—¿Tiempo? —respondió Bellanger—. Te confieso que no te sigo…
—Y no te lo pondré fácil con lo que aún tengo que contaros. Escuchadme. —Extendió las otras fotos, sin ampliar, ante él—. Ayer recibí diez fotos procedentes de Chambéry. En nueve de ellas hay nueve chavales diferentes, todos ellos tatuados, dispuestos aparentemente a ser objeto de una intervención quirúrgica. El alicatado del quirófano es azul claro. En la última foto, la décima, vemos a uno de los nueve chavales, operado, con una cicatriz reciente en el pecho. Primer reflejo: me digo, en la primera foto, el chaval era objeto de un simple examen médico. Luego volvió más adelante para ser operado. En resumen, dos pasos por el quirófano, separados en el tiempo, y no uno solo. Eso podría explicar la diferencia de alicatado.
—En efecto, me parece una buena explicación.
—Sin embargo, estaba intrigado, así que me puse en contacto con el colega de Chambéry, que disponía de los originales hallados en casa de Dassonville. Aquí, yo solo contaba con unas copias impresas y por ello no podía analizar la calidad y, sobre todo, la antigüedad del papel fotográfico original. Le pedí a ese colega que comprobara si la foto de la izquierda y la de la derecha provenían del mismo tiraje. En otras palabras, ¿habían sido reveladas en la misma época y con el mismo material de revelado? ¿Tenían el mismo grano, la misma definición y una calidad idéntica? ¿Cómo habían sido reveladas, argénticas o digitales? Un montón de elementos que podrían aportar precisiones a la datación de las fotos, la calidad del material fotográfico utilizado y otros muchos detalles que a veces es posible obtener con un poco de suerte. —Miró su teléfono móvil, depositado sobre la mesa—. Me ha llamado hará cosa de una hora. Y lo que me ha explicado no tiene lógica. —Se llevó la mano al mentón, contemplando perplejo las fotos durante unos segundos—. Según sus observaciones, el medio de impresión utilizado para la última foto, la del chaval con la cicatriz, es una impresora de chorro de tinta. La ampliación a la luz de una lupa ofrece una imagen borrosa y me ha explicado que la calidad y la técnica de relleno denotan una tecnología reciente de hará, como mucho, dos años. La cámara fotográfica utilizada probablemente sea digital. En otras palabras, si ese chiquillo sigue vivo, debe de tener ahora más o menos la edad de la foto: unos diez años. Pero… —Alzó el índice en el aire—. Pero, pero, pero… en lo que respecta a las otras nueve fotos, es otro tema. La imagen impresa sobre el papel satinado no procede de ninguna impresora sino de un baño de positivado. Se ve al ampliarla con una lupa, puesto que la imagen sigue siendo nítida y cada grano, aunque sea muy pequeño, puede adquirir infinidad de colores, contrariamente a una impresión de chorro de tinta, mucho más basta. En resumidas cuentas, que esas fotos fueron reveladas en un cuarto oscuro. El encuadre es intuitivo y no siempre tienen mucha calidad: la persona que las reveló era un aficionado. Es lógico, puesto que no veo cómo alguien iba a llevar unas fotos tan sórdidas a revelar a un laboratorio público.
—¿A dónde quieres llegar?
—A que esas nueve fotos se hicieron con una cámara analógica. ¿Os acordáis aún de esos viejos carretes que se llevaban a revelar? Unas químicas y la otra digital… Chungo, ¿verdad? Pero ahora viene la puntilla: el papel fotográfico utilizado es Kodak, está escrito en el reverso. Para el revelado tradicional se utiliza naturalmente papel argéntico, que contiene un montón de elementos químicos, como halogenuro de plata, barita y muchos otros. Cada papel posee un gramaje, una calidad, un brillo y una porosidad propios. Mi colega ha acudido a la marca Kodak. El papel utilizado para positivar la foto del chaval con las heridas abiertas no está en circulación desde 2004, debido a la crisis provocada por la foto digital. O sea, desde hace siete años. —Aplastó los índices de una y otra mano sobre los dos rostros, uno junto al otro—. Entre el primer paso por una mesa de operaciones y el segundo han trascurrido al menos cinco años. Y mirad al chaval: no ha envejecido ni un pelo.
Sharko se quedó de piedra, con la vista clavada en aquellos ojillos azules y el cráneo afeitado. Su mirada iba de la foto de la derecha a la de la izquierda. La misma altura. La misma corpulencia, idénticos rasgos característicos. Se ajustó la americana del traje, incómodo.
—¿Tienes alguna explicación coherente?
—Ninguna.
Sharko meneó la cabeza. Era incomprensible.
—Tiene que haber una por fuerza. ¿Dos chavales que se parecen como gotas de agua, por ejemplo? ¿Unos hermanos?
—Es difícil de imaginar. Y mira: el número del tatuaje es exactamente el mismo.
—O a lo mejor había dos fotógrafos diferentes. Uno de ellos seguiría trabajando hoy en día con el método tradicional, con el papel de otros tiempos. Aún hay incondicionales de la fotografía química.
