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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (36 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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Me estaba mordiendo fuerte, demasiado para respirar.
Puedes dejarlo cuando quieras
, pensé desesperada.
Déjame respirar pronto
. Me revolví y chocamos contra una pelota, pero seguía sin soltarme. Me entró el pánico.
El Barón
era una persona, ¿no? No acababa de dejar que una rata me asestase un golpe mortal, ¿verdad?

Empecé a defenderme en serio. Me apretó más fuerte. Parecía que la cabeza me iba a explotar en cualquier momento. El pulso me latía con fuerza. Me retorcí y traté de zafarme. Le di un zarpazo en el ojo hasta que se le saltaron las lágrimas, pero aun así no me soltaba. Girando ferozmente fuimos a estrellarnos de nuevo contra la pared. Alcancé su cuello y me aferré a él. Inmediatamente disminuyó la presión y pude dar una agradecida bocanada de aire.

Enfurecida, le mordí con todas mis fuerzas y noté el sabor de su sangre en mis dientes. El me devolvió el mordisco y chillé de dolor. Lo solté y él hizo lo mismo. El griterío del público se dejaba notar casi tan fuerte como el calor de los focos. Ambos nos quedamos tumbados en el suelo de serrín esforzándonos por ralentizar nuestras respiraciones para que pareciese que nos estábamos ahogando el uno al otro. Finalmente comprendí que su dueño también sabía que él era una persona. Ambos teníamos que morirnos.

El público chillaba. Querían saber quién había ganado o si ambos estábamos muertos. Miré entreabriendo un ojo buscando a Trent. No parecía muy contento y supe que nuestra estratagema estaba a medio camino de tener éxito.
El Barón
se quedó tumbado muy quieto. Dio un débil chillido y yo le contesté bajito. Un escalofrío de nervios me recorrió como un rayo.

—¡Señoras y señores! —resonó la profesional voz de Jim por encima del bullicio—. Parece que tenemos un empate. ¿Podrían por favor los propietarios retirar a sus animales? —La multitud se fue acallando—. Haremos una breve pausa para determinar si alguno de los participantes sigue vivo.

Mi corazón se aceleró cuando noté las sombras de las manos acercándose.
El Barón
dio tres chillidos cortos y de pronto, salió corriendo. Yo lo imité instantes más tarde, agarrando la primera mano que encontré.

—¡Cuidado! —gritó alguien. Fui lanzada por los aires cuando la mano se sacudió violentamente. Describí un arco por los aires, moviendo la cola en círculos frenéticamente. Vi una cara de sorpresa y aterricé sobre el pecho de un hombre. Gritó como una nena y me sacudió de encima. Caí al suelo con un golpe seco y me quedé algo aturdida. Respiré hondo tres veces y me agazapé bajo su silla.

El ruido era extraordinario. Cualquiera pensaría que se había escapado un león, no dos roedores. La gente se dispersaba. La avalancha de pies que corrían junto a la silla era increíble. Alguien que olía a virutas de madera se agachó junto a mí. Le enseñé los dientes y retrocedió.

—¡Tengo al visón! —gritó un empleado por encima del jaleo—. Dadme una red.

Apartó la vista y salí corriendo. Mis latidos eran tan rápidos que sonaban como un ronroneo. Esquivé pies y sillas y casi me doy de bruces contra la pared del fondo. Me goteaba la sangre de la oreja sobre un ojo y veía borroso. ¿Cómo iba a salir de allí?

—Que todo el mundo guarde la calma —oí decir a Jim por los altavoces—. Por favor vayan al vestíbulo para tomar algo mientras buscamos. Les rogamos que mantengan las puertas de salida cerradas hasta que hayamos encontrado a los dos participantes. —Hizo una pausa—. Y que alguien por favor saque a ese perro de aquí —concluyó elevando el volumen.

¿
Puertas
?, pensé mientras observaba ese manicomio.
No necesito una puerta, necesito a Jenks
.

