Atomka (43 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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—¿Lo lee a diario?

—Es suscriptor, lo recibe muy temprano cada mañana y lo lee de cabo a rabo, meticulosamente. Una manía que probablemente Duprès había detectado viviendo a su lado. Y que explotó a la perfección.

Sharko veía ahora las cosas más claras.

—Las piezas del rompecabezas empiezan a encajar. Valérie Duprès regresa de Albuquerque con un nombre en mente: Léo Scheffer, siniestro personaje que había llevado a cabo experimentos con cobayas humanos y que se marchó de repente de Estados Unidos en 1987. La periodista de investigación dio con él, quería llegar hasta el final de su investigación y estaba dispuesta a cualquier cosa para sacar un libro que iba a armar un escándalo.

—Incluido acostarse con un tipo que debía de provocarle repugnancia.

—O, al contrario, que la fascinaba. En cualquier caso, accedió a la vida de Scheffer. Entró en su casa, hojeó sus papeles y obtuvo confidencias en la cama. No parece fácil, pues si Scheffer oculta un pasado oscuro, debió de poner ciertos límites y no ser demasiado parlanchín. Así que ella le tendió una trampa: publicó un devastador anuncio en
Le Figaro
, que acusaba directamente a Scheffer a través de ciertos códigos y que despertaba viejos recuerdos. No tenía más que observar la reacción de su amante la mañana del 17 de noviembre, probablemente mientras desayunaban juntos. Localizar sus llamadas, ver si abría la caja fuerte que a buen seguro ella ya había localizado hacía tiempo. De una manera u otra, logró obtener la combinación. Y accedió a esa carpeta.

—Y fue probablemente después de ese episodio cuando encontró la pista de los niños. La caja fuerte debía de contener otros documentos aparte de los de la hipotermia. Probablemente indicaban lugares, direcciones y contactos.

Se quedaron absortos en sus pensamientos. Sharko pensaba en Valérie Duprès, que se había metido en la boca del lobo. Imaginaba su excitación, el miedo y el asco ante Scheffer, autor de lúgubres experimentos en Nuevo México, heredero de las tinieblas de su padre. Aquello explicaba también el registro en el domicilio de la periodista: tal vez Scheffer y Dassonville fueran en busca de las copias o las fotos de los documentos de la caja fuerte.

Al cabo de un cuarto de hora, Bellanger estacionó cerca del canal Saint-Martin, de orillas blancas. Las viejas paredes del hospital se alzaban a lo lejos, bajo un cielo aún cubierto de nubes. Sharko miró su reloj.

—Lucie llega a Orly a la una y cuatro minutos del mediodía. Iré a buscarla y le explicaré el asunto de Gloria Nowick. No puedo evitarlo, pues tarde o temprano acabará enterándose.

—De acuerdo.

—¿Crees que puedo tener vigilancia frente a mi domicilio? Temo… que pronto pueda suceder algo.

—Habrá que hablar con Basquez, pero con la cantidad de gente que está de vacaciones no será fácil.

Pasaron bajo el arco, atravesaron un patio cuadrado y se dirigieron al servicio de medicina nuclear. Tras mostrar sus identificaciones de policía en la recepción, fueron recibidos enseguida por Yvonne Penning, la jefa de servicio adjunta. Era una mujer alta, de rasgos severos, de unos cincuenta años, plantada en su bata tan fríamente como un palo de sombrilla en la arena. Bellanger hizo las presentaciones y explicó que buscaban a Scheffer. Yvonne Penning se instaló en su sillón de cuero, de brazos cruzados, balanceándose ligeramente de izquierda a derecha. Los invitó a sentarse.

—La última vez que lo vi fue ayer, hacia las seis de la tarde. Se marchó precipitadamente, sin dar ninguna razón en particular. Suele comenzar el servicio por la mañana, a las ocho, y nunca llega tarde. No debería tardar.

—Me sorprendería que volviera —respondió Bellanger—. Su casa está vacía. El señor Scheffer parece haber desaparecido del mapa llevándose solo lo estrictamente necesario.

Penning acusó el golpe y su balanceo en el sillón se detuvo en seco. El joven capitán de policía sacó una foto de Valérie Duprès del bolsillo y se la tendió.

—¿Conoce a esta mujer?

—El profesor ha venido con ella al hospital, y visitaron las diversas unidades. También los vi comer juntos a menudo, en un restaurante situado a un centenar de metros de aquí. Pero debió de ser el mes pasado. Sí, eso es.

—¿Traía aquí a sus conquistas?

—La vida privada del profesor no me concierne, pero, por lo que sé, fue la primera que puso los pies en el hospital.

Sharko se imaginaba perfectamente los trapicheos de Duprès. Buscaba información donde podía. Bellanger le mostró otra foto. Sobre el papel fotográfico, uno de los niños tendidos en una mesa de operaciones.

—¿Y esto, le dice algo?

Meneó la cabeza, con una mueca.

—En absoluto. ¿Qué tiene que ver con el profesor Scheffer?

—¿Cuál es su función precisa en este hospital? ¿Practica el profesor intervenciones quirúrgicas?

