Los brazos de la figura estaban extendidos hacia los lados en un gesto de conjuración.
—¡Por las pelotas de Boris! —ladró Gaviota—. ¡Yo conozco a ese bastardo! ¡Nos atacó en el bosque quemado junto al cráter de la estrella! Envió contra nosotros una horda de...
Aullidos, chillidos, gemidos, balbuceos. Una cacofonía repentina surgió de la nada y se alzó alrededor de ellos. Una horda de demonios emergió de la oscuridad por todas las cañadas que rodeaban a la hondonada y cayó sobre ellos, saltando, correteando, deslizándose y trotando. Delante de ellos, sostenidas en alto sobre la punta de largas estacas afiladas, se bamboleaban las cabezas de Givon y Melba, los exploradores que no habían vuelto a la hora fijada.
—¡Bastardos! —les maldijo Gaviota—. ¡Asquerosos bastardos rastreros!
—¡Cállate! —chilló Rakel, corriendo hacia su tienda para sacar de un manotazo su casco y su cinturón—. ¡Acabaremos con ellos! ¡Por fin tenemos algo a lo que combatir! —Y Rakel lanzó un soberbio grito de guerra que hizo retroceder a Gaviota—. ¡¡¡Ye-ha-yeeeeeeee-haü! ¡a las armas, compañías!
—¡A formar! —aulló Rakel—. ¡Preparad las líneas de batalla, capitanes! ¡Tú! ¡No retrocedas ni un centímetro o usaré tus tripas como ligas! ¡Formad de una vez! ¡Dejad de preocuparos pensando en lo que os harán esos demonios, y empezad a preocuparos pensando en lo que os haré yo! ¡He dicho que a formar!
Rakel apartó la mirada de la oleada de demonios que se aproximaba para contemplar el campamento, y Gaviota también volvió la cabeza en esa dirección. Los seguidores del campamento estaban cumpliendo con sus deberes: en vez de quedarse boquiabiertos, ponerse a gritar o huir a la carrera para esconderse, la inmensa mayoría estaba preparando el campamento para la partida. Herreros, cocineros, escribanos y madres, con bebés metidos en sacos que colgaban de su espalda o mocosos pegados a las rodillas, iban tropezando de un lado a otro en la oscuridad, bajando las tiendas, recogiendo los cacharros de cocina, ensillando caballos y cargando mulas. La nueva comandante del ejército había decretado que cuando llegara la acción todos los no combatientes debían levantar el campamento. El propósito de Rakel era doble: en primer lugar, eso permitiría que el ejército se moviera rápidamente, ya fuese para avanzar o para retirarse; en segundo lugar, mantendría ocupada a la gente y evitaría la aparición del pánico.
—¡Venga, un poco de coraje! ¡No pueden hacernos daño! ¡Por todos los espíritus, no son más que demonios!
Rakel gritaba más para mantener entretenidos a quienes estaban a sus órdenes que para proporcionarles información. Había hecho acudir a su pequeña fuerza desde los cuatro puntos cardinales para formar un delgado anillo alrededor del campamento, pero el anillo estaba tan erizado de pinchos que no tenía nada que envidiar a un puercoespín. Casi cincuenta guerreros llevaban escudos colgados a la espalda, hachas o espadas en los cinturones, y arcos y aljabas encima de los hombros. Además, cada uno contaba con una lanza de madera de roble coronada por una temible punta de acero.
La caballería y los exploradores mantenían inmóviles a sus monturas dentro del anillo, y Rakel tenía junto a ella a los jóvenes músicos. Esperando en el centro, listo para ir en cualquier dirección, estaban Stiggur montado sobre su bestia mecánica y Liko armado con dos garrotes. La fuerza era pequeña, pero potente.
Y se enfrentaba a centenares de demonios aullantes.
Resultaba difícil verlos a la débil claridad de las hogueras —que se estaba disipando con gran rapidez a medida que los fuegos para cocinar iban siendo extinguidos—, pero todos los demonios se parecían bastante los unos a los otros. El más alto de ellos sólo le llegaba al pecho a un adulto, por lo que Gaviota se preguntó si no serían otra variedad de trasgos. Algunos tenían grandes orejas puntiagudas y algunos no tenían orejas, y algunos tenían cuernos retorcidos como los de un chivo mientras que otros tenían lisas cabezas calvas. Pero todos y cada uno de ellos parecían resecos y marchitos, como si estuvieran momificados, con las entrañas encogidas y la piel tensada encima del hueso, de tal forma que cada costilla podía ser contada y cada articulación podía ser vista en todo su esquelético detalle. Todos iban desnudos, mostrando su oscura piel llena de arrugas que hacía pensar en serpientes quemadas, y todos tenían largos colmillos blancos que relucían. Lo más horrible de todo eran sus ojos redondos, rojos y resplandecientes como ascuas sacadas del infierno.
¡Y había tantos! Gaviota sintió deseos de gritar de pura sorpresa. Los demonios brotaban de las grietas de las paredes del cañón como hormigas de un árbol podrido, saltando y dando brincos sin dejar de chillar.
