Algunos combatientes gimieron y empezaron a murmurar al verlos. Rakel permanecía inmóvil con el rostro muy blanco, intentando concebir un ataque: había sido adiestrada para luchar contra los vivos, no contra los muertos. Unos cuantos guerreros dieron un paso hacia atrás, y cuando Rakel habló para detenerlos, su voz apenas llegó a ser un graznido inaudible.
Pero Gaviota sabía qué había que hacer.
—¡El muro, Verde! —gritó desde el otro lado del círculo.
Pero su hermana se le había adelantado. Mangas Verdes reaccionó de una manera casi instintiva, y su mano rozó una ramita cosida a su chal. Siseando suavemente y produciendo sonidos que recordaban al viento moviéndose en las copas de los árboles, Mangas Verdes se imaginó el Bosque de los Susurros que tan bien conocía, y un lugar de sus profundidades donde la naturaleza parecía haber enloquecido y los árboles crecían con tal frondosidad que se inclinaban sobre sí mismos y sus vecinos. Mangas Verdes desplegó su mente y apremió a una franja del bosque a que apareciese... allí.
Hombres y mujeres suspiraron cuando una valla viviente de madera apretadamente entrelazada apareció a un tiro de piedra por delante de ellos, surgiendo de la nada entre una ondulación verde, marrón, azul y amarilla. A diferencia de lo ocurrido en los esfuerzos anteriores de Mangas Verdes, aquel muro de ramas adquirió una grácil curva que fue resiguiendo el despliegue de su ejército y se extendió limpiamente a través de todo el cañón, yendo de una pared a otra en una gruesa muralla de verdor. Los zombis quedaron ocultos por ella, y el ejército respiró un poco mejor.
Mangas Verdes sonrió para sí misma y se relajó. Chaney permitió que un suspiro de satisfacción escapara de su reseca garganta. Si sobrevivía, algún día Mangas Verdes llegaría a ser una leyenda entre los hechiceros.
* * *
Stiggur gritaba desde lo alto de su bestia mecánica. El muchacho manipuló los controles e hizo girar a la ruidosa y rechinante criatura de madera en un gran círculo. Los costados recubiertos de planchas de hierro empujaron a Liko el gigante, dándole la vuelta hasta dejarlo encarado a una nueva amenaza. La centauro Helki, capitana de caballería, también divisó el peligro desde su mayor altura, y dejó escapar un estridente relincho. Aquel sonido era un grito de deleite, pues por fin la caballería iba a tener su ocasión de luchar. Todos los jinetes, con las cintas amarillas aleteando en sus mangas, se alzaron sobre sus estribos entre gritos y vítores. Rakel rió al ver su entusiasmo.
Por el cañón se aproximaba lo que parecía un torbellino de cenizas envuelto en parpadeos luminosos. Pero la neblina grisácea que giraba incesantemente se fue espesando hasta convertirse en una compañía de caballería, y Gaviota se acordó de aquellos combatientes nada más verlos. Totalmente negros, desde sus caballos hasta sus barbas, los jinetes iban armados con largos sables y grandes escudos en forma de cometa adornados por un blasón hendido que mostraba el rostro de un diablo dibujado con trazos plateados, su único color. Esbeltas jabalinas sostenidas por estrechas tiras de cuero subían y bajaban sobre sus espaldas, y Gaviota sabía que también iban provistos de cuerdas con garfios que colgaban de sus sillas de montar. Había luchado con aquellos jinetes la primavera pasada cuando atacaron la caravana de Liante, y había perseguido a tres hombres que se llevaron a Lirio, y —por la gracia de los dioses— los había matado.
Había treinta o más, montados sobre corceles que piafaban y pateaban el suelo con los cascos. Su capitán alzó su sable y empezó a gritar en una lengua áspera y gutural, evidentemente exhortándoles a atacar con todas sus fuerzas.
Pero su áspera orden se extinguió en un balbuceo de confusión cuando vio la fuerza que estaba desplegándose contra él, y Gaviota rió y empezó a lanzar vítores.
Los caballeros negros tenían delante a sus iguales: Helki, con su armadura pintada y adornada con curvas y volutas, con una lanza emplumada tan larga como su cuerpo rojizo; cuatro halcones del desierto que casi eran centauros, tanto era el tiempo que llevaban viviendo sobre la silla de montar; y más caballería que se apresuraba a reunirse con ellos: exploradores con sus ropas incoloras marcadas por la pluma de cuervo; Holleb, todavía más enorme que Helki; Bardo, el paladín acorazado, sobre un corcel de guerra del color del humo; la bestia mecánica con Stiggur gritando sobre su grupa; y Liko, avanzando pesadamente junto a ella con sus dos garrotes.
La caballería de Rakel ardía en deseos de luchar, y gritó y ululó mientras recorría el cañón con un galope atronador y las lanzas enfiladas hacia adelante. Eran catorce contra treinta, pero su carga era todavía más impetuosa debido a esa inferioridad numérica, pues anhelaban demostrar su valía al resto del ejército.
