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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (3 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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—¿Y qué me dices de aquella foto? —continuó removiéndose en mi pendiente—. ¿Sabes cuál te digo? La de ese humano entrometido colándose en la fiesta de la fraternidad. Aquellas hadas estaban tan borrachas que ni se dieron cuenta de que bailaban con un humano, y aun así siguen cobrando los derechos.

—Corta el rollo, Jenks —le espeté—. ¿Qué pasa en la barra?

Soltó un pequeño bufido y retorció mi pendiente.

—El concursante número uno es entrenador personal de atletas —dijo, refunfuñando aún—. El concursante número dos arregla aires acondicionados y el número tres es reportero de un periódico. Todos pardillos.

—¿Y qué me dices del chico del escenario? —le susurré sin mirar en aquella dirección—. La SI solo me ha dado una descripción general ya que probablemente nuestro objetivo lleve un hechizo.

—¿Nuestro objetivo? —dijo Jenks. El aire de sus alas cesó y su voz perdió todo enfado.

Me apunté el dato, quizá lo único que deseaba era sentirse incluido.

—¿Por qué no vas a averiguarlo? —le pedí, en lugar de ordenárselo—. Parece que no tiene ni idea de por qué lado soplar la gaita.

Jenks soltó una breve carcajada y salió zumbando de mejor humor. La confraternización entre cazarrecompensas y ayudantes no estaba bien vista, pero ¡qué diablos!, solo con eso Jenks ya se sentía mejor y así quizá pudiese conservar la oreja entera toda la noche.

Los tiarrones de la barra se dieron codazos cuando empecé a frotar con el índice el borde de mi oldfashioned para que sonase el vaso. Estaba aburrida y flirtear un poco era bueno para el ánimo.

Entró un grupo. Su animada conversación me decía que la lluvia había arreciado. Se amontonaron en un extremo del bar, hablando todos a la vez, alargando el brazo hasta sus bebidas mientras demandaban la atención de los demás. Los observé detenidamente. Algo en mis entrañas me decía que uno de ellos era un vampiro muerto, aunque era difícil decir quién bajo toda la parafernalia gótica.

Mi candidato era el hombre joven y callado del fondo. Era el que parecía más normal dentro del grupo lleno de tatuajes y pirsins. Llevaba unos vaqueros y una camisa en lugar de cuero manchado por la lluvia. Debía de ser muy bueno para estar rodeado por un grupo de humanos como ese, con cicatrices en el cuello y aspecto anémico y delgado. Pero parecían bastante contentos, unidos y felices en lo que casi aparentaba ser una familia. Todos eran especialmente amables con una guapa rubia, apoyándola y animándola para que comiese unos cacahuetes. Parecía cansada pero sonreía. Debía de haber sido su desayuno.

Como si hubiese oído mis pensamientos, el joven atractivo se giró. Se bajó las gafas de sol y me quedé lívida cuando sus ojos buscaron mi mirada. Respiré hondo viendo desde el otro lado de la sala las gotas de lluvia en sus pestañas. Me embargó la urgente necesidad de secárselas. Casi podía sentir la humedad de la lluvia en mis dedos. Debía de ser muy suave. Sus labios se movieron con un susurro y casi pude oírlo aunque no pude entender sus palabras, que me envolvían e impulsaban hacia él.

Con el corazón en la boca, le hice entender con la mirada que sabía quién era y sacudí la cabeza. Una leve sonrisa encantadora se dibujó en la comisura de sus labios y apartó la mirada.

Aparté la vista y solté el aire que había estado conteniendo. Sí que era un vampiro muerto. Uno vivo no podría haberme hechizado en absoluto. Si de verdad él hubiese querido no podría haberme resistido, pero para eso estaban las leyes, ¿no? Se supone que los vampiros muertos solo podían captar a voluntarios, y únicamente después de que hubiesen firmado un documento de renuncia, ¿pero quién garantizaba que el documento se hubiese firmado antes o después? Las brujas, los hombres lobo y otras criaturas eran inmunes al virus, un pequeño consuelo si el vampiro perdía el control y se tiraba a tu yugular; aunque por supuesto también había leyes que lo prohibían.

