos. Somos una especie fracturada y frenética... que avanza por el sendero de la destrucción.