Authors: Anne Rice
Me detuve en seco para escucharla. Jamás había oído unas notas tan límpidas y translúcidas, tan brillantes y exquisitamente definidas. Traté, por puro gozo, de adivinar las diferencias entre esta ejecución y las muchas que había escuchado anteriormente. Todas eran distintas, mágicas y profundamente conmovedoras, pero ésta era increíblemente espectacular, de una belleza sin par, realzada por el magnífico piano de cola que tocaba Sybelle.
Durante unos instantes experimenté una extraña tristeza, el terrible y angustioso recuerdo de lo que había visto al beber la noche anterior la sangre de Lestat. Me recreé en él, inocentemente, por así decirlo, y luego, con un suspiro de satisfacción, comprendí que no tenía que hablar a nadie de ello, que se lo había dictado todo a David, y que cuando él me entregara mis copias, yo las confiaría a los seres que amaba, quienes sin duda desearían saber lo que yo había presenciado.
En cuanto a mí, no trataría de descifrarlo. No podía. Estaba convencido de que quienquiera que fuera la persona a la que me había encontrado de camino al Calvario, tanto si era real como producto de mis remordimientos, no había querido que yo le viera y me había apartado con monstruosa violencia. En efecto, la sensación de rechazo era tan total que me costaba creer que hubiera sido capaz de describir aquella escena a David.
Era preciso borrar esas ideas de mi mente. Tras aniquilar todo eco de aquella experiencia, me recreé de nuevo con la música de Sybelle, de pie bajo los robles, sintiendo la sempiterna brisa del río, que llega a todas partes en este lugar, refrescando y serenándome y haciendo que sintiera que la Tierra ofrecía una irreprimible belleza, incluso a un ser como yo.
La música del tercer movimiento fue adquiriendo intensidad hasta alcanzar su deslumbrante climax, y creí que se me iba a partir el corazón.
Fue entonces, cuando sonaron los últimos compases, que me percaté de algo que era obvio desde el principio.
No era Sybelle quien interpretaba esa música. No podía ser ella. Yo conocía todos los matices de su interpretación de esta sonata. Conocía su forma de expresarse, las cualidades tonales que arrancaba a las notas. Aunque sus interpretaciones eran infinitamente espontáneas, yo conocía su música, al igual que uno conoce la forma de escribir de otra persona o el estilo de la obra de un pintor. La persona que tocaba no era Sybelle.
De golpe comprendí la verdad. Era Sybelle, pero una Sybelle que ya no era Sybelle.
Durante unos segundos me negué a creerlo. Sentí que mi corazón había dejado de latir.
Luego entré en la casa, con paso rápido y furioso, resuelto a no detenerme ante nada ni nadie hasta que se hubieran confirmado mis sospechas.
A los pocos instantes lo contemplé con mis propios ojos. Estaban reunidos en una habitación espléndida: la hermosa y esbelta figura de Pandora, ataviada con un vestido de seda marrón, ceñido en la cintura al antiguo estilo griego, Marius con una chaqueta informal de terciopelo y un pantalón de seda, y mis hijos, mis hermosos pupilos, Benji radiante con su túnica blanca, bailando descalzo y enloquecido por la habitación, con las manos extendidas como si quisiera asir el aire, y Sybelle, mi preciosa Sybelle, con los brazos desnudos y vestida con un traje de seda rosa vivo, sentada al piano, su largo cabello desparramado sobre la espalda, atacando de nuevo el primer movimiento.
Todos ellos, sin excepción, eran vampiros.
Apreté los dientes y me tapé la boca para impedir que mis bramidos despertaran al mundo. Emití unos rugidos de rabia y dolor, sofocados por mis flácidas manos.
Grité una sola y desafiante sílaba una y otra vez: «¡No, no, no!» No podía articular otra palabra, gritar otra frase, hacer otra cosa. Lloré desconsoladamente.