Y un instante después el leñador ya no tuvo más tiempo para pensar, porque la oleada de demonios cayó sobre ellos.
La Compañía Verde de la capitana Ordando estaba desplegada inmediatamente delante de Gaviota. Los hombres y unas cuantas mujeres permanecían inmóviles con las rodillas dobladas y los pies firmemente plantados en la tierra, manteniendo las lanzas en paralelo al suelo como si se preparasen para luchar contra una marea. Gaviota se preguntó por qué Rakel no había hecho que disparasen sus arcos, pero quizá pensaba que había demasiada poca luz, o que los demonios se aproximaban demasiado deprisa, o que fallar podía dañar la moral del ejército. Fueran cuales fuesen sus razones, la línea de combatientes le pareció lastimosamente delgada, pero todos se mantuvieron en sus sitios. Eso se debía en parte a la inflexible disciplina y adiestramiento de Rakel, y en parte a que Rakel estaba detrás de ellos con la espada desenvainada. Todos sabían que su comandante abatiría al primer soldado que intentara huir. Pero aunque algunas rodillas temblaban un poco, nadie echó a correr.
Los demonios de piel coriácea se lanzaron sobre la hilera de combatientes entre aullidos, gañidos, chillidos y gemidos. Uno dio un gran salto por encima de ella, sólo para acabar empalado en la punta de hierro de una lanza. La boca aullante del demonio se cerró con un clok claramente audible. La punta había quedado profundamente hundida en el cuerpo convulso, que tenía un aspecto seco y escamoso tanto por dentro como por fuera. El soldado que empuñaba la larga lanza la sacudió e hizo salir despedido de ella aquel cuerpo que parecía hecho de cuero viejo, perdiendo la punta desprendible con él. Otro demonio surgió de la nada inmediatamente para ser alanceado y también murió, con una punta de madera verde perforando sus resecas entrañas.
Un demonio avanzó pegado al suelo con el veloz correteo de una cucaracha, la boca abierta y los blancos dientes revelados como una trampa para osos, buscando la pierna de algún combatiente. Aquellos monstruos no tenían armas, sólo largas garras y dientes afilados, y luchaban como ratas gigantes. La combatiente, una mujer de piel oscura salpicada de tatuajes, echó su lanza hacia atrás, tal como se le había enseñado a hacer, y dejó caer la punta del astil sobre la cabeza del demonio. La horrible criatura quedó aturdida y mordió el suelo rocoso, y la mujer siguió aplastándole el cráneo hasta dejarlo irreconocible. Sin mirar, la mujer atravesó a otro demonio con su lanza, y la punta se abrió paso a través del demonio que había detrás del primero.
Gaviota, al que Rakel había ordenado que se mantuviera atrás para observar la formación de batalla en busca de brechas y estudiar al enemigo, vio una segunda línea de atacantes que surgía de las hendiduras del cañón y empezaba a aproximarse.
Orcos. Gaviota había visto algunos en la isla tropical a la que había sido confinado. Aquéllos no tenían la piel oscura, sino de un color bastante claro. La luz de las hogueras destellaba sobre sus cuerpos, deslizándose a lo largo de ellos con reflejos verdosos. Todos eran calvos, con colmillos que sobresalían de sus mandíbulas inferiores y orejas puntiagudas que se alzaban por encima de sus desnudas coronillas. A pesar del frío invernal, sólo llevaban una especie de arneses y viejos trozos de cuero o faldellines de piel. Casi todos iban armados con garrotes en los que había incrustados trozos de obsidiana, o con lanzas cortas de punta de pedernal. Pero media docena de ellos arrastraban unos largos tubos que parecían troncos huecos. Un orco mantenía en equilibrio un tronco encima de sus hombros. La boca del tubo eructó fuego, y un aullante arco de llamas surcó el cielo. Asustó a los caballos, pero el proyectil sólo consiguió acertar una distante pared del cañón y allí se quedó, ardiendo y soltando chispas hasta apagarse. Rakel dijo que eran cohetes llenos de alguna clase de pólvora negra que estallaban igual que el rayo, matando a quien los disparaba con tanta frecuencia como al enemigo. Las bolas de fuego lanzadas dentro de las hogueras del campamento debían de haber sido cohetes.
El leñador hizo un recuento apresurado, decidió que había por lo menos un centenar de orcos detrás de los demonios y fue corriendo en busca de Rakel para decírselo.
Rakel no se volvió, y siguió contemplando cómo sus soldados luchaban con los demonios.
—¡Orcos! ¡No son nada! ¡Ignoradles! ¡Quiero menos huecos en esa línea, capitán Neith!
Sintiéndose como un idiota por haberse preocupado —¿cien orcos armados no eran nada?—, Gaviota retrocedió, balanceando distraídamente su hacha de un lado a otro sin darse cuenta de lo que hacía.
Los cuerpos se iban amontonando a lo largo de la línea de batalla. Un combatiente tenía a tres demonios ensartados en su lanza, debatiéndose como truchas, y ya no podía seguir sosteniéndolos por más tiempo. Arrojó la lanza contra un nuevo grupo de monstruos y después desenvainó su espada y tiró de su escudo hasta colocarlo delante de él. El soldado hizo retroceder a un demonio con un mandoble y un grito mientras le abría el cráneo a otro. Escaramuzas similares estaban siendo libradas delante de todas las formaciones.