—¡Rachel! —oí gritar sobre mi cabeza. Chillé al ver a Jenks aterrizar en mi hombro con un ligero golpe—. Estás horrible —me gritó en mi rasgada oreja—. Creía que esa rata había acabado contigo. Cuando pegaste un brinco y agarraste la mano de Jonathan ¡casi me meo en los pantalones!

—¿Dónde está la salida? —intenté preguntarle. Cómo había logrado encontrarme tendría que esperar.

—Ni idea —dijo a la defensiva—. Me fui como me dijiste. Acabo de volver. Cuando Trent salió con el trasportín para gatos supe que estabas dentro. Me colé bajo el parachoques. ¿A que no sabías que así es como se desplazan los pixies por la ciudad? Más te vale mover tu culo peludo antes de que alguien te vea.

—¿Adónde? —chillé—. ¿Adónde voy?

—Hay una salida trasera. He echado un vistazo durante la primera pelea. Tío, esas ratas son brutales. ¿Viste la que le arrancó el pie a otra de un mordisco? Sigue por esta pared unos seis metros y luego baja las escaleras, llegarás a un pasillo.

Empecé a moverme y Jenks se agarró fuerte a mi pelaje.


Agg
, tu oreja tiene muy mala pinta —dijo mientras bajábamos por las escaleras—. Vale, ahora por el pasillo a la derecha. Hay un hueco… ¡no, no entres! —me gritó cuando ya había hecho precisamente eso—. Es la cocina.

Me giré y me quedé paralizada al oír pasos en las escaleras. Se me aceleró el pulso. No dejaría que me cogiesen. Ni hablar.

—El fregadero —susurró Jenks—, la puerta del mueble no está cerrada, ¡de prisa!

Al verla me escabullí por el suelo de baldosas intentando no hacer ruido con las uñas. Me colé dentro. Jenks se asomó para mirar por la rendija de la puerta. Me escondí detrás de un cubo y escuché lo que pasaba fuera.

—No están en la cocina —gritó una voz amortiguada. Noté que se me aliviaba el nudo de preocupación. Había dicho «están».
El Barón
seguía libre.

Jenks se volvió hacia mí con las alas moviéndose tan deprisa que solo se veía un borrón.

—Jolín, me alegro de verte. Ivy no ha hecho otra cosa que mirar un mapa de la finca de Trent que encontró no sé dónde —me susurró—. Se ha pasado las noches murmurando y garabateando en papeles. Todas las hojas terminaban arrugadas en un rincón. Mis niños se lo han pasado pipa jugando al escondite en el montón que ha acumulado. No creo que se haya dado cuenta de que me he ido. No hace otra cosa que estar allí sentada frente a su mapa, bebiendo zumo de naranja.

Olía a basura. Mientras Jenks parloteaba como un adicto al azufre que necesitase su dosis, exploré el maloliente mueble. Descubrí que la tubería del fregadero iba por debajo del edificio, bajo el suelo de madera. El hueco entre la tubería y el suelo era lo suficientemente ancho para que cupiesen mis hombros. Empecé a mordisquearlo.

—He dicho que saquen a ese perro de aquí —se oía a la voz amortiguada de Jim—. No, espera. ¿Tienes una correa? Él puede encontrarlos.

—Eh, el suelo —dijo Jenks acercándose—, ¡qué buena idea! Déjame que te ayude. Aterrizó junto a mí, bloqueándome el paso.

—Busca al
Barón
—intenté decirle.

—Sí que puedo ayudarte —dijo Jenks levantando una astilla del tamaño de un palillo de dientes del agujero en la madera.

—La rata —chillé—, no ve bien.

Frustrada, volqué un bote de limpiador para cañerías. El polvo se derramó y el olor a pino se hizo insoportable. Con la astilla que había arrancado Jenks escribí en el polvo: «Busca a la rata».

Jenks se elevó tapándose la nariz.

—¿Por qué?

—Hombre —garabateé—. No ve.

Jenks sonrió de oreja a oreja.

