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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (32 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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—Sé que no volverá a suceder.

Su voz resultaba suave como el polvo sobre un hierro frío. Los sonidos fluían de una palabra a la siguiente con una gracia líquida e hipnótica. Me quedé sin aliento, temblorosa. Me acurruqué sin moverme del sitio. ¿Qué demonios había pasado? O más bien casi había pasado.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Trent.

—¿Qué? —dijo Francis con la voz quebrada mientras parpadeaba.

—Eso es lo que me temía. —Las puntas de los dedos de Trent temblaron por la ira reprimida—. Nada. La SI te está vigilando muy de cerca. Tu utilidad empieza a desvanecerse.

Francis abrió la boca.

—Señor Kalamack, espere, como bien ha dicho la SI me vigila. Puedo llamar su atención, mantenerlos alejados de los muelles de aduanas. Otro alijo de azufre me libraría de sospechas y los distraería al mismo tiempo. —Francis se movía nervioso en el borde del asiento—. ¿Puede mover sus… asuntos? —concluyó la frase sin mucha convicción.

Asuntos, pensé. ¿Por qué no decía directamente biofármacos? Mis bigotes temblaron. Francis distraía a la SI con una cantidad simbólica de azufre mientras Trent traficaba con el verdadero filón de oro. ¿Desde cuándo?, me pregunté. ¿Desde cuándo llevaba Francis trabajando para él? ¿Años?

—Señor Kalamack —susurró Francis.

Trent juntó sus manos por las puntas de los dedos como si reflexionase. Jonathan arrugó sus finas cejas. La preocupación que le embargaba casi había desaparecido.

—Dígame cuándo —suplicó Francis, sentándose cada vez más al filo del asiento.

Trent envió a Francis al fondo del asiento con una rápida mirada.

—Yo no doy oportunidades, Percy. Yo aprovecho ocasiones. —Se acercó su agenda, pasando unas hojas hacia delante—. Me gustaría organizar un envío para el viernes. En la Southwest. El último vuelo antes de medianoche hacia Los Ángeles. Encontrarás lo tuyo en la taquilla de la estación principal de autobuses, como siempre. Que sea anónimo esta vez, mi nombre ha salido demasiado en los periódicos últimamente.

Aliviado, Francis se levantó de un salto. Dio un paso al frente como si fuese a darle la mano a Trent, luego miró a Jonathan y retrocedió.

—Gracias, señor Kalamack —dijo efusivamente—, no lo lamentará.

—No puedo imaginarme lamentándolo. —Trent miró a Jonathan y luego hacia la puerta—. Que pase buena tarde —dijo a modo de despedida.

—Sí, señor, usted también.

Me dieron arcadas cuando Francis salió de la habitación. Jonathan vaciló en el umbral mientras observaba cómo Francis hacía repugnantes ruidos a las mujeres con las que se cruzaba en el pasillo.

—El señor Percy se ha convertido más en un lastre que en una ventaja —susurró Trent con tono hastiado.

—Sí, Sa'han —coincidió con él Jonathan—. Le pediría que lo eliminase de la plantilla con la mayor brevedad posible.

Se me hizo un nudo en el estómago. Francis no se merecía morir simplemente por ser estúpido.

Trent se pasó los dedos por la frente.

—No —dijo finalmente—, prefiero que se quede hasta que encuentre un sustituto, y puede que tenga otros planes para el señor Percy.

—Como prefiera, Sa'han —dijo Jonathan antes de cerrar suave mente la puerta.

Capítulo 20

—Toma,
Ángel
—me decía Sara Jane agitando una zanahoria entre los barrotes de la jaula. Me estiré para alcanzarla antes de que la dejase caer. Las virutas de madera del suelo no eran el mejor aderezo.

—Gracias —chillé. Sabía que no me entendería, pero seguía necesitando decir algo de todas formas. La mujer me sonrió y con cuidado introdujo el dedo en la jaula y yo lo rocé con mis bigotes porque sabía que le gustaría.

