Read Atrapado en un sueño Online

Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Atrapado en un sueño (2 page)

BOOK: Atrapado en un sueño
13.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Por favor, yo… No lo hagáis, no lo hagáis… ¡Ay! ¡Dios mío!

El alto se sentó sobre su espalda mientras los otros le sujetaban brazos y piernas. Por un momento pensó que querían violarla, que la jeringa no era más que un arma con la que amenazarla. Pero la cosa era más seria.

—¡Bienvenida al infierno! —le espetó él en tono sarcástico.

La aguja se abrió paso por los pantalones y la piel, hundiéndose en su cuerpo y raspándole el fémur. Maria trató de deshacerse de sus agresores a patadas, lo que hizo que la aguja se saliera. O tal vez se hubiera partido dentro de su carne. Lo ignoraba. Pero el muchacho seguía atacándole y ella tenía que tratar de marcarle; morderle, arañarle, rasgarle su rostro oculto. Entonces él le escupió en plena cara con la mirada llena de odio y se levantó con la intención de propinarle una patada más.

En ese momento se abrió una ventana y una mujer gritó:

—¡Si siguen montando ese alboroto llamaré a la policía!

—¡Hágalo! ¡Llame a la policía! —contestó Maria.

Aunque no consiguió hacer oír su voz, puesto que una nueva patada la dejó sin resuello. La espalda se le quebró. El dolor era inaguantable.

Se abrió una nueva ventana.

—¿Qué es lo que está pasando?

—¡Socorro!

La voz de Maria resonó como un graznido hueco. Le lanzaron una nueva patada y ella trató de protegerse la cabeza con el brazo. Y otra más. Se escuchó un crujido. El dolor hizo que se le nublara la vista.

—¡Llamen a una ambulancia! ¡Por favor!

Su voz no era más que un susurro, tal vez solo un pensamiento. Se hizo el silencio y cesaron los puntapiés. Figuras oscuras merodeando desordenadamente en torno a ellos, como si de un baile ritual se tratara. Botas con puntas de acero, las voces de las ventanas tornándose un eco. Una última patada hizo que se le estremeciera todo el cuerpo.

Lo primero que vio Maria al despertar fueron unos ojos que la contemplaban fijamente. Cuerpos humanos sumidos en la oscuridad, con piernas alargadas y ojos. Un callado murmullo de voces agitadas y lamentos. Ecos, palabras entrecortadas a las que agarrarse en un mar de tormentoso dolor. Trata de atrapar las palabras, pero estas permanecen incomprensibles. La sirena cada vez más intensa de una ambulancia que se aproxima. Alguien la toca, intenta moverla. El dolor es indescriptible. Un rostro desconocido a un palmo, un hombre de mirada exaltada. Sus palabras, no obstante, infunden calma. Y son claras. Una voz amable. Ella solo tiene ganas de llorar.

—¿Cómo está? ¿Dónde le duele? —le pregunta el tipo de la ambulancia.

—¿Está vivo el muchacho?

Él no le oye. Respirar hace daño.

—¿Dónde le duele?

Ella no es capaz de contestar de forma inteligible. Tiene los labios hinchados y la voz ya no le responde. Hemorragias, fracturas del cuello, identificación… palabras que vuelan de un lado a otro sin anclaje. La voz masculina toma el mando y ella se deja llevar sin oposición alguna. El muchacho y ella, tendidos en camillas, son introducidos en sendas ambulancias que les esperan. Maria alcanza a ver el cuerpo laxo del chaval. Tiene que salir de esta, sobrevivir, pese a todos los golpes y patadas en la cabeza. ¿Dónde están sus padres? En breve serán informados. Maria siente un conato de llanto que le atraviesa el cuerpo y que se convierte en un espasmo sin lágrimas. Cada oscilación del vehículo le produce un dolor insoportable. A lo largo del agitado trayecto hasta el hospital le acompaña en todo momento el hombre de la ambulancia, con sus ojos intranquilos y su voz serena. Le dice que se llama Tobias y ella se aferra a su nombre como si de un mantra se tratara.

