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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (44 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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Ángel
—musité—, eres un hermoso ángel.

—¡Ivy! —gritó Jenks con miedo en la voz—. Está alucinando.

El ángel pixie me bendijo con una sonrisa.

—Alguien debería avisar a Keasley —dijo.

—¿El viejo merluzo… esto… brujo de ahí enfrente? —dijo Jenks.

Matalina asintió.

—Dile que Rachel necesita asistencia médica.

Ivy también parecía extrañada.

—¿Crees que él podrá hacer algo? —preguntó con cierto temor en la voz. Ivy temía por mí. Puede que yo también debiera temer por mí.

—Me pidió el otro día unas hierbas del jardín. No hay nada malo en eso. —Matalina se ruborizó. La guapa pixie bajó la vista y se colocó bien el vestido—. Todas eran plantas de potentes propiedades: aquilea, verbena, y cosas así. Pensé que si las quería era porque sabía qué hacer con ellas.

—Mujer… —dijo Jenks en tono de advertencia.

—Estuve con él todo el tiempo —dijo ella con ojos desafiantes—. No tocó nada salvo lo que yo le dije que podía coger. Fue muy educado, preguntó cómo se encontraban todos.

—Matalina, el jardín no es nuestro —dijo Jenks y el ángel se enfadó.

—Si tú no vas a buscarlo iré yo —dijo bruscamente y salió disparada por la ventana. Parpadeé y me quedé mirando el punto donde estaba hace un instante.

—¡Matalina! —gritó Jenks—. No te atrevas a irte así. No es nuestro jardín. No puedes comportarte como si lo fuese. —Descendió hasta mi campo de visión—. Lo siento —dijo obviamente avergonzado y enfadado—, no lo volverá a hacer. —Se puso serio y salió disparado en pos de su mujer—. ¡Matalina!


Ssstá
bien —balbucí aunque ninguno de los dos estaba ya allí—. He dicho que está bien. El ángel puede invitar a quien quiera al jardín. —Cerré los ojos. Nick me puso la mano en la cabeza y le sonreí—. Hola, Nick —dije bajito abriendo los ojos—, ¿aún sigues aquí?

—Sí, sigo aquí.

—Bien —dije—, porque cuando pueda levantarme voy a darte un beso muy gordo.

Nick retiró la mano y dio un paso atrás. Ivy hizo una mueca.

—Odio esta parte —masculló—, la odio, la odio.

Volví a levantar la mano sigilosamente hacia mi cuello y Nick me la volvió a bajar. Oí de nuevo el grifo goteando en la moqueta:
plin, plin, plin
. La habitación comenzó a girar aparatosamente y la observé dar vueltas fascinada. Era divertido e intenté reírme. Ivy dejó escapar una expresión de frustración.

—Si se está riendo como una tonta es que se va a poner bien —dijo—, ¿por qué no vas a darte una ducha?

—Estoy bien —respondió Nick—, esperaré hasta estar seguro.

Ivy se quedó callada durante tres latidos.

—Nick —dijo con un tono cargado de advertencia—, Rachel apesta a infección. Tú apestas a sangre y a miedo. Ve a darte una ducha.

—Oh. —Hubo una larga pausa—. Lo siento.

Sonreí a Nick mientras se dirigía hacia la puerta.

—Ve a lavarte, Nick, Nicky —le dije—. No hagas que Ivy se vuelva oscura y dé miedo. Tómate el tiempo que quieras. Hay jabón en la jabonera y… —vacilé intentando recordar qué estaba diciendo—, y toallas en la secadora —terminé de decir y me sentí orgullosa de mí misma.

Él me tocó en el hombro y mirándome primero a mí y luego a Ivy.

—Te vas a poner bien.

Ivy se cruzó de brazos, esperando con impaciencia a que se fuera. Oí correr el agua de la ducha y me entró cien veces más sed. En alguna parte notaba que mi brazo latía y mis costillas palpitaban. El hombro y el cuello me dolían sin cesar. Me giré para mirar fascinada como las cortinas se mecían con la brisa.

