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Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, Terror

Boda de ultratumba (10 page)

BOOK: Boda de ultratumba
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Ella entendió. Desde el fondo de su torpeza entendió. Miró aterrada la copa rota a sus pies. Miró luego a Charles Heyward que seguía sonriendo, mientras todo su cuerpo oscilaba a punto de caer.

—El…, el brandy… —jadeó—. Tú…, Char… les…, ¿por…, por…, qué…?

Y se desplomó de bruces en la alfombra junto a la copa rota. Charles seguía con su sonrisa flotando en los labios. Se inclinó, cargando con el cuerpo inerte de la joven esposa de su amigo. Tomó sus ropas y guardó la copa propia en el bolsillo.

Ahora, en marcha —murmuró—. Voy a llevarte a un lugar seguro, donde nadie te encuentre, querida Abby. Tú vas a ser la mejor arma contra Desmond Doyle…

Se encaminó a la salida, tras comprobar que no había nadie a la vista. Salió a la calle, bajo la lluvia. Cruzó la acera llevando en brazos a Abigail. Abrió la puerta de un coche detenido ante el edificio de Mayfair. E introdujo a la inconsciente muchacha en el mismo. Él subió al volante, partiendo con su femenina carga. El coche de color negro se hundió en la niebla.

Era un raro vehículo para viajar con él. Se trataba de un coche fúnebre.

—No podemos hacer nada más, señor Doyle. Tengo a la Policía de la ciudad en pos de su rastro, pero hasta ahora es cuanto hemos podido hacer.

—¡No es suficiente! ¡Mientras usted sospechaba de mí como autor de un asesinato cometido hace nueve años, alguien entra en mi casa y secuestra a mi esposa! ¡Acaba de decirme que del análisis de esos fragmentos de copa rota, ha resultado la presencia de una potente droga narcótica en su contenido! ¡Es obvio que raptaron a mi mujer, haciéndola ingerir un brandy con narcótico! ¡Sabe que mi mayordomo oyó sonar tres veces la campanilla de la entrada y que cuando iba a abrir oyó que lo hacía mi mujer y renunció a acudir ya! ¿Qué más necesita para dar con ella?

—El nombre del visitante nocturno, señor Doyle. Y el paradero de su esposa.

—¿Espera que yo se lo facilite? ¿Acaso cree que yo mismo hice raptar a mi esposa?

—No se exalte, señor Doyle —resopló apaciblemente el policía—. Nadie le acusa de nada, es usted el del dinero y no ella, por tanto difícilmente puedo sospechar que trate de deshacerse de su esposa. Sé que es de buena familia neoyorquina, sí, pero usted posee mucha más fortuna que su mujer, de modo que eso le deja al margen de toda sospecha.

—Menos mal —gruñó Desmond, paseando como un tigre enjaulado—. Hay que hacer algo, superintendente. Y hacerlo pronto. Su vida puede peligrar…

—Lo dudo. De desear matarla, lo hubieran hecho aquí mismo, sin esperar a más. Tal vez solamente se trate de un secuestro para pedirle rescate por ella. Eso me parece lo más lógico.

—Yo tengo la horrible sospecha de que esto se relaciona con el caso de Cheryl Courteney, superintendente.

—¿Por qué motivo? —Murphy arrugó el ceño, mirándole—. Ella nada representa en el asunto, ¿no es cierto?

—¿Olvida que es mi esposa? Y que parece ser que alguien, no sé si muerto o vivo, desea recordarme en todo momento que debí ser fiel tan sólo a la difunta Cheryl.

—Los fantasmas no cometen secuestros, señor Doyle. Sólo los delincuentes.

—Pues fantasma o ser viviente, alguien se llevó de mi casa a Abigail esta misma noche. Y estoy dispuesto a dar con ella si la Policía no lo hace.

—No trate de jugar al papel de héroe, señor Doyle. Recuerde que usted mismo lo ha dicho: no debe hacer correr peligro alguno a su esposa. Deje el asunto en nuestras manos y limítese a esperar.