La luz de los tubos fluorescentes de la sala blanca le hirió los ojos. Unas personas, también de blanco, revoloteaban junto a ella cual luminosas mariposas. Manos y voces en una bruma de dolor. Un médico se acercó y se presento, pero Maria fue incapaz de fijar el nombre en su consciencia. Su rostro era redondo, sudaba y portaba unas gafas ligeramente caídas sobre la nariz. Al hablar, la mandíbula inferior parecía triturar las palabras. Una pequeña herida sangrienta en la barbilla por un descuido con la cuchilla de afeitar. A Maria le pareció oír la palabra «radiografía». Él le había preguntado algo y quería una respuesta, pero el dolor la engullía en su negrura. Las voces iban y venían, su intensidad oscilando en la consciencia de Mana.

—El muchacho… ¿Cómo está el muchacho? —preguntó Maria agarrando una bata blanca. Tenía que saber.

—¿Es su hijo?

Maria negó con la cabeza.

—Está en la UCI. La policía quiere hablar con usted luego —contestó una voz de mujer sosegada y suave. ¿Acaso el personal médico debe realizar un examen de voz antes de ser contratado? Cuanto más callada y calma, más grave es el asunto, ¿no es así? Se puede advertir en sus ojos, el único sitio por el que se les escapa la verdad. Si el silencio es profundo, significa que la muerte está presente, que se libra una lucha entre vida y muerte.

Ayudaron a Maria en su traslado a la cama.

—Me han pinchado.

—Vamos a realizarle una radiografía en un momento.

Dos voces conversando. Nadie la oía. La cama comenzó a rodar.

—Me pueden haber contagiado por vía sanguínea —dijo Maria sintiendo cómo el miedo le atravesaba el cuerpo—. ¡Puedo estar infectada!

Seguían sin oírle. La cama cogió velocidad mientras se sucedían las luces deslumbrantes de los apliques del techo. Pasaron junto a ella unas batas blancas, silentes como sombras sacadas de un sueño. Únicamente se oía el rumor de los ventiladores y el arrastrar y chirriar de las ruedas de la cama sobre el suelo de hormigón.

—¡Me han clavado una jeringa llena de sangre! —exclamó Maria tratando de establecer contacto visual con la persona que conducía su cama, que en ese momento saludó a un colega—. ¡Pueden haberme contagiado el VIH!

Capítulo 2

Al despertar de nuevo, Maria se encontró a su lado al comisario Tomas Hartman. Tenía aspecto cansado, la camisa arrugada y su pelo gris rizado de punta. Tardó un momento en comprender dónde estaba. Tomó aire con cuidadosas y breves aspiraciones.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Maria mirando el reloj, que marcaba las siete y cuarto de la mañana. Los individuos de blanco estaban cambiando de turno. Rostros conocidos desaparecieron y otros nuevos hicieron su entrada en escena. La pulcra Lotta, una mujer de mediana de edad, acababa de marcharse a casa, ahora que Maria ya discernía su nombre en la placa, dando paso a Daniel, un joven con trenzas rasta.

—Unas horas. Me llamaron anoche.

—¿Y el chico? ¿Cómo está? —inquirió Maria y apretó los puños alrededor del colchón preparándose para la respuesta—. Necesito saberlo.

—Está en la unidad de cuidados intensivos.

Hartman hizo una pausa con el fin de calibrar la reacción de Maria.

—¡Quiero saberlo!

Hartman le cogió de la mano, cerró los ojos para ordenar sus pensamientos y volvió a abrirlos, mirándola fijamente.

—Tiene varias costillas rotas, una hemorragia pulmonar y está inconsciente. Las patadas contra la cabeza… No se puede excluir que sufra otras hemorragias. Lo han llevado al quirófano.

Fue entonces cuando llegó el llanto. Hartman le acarició el pelo con su puño grande y torpe para calmarla y consolarla, al igual que hacía con sus hijos cuando eran pequeños. Sin palabras, solo con su presencia. Escuchando y protegiendo.