Un fuerte golpe en la parte delantera de la iglesia atrajo mi atención hacia el oscuro pasillo.

—¿Hola? —se oyó la distante voz de Keasley—. ¿Señorita Morgan? Matalina me ha dicho que podía pasar.

Ivy frunció los labios.

—Quédate aquí —dijo inclinándose sobre mí hasta que no tuve más remedio que mirarla a los ojos—. No te levantes hasta que yo vuelva, ¿vale? ¿Rachel? ¿Me oyes? No te levantes.

—Claro. —Miré las cortinas detrás de ella. Si entornaba los ojos un poquitín, el gris se volvía negro—. Me quedo aquí.

Echándome un último vistazo recogió todas sus revistas y se fue. El sonido de la ducha atrajo mi atención. Me pasé la lengua por los labios.
Me pregunto si podré llegar hasta el fregadero de la cocina si lo intento con todas mis fuerzas
.

Capítulo 27

Una bolsa de papel crepitó en el pasillo y levanté la cabeza del brazo del sofá. La habitación no se movía ya, y sentía la cabeza mucho más despejada. La encorvada silueta de Keasley apareció en la puerta, seguida por Ivy.

—Oh, qué bien —susurré—, compañía.

Ivy adelantó a Keasley y se sentó en el borde de la silla más próxima a mí.

—Tienes mejor aspecto —me dijo—. ¿Has vuelto a ser tú o sigues en tu mundo de fantasía?

—¿Qué?

Sacudió la cabeza y yo le sonreí a Keasley.

—Siento no poder ofrecerle un bombón.

—Señorita Morgan —su mirada se detuvo en mi cuello—, ¿ha discutido con su compañera de piso? —dijo con tono seco mientras se pasaba la mano por su rizado pelo negro.

—No —dije apresuradamente al ver que Ivy se ponía nerviosa.

Keasley arqueó las cejas sin creerme y dejó la bolsa de papel sobre la mesita de café.

—Matalina no me dijo qué necesitaría, así que he traído un poco de todo. —Señaló con la mirada a la lámpara de mesa—. ¿Tienes algo más luminoso que eso?

—Tengo un fluorescente de pinza. —Ivy salió al pasillo y se detuvo—. No deje que se mueva o volverá a ponerse incoherente de nuevo.

Abrí la boca para decir algo pero desapareció y en su lugar aparecieron Matalina y Jenks. Jenks estaba obviamente furioso, pero Matalina parecía impenitente. Revolotearon en una esquina hablando demasiado deprisa y agudo para seguirlos. Finalmente Jenks se marchó con pinta de ir a asesinar a una vaina de guisantes. Matalina se recolocó su vaporoso vestido blanco y revoloteó hasta el brazo del sofá para posarse junto a mi cabeza.

Keasley se sentó en la mesita con mirada de preocupación. Su barba de tres días encanecía y le hacía parecer un vagabundo. Tenía los pantalones manchados de tierra húmeda en las rodillas y me llegaba el olor a aire libre que desprendían. Sin embargo, tenía las manos de piel oscura en carne viva tras habérselas refregado. Sacó un periódico de su bolsa y lo extendió como si fuese un mantel.

—¿Y quién hay en la ducha? ¿Tu madre?

Resoplé notando la tirantez de mi ojo hinchado.

—Se llama Nick —dije cuando aparecía de nuevo Ivy—, es un amigo.

Ivy hizo un ruido maleducado al colocar la lamparita de pinza en la pantalla de la lámpara de mesa y la enchufó. Hice una mueca arrugando los ojos al recibir el haz de luz y calor.

—¿Así que Nick? —dijo Keasley rebuscando en su bolsa y dejando sobre el periódico amuletos, paquetes envueltos en papel de aluminio y botellas—. ¿Es un vampiro?

—No, es humano —dije y Keasley se quedó mirando desconfiadamente a Ivy. Sin percatarse de su mirada, Ivy se acercó más.