—¿Sara Jane? —la llamó Trent desde su mesa, y la mujercita se giró con rápida culpabilidad—. La he contratado para que se encargue de los asuntos de mi oficina, no como cuidadora de animales.

—Lo siento, señor. Intentaba aprovechar la oportunidad para superar mi miedo irracional a los roedores.

Se alisó su falda de algodón hasta la rodilla. No era tan elegante y profesional como el traje de la entrevista, pero también era nueva. Justo lo que yo hubiera esperado que una chica de granja vistiese para su primer día de trabajo.

Mordí vorazmente la zanahoria que le había sobrado a Sara Jane del almuerzo. Estaba muerta de hambre. Me negaba a comer el pienso rancio. ¿
Qué pasa, Trent
?, pensé entre bocados. ¿
Celoso
?

Trent se ajustó las gafas y volvió a concentrarse en sus papeles.

—Cuando acabe de librarse de sus miedos irracionales me gustaría que fuera a la biblioteca.

—Sí, señor.

—La bibliotecaria ha recopilado una información que le pedí, pero quiero que la revise usted por mí. Tráigase solo lo que estime pertinente.

—¿Señor?

Trent dejó la pluma en la mesa.

—Es información relativa a la industria de la remolacha azucarera. —Sonrió con genuina amabilidad. Me preguntaba si tendría esa sonrisa patentada—. Puede que ramifique mi negocio en esa dirección, y necesito aprender lo suficiente para tomar las decisiones correctas.

Sara Jane esbozó una amplia sonrisa, recogiéndose el pelo detrás de una oreja con tímida complacencia. Obviamente había supuesto que quizá Trent quisiese comprar la granja de la que sus padres eran esclavos. Eres una mujer lista, pensé luctuosamente.
Piénsalo bien. Trent será dueño de tu familia. Serás suya en cuerpo, mente y alma
.

Se giró hacia mi jaula y dejó caer dentro la última ramita de apio. Su sonrisa se desvaneció, y la preocupación la hizo fruncir el ceño. Hubiera resultado un gesto entrañable en su rostro infantil de no ser por el hecho de que su familia corría riesgo de verdad. Sara Jane cogió aire para decir algo, pero luego cerró la boca.

—Sí, señor —dijo finalmente, con la mirada perdida—. Le traeré la información enseguida.

Salió cerrando la puerta tras de sí, haciendo resonar sus pasos por el pasillo mientras se alejaba.

Trent miró con recelo la puerta al tiempo que alargaba el brazo para coger su taza de té: Earl Grey sin azúcar y sin leche. Si repetía el patrón de ayer haría algunas llamadas telefónicas y se encargaba del papeleo desde las tres hasta las siete, cuando los pocos empleados que se quedaban hasta tarde se marchaban. Me imaginé que le resultaría más fácil gestionar un negocio ilegal de medicamentos desde la oficina cuando no había nadie cerca que pudiese escucharle.

Trent había vuelto aquella tarde de su pausa para el almuerzo de tres horas con su fino pelo bien peinado y oliendo a campo. Parecía manifiestamente fresco. Si no lo conociese pensaría que había estado durmiendo la siesta en su gabinete privado. ¿Y por qué no?, pensé estirándome en la hamaca que había en mi celda. Era lo suficientemente rico como para establecer sus propios horarios.

Bostecé. Se me cerraban los ojos. Llevaba dos días encerrada y estaba casi segura de que este no sería el último. Me había pasado la noche investigando a conciencia la jaula para descubrir que estaba hecha a prueba de Rachel. La jaula metálica de dos plantas estaba diseñada para hurones y era sorprendentemente segura. Las horas dedicadas a curiosear las juntas me habían dejado molida. Era agradable no hacer nada. Mis esperanzas de que Jenks o Ivy viniesen a rescatarme se desvanecían. Estaba sola y quizá tardaría un poco en convencer a Sara Jane de que en realidad era una persona y de que me sacase de aquí.