—Pero se va a salvar, ¿no es cierto? —insistió Maria suplicante—. Tiene que salir de esta.

Hartman sacudió lentamente la cabeza.

—Los médicos no nos dan muchas esperanzas. Presenta lesiones gravísimas. ¿Estás en disposición de contarme lo que pasó?

Maria se incorporó a duras penas sobre la cama y empezó a relatarle lo ocurrido. Al recordar las cosas terribles que habían sucedido se vio obligada a luchar contra el miedo y el llanto. Hartman le pidió una y otra vez que volviera a intentarlo y fuera más precisa.

—¿Por qué le pegaban? —preguntó Maria mirando a su superior a los ojos sin esperar respuesta—. ¿Por qué? En el pasado existía una especie de código de honor de película de vaqueros. No se agredía a alguien que fuera más pequeño, y siempre de hombre a hombre. ¿Qué ocurrió? ¿Sabes lo que pasó antes de que yo llegara? ¿Por qué se lanzaron contra él?

—No lo sé. He hablado con sus padres. Ayer a las nueve de la noche se despidió de su amigo Oliver. Se disponía a recorrer a pie unos pocos cientos de metros. Su madre vive en el barrio de al lado. Dos minutos más y habría encontrado refugio.

—Llevaban pasamontañas negros. Uno de ellos era más alto que los demás y parecía ser el cabecilla. Fue él sobre todo quien le daba patadas al chaval. No me dio la impresión de que hablaran el dialecto de Gocia. El alto hablaba con una mezcla de dialectos. —Maria calló y sus ojos se hicieron grandes y oscuros—. Me clavaron una jeringa llena de sangre. Me dijo: «¡Bienvenida al infierno!». Puede ser que me hayan infectado.

—¿Qué dice el médico al respecto?

—No saben nada. Se limitan a cuidarme las heridas. Nadie me escucha y no tengo fuerzas para lograr que me presten atención. Todos van con tanta prisa…

—Entonces hablaré con ellos. Ahora descansa. Yo me encargo de esto.

Un nuevo semblante apareció en el hueco de la puerta.

—La policía me ha informado de que le pincharon con una jeringa contaminada. En breve acudirá un médico especialista en infecciones para hablar con usted.

Acto seguido la enfermera se esfumó con su carrito camino a la siguiente habitación. Maria se sentó en el borde de la cama. Le dolía el estómago, la espalda y la cabeza. Sentía como si tuviera cuchillos dentro del tórax. Tenía todo el cuerpo dolorido, con excepción del brazo derecho. Al levantarse, la cabeza empezó a darle vueltas. Avanzó un par de pasos y se agarró a la jamba de la puerta. Pensó que iba a desmayarse y fue a tumbarse de nuevo a la cama. De lejos vio cómo se acercaba alguien por el pasillo. Se trataba de Jonatan Eriksson, el especialista en infecciones que tan bien les había atendido cuando Emil cayó enfermo. Su presencia le llenó de una alegría inmensa. Las lágrimas volvieron a brotar. En ese mundo extraño del hospital encontraba una cara conocida, alguien en quien confiar.

—Maria, ¿cómo estás? —dijo sentándose en la silla que Hartman acababa de abandonar y cogiéndole la mano derecha mientras le daba unas palmaditas cuidadosas con la otra mano. Acercó su cara y ella le sonrió con sus labios hinchados y tensos.

—Debo de tener un aspecto penoso, ¿verdad? He tenido días mejores… Debemos dejar de vernos de este modo, Jonatan.

Él captó la broma y le devolvió una sonrisa de oreja a oreja.

—Querrás decir que tenemos que dejar de vernos en el hospital… He venido nada más enterarme de lo que ha pasado. ¿Sabes quién fue el muchacho que te clavó la jeringa?