Un momento de silencio. A Yvonne Penning pareció no gustarle que eludieran sus preguntas, pero acabó respondiendo.

—Sus diversas actividades le llevan mucho tiempo, pero sigue estableciendo diagnósticos y atiende a los pacientes. No, no practica la cirugía. Por otra parte, en nuestro servicio no hay nadie que opere. Aquí establecemos un estado de la cuestión, estudiamos el mal o el buen funcionamiento de todos los sistemas del cuerpo humano gracias a gammagrafías o radioterapia metabólica. En resumen, administramos trazadores biológicos al paciente y observamos el comportamiento de los órganos o de las glándulas siguiendo esos trazadores. El profesor Scheffer es un gran especialista de la tiroides y del cáncer de tiroides. Tiene fama internacional.

—¿Desde cuándo trabaja aquí?

—Oh, ya debe de hacer veinte años. Vino de Estados Unidos. Su padre era un gran investigador que contribuyó enormemente al desarrollo de la medicina nuclear en todo el mundo.

—¿Tiene idea de qué lo llevó a abandonar Estados Unidos para venir a trabajar a Francia?

—Aunque vivieran en Estados Unidos, sus padres eran franceses. Francia es su país y el país donde vivió Marie Curie, por quien hoy en día aún profesa una admiración sin límites. Se trató, sin duda, de un retorno a los orígenes. Desgraciadamente, no puedo decirle nada más.

Sharko se inclinó un poco hacia adelante, con las manos entre las piernas. Sentía dolores en la nuca, a buen seguro debidos a la falta de descanso y a la tensión nerviosa acumulada.

—¿Podemos echar un vistazo a su despacho?

Los invitó a seguirla. La puerta estaba cerrada, pero tenía una copia de la llave. El despacho estaba perfectamente ordenado, y era limpio y funcional. Los dos policías lo inspeccionaron a toda prisa con la mirada.

—¿Y el señor Scheffer se ocupa también de los niños, en el hospital? —preguntó Sharko.

—Los niños son la otra mitad de su vida. El profesor Scheffer es el fundador de la FOC, la Fundación de los Olvidados de Chernóbil, creada en 1998. Ha invertido muchísimo dinero en ese proyecto. Léo Scheffer heredó una fortuna de su padre y cuenta además con el apoyo de varios inversores millonarios.

Los dos policías se miraron un instante. Su pista se concretaba.

—Háblenos de esa fundación.

—Tiene vocación humanitaria. Al principio, se hizo cargo del programa más importante de examen de los niños residentes en las regiones contaminadas por la radiactividad, cerca de Chernóbil. El profesor Scheffer pasó mucho tiempo en Kursk, una ciudad rusa colindante con la frontera ucraniana, para crear un centro de diagnóstico y de tratamiento de los niños irradiados por cesio 137, aún muy presente en el agua, la fruta y las verduras de los territorios contaminados. Durante cinco años, unidades móviles empleadas por la fundación estuvieron sobe el terreno, en Ucrania, Rusia y Bielorrusia, para hacer mediciones y ocuparse mediante tratamientos de los niños más afectados. Se crearon programas de alimentación a base de pectina de manzana, puesto que la pectina disminuye mucho la tasa de cesio radiactivo en los organismos, y más de siete mil niños pasaron por el centro y recobraron la esperanza.

Volvió la vista hacia una foto enmarcada, cerca del perchero. Scheffer, sonriente, con un equipo de cuatro personas, una de ellas una mujer. Tenía el rostro huesudo y afilado como un arpón, con una barbita gris.

—Es el equipo ruso que trabajaba para la fundación —dijo ella—. Por desgracia, el gobierno ruso puso palos en las ruedas del profesor Scheffer y lo obligó a abandonar su proyecto en el año 2003. Afirmar que la catástrofe de Chernóbil sigue causando desgracias no está bien visto. Sin embargo, la FOC aún no ha desaparecido. Un año después, implantó centros de diagnóstico en Níger, cerca de las poblaciones contaminadas por las minas de uranio de Areva. Allí se llegan a construir viviendas con residuos radiactivos, imagínense las consecuencias a largo plazo. Esos centros aún existen.

Sus ojos centelleaban al hablar de Scheffer. En la foto, el hombre no parecía muy seductor, pero desprendía prestancia.

—La FOC también financia, casi al cien por cien, una asociación francesa llamada Solidaridad Chernóbil. El objetivo de la asociación es recoger a niños ucranianos de las regiones contaminadas y repartirlos entre familias de acogida francesas durante unas semanas y luego devolverlos a casa de sus padres.

Les mostró otras fotos. Chiquillos de unos diez años, que posaban delante de autobuses, con grandes sonrisas.

—La mayoría de esos niños, irradiados por cesio 137 y otros elementos radiactivos, requieren tratamientos. Si no vinieran a Francia a regenerarse con aire puro, alimentos sanos o recibir los cuidados apropiados, acabarían sucumbiendo a sus enfermedades. Las familias de acogida saben que recibir a un niño de Chernóbil no es una cura de reposo, porque hay que acudir varias veces por semana al hospital para visitas y tratamientos. Y, sin embargo, se ofrecen voluntarios para dar un poco de felicidad a esos chiquillos, hacerles regalos, llevarlos a parques…

Bellanger echó un vistazo a los documentes que estaban sobre la mesa de despacho.