—Francamente, ¿tú te lo crees? Hay que admitir la evidencia: estamos ante una cosa que, en el estado actual de las cosas, no tiene respuesta.
Todos callaron, estremecidos ante tales revelaciones. Hubert apiló con calma las fotos. Bellanger y Sharko le dieron las gracias y regresaron al 36, comentando esos increíbles descubrimientos. El comisario meneaba la cabeza, con la mirada perdida.
—Desde hace un rato le doy vueltas y más vueltas a esa historia y no dejo de pensar en esas mujeres ahogadas en los lagos, físicamente muertas, y que vuelven milagrosamente a la vida. En esas historias de animación suspendida que permiten ralentizar las funciones vitales. En esos monjes a los que Dassonville sacrificó para que no hablaran jamás. Y ahora, en ese chaval cosido a la altura del corazón, que parece desafiar las leyes de la naturaleza.
—¿En qué piensas, concretamente?
—Me pregunto si esa gente no estará jugando a ser Dios y utilizando a esos niños enfermos como cobayas.
—¿Jugando a ser Dios? ¿En qué sentido?
—Para explorar la muerte, para comprenderla y ver qué hay detrás. Y tal vez, alejarla. Cambiar el orden natural de las cosas. ¿No es eso lo que intentó hacer Philippe Agonla? Y todo ello debido a ese maldito manuscrito que tuvo la mala fortuna de ir a caer en manos de un perturbado como Dassonville en 1986. El mal atrae al mal.
Subieron la escalera en silencio. Sharko imaginaba a niños raptados, a los que retenían prisioneros y operaban ilegalmente. ¿Dónde podía uno dedicarse a semejantes actos? ¿Qué bárbaros podían jugar con tantas vidas?
En los pasillos de la tercera planta, los dos policías se cruzaron con uno de los tenientes que investigaban la muerte de Gloria. Llevaba dos vasitos de café hacia un despacho, a la carrera.
Sharko se dirigió a él:
—¿Hay algo nuevo de lo mío?
—Por supuesto. Tenemos a alguien.
A
Lucie le costó salir de Albuquerque en la dirección adecuada y ganar la Southern Road. Era casi mediodía, y desde hacía un buen rato se moría de hambre, pero no tenía tiempo de almorzar. Tenía que pisar el acelerador a fondo, y no dudó en saltarse los límites de velocidad autorizados. En cuanto la aglomeración quedó a lo lejos, a sus espaldas, el tráfico disminuyó drásticamente y los edificios dejaron paso a un decorado de película de vaqueros, con aquellos tonos tan particulares que se volvían de un rojo oscuro bajo la luz rasa del invierno.
Como indicaba el plano, Lucie cambió varias veces de dirección y buscó atentamente la indicada hacia el kilómetro cuarenta, pero no dio con el panel indicador. Había diversas pistas de tierra batida y gravilla que se adentraban en el paisaje de llanos áridos y rocas impresionantes, y todas se parecían. ¿Se la habría pasado de largo sin darse cuenta? Se detuvo en la cuneta, indecisa. No había nadie a la vista, ni un coche, ni una tienda, ni una gasolinera. Decidió proseguir. Al dibujar el plano, Hill tal vez había cometido un error…
Tras unos diez minutos circulando hacia el Oeste, Lucie estaba a punto de dar media vuelta cuando por fin vio el panel devorado por el óxido, apoyado contra un palo de madera: Río Puerco Rock. Según las indicaciones del redactor jefe, debía seguir esa dirección. Hizo girar el volante bruscamente y se adentró en aquel paisaje lunar.
Más lejos, apercibió los primeros cactus, mientras las paredes de gres rosa se alzaban en un mudo laberinto. David Hill había dicho: «Siempre a la derecha durante al menos veinte minutos, hasta la roca en forma de tienda india. Luego, dos kilómetros después, a la izquierda, me parece».
«Me parece…». Lucie siguió conduciendo un buen rato y empezaba a desesperarse cuando vio la famosa roca. Torció a la izquierda y al fin vio una chapa que brillaba bajo el sol. Entornó los ojos.
En el horizonte borroso, una caravana y un coche.
¿A quién pertenecía el coche? ¿A la propietaria o bien…?
Lucie aminoró la velocidad y se detuvo a un centenar de metros, a la sombra de unas piedras talladas que parecían cortantes como el coral. Consultó el teléfono: no había cobertura, cosa que no era de extrañar en semejante lugar. Del maletero, cogió la llave para desmontar el neumático, la asió con fuerza y se dirigió hacia la caravana. Esperaba que en esa ocasión su tobillo fuera a aguantar.
Agachándose, llegó al fin a la parte trasera de la reducida vivienda, con el techo cubierto con un panel solar y una antena. Por el suelo había por lo menos una treintena de neumáticos, chasis de coches, un sinfín de botellas de alcohol, bidones de gasolina medio vacíos y bolsas de basura.
A su espalda rodaron unos guijarros. Sobresaltada, Lucie se volvió y descubrió una familia de perritos de las praderas, entre unos matorrales. Cuatro pares de ojos asustados la observaban. Aquellos animales parecían ardillas grandes y se mantenían en posición vertical, alargando el cuello.
