—Los puntos son los trenes —dijo Herbie—. Este somos nosotros, cerca del Área 7. El otro debe de haber partido diez minutos antes.
Schofield contempló el primer punto parpadeante a medida que este llegaba a la plataforma de carga y se detenía.
—Bueno, Herbie —dijo—. Como tenemos algo de tiempo, hábleme de ese Botha. ¿De quién se trata?
Tan pronto como la granada de Elvis estalló, Gant, Madre y Juliet ya estaban de pie y disparando sus armas, cubriendo al presidente mientras corrían hacia el hueco de la escalera de incendios por la que habían accedido al nivel 6.
La detonación de la granada RDX de Elvis había matado a cinco de los soldados del séptimo escuadrón en el acto. Sus extremidades ensangrentadas yacían desperdigadas por las vías a ambos lados de la plataforma central.
Los cinco miembros restantes de la unidad Bravo se encontraban más lejos de la granada cuando esta había explotado. Habían sido alcanzados por la onda expansiva y en esos momentos intentaban ponerse a cubierto (tras las columnas y en las vías) del fuego de retirada de Gant y los demás.
Hacia la escalera de incendios.
Gant condujo al presidente hacia el hueco de la escalera. Respiraba con dificultad, las piernas le temblaban y el corazón le latía a toda velocidad. Madre, Juliet, Hagerty y Tate la seguían de cerca.
El grupo llegó a la puerta de incendios del nivel 5.
Gant cogió el pomo pero cerró la puerta rápidamente.
Por la puerta se filtraban pequeños chorros de agua, sobre todo cerca del suelo. De la parte superior de la puerta no caía agua.
Era como si hubiera una columna de agua (más o menos a la altura de su cintura) tras la puerta, esperando a ser liberada.
Y entonces, provenientes del otro lado, Gant oyó algunos de los sonidos más horripilantes que había oído en su vida. Eran gritos desgarrados, horribles, desesperados. Los gritos de los animales atrapados…
—Oh, no… los osos —dijo Juliet Janson cuando se colocó j unto a Gant y vio la puerta—. Será mejor que no entremos.
—Totalmente de acuerdo —dijo Gant.
Subieron corriendo las escaleras y llegaron al nivel 4. Tras comprobar el área de descompresión tras la puerta, Gant dio la señal de «todo despejado».
Los seis entraron y se desplegaron por toda la habitación.
—¡Hola de nuevo! —resonó una voz de repente por encima de ellos.
Todos se volvieron. Gant apuntó con la pistola hacia arriba, pero se encontró con un televisor colocado en la pared.
La pantalla mostraba el rostro sonriente de César.
—Ciudadanos estadounidenses, son las 9.04. Hora de contarles las últimas novedades.
César procedió con aire de suficiencia.
—Y sus marines, ineptos y estúpidos, todavía no han causado bajas entre mis hombres. Solo corren. Es más, su Alteza fue vista por última vez intentando escapar por el nivel inferior de esta instalación. He sido informado de que ha tenido lugar un tiroteo, pero espero un informe al respecto.
Para Gant, todo aquello eran tonterías. Daba igual lo que César dijera, las mentiras que contara no afectaban a su situación. Pero desde luego tampoco ayudaba ver cómo se regodeaba.
Así que mientras César hablaba por el televisor y los demás lo miraban, Gant se dispuso a investigar la puerta corredera del suelo que conducía al nivel 5.
Se oían gritos apagados al otro lado. Gente gritando.
Le dio al interruptor que ponía «Abrir puerta» y apuntó con el arma. La puerta horizontal se deslizó hasta abrirse.
Los gritos se convirtieron en alaridos cuando los prisioneros del nivel 5 oyeron el chirrido de la puerta al abrirse.
Gant miró por la rampa.
—Dios mío —solo acertó a decir.
Vio el agua al momento, golpeando la rampa que había bajo ella. Es más, la rampa desaparecía por completo bajo las aguas.
Mientras la voz de César seguía resonando, bajó por la pasarela descendente hasta que sus zapatos manchados se cubrieron de agua.
Se puso en cuclillas en la rampa y desde allí contempló el nivel 5.
Lo que vio le estremeció.
Todo el nivel estaba anegado.
El agua llegaba fácilmente a la altura del torso.
También estaba terriblemente a oscuras, lo que solo servía para hacer que el lugar pareciera más aterrador incluso.
Las aguas oscuras se extendían hasta el extremo más alejado del nivel y se colaban por entre los barrotes de las celdas, celdas que alojaban a los delincuentes más granados, los seres con la pinta más espantosa que Gant había visto nunca.
Y entonces los presos la vieron.
Gritos, gemidos, alaridos. Zarandearon los barrotes de las celdas, celdas que quedarían cubiertas por el agua si esta seguía subiendo.
Al igual que Schofield, Gant no había visto aquella zona. Solo había oído al presidente mencionarla cuando les había hablado del sinovirus y la vacuna, Kevin.
—Será mejor que nos vayamos. —Juliet apareció a su lado.
