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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (46 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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—Pero eso no es nada —protesté—. ¿Quieres más plantas del jardín? ¿O una poción de visón? Aún sirven para unos días más y yo no volveré a usarla.

—Yo no estaría tan seguro —dijo mirando hacia el pasillo al oír el ruido de la puerta del baño abriéndose—. Y ser alguien de mi confianza puede resultar caro. Puedo reclamarte algún día, ¿estás dispuesta a arriesgarte?

—Por supuesto —dije preguntándome de qué huiría un anciano como Keasley. No podía ser peor que aquello a lo que yo me enfrentaba. La puerta del santuario dio un portazo y me sobresalté. A Ivy se le había pasado el enfado y Nick había salido de la ducha. Estarían peleándose de nuevo enseguida y estaba demasiado cansada para hacer de árbitro. Jenks entró zumbando por la ventana y cerré los ojos para reunir mis fuerzas. Los tres a la vez acabarían conmigo.

Con su bolsa en la mano, Keasley se giró como si fuese a irse ya.

—Por favor, no te vayas todavía —le rogué—, puede que Nick necesite algo. Tenía un corte muy feo en la cabeza.

—Rachel —dijo Jenks volando en círculos alrededor de Keasley a modo de saludo—. ¿Qué rayos le has dicho a Matalina? Está revoloteando por todo el jardín como si hubiese tomado azufre, riéndose y llorando a la vez. No me entero de una palabra de lo que dice mi mujer. —Se detuvo de golpe, quedándose suspendido en el aire y escuchando atentamente—. Genial —masculló—, ya están otra vez como el perro y el gato.

Intercambié una mirada de cansancio con Keasley y escuchamos el murmullo de la conversación del pasillo llegando a un final intenso pero tranquilo. Ivy entró con cara de satisfacción. Nick entró justo detrás. Su ceño fruncido se tornó en sonrisa cuando me vio incorporada y sintiéndome obviamente mejor. Se había puesto una camiseta de algodón que le quedaba grande y unos vaqueros anchos recién salidos de la secadora. Su encantadora media sonrisa no funcionó conmigo. El recuerdo de por qué mi muñeca seguía sangrando era demasiado real.

—Usted debe de ser Keasley —dijo Nick ofreciéndole la mano por encima de la mesa como si todo fuese bien—. Yo soy Nick.

Keasley se aclaró la garganta y le estrechó la mano.

—Encantado de conocerle —dijo aunque sus palabras no coincidían con la mirada de desaprobación en su anciano rostro—, Rachel quiere que le mire la frente.

—Estoy bien. Ha dejado de sangrar en la ducha.

—¿Ah, sí? —dijo el anciano entornando los ojos—, la muñeca de Rachel no.

La cara de Nick se quedó seria y me miró. Abrió la boca y después la cerró. Lo fulminé con la mirada. Maldita sea. Sabía exactamente lo que eso significaba.

—Él…
mmm
—masculló.

—¿Qué? —dijo Ivy. Jenks aterrizó en su hombro y ella lo apartó de un manotazo.

Nick se pasó la mano por la barbilla y no dijo nada. Él y yo íbamos a tener una conversación… muy pronto. Keasley le tiró al pecho su bolsa de papel con gesto agresivo.

—Sujétame esto mientras le voy preparando un baño a Rachel. Quiero asegurarme de que su temperatura interna es la adecuada.

Nick dio un paso atrás sumisamente. Ivy nos miró con expresión de sospecha a los tres.

—Un baño —dije alegremente. No quería que pensase que algo iba mal. Probablemente mataría a Nick si supiese lo que había pasado—. Eso suena genial.

Me quité la manta y el abrigo de encima y deslicé los pies hasta el suelo. La habitación se oscureció y noté que se me quedaba la cara fría.

—Despacio —dijo Keasley poniéndome su oscura mano en el hombro—, espera hasta que esté listo.

Respiré hondo y me negué a colocar la cabeza entre las rodillas. Era demasiado indigno.

Nick parecía tener mala cara allí de pie en una esquina.

