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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (54 page)

BOOK: Atomka
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Lucie no tenía necesidad de saber lo que les hacían a aquellos niños. No en aquel momento.

Sharko se apartó un poco de ella y la miró a los ojos.

—A partir de ahora, tenemos que pensar en el bebé —dijo—. Quiero que me acompañes a Cheliabinsk, pero no irás a Ozersk. Te quedarás al abrigo, en un hotel, y me esperarás, ¿de acuerdo? Allí aún hay radiactividad. No hay que correr riesgos.

Lucie titubeó pero acabó pronunciando lo que le hubiera parecido imposible solo unas horas antes:

—De acuerdo.

Volvieron a abrazarse. Sharko hundió su rostro en el cuello de su compañera.

—Lucie, hay algo que debo saber…

—¿Qué…?

Un largo silencio.

—Júrame que nunca me has engañado. Que ese bebé es mío…

Lucie miró a Franck intensamente. Lloraba como jamás lo había visto llorar.

—¿Cómo puedes pensar eso? Claro que no, nunca te he engañado. Y claro que sí, claro que el bebé es tuyo.

Ella le sonrió con franqueza mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Nuestra vida va a cambiar, Franck. Cambiará para mejor. Te lo prometo. —Se inclinó hacia él y lo besó en los labios—. Feliz Navidad por adelantado, cariño. No he podido hacerte el otro regalo, pero te doy este.

68

E
n la mente de Lucie, todo había dado un vuelco a lo largo de las últimas horas.

Mientras el avión despegaba de Kiev, era incapaz de concentrarse en el caso y ya solo pensaba en el bebé. Ocho semanas era a la vez poco y mucho. La mayoría de los órganos del feto ya se habían desarrollado, debía de medir unos doce milímetros y pesaría en torno a un gramo y medio. Sin embargo, no había que descartar la posibilidad de sufrir un aborto. Tenía que dejar de lado los esfuerzos violentos y el estrés inútil. En Francia, debería ir al médico y tomar todas las precauciones necesarias para dar a luz a la criatura. ¿Pedir una baja excepcional o un año sabático, como proponía Franck? ¿Y por qué no, al fin y al cabo?

Sentía que, a su lado, su compañero no lograba compartir aquel momento de alegría al cien por cien. ¿Cómo iba a estar sereno con lo que estaba sucediendo en Rusia y sobre todo en Francia? Aquel psicópata, pisándoles los talones… Según las últimas noticias, los policías de guardia frente al edificio de Sharko no habían visto nada. ¿Cómo asimilar la alegría del embarazo, única luz en medio de las tinieblas que los rodeaban? ¿Cómo sería su regreso a Francia, con aquel miedo al asesino que los tenía en vilo? Lucie se acurrucó en su asiento con las manos sobre el vientre y cerró los ojos. Era Navidad y deseaba que aquel vuelo se eternizara, que el avión no aterrizara nunca.

Aeropuerto internacional Domodedovo de Moscú. 25 de diciembre de 2011. Temperatura exterior de -8 °C, cielo despejado.

El Boeing 737 de Air Ukraine se detuvo en su emplazamiento y liberó a sus pasajeros bien cubiertos con gorros de piel por los pasillos de la terminal. Arnaud Lachery esperaba a los policías junto a la aduana y facilitó enseguida el diálogo con los aduaneros respecto a la inspección de la comisión rogatoria internacional y a su entrada en territorio ruso.

Una vez resuelto el papeleo, Sharko saludó calurosamente a su homólogo.

—Debe de hacer por lo menos quince años… ¿Quién hubiera dicho que volveríamos a vernos?

—Y sobre todo en semejantes circunstancias —dijo Lachery—. ¿Aún te arrastras por la Criminal?

—Más que nunca.

Sharko se volvió hacia Lucie.

—La teniente Henebelle. Colega y… mi compañera.

Lachery le dirigió una sonrisa. Era algo mayor que Sharko y no había perdido ni un ápice de su rostro de policía veterano: unos rasgos marcados, el cabello cortado a cepillo y una mirada profunda que delataba sus remotos orígenes corsos.

—Encantado. Y feliz Navidad, aunque las circunstancias no sean precisamente alegres.

Mientras conversaban, Lucie y Franck recogieron su equipaje y siguieron a su huésped hacia la salida. El aire seco y gélido les dio la bienvenida. Arnaud Lachery se había calado su gorro de piel con orejeras.

—Tendréis que compraros un gorro en el aeropuerto de Bykovo, así como unos buenos guantes forrados. En Cheliabinsk debe de hacer unos quince grados menos que aquí, y ya podéis imaginaros qué horror.

—Lo haremos. La teniente Henebelle se quedará en el hotel, tiene… un pequeño problema de salud.

—Nada grave, ¿espero?

Lucie se quitó el gorro y le mostró la venda que llevaba alrededor de la cabeza.

—Un pequeño accidente.

Subieron a un Mercedes S320 negro con matrícula diplomática y puertas blindadas junto al que aguardaba un chófer delante de la terminal. Lachery le pidió a Lucie que se instalara en el asiento delantero y se sentó en el trasero con Sharko.

