Área 7 (24 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Área 7
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—Es de hace diez minutos. Está entrando una nueva… pero ¿qué coño?

—¿Qué ocurre? —dijo César Russell, quitándole la hoja de las manos del operador. Russell recordaba el objeto de las imágenes por satélite: las veinticuatro manchas que había captado el satélite por infrarrojos antes, las que habían estado dispuestas en un amplio círculo alrededor del conducto de salida de emergencia.

César entrecerró los ojos.

La imagen por satélite mostraba algunas de las «manchas» con gran claridad. No eran manchas.

Eran botas de combate, sobresaliendo por debajo de ropas deflectoras del calor.

El segundo escaneo del satélite comenzó a imprimirse. César lo cogió. Era más reciente que el primero. De hacía solo un minuto.

Mostraba la misma imagen del primer escaneo: el conducto de la salida de emergencia y el terreno desértico de alrededor.

Solo que las botas de combate que rodeaban el conducto ya no se veían.

Habían desaparecido.

—Mmm, muy astuto, Gunther —dijo César—. Te has traído a los Recces.

* * *

Había cadáveres por todas partes.

Dios santo
, pensó Schofield,
parece que se hubiera librado una guerra aquí abajo.

No estaba muy alejado de la realidad.

El nivel 6 parecía una estación subterránea, con una plataforma central de hormigón elevada y flanqueada a ambos lados por vías de tren. Al igual que las estaciones de tren normales y corrientes, a ambos lados había un par de túneles que desaparecían en la oscuridad. A diferencia de estas, sin embargo, tres de cuatro de esos túneles estaban cerrados por puertas blindadas de acero gris.

En la plataforma central había nueve cuerpos, todos vestidos con traje.

Los nueve miembros del primer equipo de avanzada del servicio secreto.

Sus cuerpos yacían en todos los ángulos imaginables, bañados en sangre, con sus trajes hechos jirones por el impacto de incontables balas.

Tras ellos, sin embargo, había más cuerpos, diez en total, todos vestidos con ropa de combate negra.

Hombres del séptimo escuadrón.

Todos muertos.

Tres de ellos yacían sobre la plataforma con los brazos y piernas extendidos y enormes socavones en el pecho. Heridas de salida. Todo apuntaba a que habían sido disparados por la espalda mientras subían a la plataforma desde la vía derecha. Sus cajas torácicas habían estallado a causa de la repentina expansión gaseosa de las balas con punta hueca que los habían alcanzado.

Más hombres del séptimo escuadrón yacían en la vía, con diferentes grados de desangramiento. Schofield vio que tres de ellos tenían agujeros de bala muy precisos en la frente.

Cuatro de los soldados del séptimo escuadrón, sin embargo, no habían sido disparados.

Se hallaban junto a una puerta de acero, en la pared de la vía que quedaba a mano derecha: la entrada al conducto de la salida de emergencia.

Les habían rebanado el cuello de oreja a oreja.

Ellos fueron los primeros en morir
, pensó Schofield,
cuando sus agresores salieron por el conducto, a sus espaldas.

Schofield se apartó de la puerta y se dirigió hacia la plataforma.

La estación subterránea estaba vacía.

Y fue entonces cuando las vio.

Se hallaban a ambos lados de la plataforma central, una a cada lado: locomotoras de raíles en equis.

—Uau —acertó a decir.

Los sistemas de raíles en equis son sistemas ferroviarios subterráneos de alta velocidad empleados por el ejército estadounidense para el transporte y entrega de equipamiento. Las locomotoras de raíles en equis (o «automotores», nombre por el que se conocen) se mueven con tal rapidez que necesitan cuatro vías férreas para mantener su equilibrio y estabilidad: dos en el suelo y dos en el techo, por encima del automotor.

Los automotores en equis que Schofield estaba contemplando irradiaban potencia y velocidad.

Medían dieciocho metros de largo (casi como un vagón de metro normal), pero sus aerodinámicas curvas y apuntado morro habían sido claramente diseñados para un único propósito: cortar el aire a gran velocidad.

El diseño de esos trenes se basaba en el tren más rápido y famoso del mundo: el tren bala japonés. Morro inclinado, laterales aerodinámicos… incluso se habían añadido un par de alas en configuración canard para lograr una velocidad sin tregua.

El tren de raíles en equis situado a la izquierda de Schofield constaba de dos vagones conectados por una especie de pasillo en forma de acordeón. Los dos automotores estaban posicionados espalda con espalda y sus morros apuntaban en direcciones opuestas. Los dos eran de un blanco refulgente, lo que hacía que se asemejaran a un par de transbordadores espaciales conectados por la cola.

Sin embargo, hasta que Schofield no vio los puntales no supo por qué el sistema se llamaba «raíles en equis».