—¡Esperar! ¡Esperar!… —se volvió al ver entrar en la estancia a la persona a la que más deseaba ver en esos momentos, al margen de la propia Abigail—. ¡Charles, amigo mío! ¡Al fin has venido!

—En cuanto recibí tu recado— Heyward dirigió una inclinación al superintendente Murphy—, Lamento no haber podido venir anoche a ver a Abigail en tu ausencia, como ella deseaba, pero esa maldita fiesta que celebraba lo impidió. ¿Cómo iba a pensar yo que ella podía correr peligro alguno? Sólo parecía algo nerviosa, inquieta…

—Lo sé, querido amigo, lo sé —Desmond abrazó a Charles con fuerza—. Sólo espero que puedas ayudarme a pasar este horrible trance.

—Claro, Desmond, cuenta conmigo para todo. Incluso para ayudarte a dar con ella, si es que tienes algún indicio de su posible paradero…

—¡Otro aficionado a policía! —se quejó amargamente el superintendente Murphy, dirigiéndose a la salida—. Les aconsejo a ambos que no hagan nada por su cuenta y riesgo. Ya están las cosas bastante enredadas como para que ustedes las compliquen más aún.

Y partió, dejando a los dos amigos intercambiando sus impresiones.

La niebla era aún más espesa que en noches anteriores. No llovía, pero el suelo urbano estaba negro y reluciente a causa de la humedad. Las farolas callejeras eran sólo manchas tenues de luz en la bruma.

El automóvil se detuvo silenciosamente frente a las verjas apenas siluetadas en la neblina. Los pies pisaron la acera con firmeza pero con suave sigilo, sin producir apenas ruido las suelas de goma. Una mano insertó una vieja llave herrumbrosa en la cerradura de la verja. Giró, chirriante, y el portón se entreabrió, forzado por la enguantada mano del hombre. Una lámpara eléctrica alumbró desde su mano el suelo de gravilla que serpenteaba, alejándose entre descuidados setos y matorrales abandonados. La hojarasca crujía, formando alfombra sobre el camino.

Avanzó el nocturno visitante de la mansión de Regent's Park, cuyo letrero a la puerta anunciaba su venta en vano desde hacia años. Evidentemente, la casa debía de tener mala fama en la vecindad. No se sabía si por la existencia de los Courteney entre sus muros, tiempo atrás, o por la circunstancia poco agradable de que una empresa de pompas fúnebres se hallara situada en la vecindad, junto a las altas verjas de hierro forjado que delimitaban los descuidados jardines.

El visitante nocturno llegó ante la casa. De nuevo manipuló en un pesado manojo de llaves, hasta hallar una que abrió la puerta de la mansión. Empujó la chirriante hoja de recia madera. Un fondo sombrío de telarañas, oscuridad y silencio, se abrió ante los escudriñadores ojos bajo el ala del sombrero flexible, empapado de la humedad de la noche. La linterna, desde la zurda del caminante, barrió los rincones polvorientos del vestíbulo. Un par de ratas se deslizaron veloces, huyendo de la luz.

Entró en la casa. Probó la luz, pero el interruptor no cambió las cosas. Evidentemente, habían cortado el suministro eléctrico a la casa mucho tiempo atrás.

La figura sigilosa se movió con cautela hacia la escalera. Antes, la lámpara giró a la derecha, hacia unas puertas abiertas corredizas. Proyectó su claridad lechosa sobre estanterías de polvorientos libros, un hogar apagado, un cuadro…

El círculo de luz se mantuvo sobre el óleo unos segundos. Desde el lienzo, una belleza de ojos y cabellos negros sonreía fantasmal al visitante. Éste dominó un estremecimiento.

—Es la misma… —susurró—. La que vi en el vestíbulo, en el viejo automóvil… Es ella, no hay duda: Cheryl Courteney…

Desvió la luz, enfocando la escalera. En los peldaños se hacinaba la suciedad. Las telarañas formaban un entretejido denso sobre el polvo. Más ratas huyeron despavoridas. Comenzó a subir paso a paso.