—Eh —tartamudeó—, creo que vas a tener que esperar para ese baño. Me parece que he usado toda el agua caliente.

—No pasa nada —suspiré—, eso es exactamente lo que te dije que hicieras. —Pero por dentro estaba maldiciéndolo.

Keasley carraspeó.

—Para eso eran las ollas de agua caliente. Ivy arrugó el ceño.

—¿Por qué no lo dijiste? —refunfuñó saliendo de la habitación—. Ya lo hago yo.

—Vigila que no esté demasiado caliente —gritó Keasley tras ella.

—Sé cómo tratar las pérdidas de sangre graves —gritó ella en tono beligerante.

—Eso no lo pongo en duda, señorita.

Estirándose, puso a un nervioso Nick contra las cuerdas.

—Y tú, dile a la señorita Morgan lo que le espera en cuanto a su muñeca —dijo, recuperando su bolsa.

Nick asintió una sola vez. Parecía sorprendido por el aparentemente inofensivo brujo.

—Rachel —dijo Jenks zumbando junto a mí—, ¿qué pasa con tu muñeca?

—Nada.

—¿Qué le pasa a tu muñeca, guapetona?

—¡Nada!

Lo espanté de un manotazo y casi me quedo sin aliento por el esfuerzo.

—¿Jenks? —llamó Ivy en voz alta por encima del lejano sonido del agua corriendo—, alcánzame la bolsa negra que hay en mi vestidor, ¿quieres? Es para echarla en el baño de Rachel.

—¿La que apesta a verbena? —dijo Jenks elevándose para quedarse suspendido frente a mí.

—¡Has estado curioseando mis cosas! —lo acusó ella, y Jenks se rió burlonamente—. ¡Date prisa! —añadió—, cuanto antes esté Rachel en la bañera, antes podremos irnos. Siempre y cuando ella se encuentre bien nosotros deberíamos intentar acabar su misión.

El recuerdo del cargamento de Trent me vino de pronto a la cabeza. Miré el reloj y suspiré. Aún había tiempo para llegar a la AFI y atraparlo. Pero yo no iba a poder participar de ningún modo, forma o aspecto. Estupendo.

Capítulo 28

Las burbujas, pensé, deberían anunciarse como un inductor medicinal del bienestar. Suspiré y me incorporé un poco antes de que el agua me cubriese el cuello. Amortiguados por los amuletos y el agua templada, mis moratones se habían reducido a un dolor sordo y lejano. Incluso la muñeca, que mantenía seca y en alto fuera de la bañera, no me molestaba demasiado. A través de las paredes oía débilmente a Nick hablando con su madre por teléfono; le contaba que había tenido muchísimo trabajo estos tres últimos meses y que sentía no haberla llamado. Por lo demás, la iglesia estaba en silencio. Jenks e Ivy se habían ido.

—Se han ido a hacer mi trabajo —mascullé y mi estado de ánimo complaciente se tornó agrio.

—¿Qué ha dicho, señorita Rachel? —dijo Matalina levantando la voz. La pequeña mujer pixie estaba posada en el toallero y parecía un ángel con su vestido vaporoso de seda blanca mientras bordaba capullos de cornejo en un exquisito chal para su hija mayor. Me había hecho compañía desde que me había metido en la bañera, vigilando que no me desmayase y me ahogase.

—Nada.

Trabajosamente levanté mi amoratado brazo y me acerqué una montaña de burbujas. El agua se estaba enfriando y me rugía el estómago. El cuarto de baño de Ivy se parecía espeluznantemente al de mi madre, con diminutos jabones en forma de conchas y cortinas de encaje sobre las vidrieras de las ventanas. Un jarrón con violetas descansaba encima de una cómoda. Me sorprendía que una vampiresa se fijase en esas cosas. La bañera era negra y hacía un bonito contraste con el tono pastel de las paredes y el papel pintado con rosas.

Matalina dejó su costura a un lado y revoloteó hacia mí para quedarse suspendida en el aire sobre la negra porcelana.

—¿No importa que los amuletos se mojen así?