De los extremos delanteros y posteriores de cada automotor, extendidos hacia atrás como las alas de un ave en vuelo, había cuatro puntales alargados que vistos desde delante se asemejaban a una equis. Los puntales inferiores llegaban hasta las vías bajo el automotor, mientras que los superiores llegaban a un par de vías idénticas dispuestas en el techo del túnel. Todos los puntales, superiores e inferiores, habían sido construidos de manera similar a las alas de los aviones para lograr la máxima velocidad posible.

Acurrucado contra la puerta blindada situada tras el tren doble había un vehículo de raíles en equis más pequeño, una especie de coche en miniatura que apenas ocupaba una tercera parte de los automotores. Era poco más que una cabina redonda para dos personas dispuesta en el centro de cuatro puntales.

—El vehículo de mantenimiento —dijo Herbie—. Se usa para el mantenimiento y la limpieza del túnel. Es más rápido que los automotores más grandes, pero solo tiene capacidad para dos personas.

—¿Por qué no tenemos de estos en el metro de Nueva York? —dijo Elvis mientras observaba el automotor doble de raíles en equis.

—Eh, allí —dijo Lumbreras mientras señalaba a la puerta del túnel abierta, en el extremo más alejado de la vía férrea izquierda. Era el único túnel que no estaba sellado por una puerta blindada.

—Esa es la puerta 62-Oeste —dijo Herbie Franklin—. Han salido por ahí.

—Entonces allí iremos —dijo Schofield.

Todos echaron a correr hacia el automotor doble.

Schofield llegó a la puerta lateral del automotor delantero y apretó un botón. Con un suave silbido, las puertas laterales de los dos automotores (dos por vagón) se deslizaron y abrieron.

Schofield accedió a la entrada delantera del primer automotor con el balón nuclear colgándole de la cintura. Se dispuso a ayudar a los demás a entrar. Libro II entró el primero y se fue directo a la cabina del conductor. Herbie entró a continuación.

El presidente y Juliet fueron los siguientes. Entraron por la puerta trasera del primer automotor, flanqueados por Gant y Madre, y seguidos por Acero Hagerty y Nick Tate, siempre prestos a estar cerca del presidente.

Los últimos eran Elvis y Lumbreras, que estaban cruzando la plataforma con Sex Machine.

—¡Elvis! ¡Lumbreras! ¡Vamos!

Schofield miró el interior del automotor. Parecía una mezcla entre un vagón de metro y uno de carga. Tenía unas cuantas filas de asientos de pasajeros cerca de la parte trasera y un amplio espacio vacío cerca de la parte delantera para almacenamiento de cajas y similares.

Schofield vio que el presidente, junto a la puerta trasera, a unos doce metros, se desplomaba exhausto sobre uno de los asientos.

Y entonces ocurrió.

Sin previo aviso.

Schofield estaba contemplando el interior del automotor y al presidente y, un segundo después, todas las ventanillas que daban a la plataforma estallaron en pedazos. Los trozos de cristal volaron por el interior del vagón.

Más disparos, ensordecedores, incesantes. Impactaron con fuerza contra el lado derecho del automotor, con tanta fuerza que hicieron que se tambaleara.

Schofield se agachó, protegiéndose el rostro de la lluvia de cristales. A continuación se volvió y escudriñó a través de la ventana rota que tenía junto a él…

Y vio a una falange de soldados del séptimo escuadrón salir del conducto de ventilación en el extremo oeste de la plataforma, provista de subfusiles P-90 y un par de devastadoras miniguns multicañón.

Las miniguns emitieron un zumbido y lanzaron otra ráfaga increíble de disparos que aporreó el lateral del automotor.

—¿Están bien? —gritó Schofield a Juliet y al presidente, aunque su grito apenas se oyó con los estruendosos disparos.

El presidente, tumbado boca abajo en el suelo, asintió débilmente a modo de respuesta.

—¡No se levanten! —gritó Schofield.

De repente, el automotor cobró vida. Schofield se volvió y vio a Libro II y a Herbie en la cabina del conductor, apretando distintos interruptores y tirando de todas las palancas. El sistema de alimentación eléctrica zumbó con fuerza mientras se calentaba.

Vamos
, pensó Schofield con nerviosismo.
Vamos.

Y entonces, de repente, oyó una voz por los auriculares:

—¡Eh! ¡Esperen!

Era Elvis.

Elvis, Lumbreras y Sex Machine seguían en la plataforma.

Como cargaban con Sex Machine, iban más retrasados y no habían podido llegar a los dos automotores conectados cuando los soldados del séptimo escuadrón habían aparecido al otro extremo de la estación subterránea.

En esos momentos estaban agazapados tras una columna de hormigón, a tan solo tres metros de la puerta trasera del segundo automotor. Todo lo que los rodeaba había quedado hecho trizas por el fuego brutal de la minigun.

—¡Venga! ¡Tenemos que movernos! ¡Preparémonos! —gritó Elvis—. Muy bien, ¡ahora!