Llegó arriba. Recorrió una a una las habitaciones. Se detuvo especialmente a la puerta de una de ellas. La linterna formó grotescas sombras en los muros de tapizado sucio, desgarrado o húmedo. Se detuvo sobre un lecho con dosel. El escalofrío agitó la lámpara en la mano enguantada.

—Cielos… —jadeó la voz—. Es la alcoba…, el dormitorio nupcial…

Todo parecía igual. Sábanas de raso podridas por el tiempo, muebles enfundados en fantasmales telas blancas… Sólo que había grises ratas en vez de un cadáver sobre la cama. Se echó atrás, demudado. Le temblaba la mano. Un espejo del corredor reflejó la imagen de un Desmond Doyle mortalmente pálido, aunque de rictus decidido y enérgico. Iba a volver sobre sus pasos cuando oyó las voces.

Voces…

Voces humanas, sí. Murmullos en alguna parte, tal vez flotando en la nada, viniendo de ultratumba…

Voces de mujer, Desmond podía jurarlo. No había error posible.

Aguzó el oído. No, no era ilusión de sus sentidos. Aquellas voces existían, sonaban en alguna parte… Miró en derredor, perplejo. Sólo vio el espejo, una vieja armadura en un rincón, una panoplia vacía de armas, una vieja estufa de larga chimenea negra hundiéndose en el muro… Y puertas, lámparas sin luz en los techos y los muros. Eso era todo.

La estufa. Volvió a mirarla atentamente. Era de hierro negro, tenía abierta la puertecilla para introducir combustible cuando funcionaba. Se agachó, aguzando aún más su oído.

Las voces salían de allí. Eran ininteligibles, simples murmullos de voces de mujer en alguna parte. Apoyó su mano en el tubo. No era difícil imaginar el resto. Aquel tubo servía de conducto acústico a las voces desde alguna parte. Tal vez la propia planta baja del edificio vacío.

Descendió de nuevo extremando sus precauciones pero con mayor rapidez. El corazón de Desmond palpitaba durante su correría nocturna cada vez con más fuerza. Había reclamado aquellas llaves de la inmobiliaria, con el pretexto de adquirir al contado la finca. Se las habían dado de mil amores. Y ahora, sin que nadie lo supiera, ni siquiera el superintendente Murphy o su amigo Charles

Heyward, estaba intentando descubrir algo en la vieja mansión, no sabía el qué.

Recorrió toda la planta baja, sin exceptuar un recinto que le provocó nuevas y crispadas emociones: la vieja capilla de los Courteney. El escenario de un lúgubre ceremonial tiempo atrás…

Pero no encontró en parte alguna la fuente de aquellos sonidos humanos. Localizó de inmediato otra estufa de mayor tamaño en un salón destinado a tocar el piano —aún estaba allí el instrumento, cubierto de polvo y telarañas—, a tejer o a jugar a naipes en una mesita tapizada de verde yerba. Se acercó a ella sin producir el menor ruido. Esta vez tuvo que abrir la puertecilla, con infinitas precauciones para que el tubo no sirviera a su vez de resonancia a sus propios actos.

Las voces eran más claras, pero igualmente ininteligibles las palabras expresadas. Hubo algo así como un quejido y luego posiblemente llanto. Llanto de mujer. Tembló, sin saber por qué.

Observó que el tubo de la estufa se hundía en el suelo, junto al muro.

—Hay otra planta abajo —murmuró—. El sótano, sin duda. Tengo que dar con él…

No fue difícil. Entre las llaves halló una que servía para abrir una puertecilla situada bajo la escalera. Era el acceso al sótano de la casa. Asomó a la entrada. Una bocanada de aire fétido y húmedo le asaltó. Indiferente a todo eso, encendió su linterna y se aventuró escaleras abajo, pisando en su camino algunos cuerpos huidizos y velludos. No se inmutaba ya por nada. Lo importante era avanzar, llegar a alguna parte, al origen de aquellas misteriosas voces. No confiaba precisamente en encontrar a Abigail, pero sí tenía fe en que diera con alguna pista que pudiese aclarar los acontecimientos. Cualquier cosa era mejor que permanecer inactivo.