Entreabrí un párpado cuando Trent se levantó de su mesa y se acercó hasta su colección de discos de música, ordenada en una hornacina junto al reproductor. Tenía buena pinta allí de pie frente a los discos. Estaba tan inmerso en su elección que ni se dio cuenta de que estaba puntuándole el trasero: nueve y medio sobre diez. Le había rebajado medio punto por llevar casi todo su físico escondido tras un traje que costaba más que muchos coches.

Le había dado otro buen repaso anoche, cuando se quitó la chaqueta después de que todos los empleados se hubiesen ido a casa. Tenía una espalda muy musculosa. Por qué la escondía siempre bajo la chaqueta era un misterio y un desperdicio. Su liso estómago era incluso mejor. Seguro que iba al gimnasio, aunque no sé de dónde sacaba el tiempo. Hubiese dado cualquier cosa por verlo en bañador, o sin él. Debía de tener las piernas igual de musculosas, no en vano estaba considerado un experto jinete. Y si sonaba como una ninfómana necesitada… bueno, no tenía nada que hacer salvo mirarlo todo el día.

Trent había trabajado hasta bien entrada la madrugada de la noche anterior, aparentemente solo en el silencioso edificio. La única luz encendida era la de la falsa ventana, que lentamente palidecía conforme descendía el sol, imitando la luz natural de fuera hasta que Trent encendió la lámpara de su escritorio. Me quedaba constantemente dormida y me despertaba ocasionalmente cuando pasaba una página u oía el
runrún
de la impresora. No se fue hasta que Jonathan vino a recordarle que debía comer algo. Supongo que se ganaba el pan igual que cualquiera. Aunque, claro, él tenía dos trabajos: el de reputado hombre de negocios y el de capo de las drogas. Probablemente eso bastaba para tenerlo ocupado todo el día.

Me mecí en la hamaca observando a Trent elegir un disco. La música empezó a sonar y la suave cadencia de la percusión llegó a mis oídos. Mirándome, Trent se ajustó su traje de lino gris y se alisó su fino pelo como si me retase a decirle algo. Le hice un gesto de aprobación somnoliento y frunció más el ceño. No era mi música favorita, pero no estaba mal. Era antigua, con un sonido olvidado de fuerte intensidad, de tristeza perdida compuesta para conmover el alma. No estaba nada mal.

Podría acostumbrarme a esto
, musité estirando con cuidado mi convaleciente cuerpo. No había dormido tan bien desde que dejé la SI. Era irónico que aquí, en una jaula en la oficina de un capo de las drogas, estuviese a salvo de la amenaza de muerte de la SI.

Trent volvió a su trabajo acompañando ocasionalmente la música con la pluma cuando hacía un alto para pensar. Obviamente era una de sus favoritas. Estuve durmiendo y despertándome toda la tarde, arrullada por el ruido sordo de la percusión y el murmullo de la música. De vez en cuando una llamada de teléfono hacía que la dulce voz de Trent fluctuase arriba y abajo con un agradable tono. Estaba deseando que llegase la siguiente interrupción para poder escucharla de nuevo.

Entonces hubo un alboroto en el pasillo que me hizo despertar de un salto.

—Ya sé dónde está su oficina —retumbó una voz excesivamente segura de sí misma que me recordó a uno de mis profesores más arrogantes. Se oyó un medio reproche por parte de Sara Jane y Trent me devolvió a mi inquisidora mirada.

—¡Por todos los demonios! —masculló arrugando sus expresivos ojos—. Le había dicho que enviase a uno de sus ayudantes.