—De aquí al aeropuerto nacional de Bykovo hay unos cincuenta kilómetros —dijo—. Andréi Aleksandrov y Nikolai Lebedev nos esperan allí. Lo siento, pero las vistas a lo largo del trayecto no son demasiado turísticas. Moscú está a más de cuarenta kilómetros de aquí.

—Estamos acostumbrados a viajar sin hacer turismo —dijo Lucie con una sonrisa, echando un vistazo por el retrovisor.

—En cualquier caso, espero que regresen a Rusia en otras circunstancias. La plaza Roja nevada y decorada con los colores navideños es algo que hay que ver.

En cuanto el coche hubo tomado la carretera, abordó el meollo del asunto.

—Creo que vuestra investigación ha sacado a la luz a un pez muy, muy gordo.

Tras quitarse el gorro y los guantes, sacó una foto de su cartera y se la tendió a Sharko.

—Es Leonid Yablokov, responsable de un equipo de veinte trabajadores en la base de Mayak-4, situada a pocos kilómetros antes de llegar a Ozersk. Es quien se encarga de la recuperación y el almacenamiento de los residuos nucleares.

El comisario frunció el ceño y tendió la foto a Lucie. El hombre que aparecía en la foto era calvo, con orejas ligeramente de soplillo. Su mirada no era precisamente tierna y, además, vestía un traje negro de corte muy soviético.

—Ya he visto a ese hombre —dijo Sharko—. Estaba en una foto en el despacho de Scheffer, con el equipo ruso que trabajaba para la fundación a finales de los años noventa.

—Así es —respondió Lachery con firmeza—. Trabajó para la fundación de 1999 a 2003. Hemos investigado a ese individuo. Es doctor en física, autor a primeros de los años ochenta de una tesis sobre las temperaturas extraordinariamente bajas. Hasta 1998 trabajó en un laboratorio ruso de investigación en aplicaciones espaciales
. Top secret
. Era especialista en criogenia y trabajó en soluciones que permitieran los largos viajes por el espacio.

La criogenia… Aquello daba que pensar a Sharko y preguntó:

—En la prensa francesa se habla ahora mucho del relanzamiento de la conquista espacial por los rusos. Esa voluntad de enviar hombres al lejano espacio sin que, por el momento, se haya explicado cómo hacerlo. La criogenia podría ser una excelente solución. ¿Yablokov logró congelar a gente para hacerla viajar?

—No se sabe. Por el contrario, estamos seguros de que Yablokov fue despedido por un error profesional que le costó la vida a uno de sus colaboradores.

Lucie se había vuelto hacia atrás pues no quería perderse nada de la conversación. En cuanto a Sharko, prestaba atención a cada palabra.

Arnaud Lachery prosiguió sus explicaciones:

—Después de ese fracaso, Yablokov se dedicó a la ayuda humanitaria, a través de la fundación. Trabajó sobre el terreno, aprendió un montón de cosas sobre la radiactividad, se le vio mucho rodeado de niños, junto a Scheffer —tendió otras fotos que ilustraban sus palabras— y junto a esta mujer, miembro también de la fundación durante sus dos primeros años de existencia.

Una vez más, Sharko reconoció aquel rostro, igualmente presente en una foto colgada en el despacho de Scheffer. Un rostro arrugado, de rasgos fatigados que ocultaban unos ojos oscuros y voluntariosos.

—¿Quién es?

—Volga Gribodova, en la actualidad tiene sesenta y ocho años. En aquella época, era profesora de medicina, especializada en las consecuencias sanitarias de la catástrofe de Chernóbil, y actuaba como consejera de los políticos en temas de radioprotección. Dos años antes de que la fundación abandonara el territorio ruso por razones políticas, se liberó de sus actividades humanitarias y fue nombrada ministra de Seguridad Nuclear de la provincia de Cheliabinsk.

—Cheliabinsk —repitió Sharko—. Una y otra vez Cheliabinsk.

—Allí, Gribodova heredó un cargo poco envidiable. Los alrededores de Ozersk, a unos cien kilómetros de Cheliabinsk, se cuentan entre los más contaminados del planeta. Chernóbil fue un problema, pero Ozersk es EL problema, un auténtico vertedero a cielo abierto, ultracontaminado y que recibe los residuos nucleares procedentes de la mayoría de países europeos, incluida Francia. Gribodova fue nombrada para que encontrara soluciones, pero todo el mundo sabe que no existen.

El vehículo tomó una autopista de dos carriles con mucho tráfico. Aparte de las matrículas extrañas y de los rótulos en cirílico, el paisaje no era en absoluto exótico: solo se veían árboles cubiertos de nieve hasta el horizonte. Lucie observó unos segundo al chófer —un tipo que parecía tallado en mármol— y se volvió de nuevo hacia sus interlocutores, que seguían conversando.

—¿Y adivináis quién nombró a Leonid Yablokov responsable de la base de Mayak-4? —preguntó Lachery.

—Volga Gribodova —respondió Sharko.