El sótano resultó ser una vasta nave sucia y húmeda, repleta de objetos inútiles y con instalaciones para poder convertirse en bodega cuando se pusieran allí las botellas adecuadas. Si alguna vez las tuvo, ahora brillaban por su ausencia.

El subsuelo era amplio, alargado, ocupando sin duda todos los cimientos de la vieja mansión victoriana. Finalmente, se detuvo ante un muro sólido, cubierto de telarañas, con uno de los soportes de botellas de la bodega adosado a él. Delante del mismo, se hallaba otra chimenea negra, conduciendo a una estufa de gran tamaño, donde sin duda se quemaba la mayor cantidad de leña para dar calor al edificio.

Miró en torno. Si allí terminaba el conducto de hierro, ¿dónde sonaban las voces? Sólo había una posible explicación. La estufa tocaba el muro del fondo. Podía recoger allí esos sonidos.

Pegó la oreja a la pared. Se estremeció.

Sí, era allí. El murmullo de un llanto era audible ahora. La pared y el soporte de botellas conducía ese sonido al interior de la caldera, sirviendo ésta de caja de resonancia y conducción acústica.

Retiró trabajosamente el armazón de madera destinado a contener botellas en reposo. Hizo algunos ruidos pero no le importó.

Cuando tuvo el muro al descubierto, proyectó sobre él la lámpara.

No era una pared lisa. Había huellas de una vieja puerta tapiada. Aquello conducía a alguna parte. Un rápido cálculo mental de la situación le hizo pensar que el edificio anexo tenía que ser, forzosamente, la casa destinada a empresa funeraria que viera junto a la finca. Tanteó la pared. Era sólida, pero no demasiado firme. La puerta no estaba realmente tapiada. Sólo cubierta con papel pintado. Arrancó a trozos el mismo, dejando ver las rendijas de aquel acceso casi secreto. Alguna vez, el edificio de los Courteney y el que ahora se dedicaba a pompas fúnebres, debieron tener comunicación por algún oscuro motivo. Pero eso le importaba poco a él.

Lo que quería era entrar, pasar al otro lado. No era lógico oír voces en el sótano de una funeraria a semejantes horas de la madrugada. A menos que, realmente, los muertos volvieran de sus tumbas…

Forcejeó con la puerta en vano. Resistía sus intentos. Probó varias llaves en su cerradura inútilmente. Luego tuvo una idea. Insertó un cortaplumas de bolsillo en la ranura, junto al pestillo. Hizo palanca varias veces, apretó de firme…

Y la cerradura cedió con un chasquido.

Estaba abierta. Desmond empujó cauteloso. Guardó las llaves, ya inútiles, y empuñó en su lugar el viejo Smith & Wesson 38, mientras en su zurda sostenía la linterna Pasó al otro lado, barriendo antes con la luz el recinto subterráneo.

Era un simple sótano como el anterior, pera mucho más reducido. Enfrente, tras una puerta, brillaba una tenue luz en las rendijas de la misma. Respiró hondo. El llanto femenino era ahora nítido, preciso. Tembló, angustiado.

¿Era su imaginación, o se trataba de la voz de Abigail?

Decidido, avanzó hacia aquella puerta. Estaba dispuesto a volarla de un balazo si se resistía. Para su sorpresa, cedió de inmediato. La luz que penetró casi le cegó tras tanto tiempo en la oscuridad, pese a ser poco intensa. Pero sí lo suficiente para advertir que dejaba atrás una especie de almacén repleto de ataúdes.

Delante de él, cuando pudo ver con claridad, una espantosa escena apareció ante sus ojos.

¡Abigail aparecía amortajada de blanco, como una novia, dentro de un ataúd, encadenada y con el rostro lívido, bañada en llanto, dominada por el terror, mirando a algo o a alguien con ojos dilatados por el pánico!

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