Dirección: los impresionantes contrafuertes de los Urales.
U
na explosión de colores.
Sharko jamás había visto semejante espectáculo en el curso de sus viajes. Siempre había imaginado Rusia como un territorio austero, gris y de tierras llanas que se extendían como ríos de cemento. En realidad, era lo contrario. Con la frente pegada a la ventanilla del avión, tenía la sensación de asistir a la génesis de un diamante. Las estepas tenían la capacidad de transformar la luz rasante del sol en una lluvia de chispas. La naturaleza se abrevaba en los lagos de formas suaves, los torrentes fluían rabiosos, los bosques de pinos y abedules se aferraban a las laderas de las montañas presas de la escarcha. Unos azules estelares, verdes de jungla y blancos furibundos batallaban en aquellas arenas de silencio e invitaban a tumbarse allí y contemplar el cielo indefinidamente.
Luego llegó la gran ciudad, como un cáncer en un organismo sano. A medida que el bimotor descendía, las fábricas mostraron sus perspectivas. Metalurgia, extracción de minerales e industria pesada. Antiguas naves industriales ahogaban la periferia, almacenes en ruinas, interminables líneas de asfalto invadidas por excavadoras, tractores y toros ensombrecían el paisaje. Allí se habían fabricado miles de tanques, motores y municiones para vencer al enemigo.
Sharko se repantigó en su asiento mientras el avión aterrizaba.
Ya casi habían llegado. Al final de su investigación. Al fin del mundo.
Tres hombres les aguardaban en el vestíbulo del aeropuerto. Unos tipos con aspecto de soldados de plomo, de rostros gredosos y mandíbulas firmes. A Sharko le recordaron los policías del RAID, en versión KGB. Andréi Aleksandrov y Nikolai Lebedev se presentaron rápidamente. Los policías locales no hablaban ni una palabra de inglés y se contentaron con una educada sonrisa al comisario y una mirada casi forzada a Lucie.
Los cinco rusos conversaron entre ellos un buen rato, palmeándose mutuamente los hombros y, acto seguido Aleksandrov se volvió hacia Lucie, que se sentía minusvalorada, fuera de su propio ambiente.
—Me dicen que hay un buen hotel para turistas, el Smolinopark, a veinticinco kilómetros de aquí. Está junto a un lago, es confortable y se come bien. Puede ir hasta allí en un taxi.
Al ver que Lucie se ponía nerviosa, Sharko asintió educadamente y tomó la iniciativa.
—Perfecto. ¿Nos permiten unos segundos a solas? Enseguida estaremos con ustedes.
—No tenemos mucho tiempo.
Lucie lo vio alejarse, hosco.
—Tengo la impresión de que esos machitos me toman por una boba. «Un buen hotel para turistas», ¿te imaginas? ¿Lo has oído?
Sharko le ajustó el gorro a Lucie y comprobó la batería de su teléfono móvil.
—Con esto siempre estaré a tu lado. Ante todo, no te preocupes, ¿de acuerdo? Disfruta del hotel, llama a tu madre para tranquilizarla y descansa. Me parece que esos tíos saben lo que hacen.
Lucie lo abrazó. Con sus gruesas parkas, tenía la sensación de abrazar al muñeco de Michelin.
—Ve con cuidado, Franck, y síguelos, simplemente. Ya has estado a punto de morir varias veces. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
La acompañó hasta el taxi. El aire helado mortificaba hasta el menor centímetro de piel desnuda. Era como una herida perpetua, lenta y dolorosa. Lucie se arrebujó al calor del habitáculo mientras Aleksandrov le indicaba el destino al taxista. Sharko besó una vez más a su pareja y contempló cómo se alejaba el vehículo, con el alma en vilo.
En cuanto Lucie hubo desaparecido, sonó su móvil. Miró la pantalla con una sonrisa.
Número oculto.
Se quitó uno de los gruesos guantes, descolgó e introdujo el aparato entre el gorro y su oreja.
—Sharko.
Solo una leve respiración, al otro extremo de la línea.
Se le hizo un nudo en la garganta. Lo supo de inmediato.
Era él. El asesino de Gloria.
Miró de reojo a los rusos que lo esperaban y se volvió de espaldas.
—Sé que eres tú, hijo de puta.
Al otro lado de la línea no hubo reacción. Sharko escuchaba y trataba de percibir hasta el más ínfimo detalle que pudiera serle de utilidad. Reflexionó tan rápido como le era posible, tratando de dar en la diana y comenzó a hablar:
—¿Quieres saber dónde estoy, verdad? Estás tan desconcertado, tienes tantas dudas, que no has podido resistirte a llamarme. No entiendes mi ausencia. Lamento comunicarte que no eres el centro del mundo. Gloria ya no significaba nada para mí. Y tú tampoco.
Nada. Sharko estaba convencido de que el otro acabaría colgando.
—Parece que te he jodido las fiestas navideñas y la partida de ajedrez —prosiguió—. Sé el trabajo que te ha costado organizar todo ese tinglado. Y te he dejado plantado…
El comisario caminaba de un lado a otro, nervioso. De repente, una palabra restalló en el auricular:
—Mientes.
