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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (42 page)

BOOK: Atomka
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Violado, hasta lo más hondo de su ser.

Intentó no hundirse. ¿Qué podía hacer? ¿Llamar a Basquez? Esta vez lo echarían por haber vuelto a actuar solo, eso seguro. No tendría acceso a nada y se encontraría atado de pies y manos. Por eso descartó esa idea.

Se incorporó y, con la ayuda de la linterna, observó.

Estaba en el cubil del asesino de Gloria, su guarida secreta, donde, tal vez, aquel cazador había trazado sus planes y había preparado sus crímenes. Lo había sorprendido, le había cogido delantera a su adversario y tenía que aprovechar aquella ventaja a toda costa.

El comisario reflexionó y decidió descolgar una a una todas las fotos, observándolas meticulosamente. Tal vez hubiera algún detalle, algún error que le proporcionara información de su verdugo. Y, además, seguramente podría obtenerse alguna huella dactilar en el papel satinado.

En una de ellas, se vio rodeado de antiguos colegas, en el patio del Quai des Orfèvres. Sonrisas del equipo, manos alzadas en señal de victoria. Un acontecimiento que todos parecían celebrar, incluido él. La arrancó de su soporte, con la mano temblorosa.

Aquella foto tenía más de treinta años.

Y no le pertenecía.

Con un nudo en la garganta, Sharko prosiguió su tarea, apilando las fotos unas sobre otras. En otras fotos, se vio al fondo de un bar, con veteranos del 36, cuando aún no había cumplido treinta y cinco años.

¿Quién había hecho aquella foto?

¿Qué quería decir aquello? ¿Que el psicópata era alguien de la casa? ¿Alguien a quien habría frecuentado en el pasado? ¿Un antiguo colega?

Toda su vida allí, reunida en unos cuantos rectángulos de papel satinado.

Con toda seguridad, el asesino no se esperaba que pudieran entrar así en su cubil. Esta vez, Sharko tenía ventaja sobre las blancas y la jugada maldita del caballo en g2.

Ahora habría que explotarla.

51

L
as dos de la madrugada, jueves 22 de diciembre.

Estaba a punto de iniciarse la intervención en el domicilio de Léo Scheffer.

Los dos vehículos de la policía habían aparcado en una de las calles nevadas de Chesnay, un elegante barrio residencial en las afueras, al Oeste de París, detrás del coche de Sharko. El comisario llamó a Bellanger, obtuvo la dirección y esperó solo la llegada de los equipos, sentado en su Renault 25, cavilando. No había dejado ningún rastro en la barca. Las fotos, los CD y los espermatogramas estaban en el maletero de su coche, debajo de una manta.

Mientras esperaba a sus colegas, estuvo pensando, observando una y otra vez el centenar de fotos. Su cabeza era un auténtico hervidero.

Se había solicitado el apoyo de la Brigada Anticriminal, la BAC, para la intervención. En aquel mismo instante, los hombres vestidos de negro se organizaban alrededor de la gran casa a cuatro vientos, rodeada de un jardín, mientras Sharko y Bellanger se mantenían algo más alejados, cerca de los coches. El joven jefe de grupo estaba arrebujado en un chaquetón de cuero forrado y el gorro le cubría hasta las cejas. Sharko trató de reintegrarse en la dinámica del caso.

—¿Has podido hablar con Interpol respecto a Dassonville?

—Sí. He tenido que despertar a varias personas, no ha sido sencillo. Tan cerca de las fiestas de Navidad, ya puedes imaginarte el jaleo. Me temo que las cosas no se pondrán en marcha de verdad hasta mañana.

Sharko suspiró, y volvió la cabeza hacia la casa. Unas sombras furtivas avanzaban por el camino.

—¿Qué sabemos de Scheffer?

—De momento, poca cosa. Robillard ya debe de haber llegado al 36, y va a investigarlo. Solo sabemos que no tiene antecedentes y que jamás ha tenido problemas con la justicia.

—Creo que ahora los va a tener.

Bellanger miró el rostro de su subordinado a la luz de una farola. Sharko estaba muy pálido y sus rasgos, bajo su gorro negro de borde ligeramente enroscado, estaban muy tensos.

—Pareces enfermo. ¿No estarás incubando algo?

—Es el cansancio… Y el hecho de saber que Dassonville estaba allí, en Nuevo México, al lado de Lucie, me revuelve las tripas. Espero que pronto se acabe todo.

Se metió las manos en los bolsillos, ya no podía más. En derredor no había ningún rastro de vida. Las calles estaban desiertas y la gente dormía. La capa de nieve que brillaba bajo las bombillas anaranjadas de las farolas daba a aquel lugar un aspecto fantasmagórico.

De repente se oyó un enorme estruendo. Los hombres de la Brigada Anticriminal irrumpían en la casa. Sharko y Bellanger se precipitaron al jardín y accedieron al amplio vestíbulo de la entrada. Linternas y pistolas apuntaban y se agitaban en todas direcciones. Ruido de suelas en la escalera. Puertas que se abrían brutalmente y voces graves que gritaban órdenes.