—¿Has conocido aun amiguito? ¡Espera a que se lo cuente a Ivy!

Le enseñé los dientes, señalando hacia la puerta con mi astilla. Jenks seguía vacilando.

—¿Tú te quedas aquí agrandando ese agujero?

Frustrada le tiré la astilla. Jenks revoloteó hacia atrás.

—¡Vale, vale! Tranquila, no vayas a perder las braguitas. Ah, no, si no llevas, ¿no?

Su risa sonó cantarina y me supo a pura libertad. Salió por la rendija de la puerta y yo seguí royendo el agujero. Sabía fatal, a una pútrida mezcla de jabón, grasa y moho. Sabía que me iba a poner mala. Me puse tensa de repente. Los golpes y ruidos de arriba me sobresaltaron. Estaba esperando oír el triunfante grito de la captura en cualquier momento. Afortunadamente parecía que el perro no sabía qué se esperaba de él. Solo quería jugar y se les estaba acabando la paciencia.

Me dolían las mandíbulas y contuve un grito de impotencia. Me había entrado jabón en la herida de la oreja y me ardía. Intenté meter la cabeza en el agujero y el angosto hueco. Si cabía la cabeza probablemente también el resto del cuerpo. Pero todavía no era lo bastante grande.

—¡Mirad! —gritó alguien—. Está buscando. Ha captado el rastro.

Frenética, saqué la cabeza del agujero. Me arañé la oreja y empezó a sangrar de nuevo. Oí unos repentinos rasguños en el pasillo y redoblé mis esfuerzos. Me llegó la voz de Jenks por encima de los sonidos de mis mordiscos.

—Es la cocina. Rachel está bajo el fregadero. No, la otra puerta. ¡Deprisa! Creo que te han visto.

Entró un rayo de luz y aire y me senté, escupiendo restos de madera.

—Hola, hemos vuelto. He encontrado a tu rata, Rachel.

El Barón
me miró fijamente. Tenía los ojos brillantes. Inmediatamente se agachó, metió la cabeza en el agujero y empezó a roer. No había espacio suficiente para sus anchos hombros. Yo continué agrandando el agujero por arriba. Los ladridos del perro resonaron en el pasillo. Ambos nos quedamos quietos un segundo y luego seguimos mordiendo. Me dio un vuelco el corazón.

—¿Es lo suficientemente grande ya? —gritó Jenks—. ¡Vamos, rápido!

Metiendo la cabeza en el agujero junto a la del
Barón
, roí frenéticamente. Sonaron arañazos en la puerta del armario. Entraban rayos de luz cada vez que la puerta golpeaba contra el marco.

—¡Aquí! —gritó una voz—. ¡Ha encontrado a uno aquí!

Saqué la cabeza del agujero, perdiendo toda esperanza. Me dolían las mandíbulas. El polvo del jabón de pino me había vuelto la piel mate y me escocían los ojos. Me giré para enfrentarme a los arañazos de la puerta. No creía que el agujero fuese lo suficientemente grande todavía. Un chillido agudo llamó mi atención.
El Barón
estaba agazapado junto al agujero señalándolo.

—No es lo bastante grande para ti —dije.

El Barón
arremetió contra mí empujándome hacia el agujero y metiéndome dentro. El ruido del perro se hizo más fuerte de repente y yo caí al vacío.

Con las patas estiradas intenté agarrarme a la tubería. Con una zarpa delantera logré asirme a una junta de soldadura y detuve mi caída. Por encima de mí, el perro ladraba como loco. Oí arañazos en el suelo de madera y luego un aullido. Perdí agarre y caí sobre tierra seca. Me quedé allí tumbada, esperando escuchar el grito mortal del
Barón. Debí haberme quedado
, pensé desesperada. No tenía que haber dejado que me empujase por el agujero. Sabía que no era lo suficientemente ancho para él.

Oí entonces unos rápidos arañazos y un golpe seco en la tierra junto a mí.

—¡Lo has logrado! —chillé viendo al
Barón
despatarrado sobre la mugre.