Al parecer, la transmisión de César había concluido.
—Se van a ahogar… —dijo Gant mientras Janson la sacaba con cuidado de la rampa del nivel 4.
—Créame, el ahogamiento es una muerte demasiado buena para gente como esa —dijo la agente del servicio secreto—. Vamos, encontremos un lugar donde escondernos. No sé usted, pero yo necesito descansar.
Pulsó el botón «Cerrar puerta» y la puerta horizontal se deslizó hasta cerrarse, ahogando los gritos de los prisioneros.
Entonces, con el presidente, Madre, Acero y Tate en fila tras ellas, Gant y Juliet se dirigieron a la parte oeste del nivel.
Ninguno de ellos se fijó en la cámara de descompresión al marcharse.
Aunque desde cierta distancia todo parecía normal, si la hubieran mirado más de cerca, habrían visto que el temporizador del cerrojo de su puerta a presión había alcanzado la hora en cuestión y se había abierto.
La puerta ya no estaba cerrada.
La cámara de descompresión estaba vacía.
Eran las 9.06.
* * *
—Líder de la unidad Bravo. Informe… —dijo uno de los operadores de radiocomunicaciones por su micrófono.
—Control, aquí líder de la unidad Bravo. Hemos sufrido bajas importantes en la plataforma de la estación. Cinco muertos, dos heridos. Uno de esos tipos, un puto kamikaze, ha hecho explotar una granada RDX…
—¿Qué hay del presidente? —le cortó el operador.
—El presidente sigue en el complejo. Repito: el presidente sigue en el complejo. Fue visto por última vez subiendo las escaleras de incendios. Algunos de sus guardaespaldas marines, sin embargo, cogieron el segundo automotor…
—¿Y el balón nuclear?
—Ya no está con el presidente. Uno de mis hombres jura que vio a ese Schofield con él en el tren…
—Gracias, Bravo. Suba a sus heridos al hangar principal para que reciban atención médica. Mandaremos a Eco a los niveles inferiores para que cojan al presidente…
—Gunther Botha formó parte del batallón médico de las Fuerzas de Defensa de Sudáfrica —dijo Herbie mientras el automotor de raíles en equis recorría el túnel en dirección al lago.
—Los Meds —dijo Schofield con desagrado.
—¿Ha oído hablar de ellos?
—Sí. Un grupo con el que era mejor no meterse. Se trataba de una unidad biomédica ofensiva, una subdivisión especializada de los Recces. Tropas de élite que empleaban armas biológicas en el campo de batalla.
—Así es —dijo Herbie—. Verán, antes de Mandela, los sudafricanos eran los líderes mundiales de la guerra biológica. Y, tío, los adorábamos. ¿Nunca se han preguntado por qué no hicimos apenas nada contra el
apartheid? ¿
Saben quién nos proporcionó la fascitis necrotizante que devoró a los soviéticos? Los sudafricanos.
»Pero, por muy buenos que fueran, había algo que aún se les resistía. Habían estado intentando durante años crear un virus que matara a los negros pero no a los blancos, pero nunca dieron con él. Botha era uno de los cerebros tras el plan y al parecer estaba a punto de conseguirlo cuando el régimen del
apartheid
fue derrocado.
»Resultó que la investigación central de Botha podía adaptarse para ser utilizada en algo en lo que el Gobierno estadounidense estaba trabajando: una vacuna contra el sinovirus, un virus que distingue entre razas.
—Así que lo trajimos aquí —dijo Schofield.
—Así es —dijo Herbie.
—Y ahora estamos descubriendo que el profesor Botha no es muy digno de confianza que digamos.
—Eso parece.
Schofield paró de hablar un momento para pensar.
—Y no está trabajando solo —dijo.
—¿Cómo lo sabe?
Schofield dijo:
—Todos esos hombres del séptimo escuadrón muertos que vimos cuando accedimos antes en el nivel 6. No conozco a Gunther Botha, pero me cuesta creer que haya podido acabar él solo con una unidad entera del séptimo escuadrón. Recuerde, Botha abrió tres puertas, las dos puertas de los raíles en equis y la del conducto de la salida de emergencia, que da al nivel 6.
»Dejó que un equipo de hombres entrara por el conducto. Fueron ellos los que mataron a los soldados del séptimo escuadrón del nivel 6. A juzgar por las heridas de bala en la espalda y los cuellos rebanados, doy por sentado que los amigos de Botha atacaron a la unidad del séptimo escuadrón por detrás. —Schofield se mordió el labio—. Pero eso sigue sin decirme lo que quiero saber.
—¿Y qué es?
Schofield alzó la vista.
—Si Botha nos ha vendido, lo qué quiero saber es a quién.
—Suponía un riesgo para la seguridad del proyecto desde el principio, pero no podríamos haberlo hecho sin él —dijo el presidente.
Estaban sentados en el laboratorio de observación desde el que se contemplaban los restos del cubo de vidrio del nivel 4, recuperando fuerzas.