Me miré los amuletos contra el dolor que me colgaban del cuello y pensé que parecía una prostituta borracha en
Mardi Gras
.

—No pasa nada —dije con un suspiro—, el agua y el jabón no los disuelven como haría el agua con sal.

—La señorita Tamwood no me ha querido decir qué le ha puesto al baño —insistió—, puede haber sal.

Ivy tampoco me lo había dicho a mí y, para ser sincera, no quería saberlo.

—No hay sal. Se lo he preguntado.

Con un pequeño carraspeo, Matalina aterrizó en mi dedo gordo y se inclinó hacia el agua. Sus alas se agitaron hasta hacerse un borrón y despejar un punto al fundirse las burbujas. Recogiéndose la falda se agachó con mucho cuidado y se mojó una mano para llevarse una gota hasta la nariz. Diminutas ondas se expandieron allí donde había tocado el agua.

—Verbena —dijo con su vocecita aguda—, mi Jenks tenía razón. También tiene sanguinaria e hidrastis. —Me miró a los ojos—. Eso se usa para cubrir algo potente, ¿qué intenta esconder?

Miré al techo. Si me aliviaba el dolor la verdad es que no me importaba. Crujieron las tablas de madera del pasillo y me quedé inmóvil.

—¿Nick? —pregunté, mirando hacia la toalla que quedaba justo fuera de mi alcance—. Sigo en la bañera, ¡no entres!

Se detuvo. Solo había una fina madera entre ambos.

—Eh, hola, Rachel. Solo estaba, eh, comprobando que estás bien. —Hubo un titubeo—. Yo, eh, necesito hablar contigo.

Se me hizo un nudo en el estómago y mi atención se dirigió hacia mi muñeca. Seguía sangrando a través de un montón de gasa de cinco centímetros de espesor. El riachuelo de sangre sobre la porcelana negra parecía un ribete. Quizá por eso Ivy tenía la bañera negra. La sangre no resaltaba tanto sobre el negro como sobre el blanco.

—¿Rachel? —me llamó rompiendo el silencio.

—Estoy bien —dije en alto y mi voz retumbó en las paredes rosas—, dame un minuto para salir de la bañera, ¿vale? Yo también quiero hablar contigo, pequeño mago.

Dije esto último con tono sarcástico y oí cómo movía los pies.

—No soy mago —dijo con tono débil. Titubeó—. ¿Tienes hambre? ¿Te preparo algo de comer? —sonaba culpable.

—Sí, gracias —respondí, deseando que se fuese de la puerta. Tenía un hambre canina. Tanto apetito probablemente estuviese relacionado con la galleta blandita que Ivy me había obligado a comer antes de irse. Era tan apetitosa como una tortita de arroz y únicamente después de que me la tragase se tomó la molestia de explicarme que aumentaría mi metabolismo, especialmente la producción de sangre. Aún notaba su sabor en el fondo de la garganta, una especie de mezcla entre almendras, plátano y cuero de zapatos.

Nick se fue arrastrando los pies y alargué el pie para abrir el grifo del agua caliente. El calentador probablemente ya la habría calentado.

—No lo calientes, querida —me advirtió Matalina—, Ivy dijo que salieses cuando se quedase fría.

Me asaltó una oleada de irritación. Ya sabía lo que había dicho Ivy, pero me abstuve de hacer comentarios. Lentamente, me incorporé y me levanté para sentarme en el borde de la bañera. La habitación pareció oscurecerse en la periferia de mi visión y rápidamente me envolví con una suave toalla rosa por si me desmayaba. Cuando la habitación dejó de verse gris tiré del tapón de la bañera y me puse de pie lentamente. El agua se vació ruidosamente y limpié el vapor del espejo, apoyándome en el lavabo para mirarme.

