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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (28 page)

BOOK: Cadenas rotas
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* * *

Mangas Verdes no estaba asustada. De hecho, probablemente —y aparte de la anciana Chaney—, no había ninguna persona en todo el pequeño y abigarrado ejército que se sintiera más tranquila y llena de calma que ella.

La hechicera se estaba concentrando. Necesitaba conjurar algo para atacar al hechicero que les observaba desde las alturas, y había pocas cosas en su grimorio que pudieran causarle una auténtica impresión.

Y además Mangas Verdes quería impresionarse a sí misma.

Tybalt había encontrado entre las pertenencias de Liante una gema azul que estaba helada al tacto incluso en el día más cálido. Tybalt se había pasado días jugueteando con la gema, y finalmente había acabado decidiendo qué podía ser.

En cuanto a si Mangas Verdes podría utilizarla, nadie lo sabía..., pero si iba a vencer su miedo a perder la cordura, aquél podía ser el sitio para empezar a hacerlo. La cosa marcada por la piedra le resultaba totalmente extraña y ajena, y era algo que nunca había tocado. Pero Mangas Verdes estaba decidida a intentarlo.

Su mano derecha rozó la gema, unida mediante unas puntadas al viejo y harapiento chal verde que le había tejido su madre. El frío de la gema le quemó las yemas de los dedos, pero Mangas Verdes siguió tocándola. El ser que representaba estaba muy, muy lejos de allí. Se encontraba tan lejos que moraba en un plano al que los humanos no podían ir. Era un sitio de frío intenso y vientos que giraban incesantemente, un lugar donde no había ningún refugio que pudiera proteger del hielo y el vendaval...

«Ven —le dijo a ese antiguo no-ser—. Ven. Te necesitamos. Para nuestra causa. Para el bien...»

Mangas Verdes se estremeció mientras enviaba su mente a la inmensidad azulada de la gema, haciendo que su espíritu avanzara como una exhalación a lo largo de un sendero arcano y propulsando su corazón por el éter. Su misma vida pareció sisear a lo largo de líneas invisibles, correteando sobre hilos de telaraña por encima de alturas increíbles y saltando junto a los bordes de empinados caminos de montaña. Podría haber sido un pájaro cuyo vuelo lo había llevado demasiado arriba, o un escarabajo arrastrado por el viento hasta acabar en el mar, o un pez que había subido demasiado por el cauce de un río de aguas heladas. Mangas Verdes buscó al ser con su mente, tenue como el aliento de un pájaro, y la envió lejos, muy lejos por el vacío azul, allí donde incluso el aire parecía congelarse...

Y tocó una mano más fría que un peñasco enterrado debajo del suelo. Temblando y estremeciéndose, Mangas Verdes sintió que la presión ejercida sobre su mente resbalaba y empezaba a aflojarse.

Pero la mano, increíblemente poderosa, volvió a tirar y pareció arrancar su cerebro de su cráneo, como si fuera un diente y lo estuviera sacando de su alveolo.

«No —gritó la joven druida en el silencio—. No. Me voy a... quedar... aquí, ¡y tú debes venir! ¡Ahora!»

Mangas Verdes se aferró desesperadamente a su mente y a la tierra que había debajo de ella. Estaba caliente, mientras que el éter estaba frío. La tierra estaba llena de amor y de vida, y anhelaba crecer, mientras que aquellos confines distantes eran horribles, silenciosos y muertos. «No —siguió luchando—. ¡Eres tú quien ha de venir aquí!»

El tirón se reprodujo, esta vez con más fuerza que antes. Mangas Verdes sintió cómo su corazón temblaba en las profundidades de su cuerpo saltándose primero un latido y luego otro.

Queriendo gritar, pero necesitando todas sus energías, hundió los talones en el calor de la madre-tierra. La magia entró en su cuerpo y fluyó por él: era maná que sacaba de cuanto había a su alrededor, un fluir tan cálido como un baño de lava caliente. Mangas Verdes siguió agarrada a aquella mano que la helaba y tiró de ella, apretando los dientes hasta hacerlos rechinar.

Y de repente la presa que se le resistía resbaló y Mangas Verdes la tuvo en su poder.

Hubo un movimiento vertiginoso, un veloz agitarse y un alarido, y la criatura de hielo se precipitó sobre ella como un cometa que descendiera del cielo.

Mangas Verdes abrió los ojos, y descubrió que incluso éstos se hallaban doloridos a causa del esfuerzo. Volvía a estar en el cañón reseco de las malas tierras del norte, aquel gran surco iluminado por la claridad agonizante de las hogueras medio extinguidas. El clima invernal era frío, pero resultaba tropical comparado con el del sitio en el que había estado. Bien, ¿y dónde estaba...?

—Ah —murmuró Chaney detrás de ella—. ¡Muy bien! ¡Apunta tu descarga!

—¡Oh, cielos! —jadeó Lirio.

«¡Sí!», cantó una voz dentro de Mangas Verdes. ¡Nunca había conjurado algo que estuviera tan lejos de ella! Y quería que cayese... Mangas Verdes recorrió el risco con la mirada y localizó al hechicero acorazado. ¡Sí, quería que cayese justamente allí!