El policía se detuvo en seco. La voz masculina sonaba ahogada, lejana, como si hablara a través de un pañuelo.
—Mientes al decir que Gloria ya no significaba nada para ti.
Sharko ya no sentía el frío, aunque tenía la sensación de que su mano se había convertido en un carámbano de hielo. El mundo, a su alrededor, había dejado de existir. Toda su atención se centraba en aquella voz, separada de la suya por miles de kilómetros. Toqueteó su teléfono y trató de poner en marcha la grabación de la conversación. Era demasiado complicado, y no daba con la tecla apropiada. Pegó el auricular de nuevo contra su oreja, por miedo a perder a su interlocutor, y prosiguió la conversación:
—Tal vez mienta, tal vez no. Da igual. Lo esencial es que los otros, mis colegas, te van a atrapar e iré a visitarte cuando estés entre rejas. Todo es cuestión de tiempo. Y mi mujer y yo tenemos todo el tiempo del mundo.
Tras un largo silencio, la voz resurgió.
—Yo también tengo todo el tiempo del mundo. La paciencia es una de mis cualidades, por si no te habías dado cuenta. A ti y a tu zorra os esperaré el tiempo que haga falta…
Sharko estaba a punto de estallar. De gritarle que iba a matarlo.
—… Estaré ahí siempre que andéis entre la multitud. En cualquier estación de metro, en todos los autobuses, en cualquier acera. Ya he entrado en tu casa, ¿sabes?
Sharko era incapaz de saber si se echaba un farol o no.
—La próxima vez que hablemos, tu zorra tendrá mi cuchillo en el cuello.
La comunicación se cortó.
Sharko se quedó inmóvil, con el teléfono en la mano. Buscó en las llamadas recibidas y trató de marcar el número con la punta de sus dedos helados, pero el número oculto no aparecía.
—¡Mierda!
Los rusos empezaban a impacientarse. El policía subió a uno de los dos todoterrenos, aún bajo los efectos del choque. Sopló en sus manos para calentarlas.
La pesadilla lo perseguía incluso allí, en Rusia.
—Nunca se quite los guantes —dijo Aleksandrov con su pronunciado acento—. Si la piel hubiera entrado en contacto con cualquier superficie exterior podría haberse pegado a ella.
Sharko dejó claro que prestaría atención en adelante. Los vehículos se pusieron en camino bajo una luz que iba declinando. Los tres policías que acompañaban al comisario parecían conversar acaloradamente acerca del caso e intercambiaban documentos y fotos entre ellos. Sharko reconoció, entre otros, los retratos de Scheffer y de Leonid Yablokov, el responsable de Mayak-4.
El comisario se concentró y trató de recordar los menores detalles de la conversación con el asesino de Gloria. «Tu zorra tendrá mi cuchillo en el cuello…». Lo había adivinado: en su última jugada de ajedrez habría atacado a Lucie. Sin duda, la habría raptado, como fue raptada Suzanne diez años atrás.
Cogió de nuevo su teléfono móvil. Tenía que informar a Basquez de aquella llamada. Era Navidad, pero a Sharko no le importaba en absoluto. Tal vez hubiera forma de rastrear el origen de la llamada, de llegar de una manera u otra hasta aquel loco psicópata. De acabar con aquella pesadilla para que pudiera volver a Francia tranquilo. Para que Lucie y el bebé ya no tuvieran nada que temer.
Sharko se estremeció de nuevo: el bebé. Suzanne también estaba embarazada cuando fue secuestrada, y de dos meses.
Qué horrible coincidencia.
Comenzó a marcar el número de Basquez, pero súbitamente se detuvo.
Dirigió su mirada al teléfono móvil.
Algo se encendió en su cerebro y le provocó escalofríos de los pies a la cabeza. Una serie de deducciones que sacudió su mente, como las fichas de dominó al caer una tras otra en fila.
Sharko analizó la situación bajo todos los ángulos.
Encajaba. Encajaba a la perfección.
Cerró los ojos y dio gracias por haber caído en el torrente helado en las montañas. Aquella caída quizá le acababa de entregar en bandeja al asesino.
Lo tenía. Había identificado a aquel que solo había dejado terror y muerte en su estela.
No acabó de marcar el número de Basquez y se guardó el teléfono en el fondo del bolsillo, mientras recordaba las palabras del experto en análisis de documentos de la policía científica, cuando le hablaba de un pasaporte falsificado: «La Marianne de la filigrana está al revés. ¡Te das cuenta de la magnitud de la estupidez? Esos tíos lo imitan todo a la perfección, hasta la doble costura, y cometen un error tan grave como meterse por una autopista en dirección contraria. Tarde o temprano, todos acaban haciendo alguna estupidez».