El capitán de los mercenarios negros aulló órdenes y movió su sable hacia la derecha y hacia la izquierda para indicar que sus hombres debían desplegarse formando una hilera, y después hincó sus negras espuelas de acero en los negros flancos de su montura.
Las dos líneas de caballería se fueron acercando la una a la otra con un estrepitoso galopar, una ondulante y desordenada por la salvaje alegría que la impulsaba, la otra tan precisa que los hocicos de los caballos estaban a la misma altura.
El ruido que se produjo cuando las dos se encontraron fue ensordecedor.
Los sables chocaron con los escudos, las puntas de lanza de acero perforaron los petos, las hojas se abrieron paso a través de los cuellos de los caballos, y los jinetes fueron bruscamente desmontados para caer sobre sus espaldas con tanto estruendo como una caja llena de platos. Un explorador cayó, decapitado por un sable. Un jinete negro dejó escapar un jadeo ahogado cuando la lanza de Helki atravesó su pecho y se derrumbó, robándole la lanza. Bardo, el Paladín del Norte, permitió que su escudo oscilara detrás de él mientras se erguía sobre los estribos y golpeaba con una espada casi tan alta como él mismo que empuñaba con las dos manos. Su mandoble se abrió paso a través del muslo de un hombre y entró casi treinta centímetros en el caballo, con el resultado de que el impacto lanzó al jinete agonizante a tres metros de distancia. Atrapado entre dos atacantes, pues el doblar en número a sus enemigos permitía a los jinetes negros formar parejas, Holleb alzó su lanza ensangrentada y la movió hacia un lado. La gruesa barra sostenida por sus callosas y velludas manos chocó con las tráqueas de los dos jinetes, pero no antes de que uno de ellos rajara el ondulante bíceps del centauro hasta el hueso. Tan terrible era la herida que Holleb dejó caer su lanza rota, se aferró el brazo y volvió grupas para salir del combate, por miedo a desmayarse y estorbar a las monturas de sus amigos. Los halcones del desierto vestidos con túnicas azules eran una borrosa mancha de veloces movimientos, con sus ponys más pequeños y ágiles que el resto de las monturas saltando y bailoteando casi en círculos. Los jinetes herían un muslo aquí, un flanco de caballo o un rostro de mujer allá. Por sí solo, el ataque de los cuatro halcones del desierto dejó a seis jinetes negros muertos o fuera de combate en el primer minuto de la contienda.
Arrastrados por el ímpetu incontenible de su peso, los caballos dividieron las dos líneas en una docena de feroces enfrentamientos. Dos hombres del desierto se enzarzaron con tres jinetes negros en un veloz combate lleno de giros y corvetas. Helki cogió una espada de empuñadura de bronce de su arnés de guerra y asestó golpes terribles a diestra y siniestra. Las líneas se desintegraron en una confusión de resoplidos, pezuñas que se agitaban, gritos y chorros de sangre.
Y entonces los jinetes negros se encontraron con nuevos problemas.
La Compañía Roja del capitán Varrius, que era la que se encontraba más cerca, obtuvo permiso para avanzar. Acosaron a los jinetes negros gritando «¡Hoo-ooo! ¡Hoo-ooo!», y negándoles el espacio que necesitaban para poder maniobrar mediante la amenaza de sus lanzas de roble.
La bestia mecánica se abrió paso por entre ellos, aterrorizando a los caballos negros al igual que lo hacían la visión y el olor del gigante de tierras lejanas. Liko tuvo tiempo de lanzar un golpe, y su gigantesco garrote de árbol pudo reducir a pulpa a un jinete y su montura antes de que el teniente negro —el capitán había muerto atravesado por la lanza de Helki— ordenase la retirada. Volviendo grupas y lanzando frenéticos mandobles de un lado a otro para mantener a raya al enemigo, pestilenciales como un enjambre de avispas, los jinetes negros consiguieron volver a agruparse en una frágil formación y se alejaron al galope en dirección sur.
Mangas Verdes los vio temblar y ondular y convertirse en cenizas, como si un fuego invisible los consumiera. Alzó la mirada para averiguar cómo había deshecho su conjuro el hechicero acorazado, pero el acantilado estaba vacío y la única claridad que caía sobre él era la luz grisácea de la falsa aurora que precede al día.
Gaviota y Rakel se reunieron con ella, Chaney, Lirio y los demás.
—¿Qué significa esto? —preguntó Gaviota—. ¿Dónde está su siguiente ataque?
—¡No hay otro ataque! —gritó Rakel—. ¡Hemos vencido!
La revelación saltó por detrás de ellos y llegó al ejército, y los combatientes lanzaron al aire un atronador grito de victoria que fue haciéndose más y más potente hasta que acabó haciendo temblar las paredes del cañón.
—¡Pero no lo hemos capturado! —protestó Mangas Verdes—. ¡Ése era nuestro objetivo!
Rakel suspiró, una guerrera a la que nadie agradecía todos sus esfuerzos y sudores.