Jenks descendió revoloteando, brillando en la penumbra. Tenía un bigote del perro en la mano.

—¡Tenías que haberlo visto, Rachel! —exclamó entusiasmado—. Le ha mordido en todo el hocico. ¡Toma,
paf, pum
, gracias, señora!

El pixie continuó dando vueltas a nuestro alrededor, demasiado alterado para quedarse quieto.
El Barón
, por el contrario parecía estar temblando. Estaba acurrucado hecho una bola de pelo. Parecía que iba a vomitar. Me acerqué despacio, queriendodarle las gracias. Lo toqué en el hombro y dio un brinco. Se me quedó mirando con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas.

—¡Sacad a ese perro de aquí! —gritó una voz muy enfadada que resonó a través del suelo. Miramos hacia el pequeño punto de luz allí arriba. Los ladridos se alejaron y mi pulso se calmó.

—Sí —dijo Jim—, lo han roído recientemente. Se han ido por aquí.

—¿Cómo se llega ahí abajo? —dijo Trent y me encogí, pegándome al suelo.

—Hay una trampilla en el pasillo, pero el hueco tiene salida a la calle a través de cualquiera de los respiraderos. —Sus voces se alejaban conforme se desplazaban—. Lo siento señor Kalamack —continuó diciendo Jim—, nunca antes habíamos tenido una fuga. Enviaré a alguien ahí abajo enseguida.

—No, ya se habrá ido —dijo con controlada frustración y experimenté un sentimiento de victoria. Jonathan no iba a tener un agradable viaje de vuelta. Me incorporé y solté un suspiro. Me quemaban los ojos y la oreja y quería irme a casa.

El Barón
chilló para llamar mi atención señalando al suelo. Miré y vi que había escrito con esmerada caligrafía: «Gracias».

No pude reprimir una sonrisa. Agachada junto a él escribí: «De nada». Mi letra se veía fea junto a la suya.

—Qué tiernos sois los dos —se burló Jenks—. ¿Podemos salir de aquí ya?

El Barón
saltó hasta la malla que había en la ventana agarrándose con las cuatro patas. Eligió con cuidado el lugar y empezó a roer las costuras con sus dientes.

Capítulo 23

Rebañé con una cuchara el fondo de la tarrina de requesón. Inclinándome sobre ella, saqué lo que quedaba y lo eché en el plato. Noté una rodilla fría y me tapé con mi albornoz azul oscuro. Me estaba poniendo morada mientras
El Barón
volvía a su forma humana y se duchaba en el otro cuarto de baño que tanto Ivy como yo habíamos decidido de forma independiente que era el mío. Estaba deseando ver su aspecto real. Ivy y yo coincidíamos en que si había sobrevivido a las peleas de ratas durante quién sabe cuánto tiempo, tenía que estar cachas. Había demostrado ser valiente, caballeroso y no tener miedo a los vampiros, siendo esto último lo más intrigante, ya que Jenks había dicho que era humano.

Jenks había llamado a Ivy para que nos recogiese desde la primera cabina que había encontrado. El sonido de su moto (recién salida del taller después de haber derrapado bajo un camión la semana anterior) me pareció un coro de ángeles. Casi lloré al ver su cara de preocupación cuando bajó de la moto vestida de pies a cabeza con ropa motera de cuero. A alguien le importaba si yo estaba viva o muerta. Me daba igual que fuese una vampiresa cuyos motivos seguía sin comprender.

Ni
El Barón
ni yo queríamos meternos en la caja que había traído para nosotros y después de discutir cinco minutos con protestas por su parte y chillidos por la nuestra, finalmente tiró la caja en un callejón con un gruñido de frustración y nos dejó montar delante. No estaba de muy buen humor cuando salió del callejón con un visón y una rata encima del depósito de su moto, las patas delanteras apoyadas en el panel de mandos. Para cuando atravesamos el atasco de los viernes y empezamos a ganar velocidad entendí por qué a los perros les encanta asomar la cabeza por la ventanilla.

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