P
rimero atravesaron las localidades atrapadas en el hielo invernal. Icebergs de civilización cortados por una carretera central, con hileras de casas de madera rodeadas de una parcela de tierra. Eran viviendas sin agua corriente, que dependían de pozos alimentados por ríos enfermos que arrastraban residuos atómicos. Luego llegaron las instalaciones industriales abandonadas, aferradas al paisaje como sanguijuelas de acero. Sharko tuvo la sensación de hallarse en un mundo postapocalíptico destruido por la locura humana y del que no quedaran más que las heridas abiertas.
Más adelante, la carretera se convirtió en un caos de barro helado, cubierta por enormes charcos que se oscurecían a medida que el enorme sol rojo se ponía. Las profundas roderas de neumáticos de los camiones y los convoyes cargados de veneno surcaban el hielo negruzco. Alrededor, los lagos de un azul pálido, de aguas peligrosas, se extendían hacia el horizonte entre las colinas como hojas de afeitar radiactivas. Desde hacía decenas de kilómetros, ya no había rastro de actividad humana. El átomo había expulsado a la vida y se había apropiado de aquella tierra por decenas de miles de años.
En aquel momento reinaba ya la oscuridad y el mercurio había descendido unos grados más. El antiguo complejo de extracción de uranio de Mayak-4 apareció súbitamente tras un valle, construido en una oquedad natural. Una cicatriz a cielo abierto, inmensa, rodeada de barreras y alambradas. Bajo la luz menguante, la parte norte parecía abandonada por completo. Las fábricas radioquímicas, las cintas transportadoras, el material de extracción o los aparejos se caían a pedazos. Los raíles cubiertos de hielo, sobre los que aún reposaban vagones, estaban invadidos o rotos.
La parte sur, al contrario, daba muestras de cierta actividad humana. Había vehículos en buen estado en un aparcamiento y un camión volquete amarillo acababa de entrar en un túnel. Unas pequeñas siluetas, unas grúas en miniatura, operaban alrededor de un convoy cargado de inmensos barriles radiactivos.
Sharko se agarró con fuerza con la mano izquierda a la manecilla de su portezuela cuando los dos vehículos de policía aceleraron a pesar del hielo sobre la calzada. El termómetro del salpicadero indicaba en aquel momento -27 °C y el hielo se adhería a las lunas y absorbía las juntas de caucho. Unos minutos más tarde llegaron a un puesto de seguridad vigilado por dos colosos, probablemente armados. Los polis del primer coche salieron del vehículo, mostraron su documentación y hubo un intercambio verbal bastante rudo. Al final uno de los guardas señaló un pequeño edificio en forma cúbica, en buen estado.
Uno de los policías se acercó a hablar con Andréi Aleksandrov y una ola de frío entró en el habitáculo cuando bajó la ventanilla. Tras una breve conversación, el moscovita se volvió hacia el comisario y dijo, en inglés:
—Allí está la oficina del responsable, Leonid Yablokov. Vamos allá.
Una vez que se abrió la barrera, los dos vehículos entraron raudos en el recinto y se dirigieron rápidamente al edificio. Sharko observó, a su derecha, lo que debía de ser la entrada del centro de enterramiento, excavado en la falda de una colina y muy iluminado. Había numerosos paneles de advertencia que lo rodeaban y de allí salía muy despacio un camión ya vacío.
De repente, todo se aceleró. Aleksandrov vio, a la luz de los faros, una silueta que desaparecía detrás de las oficinas y corría hacia un coche. Los vehículos de policía se cruzaron en el camino formando una barrera, se abrieron las portezuelas, los cañones de las Makarov apuntaron y se oyeron lo que parecían órdenes de detenerse. Unos segundos más tarde, el gorro de Yablokov cayó al suelo. Fue esposado sin contemplaciones y conducido a su despacho, ante algunos empleados que se habían quedado estupefactos.
Sharko se colocó entre los rusos, que habían obligado al responsable del centro a sentarse en una silla. El hombrecillo calvo de orejas de soplillo miró el cemento del suelo, sin abrir la boca. Se quedó de mármol ante las fotos de Dassonville y de Scheffer que le ponían ante sus narices.
El tono subió enseguida y se oían preguntas secas y gritos, y los colosos armados no se andaban con miramientos. Uno de los policías de Cheliabinsk, que ya llevaba varios minutos muy nervioso, derribó la silla y le aplastó la cara al responsable con su bota. Sharko supo apreciar el método, aunque le pareció que los golpes propinados en el abdomen de Yablokov eran un poco exagerados.
—Da! Da
! —exclamó finalmente el ruso desde el suelo, con los ojos llorosos y las manos sobre el vientre.
Le permitieron ponerse en pie. Los rostros eran graves, duros y un vaho helado brotaba de las bocas.
Los corpulentos policías jadeaban y el comisario se olía que sus homólogos no tenían intención alguna de eternizarse en aquel maldito lugar. Maltrataban a Yablokov, gritándole sin cesar al oído y empujándolo violentamente. Esa vez, el responsable de Mayak asintió cuando le pusieron ante sus narices los retratos de Dassonville y de Scheffer. Sharko sintió una inmensa satisfacción: los dos hombres se hallaban en la base de tratamiento de residuos.