Aún un poco intranquila miré hacia otro lado para ver que el músico venía directo hacia mí con los ojos llenos de rabia. Estúpido pixie, lo habían descubierto.

—¿Has venido a oírme tocar, preciosa? —dijo el muchacho parándose junto a mi mesa, obviamente esforzándose por mantener la voz calmada.

—Me llamo Sue, no preciosa —le mentí, mirando a Ivy, que estaba tras él. Se estaba riendo de mí. Genial, eso iba a quedar muy bien en el boletín de la oficina.

—¿Me has mandado a tu amiguita el hada para investigarme? —dijo remarcando las palabras.

—Es un pixie, no un hada —dije yo. O era un estúpido normal o un inframundano muy listo haciéndose pasar por normal estúpido. Yo apostaba por lo primero.

Abrió el puño y Jenks voló a trompicones hasta mi pendiente. Tenía un ala doblada y despedía polvo de pixie que dibujó momentáneos rayos de sol en la mesa y en mi hombro. Apreté los ojos como para reunir fuerzas. Seguro que me echaban a mí la culpa de esto.

Las airadas quejas de Jenks inundaron mi oído y fruncí el ceño para concentrarme. No creo que ninguna de sus sugerencias fuese anatómicamente posible, pero al menos me confirmó que era un normal.

—¿Por qué no vienes a ver mi gaita grande a la furgoneta? —dijo el chico—, seguro que la haces sonar.

Lo miré a la cara, aún temblorosa por la invitación del vampiro muerto.

—Lárgate.

—Voy a ser famoso, Suzy-Q —fanfarroneó, confundiendo mi mirada hostil con una invitación a sentarse—. Me iré dentro de poco a la costa, en cuanto tenga el dinero suficiente. Tengo un amigo en el negocio de la música que conoce a un tipo que conoce a un tío que limpia la piscina de Janice Joplin.

—Que te largues —le repetí, pero en vez de eso se reclinó y arrugó la cara cantando
Sue-sue-sussudio
en un tono agudo, aporreando la mesa sin mucho ritmo.

Era bochornoso. Seguro que me perdonaban por abofetearlo. Pero no iba a hacerlo, soy una buena soldado que lucha por proteger a los normales contra el crimen, aunque solo yo me lo crea. Con una sonrisa me incliné hacia delante hasta enseñarle el canalillo. Eso siempre llama la atención de los hombres, aunque no haya mucho que enseñar. Alargando el brazo retorcí los pelillos de su pecho. Eso también atrae su atención y es mucho más satisfactorio.

El aullido que dio cortó en seco su canturreo, qué tierno.

—Vete —le susurré. Le puse el oldfashioned en la mano—, y tómate esto a mi salud. —Abrió los ojos de par en par cuando le di un tironcito. Finalmente lo solté y se batió en retirada táctica, derramando media bebida por el camino.

Hubo un vitoreo en la barra. El camarero más mayor se reía abiertamente dándose golpecitos en el lateral de la nariz. Hundí la cabeza.

—Estúpido chico —murmuré. No pintaba nada aquí en los Hollows. Alguien debería darle una patada en el culo hasta el otro lado del río antes de que acabara mal.

Quedaba solo un vaso frente a mí y seguramente estaban haciendo apuestas sobre si me lo bebería o no.

—¿Estás bien, Jenks? —le pregunté imaginándome la respuesta.

—El muy tarugo casi me aplasta ¿y tú me preguntas si estoy bien? —me espetó. Su vocecita era muy graciosa y me hizo arquear las cejas—. Casi me rompe las costillas y este pringue huele fatal. Dios mío, apesto. Y mira cómo me ha dejado la ropa, ¡no tienes ni idea de lo que cuesta quitarle la peste a la seda! Mi mujer me va a obligar a dormir en las macetas de flores si llego a casa oliendo así. Te puedes meter la paga triple donde te quepa, Rachel, no merece la pena.