En las alturas donde se suponía a salvo de todo peligro, el hechicero acorazado descubrió que la luz ultraterrena que brillaba a su alrededor empezaba a parpadear. Un sencillo hechizo de luz hacía que su cuerpo quedara perfilado por un fantasmagórico resplandor de fuegos fatuos para despertar el miedo en un enemigo, pero su luz empezó a extinguirse tan deprisa como la de un cabo de vela cuando vientos de otro plano surgieron de la nada y aullaron a su alrededor.

El hechicero acorazado oyó un silbido tan potente como el de un huracán que descendiera del cielo. Giró sobre sus talones y vio cobrar existencia a un cono de luz invertida, marrón en el fondo y luego verde, azul y amarillo.

Y después un chorro de aire cuyo impacto era tan terrible como el de un tornado cayó sobre él.

Al principio parecía una mujer de hielo desnuda, de cuerpo largo y esbelto y totalmente blanco, con líneas de agua o hielo que fluían por su silueta. Pero aquella criatura era puro aire, helado por las capas superiores de la atmósfera hasta que su mismo aliento podía matar. El elemental de aire parecía una criatura femenina, fluida y atorbellinada, un tornado desde la cintura para abajo, una sirena hecha de aire, pero no tenía ni sexo ni alma. La criatura zumbó sobre la cima de la meseta..., y divisó al hechicero acorazado.

Siempre deseoso de jugar y sin más cerebro que un cachorrillo, el elemental de aire giró por los cielos y se acercó un poco más al hechicero acorazado para averiguar qué era. Abriéndose paso por los aires y remolcando todo un huracán congelado detrás de sí, la criatura se deslizó por debajo de uno de sus gigantescos brazos blindados, resbaló a lo largo de su espalda y giró junto a su hombro.

Mangas Verdes podía verlo todo con gran claridad desde abajo y se enorgulleció del riesgo que había corrido, de haber vencido su miedo y de haber sabido elegir bien. Una vez traído hasta allí, el tozudo elemental quedaría encantado ante aquel descomunal juguete plateado.

El hechicero se tambaleó bajo el roce del elemental de aire y retrocedió bamboleándose para escapar a aquel frío espantoso. Ya medio paralizado, se acercó demasiado al borde del acantilado y se recobró con el tiempo justo de evitar la caída. Girando incontroladamente, y casi desplomándose, golpeó el aire con las manos para mantener alejado al elemental. Pero la criatura se le acercó un poco más, tan amistosa como un delfín. Queriendo jugar, se deslizó por entre las piernas del hechicero, lanzando remolinos de polvo y tierra que giraron por los aires. Con el metal que protegía su ingle repentinamente helado, el hechicero acorazado dio un salto y cayó de rodillas, desgarrado por un dolor agónico tan cortante como una cuchillada; pero el elemental regresó para retorcerse sobre su estómago cubierto de cota de malla.

Desesperado, el hechicero acorazado se irguió con un movimiento convulsivo, pronunció un apresurado hechizo y echó a correr hacia el borde del acantilado.

Mangas Verdes dejó escapar un jadeo ahogado cuando el hechicero salió despedido del acantilado para alzarse por el cielo como un pájaro que emprendiera el vuelo. Pero no estaba volando, sino sólo saltando, y su trayectoria se convirtió en un arco descendente que acabó en un segundo risco que se alzaba al otro lado del cañón. Mangas Verdes, hablando en un susurro consigo misma, se dijo que había logrado escapar por el momento.

Pero había huido para salvar la vida, y el elemental de aire de Mangas Verdes le persiguió.

* * *

Un montón de cadáveres de demonios que llegaba hasta las rodillas de los combatientes se alzaba delante de la Compañía Verde de la capitana Ordando, y Gaviota pudo ver que lo mismo ocurría alrededor de todo el campamento. Pero las formaciones seguían aguantando, gracias a las acertadas decisiones de Rakel y algún que otro mandoble de espada..., y la carga de los demonios había fracasado. Muchos yacían gimoteando, con los cráneos aplastados, las mandíbulas rotas, los hombros o los brazos hendidos. Por encima de ellos se alzaban los combatientes, jadeantes, empapados en su propio sudor y manchados por la sangre color rojo oscuro de los demonios, la suya y la de sus camaradas. Pero todos sonreían con la feroz sonrisa del guerrero, y anhelaban tener otra oportunidad de demostrar su valor.

Los demonios se habían quedado inmóviles en el comienzo de la hondonada y los orcos se mantenían encogidos detrás de ellos, formando una línea ondulante y temblorosa. Ya no había centenares de enemigos, sino sólo quizá doscientos demonios y orcos para manchar la oscuridad. Los monstruos temían al ejército que no habían conseguido hacer huir.

Rakel dio a los guerreros lo que querían: un poquito más de acción. Ordenó a la sudorosa trompeta que tocara las notas del ataque, y alzó la voz para lanzar un grito que su garganta dolorida estuvo a punto de quebrar.

—¡A marcha lenta..., y adelante!