—Solo unas semanas después de su toma de posesión como ministra. Y, sin embargo, a primera vista, Yablokov, especialista en el frío, no era forzosamente el más competente en materia de residuos nucleares. La gestión de la base de Mayak-4 se halla directamente bajo la autoridad y la responsabilidad de la ministra. Mayak-4 fue construida en torno a una mina de la que hace sesenta años se extraía uranio. En la actualidad, esa mina se ha convertido en un centro de enterramiento donde se almacenan todas las porquerías que los demás países no quieren. Los alrededores de Mayak se encuentran entre los lugares más siniestros, deprimentes y peligrosos del planeta. Nadie quiere ir allí y nadie pisa esas instalaciones, excepto los trabajadores que descargan los camiones y almacenan los barriles. Por ello me pregunto: ¿qué traman allí desde hace varios años dos antiguos miembros de la fundación de Scheffer?

—Y, sobre todo, ¿qué iban a hacer regularmente allí Scheffer y Dassonville, con sus visados de turismo? —completó Sharko—. ¿Y qué están haciendo allí ahora mismo?

Lachery miró a Lucie y luego al comisario.

—Eso es lo que vamos a descubrir. Creo que ya lo habéis adivinado y, en este caso, la ministra y otros peces gordos están implicados en «algo». Para Moscú, este caso es un asunto muy sensible. Por su propia naturaleza, pero también porque está relacionado con la energía nuclear.

—Somos conscientes de ello.

—La Federación Rusa está dividida en distritos administrativos, cada uno de los cuales cuenta con su autonomía y su gobernador. En resumidas cuentas, este asunto es complicado desde un punto de vista legal y político. Una vez en Cheliabinsk, contaréis con el apoyo discreto de policías del distrito federal, directamente a las órdenes del comandante Aleksandrov, al que pronto conoceréis. Id a Mayak. Buscad a los sospechosos con los equipos pero, sobre todo, dejad que sean ellos quienes intervengan.

—Ya conocemos las reglas —dijo Sharko.

El agregado de seguridad interior les tendió las últimas fotos: las de los niños, tendidos en la mesa de operaciones, que sin duda Bellanger o Robillard le habían enviado por correo electrónico.

—Tal vez se puede desplazar y ocultar a niños, pero seguro que no se puede hacer con una sala de operaciones. Si hay algo que descubrir en ese siniestro lugar, los agentes lo descubrirán. No hay policías más tozudos que los rusos.

Tras un silencio grave, Lachery cambió de tema y pidió noticias de la capital francesa y del 36 del Quai des Orfèvres y de la política nacional, mientras comenzaban a aparecer los primeros paneles que indicaban el aeropuerto. Les explicó que le gustaba Moscú, sus estructuras, su poderío y su riqueza, así como sus habitantes. Para él, los occidentales eran como melocotones y los rusos como naranjas. Unos son individuos en apariencia abiertos, que se saludan por la calle pero que esconden una nuez dura en cuanto se escarba un poco. Los otros son gentes de entrada cerradas, pero que abren hasta lo más hondo de su corazón una vez que se atraviesa el caparazón. Con todo, precisó que Moscú no era Rusia, y que ese país pagaba aún la herencia de su duro pasado.

El chófer los dejó frente a la terminal, junto a una autopista. Nada tenía que ver con la arquitectura del aeropuerto que acababan de dejar. Ese era un edificio pequeño, bastante vetusto y monolítico. Al ver el estado y las ridículas dimensiones de algunos aviones, Lucie comenzó a inquietarse. Si el avión era el medio de transporte más seguro en Francia, no estaba segura de que lo fuera en Rusia.

Los dos policías moscovitas esperaban en el punto de encuentro. El agregado de la embajada hizo las presentaciones. Andréi Aleksandrov y Nikolai Lebedev eran jóvenes, altos y vestían de kaki —pantalón de tela con ribete rojo, gruesa parca con las insignias de la policía y la bandera rusa, ceñida con un cinturón y botas hasta las rodillas—, y llevaban el gorro en la mano. A la vista de su corpulencia, Sharko se dijo que debían de llevar un chaleco antibalas.

Se saludaron todos, con un fuerte apretón de manos de los rusos, incluso a Lucie. Lachery les explicó que ambos policías hablaban inglés medianamente bien y que contaba con que ellos mismos les pondrían al corriente de los últimos detalles importantes del caso durante el vuelo.

En la terminal vendían de todo. Salchichón, pan negro, vodka, pepinillos, queso… Tras retirar rublos, los dos franceses fueron a una tienda de ropa y salieron equipados como verdaderos rusos, cosa que provocó una irónica sonrisa de sus acompañantes.

Tras facturar los equipajes, bebieron un vodka —salvo Lucie, que se conformó con un té— y se dirigieron a la terminal. El ambiente era más relajado y se aproximaba la hora de partir. Lachery los saludó respetuosamente, dirigió unas palabras en ruso a los policías y luego se volvió a los franceses:

—Seguiremos en contacto. Buena suerte.

Veinte minutos más tarde, embarcaban.

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