Jenks nunca se daba cuenta de cuándo dejaba de escucharle. No había dicho nada del ala, así que supuse que estaba bien. Me refugié en el fondo de mi banco, hundiéndome en mi miseria mientras Jenks seguía soltando polvillo. Estaba oficialmente jodida. Si volvía con las manos vacías no me encargarían nada más que alborotos en luna llena y quejas por amuletos defectuosos hasta la próxima primavera. Nada de esto era culpa mía.

Ahora que Jenks no podía volar sin llamar la atención, más me valía irme a casa. Si le compraba unas setas maitake quizá no le contara al encargado de asignaciones cómo se torció el ala. Pero ¡qué diablos! ¿Por qué no mejor lo celebraba? Una especie de última juerga antes de que mi jefe clavara mi escoba a un árbol, por así decirlo. Podría parar en el centro comercial para comprar espuma de baño y un disco nuevo de
jazz
lento. Mi carrera se hundía en picado, pero eso no era motivo para no disfrutar del vuelo.

Entusiasmada con las perspectivas cogí mi bolso y el shirley temple levantándome para ir hasta la barra. No era mi estilo dejar las cosas a medias. El concursante número tres se levantó con una sonrisa, sacudiendo una pierna para recolocarse algo. Madre mía, qué desagradables pueden llegar a ser los hombres. Me sentía cansada, abandonada y tremendamente poco valorada. Sabiendo que se tomaría cualquier cosa que dijese como si me estuviera haciendo la estrecha y me seguiría a la calle, le tiré la copa en la entrepierna sin detenerme siquiera.

Se me escapó una sonrisita al oír su grito indignado, luego fruncí el ceño cuando me puso la mano con fuerza en el hombro. Agachándome, estiré la pierna, girándome para tirarlo al suelo. Golpeó el suelo de madera con un ruido seco. El bar se quedó en silencio después de un grito ahogado. Me senté encima de él, a horcajadas sobre su pecho antes de que se diera cuenta de que lo había derribado.

Mi manicura color rojo sangre destacaba sobre su cuello y arañaba su barba de tres días bajo la barbilla. Abrió los ojos desorbitadamente. Cliff seguía junto a la puerta cruzado de brazos, disfrutando del espectáculo.

—¡Joder, Rachel! —exclamó Jenks columpiándose con fuerza en mi pendiente—. ¿Quién te ha enseñado a hacer eso?

—Mi padre —le contesté. Me incliné hasta ponerme cara a cara con el tipo—. Lo siento mucho —le dije con un fuerte acento de los Hollows—. ¿Quieres jugar, listillo? —Vi el miedo en sus ojos cuando se dio cuenta de que era una inframundana y no una cualquiera buscando guerra. No era más que un listillo, una diversión para disfrutar y olvidar. No iba a hacerle daño, pero él no lo sabía.

—¡Por la madre de Campanilla! —exclamó Jenks, apartando mi atención del lloriqueante humano—. ¿No huele a trébol?

Solté mi presa y el hombre se alejó gateando. Con dificultad se puso de pie, arrastrando con él a sus dos acompañantes hasta un rincón oscuro, desquitándose con insultos.

—¿Es uno de los camareros? —pregunté en voz baja levantándome.

—Es la mujer —dijo Jenks entusiasmado.

Levanté la vista buscándola. Desempeñaba su papel a la perfección con su ajustado uniforme negro y verde. Se hacía la competente hastiada moviéndose con soltura tras el mostrador.

—¿Estás seguro, Jenks? —murmuré intentando disimuladamente sacarme los pantalones de cuero de donde se me habían metido—. No puede ser ella.