Suspiró y cuando iba a seguir avanzando se encontró cara a cara con el cañón de un fusil. El arma se apoyó contra su frente.
—Muévete y te mato.
Una mujer con aspecto de vieja bruja, de largos cabellos grises y grasientos, la miraba de arriba abajo con agresividad.
—¿Qué quieres?
Lucie tenía la impresión de comprender solo la mitad de las palabras. Aquel acento americano era muy duro. Era imposible estimar la edad de la mujer. Cincuenta años, tal vez, pero podía tener diez más. Sus ojos eran negros como el grafito. La policía dejó caer la llave al suelo y alzó las manos en signo de paz.
—¿Eileen Mitgang?
La otra asintió, apretando los dientes. Lucie permaneció alerta y en su cabeza todo se apelotonaba.
—Quiero hablarle de Véronique Darcin, vino aquí el octubre pasado. Tiene que escucharme.
—No conozco a ninguna Véronique Darcin. Lárgate.
—En realidad, se llamaba Valérie Duprès. Permítame al menos que le enseñe una foto de ella.
La otra asintió secamente con el mentón. Era alta y encorvada, de hombros anchos, cubiertos con un chal gris. Su pierna izquierda, aparentemente más corta que la otra, la inclinaba a un lado. La policía le mostró la foto y vio de inmediato que Eileen conocía a Duprès. Le habló entonces del viaje de la periodista a diversos lugares del mundo, su desaparición y la investigación de la policía para dar con ella. Mitgang le habló en un francés bastante correcto.
—Vete de aquí. No tengo nada que decir.
—Hay un hombre que anda detrás de usted. Se llama François Dassonville, ya ha asesinado en varias ocasiones y me parece que se ha perdido por estas montañas, así que no tardará en presentarse aquí.
—¿Por qué un asesino anda detrás de mí?
—Está relacionado con lo que seguramente le habrá dicho a Valérie Duprès. Tiene que hablar conmigo y explicarme qué sucede. Niños de menos de diez años son secuestrados y mueren, en algún lugar del mundo.
—Cada día se secuestran y mueren niños.
—Ayúdeme a comprenderlo, se lo ruego.
La antigua periodista miró al horizonte con los ojos entornados. Sus manos asieron el fusil con fuerza.
—Enséñame tu documentación.
Lucie se la mostró y ella la escrutó atentamente; luego se apartó un poco.
—Ven adentro, estaremos más seguras. Si ese tipo tiene un revólver y sabe apuntar, puede disparar desde cualquier sitio.
Lucie siguió a Eileen, que se balanceaba a cada paso como una marioneta desarticulada. Las dos mujeres entraron en la caravana. El lugar era austero pero suficiente para vivir allí, con unas cortinas pasadas de moda, un viejo sofá en forma de ángulo del estilo de los años sesenta y, justo a continuación, una cocina y la ducha. Las paredes de chapa y un amplio ventanal en la parte trasera estaban cubiertos con centenares de fotos, encabalgadas y superpuestas. Individuos jóvenes y viejos, blancos y negros. Todos los rostros que Eileen debía de haber perdido de vista a lo largo de los años, que se habían convertido en recuerdos polvorientos.
Solo había dos ventanas: el amplio ventanal de plexiglás recubierto de fotos que evitaban que entrara la luz y una pequeña obertura rectangular en un lateral.
—La carretera por la que he venido, ¿es la única desde la que se puede acceder aquí? —preguntó Lucie.
—No, se puede llegar desde cualquier lado, ese es el problema.
Eileen descolgó apresuradamente unas cuantas fotos del ventanal para crear un punto de observación, y luego se volvió hacia Lucie.
—¿Valérie Duprès, has dicho? Se hizo llamar Véronique Darcin cuando vino aquí. La muy zorra me engañó, se hizo pasar por una pendenciera, con su mochila y su tienda de campaña. —Echó un vistazo por la ventana—. Se instaló allá abajo, al pie de las rocas, y se las ingenió para que simpatizáramos. ¡Ah, qué mano tuvo para eso! Una noche, bebimos… mucho. Hablamos del pasado. Y tirándome de la lengua, me hizo hablar de casi todos mis descubrimientos de hará cerca de quince años. Cuando me di cuenta de que me había engañado, ya había desaparecido. —Se puso en pie y se sirvió una copa de whisky—. Era muy hábil, como yo en otro tiempo. ¿Quieres un chupito?
Lucie meneó la cabeza, y regularmente echaba un vistazo al exterior. Se sentía incómoda, encerrada allí, cuando Dassonville podía llegar de un momento a otro. Eileen bebió un trago y se enjugó la boca con la manga de la chaqueta.
—¿Así que quieren matarme? Esa sí que es buena, mira tú. Y eso estaría relacionado con… ¿lo que le conté? ¿Esa vieja historia?
Lucie asintió.
—Sí. Creo que todo está relacionado con las investigaciones sobre la radiactividad en las que andaba usted en esa época, y sobre todo el famoso documento que consultó en la Air Force en 1988, NMX
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ARI
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. Ha desaparecido.