Al cabo de dos minutos, los policías tuvieron la certeza de que no había nadie en la casa. El capitán de la Brigada Anticriminal condujo a Sharko y Bellanger al dormitorio. Pulsó el interruptor y señaló los armarios abiertos, las maletas de diversos tamaños y la ropa por el suelo.

—Parece que se ha largado, y precipitadamente. No hay ningún vehículo en el garaje.

Sharko no conseguía deshacerse de la tensión acumulada. Esa noche maldita parecía que no iba a tener fin. Tras guardar su arma, fue al baño colindante. Era espléndido, de estilo griego: mármol en el suelo, loza antigua en las paredes y un friso gigantesco en una de las paredes que representaba una serpiente que se mordía la cola. El guante de baño, el jabón y el cepillo de dientes estaban en su lugar, y confirmaban que Scheffer había hecho las maletas deprisa y corriendo.

El policía regresó al dormitorio y echó un vistazo al lujoso mobiliario, las obras de arte y la cama impecablemente hecha. Scheffer ni siquiera se había acostado: Dassonville debía de haberlo advertido en cuanto se percató de la presencia de Lucie.

—Hay que emitir la orden de búsqueda y su descripción lo antes posible. Tenemos que pillar a ese hijo de puta antes de que se nos escurra entre los dedos.

Bellanger suspiró mirando su reloj.

—Lo haremos, sí. Lo haremos.

Tampoco él parecía en plena forma tras aquel nuevo fracaso. Por no hablar de la falta de sueño, las horas de las que ya había perdido hasta la cuenta y el estrés. Ese caso los estaba castigando a todos, uno tras otro.

Un hombre de la BAC apareció en el umbral.

—Deberían venir a ver el sótano.

Salieron todos del dormitorio y descendieron, esperándose una vez más lo peor. La casa era inmensa y las perspectivas se abrían a espacios cada vez más amplios.

—Ese tipo parece que se gana muy bien la vida. Una chabola así en el Chesnay debe de costar un ojo de la cara.

Mientras avanzaban, Sharko observó la omnipresencia del tiempo: había relojes y carrillones por todas partes. Las agujas corrían sobre los segmentos. Los péndulos iban y venían, y los ruiditos resonaban en todas las estancias. Un reloj de arena gigante reposaba en medio del vestíbulo, con una arena de color rojo acumulada en una gran montaña puntiaguda.

Los policías se metieron por otro hueco de las escaleras que los condujo al sótano. El aire era relativamente tibio en aquel estrecho pasillo, de paredes pintadas de gris. Llegaron a una pequeña habitación poco iluminada de la que surgían olores de humedad y de plantas. La gruesa puerta había sido forzada por los agentes de la BAC.

Sharko entornó los ojos.

Acuarios. Decenas de acuarios.

Unas luces azuladas jugaban con las burbujas de agua que brotaban de las bombas, y las plantas verdes bailaban lentamente a merced de las corrientes inducidas. Era sereno, tranquilizante, casi hipnótico.

El comisario se aproximó, con el ceño fruncido.

En el fondo de los recipientes, unos animalillos blanquecinos se adherían a las rocas. Tenían el cuerpo en forma de tronco, con unas ramas o unos brazos que se agitaban por arriba, y esos organismos medían, como mucho, un centímetro de largo.

Sharko se inclinó y los observó con atención. Aquellos bichos se encontraban en todos los acuarios. No había ningún otro ser vivo, aparte de las plantas.

—Creo que ya sabemos qué tenían tatuado los niños y qué contenía el manuscrito. ¿Alguien tiene idea de qué pueden ser estos bichos?

Nadie respondió, mientras la evidencia le saltaba a los ojos a Sharko: Scheffer estaba metido hasta el cuello en su caso. El comisario pensó en todos aquellos niños tendidos sobre mesas de operación y marcados con el emblema de aquel curioso organismo vivo.

—Ven a ver esto, Franck.

Bellanger había desaparecido en una pequeña sala aneja, también iluminada suavemente. El lugar era sobrio, abovedado, probablemente destinado a almacenar vino. En lugar de botellas, Sharko descubrió un pequeño congelador circular perfeccionado que recordaba una cuba de hierro fundido. Tenía escrito, en números fluorescentes: -61 °C. El aparato estaba conectado a una enorme caja enchufada a su vez a la corriente eléctrica.

Los dos hombres se miraron, desconcertados.

—¿Lo abrimos? —dijo Sharko, señalando un botón negro.

—Adelante… Por lo general, ¿a qué temperatura funciona un congelador normal?

—Me parece que a -18 °C. Eso de -60 °C debe de ser la temperatura que hace en el Polo Norte.

El comisario obedeció, no muy tranquilo. Hubo un ruido de pistón y la tapa superior se abrió un poco. Sharko se colocó bien los guantes y acabó de abrirla manualmente. Un aire glacial le dio en toda la cara. Hundiendo la nariz en la bufanda y con el gorro calado, se inclinó hacia el interior del congelador.

En el baúl helado había numerosos sacos transparentes que recordaban las bolsas de congelación tradicionales. Sharko metió la mano y sacó una lo más deprisa posible. Sacudió los cristales helados acumulados sobre la superficie de plástico y observó el minúsculo contenido.