—¡Lo hemos detenido y lo derrotamos, y estamos vivos y enteros! ¡Da gracias de que así sea! Y procura resolver un problema antes de preocuparte por el próximo de la lista, ¿quieres? Ese bastardo de la armadura sigue rondando por ahí... ¡Lo cogeremos, y lo asaremos a fuego lento dentro de su caparazón de metal!
El hechicero acorazado regresó, tal como había predicho Rakel, pero no lo hizo de la manera en que la guerrera de Benalia había supuesto que lo haría.
El ejército reparó los daños sufridos y siguió avanzando. No todo el mundo era capaz de moverse sin ayuda. El brazo del centauro Holleb había sufrido una herida tan seria que las samitas quisieron amputarlo, pero Helki se negó a permitirlo. Chaney lo examinó con el ceño fruncido y continuos chasquidos de lengua, rozándolo con su brazo bueno y murmurando hechizos, y ordenó que fuera inmovilizado junto al pecho de Holleb y dejado allí para que hiciera «lo que debía hacer», que era curarse como buenamente pudiera. Medio inconsciente a causa del dolor y las hierbas medicinales, Holleb avanzaba lentamente en un estupor febril, sostenido por su esposa Helki, que siempre estaba cuidando de él. Rakel hizo algunos cambios en la composición de las compañías, pues las pérdidas habían ascendido a cuatro muertos, dos heridos graves que probablemente morirían, y cuatro heridos capaces de caminar. Un jinete del desierto figuraba entre los muertos, y sus camaradas pasaron toda la noche entonando una gemebunda y estridente canción para enviar su alma al oasis paradisíaco que se imaginaban como su cielo. Un enemigo, un caballero negro, había sido abandonado por sus compañeros después de haber sufrido una herida en la cabeza. Hosco y sombríamente convencido de ser superior a cualquier otro guerrero, el jinete juró que nunca serviría en una ridícula parodia de ejército como aquél, por lo que Rakel ordenó que fuese decapitado, ante lo que el jinete cambió de parecer y se unió a la caballería. Se llamaba Terrill y, como muchos de su compañía, era un mercenario procedente de una tierra de llanuras llamada Wrenna. No sabía nada acerca del hechicero acorazado, salvo que pagaba en pepitas de oro siempre que llamaba a los Caballeros Negros de Jenges.
Y el ejército siguió internándose en las malas tierras, y entonces empezaron los ataques.
Los cañones se fueron volviendo más anchos y profundos, y una mañana una avalancha de rocas cayó sobre los seguidores del campamento cuando estaban avanzando por una cañada llena de oscuras sombras. Un cocinero y un bibliotecario murieron, y hubo una docena de heridos, entre ellos una curandera cuya pierna quedó aplastada y tuvo que ser amputada. Cuatro caballos y mulas con patas rotas tuvieron que ser sacrificados. El ejército se vio obligado a retirarse a un lugar más despejado y luego tuvo que esperar hasta que oscureciese antes de poder avanzar por el pasadizo salpicado de rocas, y la marcha a tientas entre la negrura dejó lisiadas a dos caballerías más. Alguien había tenido un fugaz atisbo de calvas cabezas de piel gris verdosa que sonreían mientras les observaban desde las alturas: eran orcos al acecho que obedecían las órdenes del hechicero acorazado. Aquel cobarde ataque al que no podían responder sólo sirvió para proporcionar más combustible a la ira de los combatientes, sus familias y los demás. Una pareja de jóvenes cogió unas cuerdas y escaló las alturas, en la oscuridad y con sólo una espada al cinto, para ir en busca del enemigo. No encontraron nada, pero su esfuerzo les granjeó muchos elogios.
Después de aquel incidente, el ejército evitó los pasajes más estrechos y acampó con más frecuencia fuera de los cañones. Pero a la noche siguiente, otro cohete cayó del cielo. Por fortuna ya todos sabían que aquello presagiaba un nuevo ataque y echaron a correr, alejándose de las hogueras de los cocineros a tiempo de salvarse. La explosión resultante —una masa de color rojo y amarillo dentro de la que bailaban manchitas verdes— lanzó los cacharros de hierro a seis metros de altura para que cayeran como un granizo mortífero. El ejército se preparó para enfrentarse a un ataque y después pasó una noche en vela esperando, sólo para ver llegar la paz del amanecer con los ojos nublados por el sueño.
Una mañana un grupo de exploradores fue atacado por gigantescos gatos dorados. Una mujer vio cómo su pierna era desgarrada de arriba abajo, aunque tuvo la suerte de que las bestias prefiriesen despedazar a su caballo en vez de a ella. Gaviota sabía que aquellos animales eran llamados leones, pues había visto cómo el hechicero acorazado los conjuraba cuando atacaron a sus caballos y sus mulas hacía varios meses.
Otro explorador, Dinos, entró en una caverna. Su compañera informó haber oído una música extraña y dijo que le había advertido de que no debía entrar ahí, pero Dinos le prestó tan poca atención como si estuviera fascinado. Cuando la mujer llegó a la caverna, Dinos ya estaba muerto, con la nuca aplastada por un garrote de piedra y el cuerpo convertido en una masa de fragmentos ensangrentados.