Me mordí la mano hasta que me dolió el maxilar; mis manos temblaban como las alas de un ave que no me permitía cerrar la boca por completo, y de mis ojos brotaban unas lágrimas tan gruesas y abundantes como cuando besé a Lestat.
¡No, no, no, no!
De pronto extendí las manos, crispándolas en unos puños, dispuesto a emitir un grito semejante al rugido de un toro herido, pero Marius me agarró con fuerza, estrechándome contra sí y obligándome a sepultar el rostro contra su pecho.
Yo me debatí entre sus brazos para liberarme, le propiné una patada con todas mis fuerzas, le golpeé con los puños.
—¡Cómo pudiste hacerlo! —bramé.
Sus manos me sujetaron la cabeza en una trampa de la que no podía escapar y sus labios me cubrieron de besos, unos besos que me repugnaban y de los que trataba de zafarme con gestos frenéticos y desesperados.
—¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo te has atrevido? ¿Cómo has sido capaz de hacer eso?
Por fin logré apartarme lo suficiente para descargar un puñetazo tras otro sobre su pecho.
Pero ¿de qué servía? Qué débiles e ineficaces eran mis puños en comparación con su fuerza. Qué impotentes y absurdos e insignificantes eran mis gestos. Marius se mantuvo impasible, encajando mis golpes. Su rostro expresaba una indecible tristeza; tenía los ojos secos pero llenos de amor.
—¿Cómo pudiste hacerlo? —repetía yo una y otra vez.
De pronto Sybelle se levantó del piano y corrió hacia mí con los brazos extendidos. Y Benji, que había contemplado la escena, también echó a correr hacia mí, y ambos me estrecharon suavemente en sus tiernos brazos.
—No te enfurezcas, Armand, no te pongas triste —me susurró Sybelle al oído—. ¡Mi magnífico Armand, no debes estar triste! No te enojes. Nos quedaremos junto a ti para siempre.
—¡Estamos junto a ti! —exclamó Benji—. Él hizo la magia. No tuvimos que nacer de unos huevos negros. ¡Aquello fue una historia que nos contaste, Dybbuk! Nunca moriremos, Armand, nunca nos pondremos enfermos, nunca sentiremos dolor ni temor. —El niño comenzó a brincar de alegría y ejecutó otra pirueta, pasmado y riendo ante su nuevo vigor, ante el hecho de saltar tan alto y tan airosamente—. ¡Somos muy felices, Armand!
—¡Sí, te ruego que no te enojes! —dijo Sybelle suavemente con su voz dulce y profunda—. Te quiero mucho, Armand, te quiero con locura. Teníamos que hacerlo. Era preciso. Teníamos que hacerlo para permanecer siempre junto a ti.
Mis manos ardían en deseos de acariciarla, tranquilizarla, y cuando ella sepultó la frente en mi cuello, abrazándome con fuerza, no fui capaz de tocarla, de abrazarla, de calmarla.
—Te quiero, Armand, te adoro, sólo vivo para ti y permaneceré siempre a tu lado —declaró Sybelle.
Yo asentí y traté de hablar, pero fue en vano. Sybelle besó mis lágrimas. Empezó a besarlas rápida y desesperadamente.
—Basta, no llores, no llores más —repitió una y otra vez con voz queda, angustiada—. Te queremos, Armand.
—¡Somos muy felices, Armand! —exclamó Benji—. ¡Mírame, Armand! Ahora podremos bailar junto al son de su música. Podremos hacerlo todo juntos. Hemos ido juntos en busca de víctimas. —Benji se acercó a mí y dobló las rodillas, como si se dispusiera a dar un brinco de alegría para subrayar sus palabras. Luego suspiró y me arrojó de nuevo los brazos al cuello—. Pobre Armand, estás confundido, lleno de unos sueños absurdos. ¿Es que no lo comprendes, Armand?