—Y a los niños se los visita en su servicio de medicina nuclear, supongo.

—Sí, el profesor en persona. Le gustan mucho los niños. Por eso me extraña tanto que nos haya dejado sin decirnos nada. Hace veinte años que lo conozco y nunca ha faltado a un solo encuentro con los chavales.

Bellanger se inclinó hacia adelante, mirándola fijamente.

—¿Quiere decir que ahora mismo hay en Francia niños de Chernóbil?

—Alrededor de ochenta niñas y niños llegaron en autobús hace una semana, desde Ucrania, para pasar las fiestas de Navidad con las familias. Volverán a su país a mediados de enero, con las bolsas cargadas de regalos.

Con mano nerviosa, el capitán de policía tendió otra foto a la especialista. Dejó que el teléfono vibrara en su bolsillo.

—Hace justo una semana encontramos a este chaval errante. ¿Lo ha visto alguna vez aquí?

Ella miró atentamente la foto: el niño de unos diez años, tendido en la cama de hospital.

—No me dice nada. Pero por aquí pasan tantos que no puedo estar segura al cien por cien.

—¿Y ese tatuaje? ¿Lo había visto ya en algún sitio?

Ella meneó la cabeza, cogió una hoja y garabateó algo.

—Nunca. Por lo que respecta al niño, vaya a ver a Arnaud Lambroise. Es el presidente de la asociación que se encuentra en Ivry-sur-Seine. Tienen fichas de todos los pequeños pensionistas. Probablemente podrá informarle.

Ivry-sur-Seine, una localidad vecina de MaisonsAlfort.

El lugar donde fue hallado el niño, con la nota de Valérie Duprès en el bolsillo.

Una vez fuera, Bellanger escuchó el mensaje del contestador, mientras Sharko suspiraba repetidamente, exhalando una gran nube de vaho condensado bajo aquellas temperaturas glaciales. Pensaba en Chernóbil, en sus hallazgos en la gabarra, en aquellos seres que extendían el mal, cada uno de ellos a su manera. ¿Por qué esa necesidad de hacer sufrir, de matar? ¿Qué le esperaría a él, muy pronto? ¿Cómo iba a acabar todo aquello? Mientras caminaba, se sintió atrapado en una espiral infernal de la que no podía salir.

Y, en su estela, arrastraba irremediablemente a Lucie con él.

Sharko se volvió, al darse cuenta que avanzaba solo. Detrás, Bellanger se había detenido con el teléfono a la oreja. Su brazo cayó a lo largo de su pierna, como muerto. Miró a Sharko con tristeza y sorpresa. El comisario dio media vuelta y volvió hacia él.

—¿Qué pasa?

A Bellanger le llevó un tiempo responder, pues a todas luces estaba desconcertado.

—Luego… luego iré contigo al aeropuerto a buscar a Lucie.

Sharko sintió de inmediato que los latidos del corazón se le aceleraban.

—¿Qué pasa?

—Dime… ¿Lucie conocía a Gloria Nowick?

—No, nunca le he hablado de ella. ¿Por qué?

—Basquez acaba de dejarme un mensaje. Han acabado de analizar el centenar de huellas dactilares que había en el apartamento de Gloria Nowick. En la mesa de la cocina, los muebles o la puerta de entrada. Algunas pertenecen a la víctima, la mayoría son de origen desconocido, pero hay decenas de otras que… —tragó saliva con dificultad—… que pertenecen a Lucie.

53

L
os miembros de la asociación Solidaridad Chernóbil ocupaban uno de los locales municipales, en la calle Gaston-Monmousseau, en el corazón de Ivry. El lugar era agradable, con un parque de juegos para los niños y un parvulario muy cerca. Una decena de coches estaban estacionados en el aparcamiento.

Sharko y Bellanger cruzaron una pequeña valla y entraron en la gran sala que parecía un centro de mando. Largas mesas en medio, sillas a su alrededor, papeles, calendarios, mapas colgados de las paredes, teléfonos que sonaban y gente que iba de aquí para allá. Unos grandes paneles ilustrados describían las actividades de la asociación: sistema de traducción y de correspondencia, acogida de niños ucranianos, ayuda alimentaria y realización de films. Sharko vio a una pareja de edad avanzada, en un rincón, junto a un rubito al que sonreían sin cesar. El niño jugaba con un camión de bomberos, con los ojos maravillados. El policía sintió un nudo en la garganta y prefirió concentrarse en el hombre que se les acercaba.

—¿Puedo ayudarlos?

—Buscamos a Arnaud Lambroise.

—Soy yo.

Bellanger le mostró discretamente su identificación de policía.

—Quisiéramos hacerle algunas preguntas con calma.

El rostro de Lambroise, enmarcado por una larga cabellera negra recogida en una cola de caballo, se crispó. Llevó a los dos hombres a un aparte, en una pequeña dependencia dispuesta como rudimentaria cocina, y cerró la puerta tras él.

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