—¡Vale! —saltó—. ¿Y tú qué sabes? Ignora al pixie. Yo podría estar ahora en casita viendo la tele, pero nooo, estoy aquí pringado con la reina de la intuición femenina que se cree que puede hacer mi trabajo mejor que yo. Tengo frío, hambre y tengo un ala doblada casi por la mitad. Si se me rompe esa vena principal tendré que volver a hacer crecer el ala entera, ¿tienes idea de lo que se tarda en hacer eso?

Eché un vistazo alrededor aliviada al comprobar que todos habían vuelto a sus conversaciones. Ivy ya se había ido y probablemente se lo había perdido todo. No importaba.

—Cállate, Jenks —le dije entre dientes—. Haz como si fueras un adorno.

Me acerqué al camarero más mayor. Me dedicó una sonrisa con huecos en la dentadura. Me incliné hacia él. Se le marcaron las arrugas de felicidad en la acartonada cara mientras me miraba a cualquier sitio menos a los ojos.

—Ponme algo —le pedí—. Algo dulce, algo que me haga sentirme bien. Algo rico y cremoso y que no me convenga nada.

—Necesito ver tu carné, jovencita —dijo con un fuerte acento irlandés—. No pareces tener edad para separarte de la falda de tu mamá.

Su acento era falso, pero mi sonrisa por el cumplido no.

—Claro, en seguida, cariño. —Rebusqué en el bolso buscando mi carné de conducir, siguiéndole el juego con el que ambos parecíamos divertirnos—. ¡Uy! —exclamé entre risitas al tirar accidentalmente el carné tras el mostrador—. ¡Qué tonta!

Apoyándome en un taburete me incliné encima del mostrador para echar un vistazo por detrás. Al poner el culo en pompa no solo distraje a la clientela masculina, sino que además logré una interesante perspectiva. Sí, era degradante si lo pensaba bien, pero funcionaba. Me incorporé para ver la sonrisa de satisfacción del camarero, que pensaba que lo había hecho para verlo de arriba abajo, pero yo estaba más interesada en la mujer que, como comprobé, estaba subida a una caja.

Tenía la altura adecuada, estaba en el lugar preciso y Jenks la había identificado. Parecía más joven de lo que yo esperaba, pero cuando ya tienes ciento cincuenta años seguro que has aprendido algunos secretos de belleza. Jenks resopló en mi oído como un mosquito engreído.

—Te lo dije.

Volví a acomodarme en el taburete y el camarero me devolvió mi carné junto con una bebida y una cuchara: una isla de helado en un vaso con Baileys,
mmm
. Guardé el carné y le regalé un guiño sexi. Dejé la copa donde estaba para girarme como si mirase a los clientes que acababan de entrar. Se me aceleró el pulso y me temblaban las manos. Era hora de ponerse a trabajar.

Eché un rápido vistazo alrededor para asegurarme de que nadie me observaba y volqué la copa. Solté un gritito ahogado y traté de cogerla intentando al menos salvar el helado.

Una oleada de adrenalina me golpeó cuando la camarera interceptó mi mirada de disculpa con la suya condescendiente. La sensación me resultaba más valiosa que el cheque que encontraba cada semana en mi mesa, pero sabía que desaparecería tan rápido como había llegado. Estaban subestimando mi talento, ni siquiera necesitaría un hechizo para este caso.

Si esto era lo único que la SI pensaba asignarme, quizá me conviniera más mandar a paseo el sueldo fijo y trabajar por mi cuenta. No había muchos que abandonasen la SI, pero conocía al menos un precedente. León Bairn era una leyenda viva antes de hacerse independiente, después echó a perder su vida en seguida por culpa de un mal hechizo. Según se rumorea la SI le puso precio a su cabeza por romper su contrato de treinta años. Pero eso fue hace más de una década. Los cazarrecompensas morían frecuentemente por culpa de presas más listas que ellos o con más suerte. Echarles la culpa a los mercenarios de la propia SI era bastante ruin. Nadie dejaba la SI simplemente porque el sueldo era bueno y el horario flexible.

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