—Lo peor es el cuello. Ha perdido una cantidad peligrosa de sangre…

—Ya se nota. —El anciano miró descaradamente a Ivy hasta que esta se retiró—. Necesito más toallas y ¿por qué no le traes a Rachel algo de beber? Necesita recuperar fluidos.

—Ya lo sé —dijo Ivy dando un vacilante paso hacia atrás antes de girarse para ir a la cocina. Oí entrechocar de vasos y el esperado sonido de un líquido. Matalina abrió su maletín de reparación y en silencio comparó sus agujas con las de Keasley.

—¿Algo caliente? —dijo Keasley en voz alta e Ivy cerró de un portazo la puerta de la nevera—. Echemos un vistazo —dijo apuntando la luz directamente hacia mí. Matalina y él estuvieron en silencio un largo rato. Retirándose, Keasley dejó escapar el aire—. Primero será mejor algo para aliviar el dolor —dijo en voz baja, cogiendo uno de sus amuletos.

Ivy apareció en el umbral.

—¿De dónde has sacado esos hechizos? —dijo con tono cargado de sospecha.

—Relájate —contestó él con voz distante mientras inspeccionaba cada uno de los discos cuidadosamente—. Los compré hace meses. Ayuda en algo y pon una olla de agua a hervir.

Ivy bufó y se giró, volviendo hecha una furia a la cocina. Oí una serie de chasquidos seguidos por el fogonazo del gas al encenderse. Abrió el grifo a tope para llenar una olla y oí un débil grito proveniente del cuarto de baño.

Keasley se había manchado el dedo de sangre para invocar el hechizo antes de que me diese cuenta de nada. Me colocó el amuleto al cuello y tras mirarme fijamente a los ojos para evaluar su eficacia dirigió toda su atención a mi cuello.

—De verdad le agradezco esto —dije notando los primeros síntomas de alivio en mi cuerpo y encorvé los hombros. Era la salvación.

—Yo que tú me guardaría los agradecimientos para cuando te llegue mi factura —murmuró Keasley. Fruncí el ceño ante la vieja broma y él sonrió marcando aun más sus patas de gallo. Se volvió a concentrar y me pinchó la piel. El dolor atravesó el hechizo y me hizo inspirar bruscamente—. ¿Aún te duele? —preguntó innecesariamente.

—¿Por qué no la duermes directamente? —preguntó Ivy.

Me sobresalté. Maldita sea, ni siquiera la había oído entrar.

—No —dije cortante. No quería que Ivy lo convenciese para que me llevasen a Urgencias.

—Así no te dolería —dijo Ivy de pie con actitud beligerante vestida de cuero y seda—. ¿Por qué tienes que ir siempre por el camino más difícil?

—No voy por el camino difícil, simplemente no quiero que me duerma —le contesté. Mi vista se nubló y me concentré en respirar antes de desmayarme sola.

—Señoras —murmuró Keasley en el tenso ambiente—, coincido en que sedar a Rachel sería lo más fácil, especialmente para ella, pero no voy a obligarla.

—Gracias —dije lánguidamente.

—¿Traes más agua, Ivy? —preguntó Keasley—. ¿Y esas toallas?

El microondas sonó e Ivy salió disparada. ¿
Qué mosca le habrá picado
?, me pregunté.

Keasley invocó un segundo amuleto y lo colocó junto al primero. Era otro hechizo contra el dolor. Me regodeé en el doble alivio y cerré los ojos. Volví a abrirlos de golpe cuando Ivy colocó una taza de chocolate caliente en la mesita junto a una pila de más toallas rosas. Con frustración mal enfocada regresó a la cocina para desahogarse dando portazos.

Saqué lentamente de debajo de la manta el brazo que el demonio me había retorcido. La hinchazón había descendido y se me deshizo un pequeño nudo de preocupación. No estaba roto. Moví los dedos y Keasley me puso el chocolate en la mano. La taza estaba reconfortantemente caliente y el chocolate humeante se deslizaba por mi garganta con una sensación protectora.