—No. Era alto y llevaba el rostro oculto. Sus ojos eran grises o verdes. Uno de sus compinches parecía drogado. Tenía las pupilas diminutas, como si estuviera colocado de morfina, y sus movimientos eran espasmódicos. Sin embargo, el que me metió la aguja, no me dio la impresión de que estuviera colocado. Me la insertó varias veces en una especie de acceso de rabia. La jeringa contenía sangre y lo hizo con toda la intención. Eran tres y no pude con ellos —explicó Maria, abrumada por ese pavor renovado cada vez que expresaba en palabras el terrible suceso. Por su mente se sucedieron imágenes en ráfagas de la aguja atravesándole la piel—. ¿Voy a morirme?

Jonatan negó con la cabeza.

—El riesgo de contagio con VIH es mínimo. Sin embargo, en lo que respecta a la hepatitis B y C el riesgo es mayor. En ese caso, el hígado puede verse afectado. Lo primero que vamos a hacerte ahora es una prueba para verificar que no tengas anticuerpos y que estuvieras ya infectada con estas enfermedades. Luego te vacunaremos de urgencia contra la hepatitis B y te administraremos inmunoglobulina, tras lo cual podrás sentirte bastante segura.

—Pero ¿y si soy seropositiva?

—Te realizaremos la prueba del sida para aseguramos de que no estuvieras contagiada con anterioridad. Dentro de tres y seis meses te efectuaremos otros análisis. Procederemos del mismo modo con la hepatitis. La última de las pruebas será dentro de nueve meses.

—¡Dios mío! ¿Tengo que esperar nueve meses para saber si estoy infectada? ¿No hay ningún método más rápido?

—Comprendo que estés preocupada, pero si el análisis de VIH dentro de tres meses da negativo es extremadamente improbable que estés contagiada. El control después de seis meses es por seguridad.

—Tres meses… pero existen los retro virales, ¿verdad? Si tienes VIH y te los administran puedes vivir mucho tiempo.

Jonatan ya hizo en el pasado una excepción cuando Emil se puso enfermo y no podía recibir visitas. Le ayudaría también esta vez, aunque fuera contra las normas.

—No son fármacos inofensivos que puedas tomarte si no es estrictamente necesario. Si nos constara que el joven que te pinchó estaba infectado con VIH o bien tu análisis da positivo te administraremos retrovirales, pero antes de eso no.

—Pero no sabemos quién es. Imagínate que no le echamos el guante… Tiene que haber una diferencia entre pincharte solo con una jeringa con restos de sangre y que te inyecten esa sangre.

—Naturalmente. La cantidad de sangre es importante, pero prefiero esperar. Es por ti, Maria. Si fueras mi esposa haría lo mismo —insistió mirándole a los ojos. La contempló con cariño, pero con gesto serio, hasta que Maria se atrevió a cruzar la línea y encomendarse a él.

—Sea entonces así. Por cierto, ¿cómo está tu mujer?

Maria había pensado en ocasiones en ellos y particularmente en la confesión que le hizo Jonatan de que su esposa tenía graves problemas con el alcohol.

—Ya no vivimos juntos. Se ha mudado con otro hombre que sufre la misma adicción. No puedo hacer nada en absoluto. No va a vivir mucho si continúa así… No, no quiero que me compadezcan, solo explicar la situación. No estuve a la altura, no fui capaz de ayudarle… Si te apetece alguna vez tomar un café para hablar un poco ya sabes dónde me encuentro.

—Me encantaría —respondió Maria con toda franqueza.

—¿Cómo te van las cosas a ti? —preguntó él, desvelando con su mirada que no buscaba frases de cortesía sino una respuesta en confianza.

—Estoy enamorada de un hombre… —dijo Maria callando luego en seco. No era fácil explicar la relación con Per Arvidsson.

BOOK: Atrapado en un sueño
13.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Circus Fire by Stewart O'Nan
Jennifer Lynn Barnes Anthology by Barnes, Jennifer Lynn
Zero-G by Alton Gansky
Trueno Rojo by John Varley
The Square by Rosie Millard
Lovers and Strangers by Candace Schuler
The Last Kind Word by David Housewright
Out Of The Friend Zone by Nicole, Stephanie