Gaviota meneó la cabeza. Avanzar cuando tenías al enemigo delante era una carga, aunque su comandante no quisiera darle ese nombre. Pero los combatientes avanzaron. Con un gruñido colectivo, el ejército de Rakel pasó por encima de los demonios muertos y agonizantes y se lanzó a la carga, moviéndose tan despacio como una tortuga. «¡Ho!», gritó Ordando, y alguien respondió con otro «¡Ho!». Unos instantes después todos estaban gritando, primero con un rítmico «¡Ho! ¡Ho! ¡Ho!» y luego con un interminable «¡¡¡Hooooo!!!». Cantar les dejó sin aliento, pero lo hicieron de todas maneras y avanzaron hacia la horda oscura con las espadas y las hachas preparadas para ser utilizadas. Sin esperar la aprobación o la desaprobación de Rakel, Gaviota fue corriendo hasta la línea y se colocó junto a una guerrera. La mujer volvió la cabeza para lanzarle una rápida mirada y le sonrió con sus labios manchados de sangre.

Habían avanzado cincuenta pasos, moviéndose gradualmente más y más deprisa sin darse cuenta de ello, desplegando su formación y dejando caer los pies con fuerza sobre la pendiente rocosa, cuando los demonios fueron incapaces de aguantar ni un instante más y echaron a correr. Los orcos ya no estaban allí, y todos habían vuelto a esconderse en las grietas y cañadas como una manada de ratas asustadas.

Hombres y mujeres gritaron, rieron y aullaron como lo habían hecho antes los demonios. Agitaron sus armas en el aire, lloraron de alegría y gritaron obscenidades, burlas y amenazas.

Gaviota gritó con ellos, pero una parte de su ser estaba triste, pues no había hecho nada para conseguir aquella victoria. El leñador pensó que aquel ejército necesitaba a todos los que lo componían..., salvo a él.

* * *

El hechicero acorazado cayó sobre la cima del acantilado con un terrible estrépito. El elemental de aire le había seguido con un vertiginoso revoloteo, más veloz que él, y había continuado enviando oleadas de frío a través de su armadura. El hechicero lanzó desesperados manotazos a la criatura, pero ésta no era nada más que aire tan gélido como la escarcha eterna de las cimas más altas. El hechicero acabó metiendo una mano enguantada en acero dentro de una bolsita de cota de malla que colgaba de su cinturón, y sacó de ella una piedra que brillaba con destellos rojos y anaranjados. Sosteniendo la piedra en alto y apretándola con su puño delante de su rostro acorazado, el hechicero lanzó su aliento hacia el elemental de aire a través de la piedra.

Con su rostro inhumano convertido en una máscara de hielo y miedo, el elemental inició una loca espiral que lo convirtió en hilachas de aire frío cada vez más pequeñas hasta que acabó desapareciendo.

Mangas Verdes, que se encontraba muy por debajo de él, vio cómo el hechicero se daba la vuelta para pasar nuevamente al ataque. Pero su brazo derecho estaba flácido y colgaba junto a su costado señalando el suelo, con la mano todavía sujetando la piedra.

—La Piedra del Poder de Urza, encontrada de nuevo —jadeo la voz enronquecida de la anciana Chaney junto a ella—. Me preguntaba dónde había ido a parar... Pero no es lo suficientemente fuerte para utilizarla. ¿Ves cómo le cuelga el brazo? Demasiados hechizos, y le robará la vida sorbiéndosela del corazón. Dudo que esté tan deseoso de ganar a cualquier precio.

Y el hechicero se limitó a usar una mano para conjurar. Rakel detuvo a sus tropas exultantes en el valle que se extendía debajo de él e impidió que persiguieran a los demonios en retirada, llegando al extremo de poner la zancadilla a un par de soldados para atraer su atención. Gritando y ordenando nuevos toques de trompeta, Rakel volvió a formar el círculo alrededor del campamento. Después fue corriendo de un capitán a otro, lanzando elogios aquí y advertencias para reforzar la formación allá. Luego se volvió hacia los seguidores del campamento y su voz áspera y cada vez más ronca les dijo que habían hecho muy bien su labor, pero que debían alimentar las hogueras para que pudieran tener más luz. La batalla todavía no había terminado.

Gaviota la seguía de un lado a otro, sintiéndose inútil.

Cuando un hombre gritó, los dos se volvieron al mismo tiempo.

Mangas Verdes fue la primera en sentir el frío y oler la podredumbre recién salida de la tumba. Después los vio.

Emergiendo de la oscuridad con paso tambaleante llegaba una hilera de zombis. Gaviota ya había visto antes criaturas similares en el bosque quemado. Eran criaturas horribles e infortunadas a las que se les había arrebatado su muerte, recién arrancadas de sus tumbas. La mayoría llevaban los sudarios con los que habían sido enterrados, pero muchos iban desnudos. Algunos estaban enteros, cuerpos muertos de un horrible gris pálido, pero a muchos les faltaban miembros, grandes trozos de piel o incluso la cabeza. Los zombis avanzaban lentamente, tropezando unos con otros, y seguían adelante, muertos y sin mente, seres del más indecible horror y la más abyecta piedad.

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