—¿Qué es eso?

—Parece un trozo de hueso…

Cogió otra bolsa, que contenía un cubo de carne oscura. Luego otro, que alzó ante sus ojos.

—Sangre… —dijo, mirando a Bellanger.

El jefe de grupo se apoyó contra la pared, soplando entre sus manos.

—Enviaremos todo esto a analizar lo antes posible. Tienen que explicarnos qué es esto, porque, ¡joder!, ¿adónde hemos ido a parar de nuevo?

III

La frontera

52

L
a vida comenzaba de nuevo en el número 36 del Quai des Orfèvres.

Eran las siete y media, los más mañaneros empezaban a llegar y los despachos comenzaban a llenarse con cuentagotas. Sharko encadenaba un café bien cargado tras otro, porque ni siquiera había ido a su casa a descansar. Prefería funcionar a base de adrenalina, pues así evitaba cavilar y dar vueltas y más vueltas en la cama sin conciliar el sueño. De cualquier modo, ¿cómo lograría dormir ahora en su apartamento a sabiendas de que un desequilibrado de la peor ralea había puesto allí los pies? Debería cambiar la cerradura de la puerta de entrada, instalar un sistema de alarma y protegerse al máximo. Y, además, debería ocuparse de Lucie. Aquello se estaba volviendo insoportable.

En cuanto a Scheffer, los agentes registraban su propiedad y estaba a punto de llegar un biólogo que estudiaría los curiosos animales de los acuarios.

Bellanger fue a buscar a Sharko al despacho.

—Voy al hospital Saint-Louis, en el distrito X, donde trabaja Scheffer, como responsable del servicio de medicina nuclear. También fue allí donde lo vieron por última vez. ¿Vienes conmigo? Tengo cosas gordas que contarte de camino…

Sharko se puso el chaquetón lentamente, pues se sentía sin fuerzas. Los dos hombres se metieron en un coche oficial y tomaron el bulevar del Palais.

—Para empezar, los equipos han encontrado una caja fuerte empotrada en la pared, en una de las habitaciones de casa de Scheffer. Adivina cuál era la combinación…

—¿654 izquierda, 323 derecha, 145 izquierda?

—Exacto. La combinación anotada en el
post-it
en
Le Figaro
de Duprès. En el interior, aún había una carpeta llena de artículos de prensa sobre la hipotermia. Acabamos de enterarnos de que Scheffer estaba suscrito desde hace años a un servicio relativamente oneroso, L’Argus, que le recopilaba todo lo que aparecía en prensa sobre el término «hipotermia»: avances médicos, operaciones quirúrgicas mediante el frío, accidentes por ahogamiento, metabolismo de los animales… Quería estar al corriente de todo lo que sucediera en torno al frío. Allí, y a lo largo de los años, había apartado cuatro sucesos, que corresponden a las siniestras actividades de Philippe Agonla.

—Los mismos que reunió Christophe Gamblin…

—Exactamente. En uno de esos artículos, Scheffer anotó: «Animación suspendida. ¿Quién es el hombre que arroja las mujeres a los lagos?».

Sharko reflexionó.

—Gracias a su interés por la hipotermia y a la labor de L’Argus, detectó las actividades de Agonla a primeros de los años 2000. Y en tiempo real.

—Sí, pero probablemente sin llegar a atrapar al asesino en serie. Imagina a Valérie Duprès, hurgando en esa caja fuerte en ausencia de Scheffer. Dio con esos intrigantes artículos. ¿Por qué Scheffer iba a interesarse en ellos? Así que decidió confiar esa investigación paralela a Christophe Gamblin, y así comenzó el trabajo en los archivos de
La Grande Tribune
.

Sharko asintió.

—Parece sostenerse. Luego, Dassonville lo torturó, lo forzó a contarle qué había averiguado y entonces Gamblin le habló de Philippe Agonla. El nombre que trató de escribir en el hielo…

Bellanger permaneció en silencio.

—La mujer de la limpieza iba tres veces por semana a casa de Scheffer. Según ella, era un mujeriego y encadenaba sus conquistas.

—El dinero y el sexo siempre van a la par.

—Eso está claro. Agárrate: Valérie Duprès fue la última. La empleada afirma que la periodista tuvo una aventura con Scheffer durante más de un mes, entre octubre y noviembre de este año. Pasaba la mayoría de las noches, y de los días, allí. La mujer de la limpieza, al igual que Scheffer, la conocía por el nombre de… Adivínalo…

—Véronique Darcin.

—Exacto. Así, Scheffer nunca pudo saber con quién se las tenía, en caso de que hubiera deseado hurgar en el pasado de su amante. La empleada ignora los detalles de su ruptura, pero no ha vuelto a ver a Duprès en casa de Scheffer desde finales de noviembre. Afirma que, en ese momento, su jefe parecía muy preocupado. Lo achacó a la separación, por supuesto, pero tanto tú como yo sabemos que probablemente se debía al mensaje en
Le Figaro
aparecido el 17 de noviembre.

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