—Te amo —musité con voz apenas audible al oído de Sybelle. Murmuré de nuevo esas palabras, y entonces mi resistencia se vino abajo y la abracé con ternura y acaricié con manos ávidas su piel blanca y sedosa y su hermoso, reluciente y vigoroso cabello.
Mientras la estrechaba contra mi pecho, susurré:
—No tiembles, te amo, te amo.
Extendí la mano derecha y atraje a Benji hacia mí.
—Y tú, bribón, ya me lo contarás todo más adelante. Ahora deja que te abrace. Deja que te abrace.
Yo estaba tiritando. Tiritaba de angustia. Sybelle y Benji me abrazaron de nuevo con ternura, para que entrara en calor.
Por fin, después de darle unas palmaditas y de despedirme de ellos con unos besos, retrocedí y me dejé caer, agotado, en un amplio sillón de época tapizado de terciopelo.
Me dolía la cabeza y noté que se me humedecían de nuevo los ojos, pero hice acopio de todas mis fuerzas y me tragué las lágrimas para no disgustar a mis pupilos.
Sybelle se sentó al piano y comenzó a tocar de nuevo la sonata. Esta vez ejecutó las notas en un maravilloso tono monosilábico de soprano, y Benji se puso de nuevo a bailar, girando y brincando con los pies desnudos, siguiendo maravillosamente el ritmo de la música de Sybelle.
Me incliné hacia delante y apoyé la cabeza en las manos. Deseaba que el cabello me cayera sobre el rostro y me ocultara de todas las miradas curiosas, pero aunque espesa, no era más que una mata de pelo.
Noté una mano sobre mi hombro y me tensé, pero no dije nada, pues temía ponerme de nuevo a llorar y a maldecir con todas mis fuerzas. Así pues, guardé silencio.
—No pretendo que lo comprendas —murmuró Marius.
Me enderecé. Marius estaba junto a mí, sentado en el brazo del sillón. Me miró detenidamente.
Yo asumí una expresión amable, deshaciéndome en sonrisas, y me expresé con una voz tan aterciopelada y plácida que nadie podía haber imaginado que hablaba de otra cosa que de amor.
—¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Por qué lo hiciste? ¿Tanto me odias? No me mientas. No me vengas con estupideces que sabes que no me tragaré. No me mientas para proteger a Pandora o a ellos. Yo me ocuparé de ellos y los amaré siempre. Pero no me mientas. Lo hiciste por venganza, ¿no es así, maestro? ¿Lo hiciste para vengarte?
—¿Cómo puedes creer eso? —replicó Marius con una voz que expresaba también amor puro, una voz que me hablaba de amor con tono sincero y un rostro implorante—. Si alguna vez hice algo por amor, ha sido esto. Lo hice por amor y por ti. Lo hice por todas las injusticias que cometí contigo, por toda la soledad que has padecido, por todos los horrores que el mundo descargó sobre ti cuando eras demasiado joven e ingenuo para luchar contra ellos y estabas demasiado hundido para entablar una batalla con el corazón esperanzado. Lo hice por ti.
—Mientes, mientes en tu corazón —contesté—, si no con tu lengua. Lo hiciste por despecho, y acabas de demostrármelo. Lo hiciste para vengarte porque yo no era el pupilo que querías que fuera. Yo no era el alumno aventajado y rebelde capaz de plantar cara a Santino y a su pandilla de monstruos, y al cabo de los siglos volví a decepcionarte cuando después de ver el velo me dirigí hacia el sol. Lo hiciste por eso. Lo hiciste por despecho y amargura y porque te sentías decepcionado, y lo más horroroso es que tú mismo no te das cuenta. No pudiste soportar que mi corazón estallara de gozo al ver contemplar la faz de Dios grabada en el velo. No soportas que este pupilo que tú habías sacado de un prostíbulo veneciano y habías alimentado con tu propia sangre, ese niño al que instruiste con tus libros y tus manos, gritara el nombre de Dios cuando vio su faz sobre el velo.