Salieron de su posición. Las balas impactaron en las columnas que tenían a su alrededor. Trozos de hormigón salieron disparados por todas partes. Dos balas atravesaron el hombro izquierdo de Elvis.

—¡Vamos, Sex Machine! ¡Aguanta! —gritó.

Llegaron a la puerta trasera del segundo automotor y comenzaron a meter a empellones a Sex Machine cuando…

La cabeza de Sex Machine se ladeó violentamente hacia la izquierda, adoptando un ángulo innatural y golpeándose con fuerza contra el hombro de Elvis.

—Oh, joder —dijo Lumbreras al verlo—. No.

Elvis se volvió.

La cabeza de Sex Machine yacía inerte sobre su hombro y un terrible sirope de sangre y sesos se derramaba lentamente por el agujero de bala que tenía en la nuca.

Sex Machine había muerto.

Elvis se quedó allí, inmóvil, totalmente ajeno a sus propias heridas.

Lumbreras dijo: —Elvis, vamos. El tren está a punto de irse.

Elvis no respondió. Siguió mirando el cuerpo sin vida de Sex Machine, apoyado contra su hombro.

—Elvis…

—Márchense —dijo Elvis mientras las balas impactaban a su alrededor. Colocó el cuerpo de Sex Machine en el suelo, junto al automotor. A continuación miró fijamente a Lumbreras a los ojos—. Vamos.

—¿Qué está haciendo? —dijo Lumbreras.

—Quedarme con mi amigo.

Y entonces Lumbreras vio la tristeza en los ojos de Elvis, observó que les lanzaba una mirada mortífera a los hombres del séptimo escuadrón que se iban acercando desde el extremo más alejado de la plataforma.

Lumbreras asintió.

—Tenga cuidado, Elvis.

—Nunca —respondió este.

* * *

—¡Lumbreras! —gritó Schofield, pistola en ristre, mientras intentaba ver qué estaba ocurriendo en la parte trasera del tren sin que le volaran la cabeza—. ¿Qué ocurre ahí atrás?

La voz de Lumbreras dijo:

—Hemos perdido a Sex Machine, señor, y Elvis… oh, ¡joder!

Justo entonces, dos golpes sordos resonaron por la estación subterránea.

¡Bum!

¡Bum!

Schofield se volvió…

A tiempo para ver dos granadas negras del tamaño de pelotas de béisbol volando en el aire en dirección al automotor.

Habían sido disparadas por un par de lanzagranadas M-203 que sostenían dos soldados del séptimo escuadrón.

Las dos granadas altamente explosivas atravesaron las ventanas rotas del primer automotor: una cerca de la parte delantera del tren, justo al lado de Schofield; la otra atravesó la ventana rota de la parte trasera, cerca de Gant, Madre y el presidente.

La granada cercana a Schofield rebotó en la pared y se detuvo en el suelo a un par de metros de él.

Schofield no perdió un instante.

Se tiró hacia delante (hacia la granada, deslizándose por el suelo sobre su pecho) y lanzó la granada fuera por la puerta abierta del automotor con su propia mano. La granada rebotó contra el suelo del vagón y desapareció por la puerta. Schofield a continuación se cubrió tras la pared cuando la granada estalló en el exterior y una bola de fuego entró por la puerta.

En el otro extremo del tren, Gant y Madre no tuvieron tanta suerte.

Su granada había aterrizado entre los asientos de pasajeros que ocupaban la mitad posterior del vagón. No había manera de llegar a ella antes de que detonara.

—¡Todo el mundo! ¡Por aquí! —dijo Gant, poniendo de pie al presidente y llevándolo hacia el túnel similar a un acordeón que conectaba los dos automotores en equis.

Una puerta de vidrio se deslizó cuando Gant empujó al presidente por el pasillo. Madre, Juliet, Acero y Tate también entraron por ella.

La puerta de vidrio se cerró cuando una segunda puerta se abrió, y Gant y el presidente entraron por ella, accediendo así al segundo automotor. Se arrojaron al suelo, seguidos por los demás, justo cuando la granada del primer automotor estalló, formándose una enorme bola de fuego que hizo añicos la primera puerta pero que tan solo agrietó la segunda, arañándola con sus garras flamígeras.

La detonación de la segunda granada arrojó a Schofield al suelo.

Se puso a duras penas en pie y habló por su micro.

—¡Zorro! ¡Madre! ¿Está todo el mundo bien?

La voz de Gant dijo:

—Seguimos aquí y todavía tenemos al presidente. Estamos en el segundo automotor.

—¿Lumbreras? —dijo Schofield—. ¿Está a bordo?

—Sí, estoy en la parte trasera del segundo coche…

—¡Libro! —gritó Schofield—. ¿Sabe ya cómo conducir esta cosa?

—Creo que sí.

—¡Entonces vamos!

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