Mientras bebía de la taza, Keasley colocó las toallas alrededor de mi hombro derecho. Sacó un tarrito exprimible de su bolsa y me limpió los restos de sangre del cuello empapando las toallas. Con sus ojos marrones fijos en mí comenzó a palparme los tejidos.

—¡Ah! —grité casi derramando el chocolate caliente al dar un respingo—, ¿de verdad era necesario hacer eso?

Keasley gruñó y me puso un tercer amuleto alrededor del cuello.

—¿Mejor? —preguntó. Se me había nublado la vista por la potencia de los hechizos. Me pregunté de dónde habría sacado amuletos tan potentes y luego recordé que sufría de artritis. Hacía falta un hechizo más que fuerte para atajar un dolor así y me sentí mal por pedirle que usase sus hechizos medicinales para mí. En esta ocasión solo sentí presión cuando toqueteó y palpó mi cuello, y asentí—. ¿Cuánto tiempo hace que te mordió? —preguntó.

—Eh —musité intentado luchar contra el estado de somnolencia que me infundía el amuleto—, ¿al anochecer?

—¿Qué son ahora, pasadas las nueve? —dijo mirando el reloj del equipo de música—. Bien, entonces podemos coserte. —Poniéndose cómodo adoptó un aire de instructor y le hizo señas a Matalina para que se acercase—. Mira esto —le dijo a la pixie—, ¿ves que el tejido ha sido cortado y no rasgado? Prefiero mil veces coser un mordisco de vampiro que de hombre lobo. El corte no solo es más limpio, sino que no hay que limpiar las encimas.

Matalina se acercó.

—Las espinas dejan cortes así, pero nunca he podido mantener el músculo en su sitio mientras unía los bordes.

Palideciendo tragué de golpe el chocolate que tenía en la boca y desee que dejasen de hablar como si yo fuese un experimento de ciencias o un trozo de carne para asar.

—Yo uso suturas reabsorbibles de veterinario —dijo Keasley.

—¿De veterinario? —dije sobresaltada.

—Nadie controla las clínicas veterinarias —dijo sin darle importancia—. Pero he oído que la vena que recorre el tallo de las hojas de laurel es lo suficientemente fuerte para hadas y pixies. Aunque yo no usaría otra cosa que no fuese tripa de gato para los músculos de las alas. ¿Quieres? —Rebuscó en su bolsa y puso varios sobres pequeños de papel en la mesa—. Considéralo un pago por las plantas.

Las alas de Matalina se colorearon de un delicado rosa.

—Esas plantas no eran mías.

—Sí que lo eran —la interrumpí—. Me descuentan cincuenta del alquiler por cuidar el jardín, así que supongo que eso lo convierte en mío, pero sois vosotros los que os ocupáis de él, así que eso lo convierte en vuestro.

Keasley levantó la vista de mi cuello. Matalina puso cara de sorpresa.

—Considéralo parte de los ingresos de Jenks —añadí—. Es decir, si piensas que aceptaría subarrendar el jardín como parte de su paga.

Hubo silencio durante un momento.

—Creo que eso le gustaría —dijo Matalina en un susurro. Guardó los pequeños sobres en su bolso y salió disparada hacia la ventana y volvió, con lágrimas en los ojos. Su emoción ante mi oferta era evidente. Me preguntaba si habría hecho algo mal y miré toda la parafernalia que Keasley había colocado sobre el periódico.

—¿Eres médico? —pregunté, dejando mi taza vacía a un lado con un golpe seco. Tenía que acordarme de buscar la receta de este hechizo. No sentía nada… en ningún sitio.

—No.

Hizo una bola con las toallas empapadas de sangre y agua y las tiró al suelo.

—¿Entonces de dónde has sacado todas esas cosas? —insistí.

—No me gustan los hospitales —dijo—. ¿Matalina? ¿Por qué no coso yo los puntos internos y tú cierras la piel? Estoy seguro de que tu trabajo será más parejo que el mío. —Sonrió con pesar—. Apuesto a que Rachel prefiere que le quede la menor cicatriz posible.

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