Un suspiro agitó mis hombros. Matalina se posó en uno de ellos y me miró con ojos tristes. Parecía que me hubiese caído de un camión. La mitad de mi cara estaba hinchada con un cardenal que se extendía hasta el ojo. El vendaje de Keasley se había caído y se podía ver un profundo corte que dibujaba el arco de la ceja y me dejaba la cara torcida. Ni siquiera recuerdo haberme cortado. Me acerqué más y la víctima del espejo me imitó. Reuniendo todo mi valor me aparté el pelo húmedo del cuello.

Se me escapó un suspiro de resignación. El demonio no me había dejado dos agujeros limpios, sino tres pares de lágrimas que se fundían las unas en las otras como ríos y afluentes. Los diminutos puntos de Matalina parecían pequeñas traviesas de ferrocarril descendiendo hasta la clavícula.

El recuerdo del demonio me hizo estremecer. Había estado a punto de matarme. Simplemente ese pensamiento bastaba para asustarme, pero lo que de verdad me iba a mantener en vela por las noches era saber que a pesar de todo el terror y el dolor, la saliva de vampiro que me había inoculado me había hecho sentir bien. Fuese verdadera o falsa, me había sentido… asombrosamente de maravilla. Me ajusté la toalla alrededor del cuerpo y me aparté del espejo.

—Gracias, Matalina —susurré—, no creo que se noten demasiado las cicatrices.

—De nada, querida. Era lo mínimo que podía hacer. ¿Quieres que me quede para asegurarme que estás bien mientras te vistes?

—No. —El sonido de la batidora se oía proveniente de la cocina. Abrí la puerta y me asomé al pasillo. Olía a huevos—. Creo que me las puedo arreglar sola, gracias.

La pequeña pixie asintió y salió volando con su costura produciendo un leve zumbido con las alas. Escuché un momento y decidí que Nick estaba ocupado en la cocina. Fui andando con dificultad hasta mi cuarto y suspiré al llegar allí sin ser vista.

Me goteaba el pelo cuando me senté en el borde de la cama para recuperar el aliento. La idea de ponerme un pantalón me horrorizaba, pero tampoco pensaba ponerme una falda y medias. Finalmente opté por mis vaqueros anchos y una camisa azul de cuadros que podía ponerme sin que me doliese demasiado el brazo y el hombro. No me habría puesto esa ropa para salir a la calle ni muerta, pero no pretendía impresionar a Nick.

El suelo seguía moviéndose bajo mis pies mientras me vestía y las paredes oscilaban si me movía rápido, pero finalmente salí del cuarto con mis amuletos empapados entrechocando en mi cuello. Me deslicé por el pasillo con mis zapatillas mientras me preguntaba si debería intentar ocultar mis cardenales con un hechizo de complexión. El maquillaje normal no iba a taparlos.

Nick salió de la cocina y casi me atropello. Tenía un sandwich en la mano.

—Aquí tienes —dijo con los ojos muy abiertos al mirar hacia abajo a mis zapatillas rosas y arriba de nuevo—, ¿quieres un sandwich de huevo?

—No, gracias —dije a la vez que me rugía de nuevo el estómago—, demasiado sulfuro. —Me vino el recuerdo de su mirada sujetando aquel libro negro entre las manos cuando detuvo en seco al demonio en su ataque: asustado, atemorizado… y poderoso. Nunca había visto a un humano que pareciese poderoso. Había sido sorprendente—. Pero me vendría bien algo de ayuda para cambiarme el vendaje de la muñeca —concluí con tono mordaz.

Se encogió y destruyó por completo la imagen de mi cabeza.

—Rachel, lo siento…

Pasé a la cocina, rozándolo. Oía sus pasos silenciosos tras de mí y me apoyé en el fregadero mientras le echaba algo de comer al
señor Pez
. Era completamente de noche fuera. Veía las diminutas lucecitas de la familia de Jenks, que estaba patrullando el jardín. Me quedé helada al comprobar que el tomate había vuelto al alféizar. Me invadió una oleada de preocupación y mentalmente maldije a Ivy… luego fruncí el ceño. ¿Por qué debía importarme lo que pensase Nick? Era mi casa. Era inframundana. Si no le gustaba, que se fastidiase. Podía sentir a Nick detrás de mí en la mesa.

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