—No, eso está tan lejos de ser verdad que me rompe el corazón —repuso Marius, meneando la cabeza. Con los ojos secos, blanco como la cera, su rostro era la viva imagen del dolor, parecía un cuadro que él mismo hubiera pintado—. Lo hice porque ellos te aman como nadie te ha amado. Son libres, poseen una generosidad de espíritu y una profunda inteligencia que impide que te teman a ti y lo que tú eres. Lo hice porque esos jóvenes se han forjado en el mismo horno que yo, dotados de una gran astucia y resistencia. Lo hice porque la locura no ha derrotado a Sybelle, y la pobreza y la ignorancia no ha derrotado a Benji. Lo hice porque ellos eran tus elegidos, unos seres perfectos, y sabía que tú no lo harías, y que ellos acabarían odiándote, como tú me odiaste a mí por resistirme a concederte el don que ansiabas, y preferías que se alejaran de tu lado o perecieran antes que claudicar.
»Ahora son tuyos. Nada os separa. Es mi sangre, antigua y potente, que los ha dotado de un poder que hace que sean unos dignos compañeros tuyos y no la pálida sombra de tu alma que era Louis.
»No existe entre vosotros una barrera entre el maestro y el pupilo, tú conocerás los secretos que albergan en sus corazones y ellos los tuyos.
Hubiera dado cualquier cosa por creerlo.
Deseaba estar solo, alejarme de Marius. Al pasar frente a mis pupilos, sonreí cariñosamente a Benji y besé suavemente a Sybelle. Me retiré al jardín, solo, deteniéndome bajo una pareja de gigantescos robles.
Sus gigantescas raíces se alzaban del suelo formando unos pequeños montículos de madera dura y áspera. Apoyé los pies sobre este escabroso lugar y la cabeza contra el roble más cercano.
Las ramas se inclinaban hacia el suelo y formaban un velo que me ocultaba, como había deseado que hiciera mi pelo. Me sentía protegido y a salvo en las sombras que proyectaban. Estaba sereno, pero tenía el corazón roto y la mente trastornada, y sólo tenía que contemplar a través de la puerta abierta a mis dos ángeles vampiros de piel lechosa, enmarcados por la radiante iluminación de la casa, para echarme de nuevo a llorar.
Marius permaneció largo rato en el umbral de una puerta distante. No me miró. Y cuando yo miré a Pandora, la vi sentada en otro antiguo y amplio sillón de terciopelo, tensa, como dispuesta a defenderse de un terrible dolor, posiblemente nuestra única discusión.
Por fin Marius se enderezó y avanzó hacia mí. Creo que tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para dar aquel paso. Su rostro expresaba cierto enojo e incluso orgullo.
A mí me tenía sin cuidado.
Se plantó ante mí sin mediar palabra, como si se hubiera acercado para afrontar lo que yo tuviera que decir.
—¿Por qué no dejaste que conservaran sus vidas? —le espeté—. Al margen de lo que pensaras de mí y de mis locuras, ¿por qué no dejaste que conservaran lo que la naturaleza les había concedido? ¿Por qué tuviste que entrometerte? ¡Tú, precisamente tú!
Marius no respondió, pero yo no estaba dispuesto a consentir que callara.
Suavizando el tono para no alarmar a los demás, continué.
—En mis épocas más negras —dije—, tus palabras me daban aliento. No me refiero a los siglos en que era esclavo de un credo diabólico y una grotesca quimera. Me refiero a más tarde, cuando hube salido de aquel sótano, respondiendo al desafío de Lestat, y leí lo que Lestat hacía escrito sobre ti, y luego lo oí de tus propios labios. Fuiste tú, maestro, quien hizo que vislumbrara un retazo del maravilloso universo que se extendía a mi alrededor, un universo que no pude haber imaginado en la tierra ni en la época en que nací.