Más lanzas fueron arrojadas para caer entre los cuerpos que se retorcían. Un hachero dirigió un grito a su compañera, una robusta combatiente con cuatro trenzas rojas asomando debajo de su casco de acero, y la pareja empezó a trabajar en colaboración. El hachero hizo girar su hacha, una temible arma de guerra cuya hoja tenía la forma del pico de un loro, y la alzó por los aires para segar con ella a un trío de demonios mientras su compañera esquivaba ataques y lanzaba mandobles contra estómagos y gargantas de demonios, protegiéndolos a ambos con su escudo.
Los demonios seguían llegando de la oscuridad para entrar en la tenue claridad del campamento. Aquellos extraños gritos, que helaban la sangre y que recordaban los chillidos de águilas o gatos monteses enfurecidos, surgían de sus gargantas para alejarse en un sinfín de ecos y ecos de ecos. Un grupo de demonios se abrió paso a través de la fila de combatientes que se extendía delante de Gaviota, apartando a dos soldados y haciendo que perdieran el equilibrio. Un soldado cayó al suelo, con un demonio aferrándose a su brazo mediante dientes tan afilados como navajas de afeitar. El soldado no empezó a lanzar chillidos de pánico, lo cual decía mucho en su favor, sino que intentó salir de debajo del demonio para poder incorporarse y seguir luchando. Gaviota no pudo soportar quedarse cruzado de brazos mirando, y alzó su hacha y se lanzó a la carga.
Pero alguien le empujó de repente, desviándole de su camino con tanta fuerza que casi le hizo caer: era Rakel.
—¡Mantente alejado de la línea de batalla! —le gritó—. ¡Tienes que observar desde la retaguardia!
Después Rakel atacó con su espada de hoja corta y ancha, no lanzando mandobles a ciegas como habría hecho Gaviota, sino asestando golpes veloces y precisos que cercenaban el cuello, el brazo o la columna vertebral de un demonio con tanta destreza como una pescadera habría limpiado un pez colocado encima de su tablero. Rakel levantó al ensangrentado soldado del suelo con un tirón de pura fuerza muscular, le ladró un «¡Eres valiente!» y se aseguró de que volvía a su puesto. Después desapareció, partiendo a la carrera hacia cualquier lugar donde fuese necesaria su presencia.
Enfurecido y sintiéndose impotente debido a la inactividad, Gaviota retrocedió, sintiendo el hacha como un peso inútil que tiraba de sus manos. Intentó cumplir con su labor y observar el desarrollo de la batalla como un todo, pero le resultaba muy difícil mantenerse alejado sin hacer nada.
Miró a su alrededor. Los demonios se lanzaban sobre las formaciones viniendo de todas las direcciones, pero había más allí donde se encontraba Rakel. La comandante había ordenado a la caballería que avanzara en parejas, y los jinetes se inclinaban desde la silla de montar y rajaban demonios con sus largos sables. Stiggur hizo avanzar la bestia mecánica para cerrar una brecha abierta entre las Compañías Roja y Azul: el muchacho movió palancas e hizo que el extraño artilugio se moviera primero hacia adelante y luego hacia atrás, con lo que las pezuñas tan grandes como troncos aplastaron a unos cuantos demonios y los dejaron hechos pedazos, impidiendo que docenas más rompieran la formación. Liko, pegado a la bestia mecánica, aplastaba demonios con sus dos garrotes como si estuviera espantando moscas. En el centro, el campamento estaba desmontado y recogido para la marcha, y de él ya sólo quedaban unas cuantas hogueras que desprendían humo. Los cartógrafos, los mozos de cuadra y caballerizos y unos cuantos cocineros habían desenvainado sus espadas, formando un segundo anillo por si llegaba a ser necesario. Los curanderos, tanto los samitas como los de otras procedencias, llevaban a los heridos a un hospital improvisado. Otro cohete bajó del cielo en el interior del campamento y estalló bastante cerca de unos caballos, derribando a dos y aterrorizando a los demás, por lo que el encargado de las caballerías y sus jóvenes ayudantes tuvieron bastante trabajo para contenerlos.
Gaviota vio a su hermana a unos treinta metros de distancia. Su tienda y sus cosas habían sido recogidas y preparadas por dos muchachas a las que había contratado como criadas. Chaney la druida estaba sentada encima de una caja, sosteniendo su cuerpo marchito con su mano buena. Lirio observaba a Mangas Verdes. Pero la nueva druida permanecía inmóvil, con la cabeza descubierta y la cabellera castaña despeinada, rodeándose los hombros con los brazos como si tuviera frío. Mangas Verdes estaba tan inmóvil, con los ojos clavados en el acantilado sobre el que se alzaba aquel hechicero fantasmal e iluminado desde atrás por un fuego ultraterreno, que Gaviota pensó que estaba paralizada de miedo.
¿Debía correr al rescate, o debía quedarse donde estaba sin pelear? ¿Qué hacer?