Rebuscó en uno de los cajones con excepcional prisa, despertándome por completo con el estrépito. Parpadeé varias veces saliendo de mi letargo y lo vi apuntar con el mando hacia el reproductor de música. Las gaitas y tambores cesaron. Volvió a tirar el mando al cajón con aire resignado. Casi se diría que a Trent le gustaba tener a alguien con quien compartir su jornada, alguien con quien no tenía que fingir ser otro, sino ser él mismo… fuese lo que fuese. Su enfado con Francis había hecho saltar a lo grande mis alarmas.

Sara Jane tocó en la puerta y entró.

—El señor Faris ha venido a verlo, señor Kalamack.

Trent inspiró lentamente. No parecía contento.

—Que pase.

—Sí, señor.

Dejó la puerta abierta y sus tacones se alejaron para regresar enseguida acompañando a un hombre grueso con una bata de laboratorio gris. El hombre parecía enorme junto a la bajita secretaria. Sara Jane se marchó con la preocupación patente en sus ojos.

—No puedo decir que me guste tu nueva secretaria —refunfuñó Faris mientras se cerraba la puerta—. Sarah, ¿verdad?

Trent se levantó y extendió el brazo ocultando su desagrado tras su aparentemente sincera sonrisa.

—Faris, gracias por venir tan pronto. Es solo un asunto menor, podría haber venido cualquiera de tus ayudantes. Espero no haber interrumpido demasiado tu investigación.

—En absoluto. Siempre me alegra poder salir y ver la luz del día —resopló como si le faltase el aire.

Faris estrujó las heridas que le había hecho a Trent ayer y la sonrisa de este desapareció. El hombretón se dejó caer en la silla frente a la mesa de Trent como si estuviese en su casa. Cruzó las piernas colocando el tobillo sobre la otra rodilla de modo que su bata de laboratorio se abrió para dejar entrever un pantalón de vestir y unos zapatos brillantes. Una mancha negra adornaba su solapa y emanaba un olor a desinfectante tan fuerte que casi lograba ocultar el olor a secuoya. Antiguas marcas de viruela marcaban sus mejillas y la piel visible de sus fornidas manos.

Trent regresó tras el escritorio y se reclinó en su asiento, escondiendo la mano vendada tras la otra. Se produjo un silencio.

—Bueno, ¿qué querías? —preguntó Faris haciendo resonar su voz.

Me pareció ver un atisbo de enfado en los ojos de Trent.

—Tan directo como siempre —dijo—. Dime lo que sepas de esto.

Me apuntaba a mí, y me quedé sin respiración. Ignorando mi persistente rigidez muscular me fui dando tumbos a esconderme en mi casita. Faris se puso en pie con un gruñido y el acre olor a secuoya me abofeteó al acercarse.

—Bueno, bueno —dijo—, menuda estúpida.

Enfadada, levanté la vista hasta sus ojos oscuros, casi escondidos entre los pliegues de piel. Trent volvió al frente de su escritorio y se sentó en el borde.

—¿La reconoces? —preguntó.

—¿Personalmente? No. —Dio un golpecito con los dedos en la jaula.

—¡Eh! —chillé desde mi casita—. Me estoy hartando de que la gente haga eso.

—Tú calla —dijo despectivamente—. Es una bruja —continuó Faris, ignorándome como si no estuviese allí—. Si la mantienes alejada de la pecera no podrá recuperar su forma. Es un hechizo potente. Debe tener el respaldo de una gran organización o no se lo habría podido permitir. Y es tonta.

Eso último lo dijo mirándome y me entraron ganas de tirarle las bolitas de pienso a la cara.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Trent, mientras rebuscaba en el último cajón. El sonido del cristal entrechocando precedió al gorgoteo del güisqui de cuarenta años.

—La transformación es un arte difícil. Hay que usar pociones en lugar de amuletos, lo que significa que hay que conjurar una cacerola completa para una sola ocasión. El resto se tira. Es muy caro. Podrías pagarle a la ayudante de tu bibliotecaria con lo que ha costado este hechizo y añadirle el sueldo de los empleados de una oficina pequeña para pagar el seguro de responsabilidad civil necesario para venderlo.

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