Cuando habían llegado instantes antes, se habían encontrado con la trampilla circular del techo en el suelo del laboratorio.
El séptimo escuadrón había estado allí.
Lo que significaba que, con suerte, no regresarían inmediatamente. Sería un buen lugar para esconderse, al menos durante un tiempo.
Libby Gant era la única que permanecía de pie. Estaba contemplando el cubo destrozado. El complejo subterráneo se había tornado extrañamente silencioso desde la última transmisión de César, como si el séptimo escuadrón ya no anduviera merodeando, como si hubiera dejado de perseguir al presidente, al menos por el momento.
A Gant no le gustaba nada aquello.
Significaba que algo estaba en marcha.
Y por eso le había preguntado al presidente acerca de Gunther Botha, el hombre que se había llevado a Kevin.
—Botha sabía más de virus contra objetivos raciales que todos nuestros científicos juntos —prosiguió el presidente—. Pero portaba una historia consigo.
—¿Relacionada con el régimen del
apartheid
?
—Así es, y más que eso. Lo que más nos preocupaba era su vínculo con un grupo llamado Die Organisasie, o la Organización. Se trata de una red clandestina de antiguos ministros del
apartheid
, adinerados terratenientes sudafricanos, soldados de élite de las fuerzas armadas sudafricanas y líderes militares destituidos que se marcharon del país cuando el
apartheid
se vino abajo, temerosos y con motivo de que el nuevo Gobierno pidiera sus cabezas por las atrocidades que habían cometido. La mayoría de las agencias de inteligencia cree que Die Organisasie solamente quiere volver a hacerse con el poder en Sudáfrica, pero nosotros no estamos tan seguros.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Gant.
El presidente suspiró.
—Tienen que ser conscientes de lo que está en juego aquí. Las armas biológicas étnicamente selectivas como el sinovirus no se asemejan a ninguna otra arma en la historia de la humanidad. Son el instrumento definitivo, porque poseen la capacidad de sentenciar a muerte a una población específica casi al instante, sin preguntas, protegiendo así a otras.
«Nuestros miedos con respecto a Die Organisasie no solo tienen que ver con lo que podrían hacerle a la República de Sudáfrica. Lo que nos asusta es lo que podrían hacerle a todo el continente africano.
—Sí…
—Die Organisasie es una organización racista. Creen que los blancos son genéticamente superiores a los negros. Creen que los negros deberían ser esclavos de los blancos. No odian a los negros sudafricanos, odian a todos los negros.
»Si Die Organisasie tiene el sinovirus y la vacuna contra este, podría propagarlo por toda África y dar la cura solo a aquellos grupos de población blanca que los respaldaran. El África negra moriría, y el resto del mundo no podría hacer nada para remediarlo, porque no dispondríamos de la vacuna contra el sinovirus.
«¿Recuerdan cuando en 1999 Gadafi habló de unir África como nunca antes se había hecho? El habló de crear los Estados Unidos de África, pero todos se lo tomaron a broma. Gadafi jamás lo habría conseguido. Hay demasiados asuntos tribales que superar para poder unir a las distintas naciones del África negra. Pero —añadió el presidente—, una organización que tuviera en su poder el sinovirus y la cura podría gobernar África con puño de hierro. Podría convertir a África, un continente ya de por sí lleno de recursos, unido a la ingente cantidad de mano de obra que supondrían miles de millones de esclavos negros, en su propio imperio privado.
El abollado y golpeado automotor de Schofield avanzaba a través del túnel subterráneo.
Llevaban diez minutos de recorrido y Schofield comenzaba a angustiarse. Pronto llegarían a la plataforma de carga contigua al lago y no sabía qué iban a encontrarse allí.
Aun así, otra pregunta acerca del Área 7 seguía rondándole.
—Herbie, ¿cómo obtuvo la Fuerza Aérea una muestra del sinovirus?
—Buena pregunta —dijo Herbie, asintiendo con la cabeza—. Costó, pero finalmente logramos comprar a dos trabajadores del laboratorio de la instalación de armamento biológico que el Gobierno chino tiene en Changchun. A cambio de un billete de ida a Estados Unidos y veinte millones de dólares por cabeza, accedieron a sacar varios viales del virus fuera de China.
—Los tipos de la cámara de descompresión —dijo Schofield al recordar los rostros asiáticos que había visto en el interior de esa cámara del nivel 4.
—Sí.
—Pero en la cámara había cuatro hombres.
—Cierto —dijo Herbie—. Como podrá comprender, en China los trabajadores de un laboratorio gubernamental secreto no pueden abandonar el país así como así. Tuvimos que sacarlos. Los otros dos hombres que se encontraban en el interior de la cámara de cuarentena eran los dos soldados del séptimo escuadrón que los sacaron de allí, dos oficiales chino-americanos llamados Robert Wu y Chet Li. Wu y Li formaron parte de la unidad Eco, uno de los cinco equipos del séptimo escuadrón con base en el Área 7, razón por la que fueron escogidos…